El terror y la taquilla Hace mucho tiempo que el cine de terror americano dejó de tomar al espectador por un ser inteligente. Lejos quedan ya joyas como Psicosis (Psycho, 1960) o La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of body Snatchers, 1956); obras de arte sustituidas por los chillidos y el susto fácil hacia finales de los años 70. La Epidemia (The Crazies, 2010) se sitúa claramente en este último grupo. Centrada la acción en un pequeño pueblo americano, este remake de una obra de George A. Romero narra la enigmática historia de unos habitantes que, de forma repentina, empiezan a enloquecer. El sheriff del lugar y su ayudante comenzarán una investigación que conducirá la cinta hacia un ramillete de tópicos y efectismos del género tales como golpes de sonidos en busca del sobresalto gratuito, superficiales lecturas humanistas en momentos delicados o antagonistas tan torpes para algunas acciones, como increíblemente hábiles para otras. Sin embargo, no todo son malas noticias. En primer lugar, la cinta contiene un buen arranque. De forma veloz y ágil (quizás demasiado) nos presenta a los personajes y, al mismo tiempo, nos muestra la vida rural americana y sus costumbres. En este punto, se hecha de menos la búsqueda de una mayor introspección para lograr una hondura emocional pero, a la vista de como está el panorama, un hábil comienzo se agradece. A su vez, su director Breck Eisner (Sahara, 2005), autor que está desarrollando el grueso de su filmografía alrededor de este tipo de cine, logra una realización efectiva que, a pesar de echar mano de recursos gratuitos y sustos impostados, consigue que no nos aburramos demasiado con una trama que empieza a decaer y a hacerse repetitiva según conocemos más de la misma. Y es que La Epidemia (The Crazies, 2010) funciona como film destinado al entretenimiento sin más, pero también deja algunos detalles para los incondicionales del género. La trama se presenta como un híbrido entre La invasión de los ladrones de cuerpos y Los chicos del maíz (Children of the corn, 1984); para degenerar en una mezcla de la novela La Carretera (The Road, 2007) de Cormac McCarthy y La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) del citado George A. Romero, sorprendente (o no tanto) productor de la película. Por ello mismo es una pena que lo más interesante del film quede tan solo en detalles o matices. Que sus autores estén más pendientes de la taquilla que de la vocación artística ignorando así que es más fácil congregar espectadores con una buena película que con una ruidosa y efectista.
El thriller inmaduro Personalidad Múltiple (Possession, 2009) pretende involucrarnos en una trama fantástica con ecos de romanticismo que bien podrían evocar a esa cima cinematográfica llamada Vértigo (1958). Sin embargo, pronto constatamos que, lejos de una buena película, siquiera un digno remake, estamos, más bien, ante un drama de sobremesa. Jess (Sarah Michelle Gellar) es una joven que vive con su marido y el hermano de éste. Ella disfruta de un idílico romance con el primero pero debe soportar las actitudes violentas del deudo hasta que, tras un accidente de coche, ambos quedan en coma. Cuando su cuñado despierta, éste asegura que es realmente su cónyuge y la película tornará del drama romántico al thriller psicológico. Basada en la película Jungdok (2002) del surcoreano Young-hoon Park, la cinta remite a los filmes de terror oriental que tanto éxito tuvieron a comienzos de la década pasada y que pasaron a engrosar la lista de remakes de Hollywood. A su vez, podemos decir que Personalidad Múltiple sufre, desgraciadamente, la misma suerte que sus predecesoras. Es un triste hecho pues, ya desde el arranque, la obra recurre a un clasicismo y una elegancia en la puesta en escena ciertamente sorprendentes. Se nos introduce de forma ágil en la temática, se presenta a los personajes con habilidad y nos da con certeza el tono del relato. Sin embargo, pronto las alegrías se diluyen y comenzamos a sospechar que todo el peso de la ‘industria’ a caído a plomo sobre el guión: el hermano manitas, romántico y educado frente al chapuzas, macarra y violento; la chica morena tierna y delicada contra la rubia fogosa y despiadada o una pueril escena de amor con los tortolitos besándose sobre una mesa enfrentada a una secuencia de sexo contra la pared por parte de los antagonistas, son algunos de los manidos trucos recorridos por el texto. Estos lugares comunes, lógicamente, arrastran a la película a la obviedad y nos hacen intuir la evolución de unos personajes poco desarrollados. Ni siquiera con la ayuda del susodicho giro argumental, los suecos Joel Bergvall, Simon Sandquist (Invisibles, 2002), máximos responsables de la obra, evitan caer de lleno en un dramón insufrible e increíble más propio de la peor televisión que de un serio género cinematográfico. Es una lástima que el talento narrativo que muestran sus directores quede anulado por el endeble guión y los tópicos ‘made in Hollywood’ tales como el cursi flashback sobre los enamorados en Japón o las inanes peleas entre la protagonista y el hermano de su amado tras el accidente. Unas broncas que le llevarán a más de uno a pensar que la otrora protagonista de Buffy la cazavampiros (Buffy the Vampire Slayer, 1997-2003) no ha acabado de superar la adolescencia.
La épica y el tedio En 1928 la revista Weird Tales publicó el primer número de Salomon Kane creado por Robert E. Howard. Más de 80 años después, y ante la evidente falta de originalidad dentro de la industria, Hollywood lanza su versión cinematográfica aprovechando el boom de la cultura cómic dentro del cine actual. El resultado es un aburrido cóctel de tiroteos y luchas de espadas que tan solo pretende hacer caja en taquilla. La película arranca con la presentación de Kane (James Purefoy), un capitán de formas poco ortodoxas que prefiere solucionar los problemas por la vía rápida (aunque esto conlleve acciones inmorales), en un enfrentamiento con el demonio. Tras esta escena, y apoyado por una elipsis paupérrima, volvemos a ver al héroe en un convento, lo que nos lleva a interpretar que, tras su lucha física contra el mal, está arrepentido de todos sus pecados y ha dejado para siempre las armas. Sin embargo, el guión no explica con claridad las motivaciones del personaje ni tampoco describe con certeza las razones por las que los clérigos le expulsan del convento. Simplemente podemos intuir la lectura de la que el guionista pretende hacerse eco: la necesidad de afrontar nuestros propios miedos exponiéndonos a la vida con valentía. Así pues, Kane emprende un camino de redención que le llevará al encuentro de diversos personajes. Entre ellos, y el más importante, el de Meredith (Rachel Hood-Wood), la hija de un campesino con la que establecerá una relación que el cineasta se esfuerza en remarcar para que cobre sentido el primer gran giro en la historia: el rapto de la chica a cargo de un enviado del demonio. Un tópico leiv motiv que provocará la vuelta de Kane a las armas y que situará el rescate de la joven como epicentro de la trama. Pero si el guión se presenta simplón y deslavazado, la realización no ayuda en absoluto a aligerar una película que, a pesar de durar alrededor de la hora y media, termina haciéndose eterna. Y es que el director británico parece no comprender que una secuencia y un plano tienen su propio ‘tempo’ y se les debe dejar fluir. El autor disecciona cada bloque narrativo en diversos planos que no aportan demasiado, ralentizan el tiempo y no permiten un lenguaje fluido. Esto es especialmente palpable (y preocupante) en las múltiples y cansinas escenas de acción que, por otra parte, son hipertrofiadas a través de innecesarias cámaras lentas, algún inoportuno ralentí y una machacona y repetitiva música. Es pues, Cazador de demonios (Salomón Kane, 2009), una película para los amantes del Blockbuster que busquen la ligereza en las tramas y renieguen de una elaborada puesta en escena. Algo que tampoco garantiza que no se vayan a aburrir.
El amor en tiempos de crisís El multipremiado cineasta Silvio Soldini regresa a las pantallas con Cosa voglio di più (2010) para retomar el tema de las relaciones de pareja como ya lo hiciera en su anterior trabajo, Sonrisas y lágrimas (Giorni e nuvole, 2007). Ahora vuelve sobre el tema mediante un relato ambientado en la Italia actual con la crisis económica y moral de fondo. Anna (Alba Rohrwacher) es una treintañera bien asentada, con un buen trabajo y una pareja con la que comparte piso. Sin embargo, un día ante su puerta aparece Domenico (Pierfrancesco Favino), casado y con dos hijos pequeños. Este suceso cambiará su vida y desplazará el film hacia el territorio del drama sexual. A partir de ahí, el personaje principal se desdoblará entre el deseo de una pasión desenfrenada y el miedo proveniente de un cierto sentido de responsabilidad por la familia. Estamos por tanto ante una película que se atreve a afrontar el delicado asunto de la crisis del matrimonio dentro de la recesión del propio país transalpino, algo a destacar, sobre todo si tenemos en cuenta que el cine, como cualquier arte, siempre debe servir como reflejo de la realidad. Sin embargo, una cosa son las intenciones y otra bien distinta los resultados. Los deseos de Soldini son nobles, pero el encuentro entre los dos personajes primordiales apenas roza el interés, y la explosión amorosa entre ambos, es difícilmente comprensible. Nos encontramos, pues, ante un guión con pretensiones de complejidad pero de escritura simple, lo que le impide a la película dirigirse de forma contundente y veraz a la raíz de los problemas tanto individuales como sociales. Al cineasta italiano le pierde querer ‘contar su historia’, y para ello decide mostrar todas las acciones llevadas a cabo por la protagonista para que así el espectador comprenda sus motivaciones en todo momento. Un hábito dentro del cine mediterráneo más comercial que limita la capacidad de sugestión del film y que provoca un exhibicionismo que tan solo encuentra una coherencia en las escenas de sexo. Sin embargo, la película tiene algunos puntos de interés. La incertidumbre ante el futuro, tanto de la pareja protagonista como del propio país, es reflejado a través de la lente mediante planos cortos en espacios cerrados cuyos fondos son desenfocados y que eliminan cualquier referencia espacial y, por tanto, cualquier ‘asidero’ al cual los personajes pudieran agarrarse durante su caída. Cosa voglio di più navega, pues, entre la crónica social y el drama moral/sexual, pero es incapaz de asombrar porque carece de una mirada y una escritura lo suficientemente complejas como para bucear hacia el fondo de los problemas tanto éticos como económicos.
El error Spielberg En 1993 Steven Spielberg presentaba La lista de Schindler (Schindler List, 1993). Se trataba de una hermosa película sobre lo horrendo; un impresentable escaparate sobre el Holocausto. Quince años después, Max Färberböck insiste en la Segunda Guerra Mundial pero en un capítulo diferente y mucho menos conocido, la toma de Berlín por las fuerzas soviéticas. Sin embargo, comete algunos mismos errores del cineasta americano. Anónima (2008) es una película basada en el libro que una mujer escribió en el sótano de un edificio derruido en Berlín durante los últimos meses del conflicto. Allí, la protagonista daba buena cuenta de las atrocidades cometidas por el ejército soviético. Un material muy interesante pero también ciertamente conflictivo y sobre el que hay que pisar con mucho cuidado. En primer lugar porque es un escrito creado sobre el momento con todos los odios y los resquemores que podían existir entre pueblos; y, segundo, porque, como en toda película bélica (o antibélica), es realmente fácil caer en la sensiblería y las ganas de forzar la lágrima al espectador. En este sentido, Max Färberböck parece no haber leído jamás aquello que escribió Jacques Rivette en Cahiers du Cinema sobre Kapo (1960), la película de Pontecorvo y que tituló De la abyección (De l’Abjection, 1961). Allí, el ahora cineasta, criticaba la última escena del film en la que una mujer se arrojaba a la verja electrificada de un campo de concentración y el director, travelling mediante, se acercaba a su cadáver para recuadrarlo con mimo. A algo similar llega el cineasta alemán, que, en un recurso que remite claramente al Spielberg de La lista de Schindler, es capaz de filmar la cara de una mujer a la que van a violar y colocar música emotiva de fondo. A parte, toma prestados de aquella película algunos movimientos de cámara absolutamente gratuitos en busca de un lirismo que sus imágenes nunca logran obtener. Por si fuera poco, el director también echa mano de una prescindible voz en off que nos guía a través de los angostos lugares por los que transita esta superviviente anónima, pero de los que nunca es capaz de sacarle fruto alguno ya que prefiere comprimir los encuadres en busca de una opresión (que nunca trasciende) a permitir al espectador sumergirse libremente en el plano. Estamos, pues, ante el enésimo acercamiento a la Segunda Guerra Mundial, a un capítulo al que se le debe mucha más atención pero que, a su vez, merece una mayor capacidad crítica y sobre todo moral. Algunas veces parece que la guerra sea una hermosa cosa del pasado de la que se pueden regalar postales.