Una catástrofe recordada como espectáculo Cómo es la película que recuerda el desastre ecológico en el Golfo de México. El cine catástrofe pensado para la gran masa tiene la historia servida en Horizonte profundo. La película de Peter Berg expone paso a paso la explosión de la plataforma petrolera Deepwater Horizon, ocurrida en abril de 2010 en el Golfo de México, a 80 kilómetros de la costa de Luisiana. Mark Wahlberg es Mike Williams, el jefe de mantenimiento del gigante que flota en el mar. El personaje, con una tarea menor en relación a los roles de los operarios especializados en exploración petrolera, deviene en héroe y juega algunas escenas interesantes junto a Kurt Russell, un jefe que olfatea el peligro desde el primer minuto del largo día en el que reciben la visita de los inversores. Russell se las ingenia para mostrar matices en medio del desastre de fuego y barro, con un trabajo que apela a recursos más dramáticos que Wahlberg. En este sentido, el actor funciona como un héroe blindado. Es el tipo común que no se entrega, que tiene fortaleza y autodominio por encima del resto. Horizonte profundo rinde homenaje a los 11 trabajadores fallecidos en la explosión y toma los datos de la crónica sobre el hecho consumado, sin ahondar en las implicancias laborales y ecológicas. Como ocurre con tantas películas que manejan una receta para lograr la tensión del espectador, el guion plantea los elementos anticipatorios, la cotidianidad de la familia de Mike, los detalles que se leen fácilmente como la antesala del episodio en el llamado ‘pozo infernal’. La búsqueda del efecto logra buen ritmo narrativo, apurando el paso hacia la tragedia. John Malkovich compone el personaje de Vidrine, que sirve de nexo entre los trabajadores y los socios del negocio. El actor cumple con el estigma del malvado de gran presencia frente a la cámara y ambigüedad moral. Su paso por la película sirve para armar el esquema básico de una historia que se aborda superficialmente. “La esperanza no es una táctica”, dice Mike en uno de los pocos diálogos conceptuales sobre la negligencia imperante. Lo monstruoso aplicado a la furia de los dinosaurios, fósiles convertidos en oro negro, no llega a ser un guiño frente a la verdadera naturaleza monstruosa del negocio, la voracidad que expone la vida de millones de seres vivos, si se tiene en cuenta el impacto del derrame que pudo ser evitado. Horizonte profundo es el espectáculo de la catástrofe. Ofrece la épica oportuna, con la construcción del héroe y la conexión emocional necesaria para impactar Sólo aparece un ave empetrolada (una imagen mezquina), síntesis y símbolo que recuerda el desastre ecológico que generó la explosión, evaluada en la película con carteles informativos, como la mayor tragedia de esa índole en Estados Unidos. El reduccionismo hace de la película un entretenimiento digno para quienes disfrutan del género, sin entrar en consideraciones sobre quién alimenta al monstruo en cuestión. Trascendió que el reporte de la Junta de Asuntos Químicos de Estados Unidos se concentró en las condiciones de la válvula de seguridad, y atribuyó las fallas a la mala gerencia y a los operadores. El dispositivo cargaba cables averiados en dos lugares distintos, tenía las baterías gastadas y una tubería doblada. Hacía tiempo que se sabía que la válvula de seguridad no funcionaba adecuadamente. En la película dan cuenta de esto, algunos diálogos, la impotencia de Jimmy (Russell) y el informe de las instalaciones defectuosas que Mike enumera.
Coronada de gloria: así es la película de Gilda, con un gran trabajo de Natalia Oreiro Un féretro en el coche fúnebre, flores, lluvia y desesperación colectiva aparecen como primera imagen e idea, mientras corren los títulos de Gilda. No me arrepiento de este amor. La síntesis ubica al espectador en el imaginario colectivo que eligió a la cantante como representante del espíritu popular de la cumbia. A 20 años del accidente automovilístico que le costó la vida, en septiembre de 1996, la película de Lorena Muñoz ofrece una mirada amorosa sobre la artista, al tiempo que reivindica la valentía de la maestra jardinera para concretar su pasión sobre el escenario. Natalia Oreiro realiza un trabajo expresivo notable para la interpretación de Gilda. El carisma de la cantante evocada y su luminosidad surgen con nueva fuerza gracias al magnetismo de la actriz, de gran parecido físico. Pero hay más que una imitación potente. El guion ofrece el lado íntimo y doloroso de la mujer que luchó contra los prejuicios de su familia, la oposición de su círculo más cercano, y, contra los mandatos de la música tropical que en 1990 pedía una figura voluptuosa para alimentar las fantasías más calientes de la música que estaba en manos de los dueños de los clubes. "No vende", le dijeron una y otra vez a Gilda. "Quiero algo mío. Otra cosa", dice ella a su marido (Lautaro Delgado). La película tiene un registro dramático permanente, con el foco puesto en las batallas diarias de Gilda y su impulsor Toti Giménez (muy eficiente Javier Drolas). Natalia Oreiro va construyendo cuidadosamente el personaje, a partir de las frases musicales que después suenan con la banda. La figura de Gilda crece, al calor de la música que no eclipsa la historia de vida, y, con buena valoración de los silencios. Oreiro pone intensidad en los momentos que conecta con algo indescifrable, como son el recuerdo de Gilda y su padre (Ángela Torres y Daniel Melingo) y las sensaciones y gestos propios de una mujer acostumbrada a cuidar a otros. Después de que varias pequeñas voluntades lograran llegar al Tigre (increíble, una vez más, Roly Serrano), el dueño de la cumbia, Gilda toma conciencia de lo que representa para su gente. Nacen las canciones en la voz de Oreiro y el personaje camina hacia su propio mito. La actriz comunica energía y cierta tristeza en la película magníficamente fotografiada por Daniel Ortega. El relato de Lorena Muñoz también respeta algunos códigos al retratar lo popular sin demagogia ni excesos melodramáticos. En resumen, la película captura el recuerdo de la plenitud de la cantante y el contraluz la ubica en el panteón de las figuras amadas, un rostro más de la tragedia, mientras su música sigue sonando.
Spielberg lo hizo de nuevo: "El buen amigo gigante", otra película cinco estrellas El mejor amigo de los chicos que aman el cine filmó un cuento clásico con el preciosismo amoroso que lo hace único. El insomnio se lleva muy bien con la fantasía. Sophie vive en un orfanato y se parece mucho a los chicos que retrató Charles Dickens en sus novelas. De hecho, la niña de anteojos y gesto resuelto lee Vida y aventuras de Nicholas Nickleby mientras espera el acontecimiento fabuloso a la hora mágica. En Londres, a las tres de la mañana, Sophie es abducida por un gigante. La película El buen amigo gigante marca el regreso de Steven Spielberg al servicio de su majestad la infancia. De allí viene la ensoñación del autor británico Roald Dahl, y hacia ella va la película en la que Spielberg deslumbra asistido por el guion de Melissa Mathison (E.T). Ruby Barnhill es la niña actriz, verdadero hallazgo del director que interactúa con los personajes concebidos por la tecnología. El límite entre realidad y fantasía, aun en los cambios de escala, desaparecen. La tecnología está en manos de un creador que pone ternura en el buen amigo gigante (BFG, por las siglas en inglés), interpretado por Mark Rylance. El actor maneja el rol con la mirada limpia y bondadosa del ‘enano' de los gigantes en la tierra de gigantes. La rara jerga en la que habla es parte de su encanto. Sophie en la cueva descubre el trabajo de BFG, viejo y herbívoro, despreciado por el resto de la comunidad carnívora y temible.La pequeña huérfana, que tiene la curiosidad propia de las grandes lectoras, decide salvar su soledad insoportable, imponiendo su presencia a BFG. La película expone los riesgos que soportan gigante y niña, y abre la historia al espacio ilimitado de los sueños. BFG es un atrapasueños amoroso y ahí comienza la otra dimensión en la que Spielberg se mueve con maestría.La película recrea la estética de un cuento de imágenes brillantes y plantea que jugar con los sueños tiene sus riesgos.El director vuelve al relato clásico, con una estructura lineal, los grandes momentos de los amigos en peligro, el susto que enfrenta la heroína con mucho placer, el vértigo de las imágenes en la cueva, la poesía en las aguas de los sueños, la huérfana que encuentra varias oportunidades en una. En el modo de contar, la música sinfónica es el complemento. Después hay una vuelta de tuerca en la historia, a tono con la tradición anglosajona. El ensueño decae cuando la realidad avanza para solucionar las cuestiones de la magia. Las pesadillas en las que los monstruos se comen a los niños, la desaparición misteriosa de los chicos y el tramo que involucra a la reina de Inglaterra son materia para traducciones directas que conspiran contra el orden de la fantasía creada por Spielberg. La solución en manos de la reina, que hace el bien por encima de cualquier escala humana, termina con todos los secretos ‘susurrosos' del mundo.
Un gran protagónico de Mery Streep La película de Stephen Frears reconstruye la historia de Florence Foster Jenkins, la soprano sin talento musical. La cantante de ópera Florence Foster Jenkins ha dejado la lista de curiosidades del Carnegie Hall de Nueva York, gracias a la película de Stephen Frears que reconstruye su pasión por la música. En Florence, la actuación de Meryl Streep agrega todas las notas necesarias para que el personaje, de por sí rico en sus distintas facetas dramáticas, se convierta en una diva con matices tragicómicos. Florence es una mujer mayor, rica, está casada con el actor St. Clair Bayfield, el representante que mantiene su mundo con amor y bastante astucia. El gran tema inicial es que la señora canta mal, es desafinada, y aun así, quiere emular a la grandiosa Lily Pons. Cuando llega el aspirante a pianista, un muchacho que necesita ganarse el pan como tantos durante la Segunda Guerra, será Cosmé McMoon (magnífico Simon Helberg) quien interprete el rol del espectador de esa comedia matrimonial. El pianista acompaña a Florence hasta las últimas consecuencias y junto a ella aprende el ejercicio de la piedad. Streep interpreta a la soprano desafinada con el don que la hace única. Hay en su Florence atisbos de picardía, complicidad o ingenuidad extrema. Cuando parece que está calculando hasta dónde puede llegar su capricho, se libera cantando, entregando su dinero a empresas absurdas y rimbombantes. Acompaña a Streep, Hugh Grant, también estupendo en el rol de St. Clair Bayfield. El actor maneja la ambigüedad del personaje que asiste a su esposa. Ellos tienen su pacto y su secreto. Stephen Frears juega rítmicamente la partitura de la crueldad y la ternura. Los seguidores de Florence aplauden sus gorjeos imposibles, aunque se rían. Entonces Streep entra en los aspectos más misteriosos del rol y mejora cualquier guion o escena.La cantante desafinada también sabe observar a la ciudad donde todo tiene precio. Da risa el trajín del marido que elige el público, habla con los críticos, trabaja en la ilusión de Florence como un pillo que termina conmoviendo. La cuestión de la falta de talento y como contrapartida, la música que ocupa el lugar de todo lo que Florence perdió o jamás tendrá, pone al espectador en la butaca del público por partida doble. La excelencia en el arte se enfrenta a la necesidad de una mujer que no puede vivir sin cantar. El marido bailando en una fiesta, la actuación de Florence en el Carnegie Hall y el final son grandes momentos a cargo de los mejores.
Ryan Gosling y Russell Crowe protagonizan una película que hace del anacronismo una estupenda comedia de acción, ambientada en Los Ángeles de 1970. El primer impulso crítico es la duda, casi la sospecha sobre el resultado de una película de detectives ambientada en los años 1970. Después de tantas series de tevé y los estereotipos que de vez en cuando resucitan, Dos tipos peligrosos suena a título olvidable. La cuestión está en la empatía de una dupla de actores que ponen su oficio al servicio del entretenimiento y el buen humor. La película de Shane Black reúne a Ryan Gosling y Russell Crowe para un guion lleno de astucia, guiños y diálogos divertidos. Jackson Healy (Crowe) y Holland March (Gosling) se asocian por interés, porque es inevitable ya que todos los caminos conducen a Amelia, una chica desaparecida después de la muerte de una estrella porno. Los Ángeles con el viejo paisaje urbano es el escenario de la corruptela que el dúo va descubriendo en torno a la industria cinematográfica, a las automotrices y las vanidades que estallan en las mansiones con piscina.Los dos detectives comparten su talento. Ellos van encontrando tipos duros, mafias con mucho cotillón que Healy, claramente el circunspecto y concentrado, desbarata a golpes y tiros. Mientras tanto, March es borrachín y tarambana, de pocas luces y con una hija, Holly, de 13 años, que lo aventaja en inteligencia. Angourie Rice logra un personaje fresco, sin caer en la pedantería de la niña que se entromete en el negocio de los adultos. La pequeña es claramente la tercera integrante que prefiere no perder de vista a su padre, para cuidarlo de sí mismo. No hay solemnidad en el tratamiento del género en el que lo bizarro arma el cóctel con la violencia física, de historieta por los momentos extremos. La naturalización de esa violencia es el factor contemporáneo de la película que plantea el caso de manera naif. Shane Black demuestra su oficio como guionista, aprovechando al máximo la popularidad de los actores que se aventuran en un terreno clase B, por los gags y el tratamiento de la acción. Gosling sorprende por la performance como una especie de chiflado que se cae, se golpea, sangra, fracasa, se levanta, vuelve a caer, siempre rodando. Para él, Healy es la pared donde apoyarse. Escenas como la de la protesta contra la contaminación, arengando a los chicos que se hacen los muertos, es un paso de comedia estupendo. La fiesta, donde suponen que está Amelia, es también un escenario magnífico para chistes rápidos, con una estética drag queen, música disco y el apunte setentista en esa fauna del cine porno para todos los gustos. Sutileza y brutalidad conviven en la comedia que además, convoca a Kim Basinger en el rol de una alta funcionaria de justicia. La película divierte al apostar a los antihéroes interpretados por dos actores de primera línea.
En el idioma del amor La película española que toca un tema sensible como el de la nacionalidad. El mérito está en la gracia de algunos comediantes. Las rivalidades regionales de España son el caldo de cultivo para Ocho apellidos catalanes, continuación de Ocho apellidos vascos. Con más enredos que romanticismo, la película de Emilio Martínez-Lázaro ofrece la segunda oportunidad para el amor de Rafa (Dani Rovira) y Amaia (Clara Lago). Koldo (Karra Elejalde), padre de la chica, se enfrenta esta vez a la probable boda de su hija con un catalán rico, refinado, artista plástico y nieto de una independentista acérrima. Con muchos juegos de palabras en los que se entrelazan vascos, andaluces y catalanes, la película, de escaso vuelo e imaginación, apuesta al pasatiempo, tocando un tema sensible en territorio español como es el de la nacionalidad. Para el espectador no español la comedia propone algunos chispazos divertidos y colores autóctonos. Ocurre una vez que se acomoda el oído a los giros y modismos que los personajes se lanzan como saetas. También hay alusiones a costumbres, rituales y fiestas populares, escenarios para los desencuentros entre Amaia y sus dos pretendientes. El mérito está en la gracia de algunos comediantes que hacen algo con nada. Karra Elejalde es el vasco que no pisará jamás suelo madrileño. Junto a Carmen Machi, como Merche, arman una buena pareja de soporte a las peripecias de Rafa. Se lleva las palmas Rosa María Sardà como Roser. La actriz es la abuela poderosa, astuta y sarcástica. Con Merche y Koldo le saca chispas al vocabulario. Ocho apellidos catalanes dedica buena parte a la sátira, con los catalanes como blanco. A la villa de Soronelle llegan los otros españoles que recrean con la excusa del romance el tironeo que tiene a muchos corazones ibéricos divididos. La película sólo propone ese juego, con una artillería lingüística poderosa, que el guion no logra mantener con la historia y los rasgos caricaturescos de los personajes.
El moscardón de la conciencia Enemigo invisible narra el dilema de una coronel que debe tomar una decisión clave en un ataque preventivo con drones contra un terrorista. Escenarios distantes son unidos por la tecnología más sofisticada: la base en Estados Unidos, la sala de observadores en Inglaterra, el cuartel en Kenia, el cuarto donde el piloto de drones Steve Watts (Aaron Paul) ejecutará el ataque. Lidera la operación la coronel Katherine Powell (Helen Mirren). Enemigo invisible, de Gavin Hood, pone en escena una formidable jugada bélica contra terroristas de primera línea, enquistados en un barrio de Kenia. El ataque preventivo se convierte en el lugar donde confluyen distintas posiciones con respecto a la guerra y los efectos colaterales. Un hecho simple, imposible de dominar a distancia, complica la operación, circunstancia que exaspera a la coronel. La mujer intentará forzar las voluntades de sus pares ingleses y los altos mando políticos para lograr el objetivo: volar la casa donde se prepara el terrorista suicida. La potencia de la película de Hood reside en el manejo de la tensión, la fotografía y la novedosa perspectiva de visión que involucra al espectador. El drone es el ojo en el cielo; el avión comandado a distancia, el arma. Una niña que vende pan como todos los días se interpone entre el misil y el objetivo. De ahí en más, los adultos que manejan la guerra se enfrentan a un dilema con distintos grados de conciencia. "Estamos metidos en una cadena de muerte", dice Powell, con Mirren en un rol que logra apenas con el rostro. Su par inglés es el formidable y recordado actor Alan Rickman, en su último trabajo. Se destaca Aaron Paul, como el piloto que no puede escapar al horror de la obediencia debida. Los efectos colaterales se multiplican, en el límite de lo legal, lo soportable, lo justo y lo humano. La pequeña Alia baila con su aro mientras la hipocresía domina el mundo. La película solo echa un manto de piedad sobre la crueldad de los más poderosos.
La película del iraní Babak Najafi sigue la fórmula de acción violenta y mecánica para mostrar otro episodio de la guerra interminable entre las democracias occidentales y el terrorismo. El Primer Ministro británico ha muerto. Se imponen exequias a tono con el rango y la red de aliados en el mundo. A partir de ese hecho, la película del iraní Babak Najafi, Londres bajo fuego, inicia otro episodio de la guerra interminable entre las democracias occidentales y el terrorista, fabricante de armas, en la ficción un tal Barkawi, con cuartel general en Yemen. La película de acción permite el lucimiento de Gerard Butler como el custodio del presidente de los Estados Unidos más entrenado en táctica y lucha militar. El show de Butler va acompañado de estallidos apocalípticos en los lugares icónicos de Londres, un festival de efectos especiales seguido por las cámaras de la Casa Blanca, el M16 y por los mismos agresores que cumplen un plan de venganza sanguinaria. "Profunda y absoluta", califica Barkawi la acción armada. La tecnología ha borrado las fronteras y el terrorista maneja como nadie el factor sorpresa. La primera parte de la película se desenvuelve como una telecomedia que muestra la estrecha relación entre el presidente (Aaron Eckhart) y el inoxidable agente Mike Banning (Gerard Butler). El buen humor, tan cool, persiste en los peores momentos que el dúo debe enfrentar. También hay ironías en el guion al describir la llegada de cada presidente con su estilo a los funerales del británico. Luego de la introducción, la película es un solo estallido. La música melodramática y ensordecedora suena casi como un elemento de parodia. El presidente y su custodio son imbatibles contra un ejército de terroristas enceguecidos. Eckhart y Butler funcionan como la dupla que puede seguir unida en una saga tan interminable como la guerra del tercer milenio. No falta el contexto familiar de Banning, a punto de ser padre primerizo, la relación con su amiga Lynne (Angela Bassett), detalles que rozan el golpe bajo, como la niñita con una flor en la puerta de la catedral, dominados por el doble discurso por el cual hay muertes como pérdidas irreparables, y muertes necesarias. Tampoco falta Morgan Freeman, en el rol del vicepresidente. Llama la atención que el iraní Babak Najafi no aporte algún matiz a la tipología de los terroristas y se comprometa con una película que sigue la fórmula de la acción violenta y mecánica, con primeros planos de Banning destripando al enemigo. "Dentro de mil años vamos a seguir aquí", dice Banning, como si repitiera el salmo de una nueva religión, al lugarteniente de Barkawi. Con semejante promesa, no faltarán guiones para cumplirla.
Un policial retro Conexión Marsella es un policial que no alcanza a ser homenaje al cine americano ni explota lo mejor del cine francés. El crimen organizado ha entrado en el negocio de la droga, una transformación de las mafias ortodoxas que cruzan los océanos con cargamentos de heroína camuflados en insólitos envases. Ningún espectador puede sorprenderse por lo que ocurre en el guion de Conexión Marsella, donde la acción es ambientada en la ciudad francesa en 1975. El juez de menores Pierre Michel (Jean Dujardin) conoce de cerca los estragos de la droga en las calles de Marsella, considerada la capital de la heroína. Ascendido a juez que investiga el crimen organizado, Pierre se involucra en el rastreo de Tany Zampa (Gilles Lellouche), casi como un policía más. En su moto por los muelles parece un investigador especializado en narcóticos. Jean Dujardin se mueve como un oficial de la justicia carismático, honesto, un padre de familia que no elude los riesgos que alcanzan a todo héroe. Dujardin protagoniza la película de Cédric Jimenez como un actor dramático que reflexiona sobre la calidad del mal que encarna su enemigo. En el mano a mano con Tany hay un pacto de caballeros inverosímil. La película recrea la época con la nostalgia de un observador que recuerda cómo era el mundo antes de los teléfonos celulares y de la tecnología sofisticada que utiliza el cine para las cacerías más interesantes. Conexión Marsella es una pieza de museo, con buenas actuaciones pero un rumbo errante con respecto a la dirección y el género. Demasiado floja para ser un homenaje al cine americano, tampoco explota el psicologismo clásico de las películas francesas. La historia se queda en el recorrido del juez que va desenmascarando la red de poder que habilita al jefe narco. También hay escenas de manual donde la banda expresa rivalidades y ferocidad, a la vez que el personaje del mafioso crece en misterio. Conexión Marsella es innecesariamente extensa, algo ingenua, con cierto sentimentalismo ambiguo en medio del crimen. En el final, también concluye el ascenso de Pierre al infierno.
La sinfonía del ocaso Michael Caine y Harvey Keitel sostienen Juventud, la película de Paolo Sorrentino, en el escenario de ensueño de Los Alpes suizos. Un hotel spa exclusivo en un enclave de Los Alpes suizos es el lugar en el que Paolo Sorrentino imagina una Babel refinada, decadente, fuera del mundo aunque expresión terminal de él. Allí se encuentran dos viejos amigos, consuegros: Fred Ballinger y Mick Boyle. Michael Caine y Harvey Keitel funcionan como el eje de Juventud, una película bella, visualmente exquisita, de estructura sinfónica. Las escenas que concibe el director que deslumbró con La gran belleza se suceden como en un álbum de fotografías. El director de orquesta y el director de cine, maestros de prestigio, conversan sobre el pasado, comparten impresiones, auscultan el entorno en el que los pasajeros se mantienen a distancia prudente. Salvo el actor que medita sobre su próximo papel (Paul Dano) y la hija de Fred, Lena (Rachel Weisz). El paisaje natural domina la escena, inalterable, sobre el que reposa una suerte de palacio suntuoso al que llegan Miss Universo, un monje tibetano que intenta levitar, parejas, y un personaje que no se nombra porque su presencia es suficiente. Roly Serrano compone a Diego Maradona, obeso, casi discapacitado para caminar, asistido por un respirador. La imagen fellinesca irrumpe como una más en ese lugar detenido en el tiempo, en el que justamente los amigos se asumen observadores sin futuro. La puesta cinematográfica imponente se asocia al elenco que genera fascinación por sí mismo. No hay conflictos complicados, sí historias de vida de las que se conocen algunos datos que explican la tristeza de Fred, acusado de apatía, y el desasosiego de Mick, que prepara el guion de su última película, un testamento de dudosa necesidad. La música vuelve a ocupar el espacio de un personaje imprescindible para Sorrentino. Abre esa especie de concierto multicultural que acompaña el desarrollo de la película, el grupo The Retrosettes, una banda de Manchester, Gran Bretaña, con el tema You Got The Love. Contemplativa, con dosis de ensoñación, Juventud también gira en torno a la composición por la que se lo recuerda a Fred: Simple Song. La pieza (de David Lang) suena sublime al final con gran orquesta y la voz de Sumi Jo. En el retiro de alta montaña los amigos descargan su melancolía en medio de una coreografía de camareras, asistentes y sesiones de masaje. La piel y sus edades, en foco por la cámara de Sorrentino, se manifiesta. Hay en la película un medio tono existencial, con un par de estallidos, como el de la hija, estupenda Weisz, o el de la diva, aparición breve de Jane Fonda. Sorrentino arma un nuevo cambalache europeo en el que no falta la reflexión sobre el arte, los recuerdos y lo que queda cuando se detienen los relojes. Juventud exige del espectador entrar en esa sinfonía sin esperar respuestas.