Sin anestesia Han pasado siete años desde que Pablo Trapero logró la metáfora del policía rengo al ritmo del pericón, en El Bonaerense. Carancho conduce al espectador por un camino similar, al límite del documental pero, esta vez, con un trabajo impecable en cada uno de los rubros. La sola presencia de Ricardo Darín y de una alucinante Martina Gusmán podría sostener el guión. Aun así, la película es mucho más que la pareja protagónica. Trapero filma una intriga dramática y cruel ambientada en La Matanza, en los alrededores del hospital público del conurbano bonaerense donde anda carancheando el abogado Héctor Sosa (Darín), miembro de la “fundación”. El nombre alude a la asociación ilícita de profesionales: policías, abogados y médicos. La médica joven, siempre de guardia, y ella misma al borde del colapso psíquico, es el nexo entre los correambulancias y el dolor ante lo evitable. La cifra de muertes en accidentes de tránsito antecede a los primerísimos planos que, como en un collage, contiene el germen de la historia. Carancho es una historia de corruptos en zona liberada, de la marginalidad permitida en un contexto donde todos aguantan. Hay detrás de cada personaje un renunciamiento y un destino de perdedores sin remedio. Trapero filma gran parte de la película de noche, en locaciones descascaradas, en autos desvencijados, donde los cuerpos luchan por sobrevivir. Su cámara también se mueve por la sangre, los golpes y las suturas. El montaje no deja al espectador tranquilo, como si fuera la presa del director, y el sonido completa ese universo de sirenas y portazos. Mientras, la doctora Luján pone respiradores, resucita accidentados y se mueve, inmutable, como una sombra sobre la escenografía. El guión irá revelando datos sobre su conducta y la del carroñero Sosa. Ricardo Darín está muy cerca de Los Miserables de Victor Hugo, al tiempo que busca la redención. Pareciera que Trapero se enamoró de ese personaje despreciable, a quien le inventa varias salidas posibles. Martina Gusmán impacta por los matices y a su paso va pintando el cuadro de la salud pública, con sus héroes en la ruleta rusa. Los contiene la dirección de arte de Mercedes Alfonsín, que reproduce la pesadilla hospitalaria con mano maestra. Carancho denuncia, cuenta el amor en tiempos violentos e incomoda, sin olvidar el dato cotidiano. Si en la fiesta de 15 piden “un aplauso para la doctora”, es justo que lo comparta con todo el equipo.
Imagen de un alma sensible Un hombre solo se vuelve invisible cuando asume que forma parte de una minoría. George, un profesor de literatura, siente un dolor lacerante al despertar, ante el peso del nuevo día. Combate la imagen del espejo con gran fuerza de voluntad y un apego al pasado que lo aísla de los estímulos del presente. Colin Firth crea su personaje con la ductilidad de un intérprete formidable. Inglés, solo, romántico, gay, George ha perdido a su pareja, Jim, dato que se sabe desde el comienzo de Sólo un hombre (traducción de A single man). La ópera prima de Tom Ford está basada en la novela Christopher Isherwood. El famoso diseñador de moda asume la historia desde el punto de vista de George y va generando atmósferas de gran belleza plástica. La película gira en torno a la imposibilidad del duelo. Ocho meses después de la muerte de Jim, su compañero carga con cada recuerdo y se muestra incapaz de vislumbrar el futuro. En este sentido, Sólo un hombre es una película de amor, contada con los recursos del melodrama. “Soy y ahora” se dice George para darse valor por la mañana. “Volverse” George implica cumplir meticulosamente con cada paso para recién salir al mundo. Pasos que la cámara recorta del todo, modalidad que se vuelve un ejercicio de estilo constante. Firth carga con la angustia del personaje sin gesticular. El actor transmite la desesperación del profesor en el contexto de Los Ángeles, en 1963. La película reconstruye la época en el campus y el barrio de clase media. George huele el miedo en el ambiente. Todos temen los misiles de Cuba. El profesor revela sus pensamientos en una clase, en un gesto inusual, ante el “estupor bovino” de los estudiantes. El monólogo de Firth, en esa suerte de ensoñación en la que vive el personaje, es conmovedor. La cámara lo acompaña con primerísimos planos, exponiéndolo a las miradas que padece el profesor. El monólogo de George es revelador. Habla del miedo que siente la mayoría ante las minorías. El alegato queda en el aire y sólo un alumno comprende el sentido. El progresivo derrumbe emocional del personaje; la actuación de la fabulosa Julianne Moore; el aire a la película Las horas, por Moore y la música; los colores que tamizan las imágenes del presente, envejecido, y el pasado en cepia, dan marco al tema de la homosexualidad y acompañan la confesión sutil de un hombre que se siente invisible.
Entre el cielo y la tierra El nombre y la obra de Séraphine Louis (1864– 1942) alcanza la categoría de descubrimiento para el gran público, gracias a la biografía que filmó Martin Provost. En Séraphine, la actriz belga Yolande Moreau se adueña del ritmo del relato, en el que predominan las imágenes, y va construyendo un personaje extraordinario, místico, y con la rusticidad de la campesina que sirve en varias casas y el convento. Hay en Séraphine una invitación a entrar en el mundo de las sensaciones de esa mujer excepcional que pintaba porque se lo dictaban ‘de arriba’. La película comienza en Senlis, en 1914, poco antes de la Gran Guerra. En la campiña francesa Séraphine va descalza a todas partes y guarda su secreto. La mujer que se levanta al alba para asistir a la primera misa, trabaja con sus manos todo el día y toda la noche. Yolande Moreau se mueve volviendo macizo su cuerpo, habla poco y mira ávida, se come el aire, el sol, los árboles. Hay en el personaje unos ritos que se van profundizando hasta volver incompatibles el cielo con sus ángeles, y la tierra, con sus cuadros. Séraphine es descubierta por el marchand alemán, Uhde, que valora ese arte al que se niega a llamar ‘naif’. “Prefiero decir nuevos primitivos”, plantea señalando la explosión de color en los lienzos con manzanas, flores y árboles, logrados por la alquimia de elementos que le pone un sello único a las texturas. Ella comulga con los elementos, los pone en botellitas, los muele y mezcla. “Me asusta lo que he pintado”, dice, porque el arte es para ella la naturaleza misma. Contada en el periodo entreguerras, Séraphine además va mostrando los tabúes, la distancia con París, la lucha de la genialidad contra la tradición y, en general, el clima en el que Séraphine escucha el llamado de los ángeles, eso que para los demás es la locura. La película es de andar bucólico, pero con una tensión y una belleza que traen las preguntas del siglo XX al actual, celebrado por la fotografía de Laurent Brunet. Las actuaciones de Ulrich Tukur (Wilhelm Uhde, el mecenas) y Anne Benoit (su hermana) aportan el dramatismo que Séraphine combatió con sus visiones inocentes.
Vaqueros de Nueva York Si la clave de la permanencia de los comediantes frente a la pantalla es reinventarse a sí mismos, ¿Y dónde están los Morgan?, la película de Marc Lawrence (Letra y música, Amor a segunda vista), pone a Hugh Grant y Jessica Parker en un sendero estrecho y sin salida. Cada uno acredita logros conocidos por el gran público, pero nada del glamour, en el caso de la actriz de Sex and the City, ni los recursos actorales del carilindo Grant alcanzan para levantar la puntería de la historia donde interpretan un matrimonio en crisis. Los Morgan están separados. Son ricos, exitosos, tienen agenda y asistentes. Caminan por Nueva York como si no existiera otro lugar en el mundo, hasta que, testigos involuntarios de un asesinato, deben cambiar de identidad y lugar de residencia. La idea es buena, pero deriva en un bodrio musicalizado. Los Morgan entran en el Programa de Protección de Testigos y son mudados a Wyoming, zona de vaqueros donde el diablo perdió el poncho. Sin celulares ni ocupación, estos adictos al trabajo deben volver a mirarse. El resultado es una comedia de redescubrimiento, sin novedades en cuanto a gags y situaciones. Algunos diálogos ingeniosos hacen recordar al Hugh Grant de la réplica británica, conciso y encantador. La actriz, en tanto, saca a relucir un par de mohínes ya vistos. La cámara quieta y la broma dedicada a los neoyorquinos que jamás pisaron un supermercado (ni qué hablar de las ofertas) agotan el tema antes de la hora. Sam Elliott, como el comisario Clay Wheeler, y Mary Steenburgen, su esposa Emma Wheeler, ponen algo de pimienta al guión. Pero la película nunca abandona el cliché y confía demasiado en el feeling de la pareja de actores que no parece haberse involucrado con los insípidos Morgan.
Acción en el Olimpo El director Chris Columbus vuelve a contar una historia mágica (dirigió las dos primeras películas de Harry Potter, en 2001 y 2002) reciclando el Olimpo de los dioses griegos, fuente inagotable de amores, odios y peleas por el poder. Basada en la novela de Rick Riordan, Percy Jackson y el ladrón del rayo imagina una raza de semidioses que se mueve en el mundo actual, ignorante de sus ancestros. Percy es disléxico, se siente un perdedor y, además, la pasa mal con su padrastro, un sujeto violento que está lejos de comportarse como un dios. La ira de Zeus y su enfrentamiento con Poseidón es la punta para el descubrimiento de Percy sobre su identidad. Se ha comparado la película con la saga de Potter, pero aquí Columbus propone pura aventura en la Tierra, el Hades y el Olimpo, sin indagar en profundidades psicológicas ni existenciales. Percy Jackson y el ladrón del rayo es una película de acción y aventuras, muy entretenida, una vez que la “traducción” para el público masivo del panteón de dioses y sus mitos logra acomodarse en el escenario contemporáneo, donde los chicos dicen “cool” y Poseidón (Steve Coogan) se ve como un rolinga amenazador. Para mantener el encantamiento, Columbus ha recurrido a Uma Thurman, maravillosa Medusa; Pierce Brosnan, el Centauro; Sean Bean, Zeus; Kevin McKidd, Poseidón; y los jovencitos Logan Lerman, Percy; Brandon T. Jackson, Grover el fauno, y Alexandra Daddario, Annabeth, hija de Palas Athenea. Con respecto al impacto visual, los efectos van de la mano del humor, rasgo distintivo del director. De paso, hay anuncios de catástrofes climatológicas, una variante de la ira de los dioses enfrentados. Por eso, la tarea de Percy es devolver el rayo a Zeus en tiempo récord, estrenando poderes. La película resulta una buena excusa para que los chicos se acerquen a los conflictos y personajes mitológicos donde reconocerán varias paternidades, en términos de relato.
La decisión de Jenny En el umbral de la vida universitaria, una joven enfrenta el mandato familiar y hace honor a los prometedores años de 1960. Basada en un relato autobiográfico, Enseñanza de vida traza el recorrido conflictivo de Jenny, la adolescente que entra al mundo adulto por la vidriera más prometedora. Jenny (Carey Mulligan) vive en los suburbios de Londres; sueña con París; adora las canciones y películas francesas y fuma a escondidas. Ella se esfuerza para calificar como estudiante de Oxford bajo la vigilancia sofocante de sus padres. Pero afuera hay un mundo que ha estallado y al que ella desea pertenecer. Es 1961 y para una chica inteligente, el latín y la educación victoriana suenan a eterno aburrimiento. El relato de iniciación comienza cuando Jenny conoce a David (Peter Sarsgaard) un hombre joven, que rompe el cerco conservador de la casa y le descubre Londres, el jazz, las subastas de arte y el glamour a bordo de su Bristol color borravino. Carey Mulligan controla su personaje de chica encantadora y rebelde. La rodean Alfred Molina, impecable en el rol del padre; Emma Thompson, la directora de la escuela; Olivia Williams, como la profesora que ve cómo el camino de Jenny peligra, y Peter Sarsgaard, en el papel del seductor patológico. Enseñanza de vida plantea el espíritu de época como escenario para la historia de Jenny y David, que se disfruta por los apuntes costumbristas, la fotografía y el nivel actoral, pero, el planteo va perdiendo paulatinamente complejidad. La adolescente tiene que elegir entre Oxford o el casamiento, dilema que refleja un mandato social que en la película aparece esbozado. La tentación del mundo sin restricciones choca con los consejos de la profesora pero hay cierto apuro por cerrar el conflicto que se desarrolla ante los ojos del espectador. Así, se desaprovecha el filón riquísimo sobre educación sentimental y liberación femenina. Queda en el aire el envión feminista que proclamó la necesidad de que las mujeres entraran al mundo por sus propios medios, cita obligada a la adorada Virginia Woolf.
Amores en guerra "Buenas costumbres", elenco eficiente y dosis medida del clásico humor británico. Con el telón de fondo de la sociedad británica de entreguerras, la película Buenas costumbres de Stephan Elliott hace honor al universo de Noel Coward, autor de Easy Virtue. Fiel a cierto aire anacrónico, aunque con el siempre actual humor inglés, la comedia ofrece un buen elenco y un conflicto que evita toda estridencia. John (Ben Barnes), un joven rico y mimado de su madre (Kristin Scott Thomas), se casa con una mujer de Detroit, ganadora del Grand prix de Montecarlo (Jessica Biel). La llegada de la pareja al hogar paterno desencadena reacciones, diálogos como puñaladas y miradas amargas en torno a un modo de vida que se sostiene con voluntad de hierro. “Eres inglesa, finge”, dice el padre, Colin Firth, a una de las hermanas de John ante la inminente catástrofe familiar. La película recuerda el tono y parte de la anécdota de Match point, pero en este caso nada crece, avanza ni cobra envergadura como ocurría en la película de Woody Allen. La fotografía que transmite el frío del otoño en el campo londinense, donde las relaciones familiares soportan una niebla perpetua, se equilibra con la música que mantiene el guión dentro del cauce de la comedia, gracias a los ritmos de época. El elenco se mueve alrededor de Kristin Scott Thomas y Jessica Biel, protagonistas del conflicto entre la matrona a la que la guerra ha endurecido, y la nuera que no puede adaptarse al estilo de vida de la familia del cándido John. Aun cuando los rasgos de las mujeres son estereotipados, logran momentos de sarcasmo y humor mortífero, recurso que agota el planteo. Jessica Biel luce su vestuario de mujer de mundo en medio de las salas victorianas y convence de a ratos, ya que el tono agridulce sólo aparece en Colin Firth y Kristin Scott Thomas, actores que mejoran el boceto de sus roles. El resto del elenco sigue la tradición de la comedia inglesa, con papeles impecables como el del mayordomo Furber (Kris Marshall). En tanto, el desenlace es un acto voluntario de esas almas siempre en guerra.
Bajo el hechizo de Zemeckis En el Olimpo de los realizadores que trascienden la automatización de la industria, Robert Zemeckis ocupa un lugar indiscutible. El director rinde homenaje al escritor Charles Dickens, al libro como soporte para la imaginación, y saluda la vanguardia tecnológica aplicando la herramienta de captura de interpretación. Robert Zemeckis que lanzó a su platea al futuro para delirio de los espectadores de cualquier edad propone en Los fantasmas de Scrooge una versión de Cuento de Navidad de Dickens. En el relato asume la transformación de conciencia del avaro Ebenezer Scrooge con el soporte de un actor que supera sus propias marcas: Jim Carrey. El comediante ofrece su rostro más amargo, al tiempo que se expande en la interpretación de ocho personajes. Es Scrooge niño, joven y viejo, también fantasmas varios, en creaciones notables por la variedad de recursos expresivos que el maquillaje y la máquina de la animación no pueden opacar. En el umbral. Los fantasmas de Scrooge puede verse también en 3D. La vela en primer plano, la mano como una garra, los objetos que se desprenden del fondo suman realidades y percepciones. Los planos posibles del 3D son ideales para el relato fantástico, por momentos, de terror, en el que Scrooge va enfrentando las acciones del pasado y el presente. El viejo odia la Navidad, síntoma de un odio mayor que envuelve a la Humanidad, a quien asfixia y repele con su avaricia y la ausencia de piedad, en cualquiera d e sus formas (una limosna, una palabra, pan, afecto, comprensión). Pasado, Presente y Futuro son tres personajes, tres fantasmas que guían a Scrooge en el descenso a los infiernos que él mismo ha sabido construirse. “Me espanté a mí mismo”, dice el viejo la helada noche de Navidad frente a la olla de potaje, cuando ve algo que se corporiza en la oscuridad. ‘Las sombras de las cosas que existieron’ aparecen cuando cada fantasma lo lleva volando hacia esas dimensiones que conviven en los ojos del personaje. Los vuelos vertiginosos lo devuelven a la escuela donde Ebenezer sufrió una infancia de soledad y abandono; luego, al lugar donde fue aprendiz y conoció el amor, hasta el presente siniestro donde maltrata a su empleado (estupendo Gary Oldman), que sufre privaciones y la pena de ver a su hijo enfermo, y la negación frente a su único sobrino (Colin Firth transmite dulzura a su personaje animado). Zemeckis es un mago pero también, el humanista que asume la idea de Dickens sobre la condición humana que puede vencer sus propias limitaciones. Recorre la película una fuerte pregunta sobre la responsabilidad individual frente al dolor ajeno y colectivo. Las cadenas del primer fantasma, la culpa y el concepto de redención permiten no obstante, la risotada de la Navidad Presente, un Carrey gordinflón que sorprende bajo su ropaje de Árbol iluminado. Para reconocer una obra de arte contemporánea. Una virtud: Zemeckis + Carrey. Un pecado: no verla.
Imágenes de autor El largometraje opera prima de Boy Olmi, Sangre del Pacífico, sintetiza la búsqueda artística de un director (Delfi Galbiatti) con alucinaciones épicas y del pasado personal, en un contexto social que sirve de disparador. Charito (Picky Paino), la joven peruana, empleada en su casa, desata recuerdos, culpas y la pasión de Jorge que hace del cine la excusa para desembuchar su mundo privado. La buena factura de Sangre del Pacífico pierde impacto por el exceso de líneas argumentales concentradas en el cineasta enfermo. Con Ana Celentano, China Zorrilla y la participación de l cordobés Paco Giménez en breve momento en una estancia de San Luis. Escenarios y fotografía se llevan los aplausos. “El mundo está lleno de esclavos” El actor Boy Olmi, que incursionó en el lenguaje audiovisual hace mucho tiempo como cortometrajista experimental, asume el largometraje con un guión que va abriendo historias a medida que acerca la cámara al protagonista, el cineasta obsesionado con las guerras de la independencia latinoamericana y las imágenes épicas. Para seguir el guión (de la película que quiere filmar), Jorge busca a un joven granadero que lo instruye en los lances de la esgrima. Al mismo tiempo, su hija Sara, antropóloga (Ana Celentano) registra la vida de las mucamas inmigrantes en la gran ciudad. En ese cruce de referencias se asienta el personaje de Charito, la peruana que ha dejado su hijo en un pueblo de la selva para trabajar en tierra extraña. Poco se sabe de los motivos de casi todos los personajes. Sangre del Pacífico es un fresco en distintos planos: personal y privado, onírico, laboral y social. La figura del granadero, rol que interpreta Ezequiel Díaz, surge como un nexo entre mundos, así como la silueta pequeña y diáfana de Charito, venida de otra latitud y necesidades. El actor Delfi Galbiatti compone un director afiebrado, viejo y enfermo, una especie de poeta maldito asistido por su hija. La figura romántica contrasta fuertemente con la superficialidad del personaje destinado a China Zorrilla. Esta vez la actriz no se muestra amable ni encantadora. Su perfil de patrona desconfiada revela la realidad de las empleadas domésticas que pasan por su casa. Olmi muestra de esta manera, dos posibilidades para encarar la vejez y, también, abre la puerta al contexto laboral de las chicas que deben ganar un lugar en el mundo del trabajo, lejos de sus familias y entre extraños. Olmi ha querido contar demasiadas cosas en Sangre del Pacífico, siendo, al mismo tiempo, sensible a la problemática de un artista y al conflicto social que describe. “El mundo está lleno de esclavos”, dice un personaje. Jorge, lo es de su culpa mientras Charito, como otras tantas mujeres, no pudo elegir nada mejor. La fotografía de la película revaloriza las atmósferas en esas casonas llenas de puertas y ventanas, la luz del amanecer y primeros planos de Paino. Los espectadores cordobeses, además, descubrirán a Paco Giménez, departiendo durante un almuerzo campestre, en la estancia de la señora terrateniente.