Guía para un tour espiritual Julia Roberts vuelve a hipnotizar al espectador con su sonrisa, heroína de una fábula contemporánea que se asocia a la prolífica literatura de autoayuda. La novela de la periodista Elizabeth Gilbert, Eat, Pray, Love: One Woman’s Search for Everything Across Italy, India e Indonesia (así de descriptivo el título) fue best-seller en Estados Unidos y luego tentó a Ryan Murphy, el talentoso creador de Glee , para llevar ese viaje de búsqueda espiritual a la pantalla. “Ustedes los americanos saben de entretenimiento pero no conocen el placer”, dice un romano a Liz, el personaje de Roberts que después de divorciarse huye al mundo para encontrarse a sí misma. La película invierte dos horas con veinte minutos en describir el significado de cada verbo del título, uno por vez. Liz recupera el gusto por la comida en Roma y Nápoles; aprende a rezar en la India y vuelve a creer en el amor, en Bali. La dirección plantea el tour con Julia de imán y ritmo de documental publicitario, con excelentes fotografía y música, una debilidad de Murphy, que hace al espectador sobrevolar lugares y personajes. Aunque nadie eclipsa a Julia. La película ofrece material para charlas de café por los estímulos que presenta, asociados a la crisis de una mujer que decidió transformar su visión ante la vida y las relaciones personales. Desde la perspectiva de género, Comer, rezar, amar bien puede considerarse el derrumbe del mundo de Susanita; en el apunte sociológico, señala la insatisfacción de ese pequeño número de personas que se dan el lujo de volar lejos y cambiar el signo del consumo; en el plano espiritual, el rasgo existencialista (que podría ser muy interesante si el relato corriera el riesgo) deviene en una lista de máximas y consejos globales en boca de un anciano balinés. El elenco apuntala el periplo de Liz. Billy Crudup es Stephan, el ex marido que llena de culpa su soledad; Richard Jenkins, Richard de Texas, en la comunidad india, y Javier Bardem, intenso y preciso aun en medio de una historia que suena superficial y ligera. Comer, rezar, amar regala verdades con hilván flojo, al estilo de “un hijo es un tatuaje en la cara”, o reflexiones sobre la posibilidad interior de perdonarse. Promueve la autoestima y la idea de que ‘cambias tú y cambia el mundo’, una postura que roza la autocomplacencia, a la medida del cliente. Gente bella y buena camina por el mundo y Liz está ahí para aprender a vivir. Pasados los 40, divorciada, el conflicto suena desmesurado, quizá por el carácter general de la película, de catálogo, para la cartera de la dama.
Angelina 007 Como una máquina indestructible, Evelyn Salt pone en jaque a la Casa Blanca y a la CIA. El personaje devuelve la adrenalina a Angelina Jolie, una actriz que surgió como figura del cine pochoclero y que luego demostró que no es sólo una cara bonita. Jolie juega otra vez a la super heroína de acción, mimada por el director Phillip Noyce y una batería de efectos especiales que harían empalidecer a la raza de terminators. El guión de Kurt Wimmer no tiene ningún dato original. Hay en Salt una mezcla ocurrente de elementos archiconocidos por los espectadores que disfrutan con el Súper Agente 86, las series para el recuerdo sobre la Guerra Fría o la saga completa del Agente 007, en todas sus versiones. El acierto de Salt es la actriz que se mueve frente a la cámara con una energía inagotable y un rostro que va adoptando diferentes identidades, cual Chacal de última generación. El argumento es sencillo, aunque el modo de llegar a la última escena sea bastante rebuscado. Un desertor ruso llega al corazón de la CIA a decir que Evelyn Salt, la agente más respetada de la oficina, es una agente rusa encubierta. Su misión, asesinar al presidente ruso, de visita en Washington. De ahí en más, el espectador inicia el viaje junto a Salt que huye sin aclarar su identidad. Detrás de la parafernalia están los rusos que añoran los días de la Guerra Fría y un plan a largo plazo para entrenar a agentes encubiertos, inyectados en territorio yanqui. Como ocurre siempre en esta fórmula, hay una historia de amor, la de Salt con su esposo, un biólogo alemán especialista en arácnidos. También se ve la crueldad entre pares que no discrimina género, en un medio en el que nadie confía en su sombra. El vértigo de la película hace olvidar los detalles del libreto que pone velocidad en las escenas de acción pero nunca llega a profundidades psicológicas, como ocurría en Nikita o la saga Millennium. Salt es una heroína que responde violentamente a los estímulos y huye. La confusión sobre buenos y malos es propia del planteo esquemático, más cerca del videojuego que de la interpretación de la violencia desde una mirada femenina. De hecho, se sabe que el rol era para Tom Cruise, pero el actor desistió porque venía haciendo roles parecidos. El cambio de nombre habilitó a Angelina, que ocupa la pantalla con inteligencia y vitalidad de una mujer con destrezas de soldado. La acompañan Liev Schreiber como Ted Winter, su colega; Chiwetel Ejiofor, Peabody, el agente que la persigue; Daniel Olbrychski, el desertor ruso; August Diehl, en el rol de Mike Krause, el marido. Entre choques espectaculares, camiones inmensos en la autopista, explosiones, ingenio y sangre muy fría, Salt, la nueva estrella de Hollywood, demuestra en esta primera película de final abierto que ella puede sola.
Afectos colaterales Elisabeth vive en la isla Guernsey del Canal de la Mancha donde cultiva su granja. El señor Ousmane es guardia forestal en Francia. Esto se irá sabiendo a medida que un hecho fortuito los cruza. London River , del director argelino-francés Rachid Bouchare, registra la transformación de dos personas que buscan a sus hijos en Londres, después del atentado del 7 de julio de 2007. La desaparición los pone en otra realidad, paralela a la de tiempo atrás, cuando Jane contestaba el teléfono y Ali era sólo el nombre del hijo de seis que Ousmane dejó en África. La sospecha de una tragedia pone a los padres en contacto no deseado, mientras caminan sofocados por la humedad y la angustia. Bouchare traza un cuadro en el que la sospecha domina el escenario y los diálogos. Elisabeth se encuentra con el hombre negro mientras la ciudad sale del estupor del ataque suicida y la comunidad musulmana se siente observada. Ousmane (conmovedor el último trabajo del actor de origen malí, Sotigui Kouyaté, fallecido en abril) camina entre los prejuicios, apoyado en su bastón y sus rezos. Brenda Blethyn logra un personaje extraordinario, que recuerda a la madre negadora de Secretos y mentiras. Hay algo del tono de Mike Leigh y el modo de asirse al documental que alimenta la ficción de Ken Loach. Pero lo político aparece aquí sin discurso, con tensión de thriller. Estos padres conocen a sus hijos por los indicios de una vida de la que no tenían noticia. El espectador los acompaña en la odisea. Ése es el costado emotivo, sin sentimentalismos. ¿Sabemos quiénes son las ?personas que amamos? “La verdadera felicidad es amar la vida”. La frase une a tantos dolientes, víctimas colaterales de la locura que no discrimina lenguas ni creencias.
Será tu astilla La discoteca es el habitat natural de Freddy que baila frenéticamente en medio de chicos y chicas que podrían ser sus hijos. A los 41 años, ese Peter Pan porteño insiste con el discurso adolescente de la libertad incondicional y concurre a la peluquería cada martes para tapar las canas con una buena mano de tintura. Hasta que su vida cambia drásticamente. Adrián Suar protagoniza Igualita a mí, junto a Florencia Bertotti, una pareja de feeling indiscutible frente a las cámaras. La anécdota de la película que dirige Diego Kaplan no pretende ser original. De hecho, en cuanto se instala el tema, queda planteado el techo del relato sobre la chica que busca a su padre a los 23 años y cuando lo encuentra, también ella está a punto de vivir un cambio trascendente como mujer. Además de la química de los actores, potenciada por la fotografía de Félix Monti que embellece y compone cualquier rincón, Igualita a mí se desarrolla como una comedia convencional que apuesta a los diálogos y situaciones. Incluso cuando ciertas escenas recuerdan a algunas ya vistas en comedias hollywoodenses (como la escena del baile de Freddy en su departamento con la música a todo volumen), el guión de Juan Vera y Daniel Cúparo es un relojito y funciona muy bien. El departamento del solterón se convierte en algo parecido a un hogar, y al hombre que padece de viejazo permanente no le queda más remedio que anclar. Lo asiste y rigorea su peluquera, el rol de Claudia Fontán en el que la actriz ofrece la faceta que mejor conoce, entre sexy y madura. La película tiene mucho humor, surgido de esas situaciones cotidianas, con pizcas de viveza criolla. Hay chistes reconocibles que, en este nuevo contexto, vuelven a sonar ocurrentes. La vocación de Suar para jugar el ridículo roza, deliberadamente, el patetismo, aunque el tono nunca decae ni se pone sentencioso. Sorprende en este protagónico absoluto. Florencia Bertotti es Aylín, de El Bolsón, una chica provinciana, transparente, que sabe lo que busca. La actriz va creciendo en esta historia de jóvenes que adoptan a los adultos. Igualita a mí, con el diseño de arte de Mercedes Alfonsín, ubica la acción en una porción de vida, sencilla y familiar donde los códigos generacionales se plantean amablemente. Existe un trasfondo interesante en cuanto a la paternidad negada o asumida, a la identidad que el paso del tiempo mejora o anquilosa, y al amor, que se elige un día, cuando comienza la verdadera historia.
Una pasión devastadora Vincere, el drama a cargo del director Marco Bellocchio, reúne belleza y tristeza. ¿Qué será más grande, la tragedia colectiva o la individual? A veces ambas se encuentran en un espacio y un tiempo verificables. Vincere, de Marco Bellocchio, rescata el drama de Ida Dalser, la esposa de Benito Mussolini (negada por la crónica oficial), y su hijo, heredero del Duce. Ambos fueron desaparecidos por el sistema, recluidos en varios psiquiátricos, la madre, y en un orfanato con custodia oficial, el niño. Estos datos revelan la personalidad de Mussolini que desde muy joven se perfilaba como un fanático de sus propias obsesiones. El amor traicionado se desarrolla sobre el telón de fondo del fascismo, el ascenso del líder, las dos guerras mundiales y las convulsiones de las décadas cruciales, de 1913 a 1945. Giovanna Mezzogiorno interpreta a la mujer bella, de ojos verdes, eternamente enamorada de Benito, en tanto, Fillipo Timi pone toda su sangre e intensidad al servicio de un personaje fascinante, planteado desde la teatralidad del gesto extremo. La primera parte de Vincere se desliza por los primeros tiempos de esa relación en la que ella se arruina, en todos los sentidos, para costear el periódico con que sueña Benito. El joven milita en el Partido Socialista, hasta que sus conceptos sobre guerra y revolución lo cruzan de vereda para siempre y lo encaraman en el poder, asistido por un carisma notable. El actor logra la dureza de la mirada siempre desorbitada, como fija en un punto alto y lejano. La relación apasionada del comienzo muta tan frenéticamente como empezó y la mujer se convierte en la enemiga número uno del Duce y su familia, bastión fascista inexpugnable. Belocchio cuenta esa tragedia en la que se suma violencia de género, locura y desesperación, con recursos cinematográficos por excelencia. Vincere rinde homenaje al cine. Cada tramo de la historia personal de Ida incluye un momento del cine, del noticiero durante la Gran Guerra, a Carlitos Chaplín. Además, el material de archivo logra una película deliberadamente grandilocuente. Las tropas italianas, la Revolución Rusa, la Expo Futurista de 1917, la multitud aullante, el pueblo en una faceta amenazante aparecen intercalados con las escenas de Ida y su lucha destinada al fracaso. A la pasión devastadora, que enfurecerá a la feminista más moderada, la acompaña el material de archivo, logrando una épica con himnos y corales. Por momentos, Bellocchio elige las posibilidades expresivas de la ópera, con el montaje teatral de la nieve cayendo implacable y los planos de la heroína que reivindican la mejor tradición del neorrealismo italiano. Cada espectador puede elegir un aspecto de la película que saca de la oscuridad la historia de Ida e hijo. "Debemos ser grandes actores", le advierte el psiquiatra a ella, para salvarla. Ahí abreva Bellocchio. Expresa también la impotencia de los personajes que ven cómo la realidad tiene una versión contraria a todos los indicios. Si la tristeza puede ser bella, y viceversa, Vincere reúne las dos cualidades con la sagacidad de un director que busca justicia por su propia cámara.
Mismo humor, misma risa La idea de huir del mundo a un lugar lejano y exterior no sólo da para el romanticismo. Diego Capusotto vuelve con la comedia Pájaros volando, recargado por el guión de Damián Dreizik, la dirección de Néstor Montalbano y la energía inagotable que logra con Luis Luque frente a cámara. Los compañeros de delirio cuentan una historia que parece una postal de algunas comunidades serranas cordobesas, refundadas por porteños huidos del cemento. Además, la película apunta al delirio, a la fantasía colectiva de un grupo de habitantes de Las Pircas que aseguran que los extraterrestres los llevarán a su planeta, abducción mediante. De esa fantasía se alimentan los muñequitos ojudos que Miguel (Luque), rebautizado Freedom, vende en la feria del pueblo. José (Capusotto) llega para quedarse, tentado por su primo Miguel, ex compañero de la banda de rock Dientes de Limón. Juntos vivieron el hit Pájaros volando, cuando las entradas se pagaban con australes. Como ocurría con los personajes de Soy tu aventura, no tienen nada y están fuera del sistema, pero aquí, en lugar de urdir un delito, imaginan un viaje interplanetario que termine con las pálidas. Pájaros volando cultiva el humor de Montalbano-Capusotto, incluida la cuota de ternura, y para eso acude a comediantes estupendos y personalidades que el espectador descubre entre hippies, artesanos y campesinos. La presencia de Juan Carlos Mesa es un placer incomparable. Todo ocurre para esos tipos autoexiliados, con una naturalidad desconcertante, en medio de la belleza del paisaje. Verónica Llinás, con sus matices; Alejandra Flechner, impresionante policía a la caza de narcos; y la médium (Vanesa Weinberg) son locas lindas, junto a Damián Dreizik que se luce como el dueño de la granja orgánica, y Osqui Guzmán, el jujeño que llevará la música del altiplano al cosmos. Sea por la felicidad, la aventura, la revolución permanente o el ideario de Perón, todos buscan subirse a la nave por una vida mejor.
Miss Tacuarembó: Coleccionista de estampitas "El color llegó a mi vida cuando cumplí ocho años", dice la voz en off de Natalia, mientras se ve la escena del televisor recién comprado. "Ese televisor me lo había traído Cristo", remata. Es el recurso que repite el director Martín Sastre durante su opera prima Miss Tacuarembó. La película funciona como el espacio creativo del artista visual uruguayo que juega con el género del musical y va hilvanando la historia de Natalia, nacida en Tacuarembó, con varias búsquedas formales. El resultado es desparejo. Basada en el relato de Dani Umpi, Miss Tacuarembó plantea con ritmo de videoclip, cómo Nati (Natalia Oreiro) que de niña amaba a Cristal (Jeanette Rodríguez), Flashdance, Cristo y la jerarquía de santos personales, sueña con ser una estrella de Hollywood. El relato va y viene, del pasado que se describe traumático y con guiños humorísticos (con malas muy malas y la misma Oreiro en el rol de Cándida), al presente en Cristo Park, donde trabaja Natalia a los 30. La acompaña siempre su amigo de la infancia, rol que interpreta Diego Reinhold. Paralelamente a la búsqueda de la felicidad que lleva a Natalia a Buenos Aires, su madre Haydée (Mirella Pascual) recurre al reality Todo por un sueño, conducido por el personaje de una Rossy de Palma más extrema que nunca, para encontrar a la chica que huyó de Tacuarembó 10 años atrás sin dejar rastro. La película cruza muchas líneas de consumo popular y masivo: la telenovela venezolana de los años 1990 y Cristal como ícono; el reality televisivo; Madonna, Flashdance, Los Parchís; y el tema religioso como material elegido para la parodia continua de la iglesia católica y sus dogmas en ese pueblo del norte uruguayo. Cine ¿para todos? Miss Tacuarembó apunta a un público amplio con tono y ritmo para niños muy estimulados, pero, al mismo tiempo, predomina el manejo de la ironía y lo kitsch que se instala como el modo con el que Sastre decide contar la historia visualmente. Cada espectador deberá tomar distancia con respecto a unos contenidos entre naif y delirantes. Los niños viven sus fantasías como reales y la imagen las interpreta en todas las dimensiones que le da la niñez a lo lindo y lo feo, a creencias y miedos. Pero ese universo fantástico, fetichista, supersticioso y lúdico no cambia cuando aparecen los adultos galgueando en el parque temático y después, metidos en la escenografía del reality. El efecto es una mezcla rara de película de Palito Ortega de los años 1970, televisión basura e imitación de segunda de figuras inalcanzables. Salva al conjunto, la fotogenia de Oreiro, en la cuerda que mejor maneja, la comedia (como cuando era la Monita en Sos mi vida); el talento de Diego Reinhold con su rostro de payasito triste y algunos chistes y encuadres del director que pinta un mundo de colores chillones. Jeanette Rodríguez en persona es uno de esos chistes para grandes con hábitos noveleros. Los chicos descubrirán a Ale Sergi (el integrante de Miranda! que también compuso las canciones) en la puerta del parque y se identificarán con los niños, Sofía Silvera y Mateo Capo. Miss Tacuarembó es una historia de desarrollo visual barroco, creación de un director que recién inicia su camino en el cine.
La decisión de Bella Noche fría de miércoles de invierno en Villa Cabrera. Cuando gran parte del barrio cerraba sus ventanas y apagaba las luces, ellos comenzaron a llegar, de a dos o en pequeños grupos. Minuto a minuto entraron al multicine que ofreció el estreno de Eclipse, en dos funciones. Cerca de las 23, el bullicio en el hall de entrada expresaba la ansiedad apenas contenida de las fans de la saga Crepúsculo. La fila fue sumando público joven, de más edad que los “potters”. Chicas y chicos de la edad de Bella y de la que aparenta Edward (él hace 300 años que luce de 17) colmaron las salas y el triángulo amoroso se apoderó de la pantalla. Bella (Kristen Steward) tiene el corazón partido entre la fascinación por el vampiro bueno, Edward (Robert Pattinson) y el afecto por Jacob, el chico-lobo que vive en la reserva (Taylor Lautner). Los muchachos alimentan odios y desconfianzas ancestrales, comunicadas de una generación a otra. En el medio, la joven experimenta el fuego del amor que no se consuma. De Edward la separa la muerte. En Eclipse Bella debe elegir el futuro definitivo mientras sus amigos preparan la fiesta de egresados, inocentes con respecto a la batalla que lobos y vampiros huelen en el aire, en los linderos del bosque. Eclipse comienza con un ataque en la noche, en una calle de Seattle. La sala contiene la respiración colectiva. En la escena siguiente, Bella y Edward hablan de matrimonio en un campo de flores. Hay suspiros (en la platea) cuando la cámara dedica primerísimos planos a Robert Pattinson, más blanco que nunca, con los ojos inyectados en sangre y su dulce voz. El director David Slade juega permanentemente con los contrastes que ofrece el libro de Stephenie Meyer. Como la historia de amor se desenvuelve sencillamente, la fuerza de la película está en el entorno violento, por momentos de thriller. Hay varios flashbacks que explican cómo era Rosalie antes de ser vampira; qué rol cumple Alice en ese clan; por qué los hombres-lobo odian tanto a los vampiros; qué hace la malvada Victoria en Seattle y cómo se reclutan novatos, los vampiros más temibles. En Eclipse predomina el planteo extremo del amor adolescente. Bella es la heroína deseada por todos. Desvalida, sencilla con sus jeans y zapatillas, cada vez más pálida, encarna un ideal romántico, la mujer que tiene que elegir entre dos hombres capaces de matar. Hay temas universales y eternos que la autora de Crepúsculo aprovecha. Los llevan adelante, con talento desparejo, Steward, que no transmite nada; Pattinson, con sólo un modo de mostrarse helado, y Lautner, exhibiendo pectorales de luchador. “Siempre seremos esto. Congelados”, dice Rosalie, en uno de los momentos más humanos de la película. El otro, es el de Bella, reflexionando sobre esa rara sensación permanente de ser “anormal”, de no encajar. Por eso Eclipse suena a canto de sirenas de la adolescencia perdida.
La encrucijada de Mousse En El refugio , Francois Ozon ofrece un retrato impasible y poderoso de la maternidad no deseada. Isabelle Carré es Mousse, la joven heroinómana que pierde su pareja en la sobredosis de la que se salva por esas cosas del destino. En el hospital le informan que además está embarazada. Con los datos que podrían armar un culebrón lleno de golpes bajos, Ozon hace una película que problematiza al espectador. El relato evoluciona a través de largos silencios, primeros planos y cierta inexpresividad de la mujer que se va de París para pasar el verano a la espera del bebé. En una casa prestada, también con su historia, cerca del mar, recibe la visita de su cuñado Paul (Louis-Ronan Choisy) que busca refugio por otros motivos. La libertad aparece en ese vínculo como la imposibilidad de anclar. Pero poco se dice. Tampoco hay discursos feministas sobre la diversidad sexual o la culpa. Ozon anda con cuidado al mostrar la vida de Mousse, no da explicaciones. Todo es tan aséptico, contenido y civilizado en ese recorte social, que da miedo. La actriz no busca emociones para Mousse. El director de Bajo la arena y La piscina comienza la película con la escena impactante en el departamento parisiense, sin concesiones. “¿Quiere abortar?”, le pregunta después el médico a la mujer que deberá tomar medicación para no sufrir el síndrome de abstinencia. Ozon despliega un ejercicio complejo de la libertad de elección. Mousse y Louis han compartido el vértigo de la heroína; ella es una mujer que calla lo vivido y anda como una paria con su panza y su rostro angelical, sin rumbo. La fotografía de El refugio se detiene en el paisaje amable del verano, y en los rostros bellos de Mousse y Paul. El director logra un final que abre el debate sobre la madurez para asumir el amor incondicional.
Brindis por los bienamados El oficio de investigadora periodística en la selva neoyorquina ocupa la vida de Sophie. Al comienzo de Cartas para Julieta, el lugar y el oficio no parecen adecuados para rendir honores a la heroína de Verona, inmortalizada por Shakespeare. La ascendente y talentosa Amanda Seyfried interpreta el rol de la joven que viaja a Verona en pre luna de miel con Víctor (Gael Garcia Bernal). Ella sueña con escribir una historia que valga la pena; él abrirá un restaurante en NY y se pierde por los vinos, los quesos y el aceite de oliva. Cartas para Julieta de Gary Winick es una comedia romántica que elabora los clichés con delicadeza y buen gusto. Sophie visita la casa de Giulietta, en Verona, y observa cómo las turistas dejan cartas con deseos y penas de amor para la novia de Romeo. Unas secretarias encantadoras las contestan. Sophie saca una carta fechada 50 años atrás, y empieza la búsqueda de un amor perdido y el descubrimiento de sí misma. “La gente quiere creer en el amor verdadero”, dice el jefe de Sophie. La chica cambia profundamente cuando conoce a Claire (Vanessa Redgrave), la inglesa que perdió el amor de Lorenzo. La película se convierte en un viaje de placer con Charlie, el nieto de Claire, al volante. De Verona a Siena, los tres recorren viñedos y pueblos hermosamente fotografiados por Marco Pontecorvo, en busca de aquel hombre. El pasado se funde con el presente y el amor de Julieta por Romeo es inmortal. La química entre Redgrave y Seyfried es mágica. Nero, García Bernal y Christopher Egan acompañan como galanes bien plantados. El filme tiene pasajes deliciosos gracias al encanto de Redgrave, que ofrece gotitas de melodrama y brinda por los bienamados en la campiña toscana.