AUSENCIA SUSPENDIDA Un hombre visto de espaldas corre apoyándose más sobre uno de sus lados, otro se aprieta la venda del brazo izquierdo mientras se mantiene alerta a los ruidos externos y una chica fuma lejos de su casa, en un camino de tierra. Los tres personajes están sumidos en la oscuridad conformada por tonos amarillos, anaranjados y marrones, se perciben en espacios sin rasgos distintivos y por recortes; una lógica que se sostiene a lo largo de Los ausentes. Pero este es sólo uno de los lazos que la directora Luciana Piantanida utiliza en su ópera prima para vincular a los personajes. En realidad, dicha elección responde a un nexo mayor que es la pérdida, el vacío, el abandono y el silencio combinados con un marcado trabajo de la detención temporal y de lo oculto. De esta forma, prevalece el uso de esa gama de colores en oposición a los escasos empleos de la luz, como una manera más de intervenir el estado ausente, como una suerte de sueño/pesadilla frente al insomnio. Sumado a esto, el trabajo fragmentario de los personajes acentúa más la alienación, en un juego con la idea del espía y lo escondido. Los tres aparecen en múltiples escenas delimitados por la luz, por rendijas y se desenvuelven en lugares “secretos”, como la pequeña casa abandonada, los pasajes para llegar a la iglesia o las escaleras así como sitios comunes, que no pueden identificarse por su singularidad. A su vez, esta concepción se completa con la repetición de la apertura de ventanas y puertas ya sea porque alguien lo hace o por la misma acción del viento, una mezcla entre aquello que se debe mantener alejado y lo fantasmagórico. Si bien prima lo no dicho, la enajenación y el detenimiento temporal, por momentos ese despliegue se torna adverso: produce agotamiento, saturación, desaliento y un gran nivel de incertidumbre, como el espía que ya no puede distinguir con claridad aquello que observa. La llegada del carnaval como situación catalizadora restablece un poco a los personajes (y al espectador) del trance pero aún mantiene su lógica nebulosa, como el hombre que busca desesperado entre la muchedumbre el motor de su deseo. La pesadilla da una pequeña tregua para volverse más poderosa. Por Brenda Caletti @117brenn
BÚSQUEDAS CIRCULARES La reflexión final de Myriam Angueira, directora y también una de las protagonistas de la película, no sólo evidencia una mirada propia, sino una suerte de conciencia colectiva que se desarrolla a lo largo de Newen y que podría materializarse, quizás, en dos objetos: una agenda o diario y unas plantas medicinales. ¿Por qué? Bueno, la directora los pone en escena en conjunto o por separado y en cada mostración parecería que subrayan aún más algunos de los conceptos claves del documental: el origen y el conocimiento. El diario se puede pensar desde un doble emplazamiento: por un lado, como elemento material que oscila entre lo conocido y lo oculto; sobre todo porque en su primera aparición junto a la foto de la abuela de Angueira, ambos objetos están mediados por agua, en una mezcla de distorsión, reflejo y movimiento, que bien podría dar cuenta de la memoria como del sueño. Por otro, como registro del viaje desde una mirada íntima –quien relee sus experiencias– y colectivo –la pantalla funciona como una hoja en blanco y los espectadores se involucran con aquello escrito–. Por otra parte, las plantas son llevadas por la directora y Patricia, una amiga suya y perteneciente a la comunidad mapuche por descendencia paterna, a Elia, una kimche (anciana sabia). Esa visita no sólo plasma la búsqueda personal o los conocimientos de la anciana, sino que evidencia las tradiciones y la cultura mapuche, en particular, la casi extinción de la lengua o su desconocimiento por las nuevas generaciones. En el final de la película, la imbricación entre lo privado y lo público se torna más patente, a tal punto que lo uno y lo otro se vuelven lo mismo: su propio newen (energía vital). Por Brenda Caletti @117brenn
ABSORCIÓN MONOCROMÁTICA Luisa abre el armario y mira la ropa colgada. Muy despacio saca una camisa y la huele bastante tiempo ya sea para acercarse a través del olfato hacia su dueño o, quizás, para no permitirse olvidarlo. Con cuidado toma una de las mangas y la acomoda como si fuera un abrazo. Entonces, entra Mary y Luisa devuelve la prenda a su sitio. La escena está retratada no sólo con delicadeza, sino con tal grado de intimidad que se asemeja a los pensamientos propios, en los que interviene una mezcla de recuerdo, duda y lo difuso. Este tratamiento que replica Ariel Rotter a lo largo de la película está basado en su mirada interior respecto a las fotos familiares guardadas, de las que poco se hablaba y no se podía preguntar mucho; una combinación entre el trazado de la memoria familiar y los fantasmas personales. Por tal motivo, en La luz incidente hay un constante trabajo de construcción y deconstrucción delimitadas por líneas muy finas tanto en la puesta en escena como en los personajes. En primera medida, no es casual el uso del blanco y negro como tampoco el hecho de que en varias escenas los personajes se encuentran en los marcos de las puertas. También, las dos veces que aparecen fotos no se muestran a cámara y su vínculo con quien la conserva es sumamente profundo. Por el otro lado, el director privilegia la idea de borramiento ya sea del espacio, del rostro o del tema. Por ejemplo, cuando Luisa (Érica Rivas) va al parque con sus hijas, cada vez que una de ellas se acerca a un primer plano por el balanceo de la hamaca, su cara se torna difusa y cuando se aleja se restablece. En el caso del tema es más bien su evasión: alrededor de la mitad del filme se sabe con certeza el motivo del sufrimiento de Luisa pues, hasta ese momento, los personajes sólo dan indicios de lo ocurrido. Y ese mecanismo también da cuenta del recuerdo en sí mismo, de aquello que permanece oculto o no es completamente claro. La luz a la que hace referencia el título parece resignificarse al final y, con ella, la memoria en sí. Quizás sea hora de dejar entrar al color. Por Brenda Caletti @117Brenn
COSTUMBRES DEL AGUA La oscuridad casi impenetrable parece no sólo devorar la imagen, sino también al movimiento. Sin embargo, y con dificultad, se perciben dos antenas que giran de forma continua. El silencio pronto se interrumpe al recibir un mensaje por radio, un pedido de auxilio y un reclamo por Dios pero no indica en qué posición se encuentra el bote. La voz se desvanece, como si hubiera sido engullida por la espesura de la noche. Ya dentro de la cabina y con el único reflejo de los radares se escucha un segundo llamado; una mujer que ruega por ayuda. Esta vez, el hombre consigue las coordenadas y le pide calma. Con los primeros rayos de sol, los rescatistas parten en su búsqueda. El pasaje del día a la noche o, mejor dicho, el contraste entre luz y sombra funciona como rasgo inherente de las dos historias planteadas en Fuocoammare: por un lado la vida cotidiana de la isla de Lampedusa, ubicada al sur de Sicilia; por otro, las tareas de rescate de los inmigrantes africanos y del Medio Oriente. De esta forma, las escenas diarias de la isla están trabajadas durante el día, con gran detenimiento en el detalle y bajo el recorte de dos micro relatos. El de mayor protagonismo es Samuele, un chico que juega a disparar con gomera con su amigo y en escenas con su padre y abuela; el otro caso es una pareja de ancianos, cuya esposa llama a una radio para dedicar canciones italianas, una de ellas llamada Fuocoammare. La oscuridad abarca la mayoría de las escenas de rescate, con la salvedad de algunas bajo el sol en botes perdidos en el agua. El director Gianfranco Rosi retrata la gran cantidad de inspecciones por las que deben transitar los inmigrantes pero sin explayarse sobre ellas y las intercala con las experiencias personales y un breve testimonio de un médico. Una escena bastante cruda es aquella en la que un grupo de jóvenes cuenta su travesía por varios países hasta el escape por mar. Si bien la película no apela el efectismo y está construida desde la delicadeza del tema, tampoco termina por abordarlo de manera profunda o de establecer una postura frente a ello. Más bien se evidencia el despliegue del material con cortes de costumbrismo que, en muchas ocasiones, adquieren un mayor tratamiento, por ejemplo, las reiteradas apariciones de Samuele queriendo cazar pájaros pero no se conectan en ningún momento. “En Lampedusa, todos somos marineros”, le dice un chico a Samuele. Quizás el mar sea el elemento común: para unos, la salvación; para otros, su forma de vida. Por Brenda Caletti @117Brenn
REPETICIONES DE UNO MISMO Sasa, ya vestido en su uniforme militar, canta una especie de canción de rock cuando transita en su auto por la carretera vacía; Iván, por su parte, toca la trompeta en una banda mientras sus amigos toman cerveza. Las escenas avanzan y se suceden con alternancia, como una suerte de plano/contraplano construido por imágenes y música, sin diálogo. Entonces, Sasa quiebra esa cadencia, cuando interviene en el espacio de Iván para llevarse por la fuerza a su hermana, la novia del joven. Ambas miradas vuelven a responderse pero ahora privilegian el contraste auditivo: la música a todo volumen del auto frente al silencio o jadeo de Iván mientras corre por la ruta con la trompeta en mano. El director Dalibor Matanic insiste en aunar esos mundos para subrayar de lleno su lógica: las distinciones no sólo se manifiestan en los orígenes (serbios y croatas), sino y por sobre todas las cosas, en las decisiones frente a aquellas diferencias. Quizás por esta razón, el director se vale de los mismos actores para desarrollar tres historias a lo largo de 20 años (Jelena e Iván, 1991; Natasa y Ante, 2001 y Marija y Luka, 2011), cuyo vínculo es el amor en sus variados niveles. La repetición se mantiene tanto en la pareja protagonista como en la mayoría de sus entornos afectivos. Jelena/Natasa/Marija (Tihana Lazovic) está acompañada por la madre y circula la figura del hermano; con Iván/Ante/Luka (Goran Marokovic) aparece el padre, la madre o ambos. Al mismo tiempo, se trabajan algunas conexiones entre las historias. Por ejemplo, cuando Luka pasa por el cementerio y se ve una tumba que refiere al primer relato. Otra cuestión interesante es el uso de espacios o elementos que contienen detalles que anticipan lo que va a venir. En el primer caso, casas vacías, abandonadas o destruidas que son el escenario del encuentro entre ambos; en el segundo, los autos por las rutas o los caminos en sí mismos. El título Bajo el sol no evidencia sólo una poética del amor, sino el punto de reconocimiento de ambos tanto en su singularidad como en conjunto; una condición natural, que les quita el peso de la procedencia y del deber para volverlos etéreos y a un estado más esencial: al deseo entre un hombre y una mujer. Por Brenda Caletti @117Brenn
SOLEDAD INALTERABLE _ ¿Qué haces ahora? – le pregunta Andrea mientras espera a su cita. _ Voy al cine. _ ¿Con quién? _ Yo, mi misma y yo – responde sarcástica Irene poniéndose el abrigo. _ ¡Bello grupo! – ambos sonríen –. Lo entiendo por la tarde pero, ¿por la noche no te da tristeza? _ ¿Por la tarde sí y por la noche no? Con el avance del día aumenta el grado de desesperación del individuo – le indica Irene mientras lo saluda y se va. Ella promete explicarle a Andrea, su amigo y ex novio de hace 15 años, el significado de la frase, pero tanto Irene como la película en sí misma parecieran quebrar dicho pacto. La primera, tal vez, por olvido; la segunda responde a la poca profundidad en el tratamiento del tema y de los personajes, sobre todo, la protagonista. La directora Maria Sole Tognazzi busca resaltar la independencia y fortaleza femeninas con Irene: una mujer de más de 40 años, sin hijos y soltera abocada a su trabajo como inspectora encubierta en hoteles de cinco estrellas. Frente a ella coloca una serie de personajes o situaciones que cuestionan la elección de la protagonista o resaltan la autonomía de la mujer. Ya al comienzo, el jefe le comunica que otras dos agentes dejaron el trabajo para casarse y formar sus familias, los constantes reproches de su hermana, el escaso vínculo con las sobrinas o la inesperada relación de Andrea; todos condimentos que carecen de eficacia porque son tratados de manera ligera y hasta trivial convirtiéndose en algo efímero. Irene no simula un ideal femenino que elige su trabajo por sobre otras cosas; más bien parece que esa opción es la única con la cual se siente segura y confortable. A lo largo de Viajo sola, la soledad funciona como parámetro de todos los personajes y se manifiesta de múltiples maneras: a Irene la envuelve en todas sus facetes (laborales y privadas, por ejemplo, el diálogo del inicio); en su hermana se presenta en la vida conyugal, ya sea porque no conversa con su esposo o por la falta de deseo sexual; en Andrea se manifiesta con el retraso del compromiso. Si bien todas las variables se trazan durante el filme, ocurre lo mismo que con los personajes, es decir, quedan como suspendidas, poco profundizadas, tenues y su tratamiento es reemplazado por un mayor detalle de la cotidianidad o de los pasos que cumple Irene para llevar a cabo la inspección, donde interactúan las acciones, los objetos y la voz en off de ella con las preguntas que llena y/o revisa en los formularios. Por último, tampoco se comprende la razón por la cual la directora destaca un posible lazo entre Irene y dos pasajeros: el primero es un hombre con el cual comparte un día en el hotel; la segunda es una mujer que conoce en el sauna, que habla de la libertad de la mujer en todos sus aspectos. El problema no radica en la fugacidad de tales relaciones, sino en que todo posible cambio o influencia de ellos hacia Irene desaparece casi al instante y se evapora. La promesa, entonces, se torna absurda dentro de un mundo inalterable y estructurado, donde cada aspecto se mide con termómetros, guantes y respuestas amables, que completan el formulario de la perfección ejemplar y ficticia. Por Brenda Caletti @117Brenn
EL CAMINO DE UNA HEROÍNA “Muchas gracias por no dejarme envejecer sola”, le comenta Julieta a Lorenzo el día previo a la partida de ambos hacia Portugal. Ya desde ese momento se trasluce el sentimiento de angustia de la protagonista, sensación que se intensifica por la culpa tras un encuentro inesperado y bastante revelador en la calle. Es evidente, entonces, tanto para Lorenzo como para los espectadores, que Julieta esconde un secreto, un misterio perceptible, en principio, en un sobre azul. Quizás sea por su profesión (enseña literatura antigua) o por ciertos motivos que se desprenden de ello como el libro sobre mitología griega o el significado de Ponto, que la protagonista del nuevo film de Pedro Almodóvar se configura como una heroína trágica, con un destino que parece esbozado (incluso podría tratarse de un designio divino), muertes, angustia y culpa pero, por sobre todas las cosas, la necesidad de expiación. Almodóvar trabaja la catarsis en Julieta de forma íntima y femenina no sólo porque implica el punto de vista de una mujer, sino por la elección del medio para hacerlo, es decir, a través de un diario íntimo. La puesta en escena es delicada: ella sólo está vestida con una camisola blanca, inclinada en una mesa de vidrio con una biblioteca repleta y la ventana abierta por la que se filtran los rayos del sol. Entonces, la cámara se centra en la escritura que se desliza por la página blanca como inicio poético del camino de reconocimiento. La operatoria se replica luego en el uso de tres aspectos: el más evidente es el temporal, que tiene una doble función: por un lado, el juego entre presente y pasado; por otro, el desarrollo de la protagonista en el tiempo puesto que, por ejemplo, no se viste igual a los 25 años que a los 35 o 50. Los restantes son los componentes sentimentales y familiares que completan la conformación de Julieta o la contextualizan. Asimismo, el director se vale del uso de ciertos motivos, aunque no siempre se comprende su funcionalidad. Por ejemplo, la escultura de un hombre sentado, que si bien remite a un lazo entre pasado y presente, no termina de entenderse su importancia o el significado del color azul, que aparece por primera vez en el sobre y luego en la vestimenta de Julieta pero de forma esporádica. Por tal motivo, la película se compone de situaciones interesantes o poéticas y de otras monótonas, en las que tanto las acciones como el tiempo quedan suspendidos en gran medida. Tal vez el azul del sobre o de la ropa sea una forma de internalizar el color del mar, del Ponto griego dispuesto para iniciar una nueva aventura. Julieta se dispone como Ulises para comenzar el viaje en ese mar blanco, rectangular y limitado, con la única protección de la tinta negra que, con cada página llena, busca acercarse hacia su destino para revertir el fatal designio de los dioses. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
RESTOS COTIDIANOS “Si te ven los norteamericanos te denuncian por abuso de colores”, grita una mujer mientras sostiene un gran bastidor con un Goofy verde y bastante lejano al reconocido personaje de Disney. El hombre, ya cansado de los reproches, baja rápido por las escaleras y se cruza con un vecino, uno de los protagonistas, quien no se detiene hasta llegar al departamento del padre, espacio que desde hace tiempo también es su hogar. Si bien la escena en sí misma no es más que una anécdota, ejemplifica la lógica bajo la cual se rige Historias napolitanas (Bagnoli Jungle en su versión italiana): la construcción de tres relatos basados en la articulación entre comedia, cotidianidad e individualismo y sujetas a un marco temporal acotado. De esta forma, el director Antonio Capuano presenta y desarrolla a Giggino, Antonio y Marco a partir de un seguimiento exhaustivo a lo largo de un día. La primera corresponde a Giggino, un hombre de unos 50 años alejado de su esposa e hijo, que roba objetos dentro de los autos para conseguir dinero para drogas o sexo y que retornó a la casa paterna. La segunda se centra en Antonio, su padre, un experto de la época de Diego Maradona en el Nápoli, que trata de seducir a la mujer que lo cuida. La última retrata a Marco, un adolescente de 18 años, que reparte los mandados de un almacén hasta que renuncia cansado de la explotación. En la película se pueden distinguir dos grandes capas atravesadas por los rasgos antes mencionados. Una de ellas referida a las acciones, de la que se desprenden también dos cuestiones: por un lado, el contraste entre las acciones que operan fundamentalmente en el marco narrativo y aquellas automatizadas, que enfatizan los aspectos diarios; por otro, la forma de habitar los espacios vinculada con el título original. Esto quiere decir, la combinación del valor histórico del barrio Bagnoli como una de las zonas industriales más importantes del sur de Italia a lo largo del siglo XX y la idea de jungla de asfalto, una suerte de resignificación del neorrealismo italiano ya no enmarcado en la crudeza de la guerra, sino en las crisis económicas y en la contaminación, con la salvedad de los festejos religiosos o algunas protestas. La otra capa manifiesta el tiempo: los tres personajes actúan como referentes del pasado, presente y futuro no sólo debido a una cuestión generacional, sino por la puesta en escena. No cabe duda de que Giggino se corresponde con el presente porque ya desde el inicio de la película está corriendo o en constante movimiento (juega al fútbol con nenes, roba, pesca, se droga, tiene sexo). Además, la forma de actuar coincide con su pensamiento, es decir, el dinero que gana lo gasta enseguida, se mantiene con pocas cosas, es “libre” para no trabajar o recitar una poesía en un restaurante. Antonio ejemplifica al pasado porque siempre está recordando ya sea anécdotas minuciosas de Maradona en Italia como lazos entre su historia personal y Bagnoli, cuyo máximo exponente son los restos del Coliseo de acero, como menciona Antonio. Por último, Marco representa al futuro porque es el único que rompe con sus ataduras para liberarse de aquello que lo asfixia. De allí viene la fascinación por Sara, la joven que conoce, como un compromiso cultural, ideológico y de rebelión. Más allá de su esqueleto de acero, sólo queda un vago recuerdo del Coliseo del sur; pronto, de la jungla y de sus habitantes también. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
PECADOS GLAMOROSOS La carretera simula un terreno desértico inabarcable gracias al plano cenital del comienzo, que contrapone el avance casi imperceptible del pequeño micro con la inmensidad del espacio. Sin embargo, este no es el único juego que propone El poder de la moda (cuyo nombre original es The dressmaker) desde el inicio; por el contrario, ya en los primeros segundos se conforma un paralelismo entre un tiempo anterior protagonizado por dos niños insertados también en un lugar despojado y hasta tétrico y un presente evidenciado en el desplazamiento del vehículo por el camino mientras anochece. El momento crucial, que habilita la detonación del juego y promete resolver la incertidumbre actual, es la bajada de una única pasajera a Dungatar. Para presentarla ya no se utilizan planos cenitales o recortes temporales, sino una descripción de la mujer en planos detalle: primero sus zapatos blancos con puntera negra; luego el maletín con las letras Singer; después los guantes blancos y un cigarrillo y, finalmente, su rostro. Con seducción y parsimonia ella se lleva el cigarrillo a los labios rojos y lo enciende mientras recorre con la mirada al almacén, la farmacia y la tienda de Pettyman. Entonces, exhala el humo y lanza al aire: “He vuelto, bastardos”. Con el juego en marcha la directora Jocelyn Moorhouse se aprovecha de ciertas libertades para hacerlas interactuar, contrastarlas y producir cambios en el ritmo y tono de forma permanente, ya sea en el trabajo con el género o con el relato. En el primer caso la película pasa por una variedad de géneros muy amplia como el melodrama, la comedia, el western y el grotesco, entonces se vuelve complejo situarla en uno de ellos. Por ejemplo, cuando Myrtle “Tilly” Dunnage (Kate Winslet) aparece en un partido con un vestido que realza sus curvas y provoca que el equipo contrario pierda o cuando la protagonista es acechada por los recuerdos borrosos de su infancia, en los que se ve envuelta en el asesinato de un chico y desterrada del pueblo. En el segundo caso, Moorhouse se vale de la protagonista para construir a los demás personajes a través de su relación en el pasado por lo que ocultan o en los nuevos vínculos que afianza gracias a su destreza como diseñadora. Al mismo tiempo, intervienen como elementos fundamentales el deseo de venganza de Tilly y su creencia de que está maldita. Si bien el trabajo de estos aspectos produce combinaciones y pasajes interesantes, el constante cambio y algunas repeticiones hacen trastabillar a El poder de la moda: en primer lugar, la reiteración de un hecho del pasado desgasta la historia a tal punto que puede dividirse en dos: una previa al acontecimiento y otra posterior como una suerte de copia agobiante; en segundo lugar, la pérdida de singularidad de los personajes; en tercer lugar, la revelación de los secretos del pueblo produce un desencadenamiento de venganzas, algunas de ellas inverosímiles y, por último, un final como variante del pasado, aunque en esta oportunidad intervienen la consciencia, la expiación y el azar como instancias superadoras. Claramente la maldición actúa por partida doble: no es sólo Tilly la que replica “he vuelto, bastardos”, sino la concientización del pueblo de que la bastarda vuelve al hogar; un regreso purificador a gran escala y, por sobre todo, elegante. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
VIBRACIÓN INTERIOR Sandu Patrascu se mantiene fiel a su rutina: saca a pasear a Jerry al parque, se va a trabajar, regresa a la casa, cena y vuelve a salir con Jerry, como si en la densa y automatizada cotidianidad no hubiera ningún resquicio para la sorpresa o lo impredecible. ¿Qué sucedería si, de repente, aquel esquema se viera afectado por un hecho externo como la extraña muerte de Laura, la vecina del piso inferior? ¿Cómo debería reaccionar Sandu cuando, un poco por accidente y otro poco por curiosidad, escucha una pelea entre ella y Vali (otro vecino) antes de su fallecimiento? ¿Qué se espera que haga cuando un agente de policía lo interroga sobre el hecho? El lazo entre pensamiento y acción es lento, dilatado puesto que el director rumano Radu Muntean no privilegia la articulación o el cuestionamiento entre ambos, sino que destaca el trabajo interno de cada personaje. De esta forma, se los percibe ensimismados, un tanto pasivos, enmarcados por la ambigüedad y sujetos al despliegue de cada instante de la vida diaria. Por el contario, la tensión sólo se exterioriza en breves momentos y de forma incompleta: cuando Sandu es descubierto por Vali espiando, es el primer encuentro entre ambos post muerte de Laura. El acercamiento cada vez más frecuente entre Vali y la familia de Sandu, la reunión entre Sandu y sus amigos mientras miran un partido de fútbol o la escena dentro del auto de Vali; todas escenas que, si bien se conciben como espacios de catarsis o de toma de consciencia de lo sucedido, en realidad, funcionan como meros exabruptos o circunstancias límite que subrayan la ambigüedad de los personajes. Si se compara El vecino con La soga de Alfred Hitchcock se puede establecer cierto paralelismo en la lógica compositiva psicológica de los personajes, sobre todo, a partir de la duda, la tensión, el silencio, la culpa o el conocimiento/incertidumbre, sin embargo, difieren de manera notable en la puesta en escena: en la película rumana, la inserción de lo cotidiano suspende el reconocimiento del hecho hasta volverlo casi una anécdota, donde la única certeza es la cinta sobre la puerta del departamento o las fotos del facebook de Laura; mientras que Hitchcock busca desenmascarar lo sucedido y jugar con esa posibilidad ya sea desde la exhibición del baúl como trofeo/evidencia, la circulación en el espacio cerrado y la reconfiguración de los elementos del delito. La tensión, entonces, explota y se dilata, la ambigüedad se adentra cada vez más en escena y los personajes comparten su introspección con los propios espectadores, los cuales terminan insertados en esa lógica o rebelándose en nombre de Sandu. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar