Embriagada de amor: Los psicópatas siempre fueron fuente de una extraña fascinación, precisamente por tratarse de personajes a los que resulta difíciles sacarles la ficha. Esta cuestión, sumada al incremento de los femicidios y los recientes reclamos de los movimientos feministas pugnando por un derecho con perpectiva de género a la hora de tratar este tipo de delito, puede explicar la proliferación de diversas series y películas que abordan la temática de asesinos o depredadores seriales de mujeres, especialmente en las plataformas de streaming. Es en esta linea que, habiendo una serie documental, llega ahora la película de ficción sobre Ted Bundy del realizador estadounidense Joe Berlinger, sobre quien es considerado uno de los asesinos seriales más impactantes y mediáticos de los últimos tiempos, dada la gran cantidad de femicidios cometidos, su ferocidad y su capacidad para eludir la ley, en tiempos (1974-78) donde ni la policía ni la justicia contaban aún con una sistematización para abordar este tipo de crímenes, y la amplia cobertura periodística que tuvo su juicio, llegando a ser una suerte de celebridad a quien la gente pedía autógrafos. La película abre con la visita de Liz Kendall (Lilly Collins) a Ted Bundy (Zac Efron) en la cárcel de máxima seguridad, donde él se acerca para conversar con ella sonriente y seductor, mientras que Liz se muestra seria y esquiva a sus adulaciones. A partir de aquí la película se construye como un flashback que da cuenta del comienzo y el desarrollo del vínculo entre ambos. Liz es una joven secretaria y madre soltera, insegura como mujer, que conoce a Ted en un bar de universitarios de Seattle en 1969. El acercamiento de Ted a ella, justo en el momento en que ella está agachada recogiendo unas monedas en el piso junto a la rocola, ya marca el sentido de la relación, donde Ted se coloca en un lugar de superioridad, desde el cual ejerce su fascinación y su dominio. A los ojos de Liz, Ted aparece como el novio ideal, la acompaña a su casa, no huye al saber que tiene una pequeña hija, respeta sus tiempos sin tener sexo en la primera cita y le prepara el desayuno a la mañana siguiente. Es el príncipe azul anhelado para quien se siente menos y vulnerable, viniendo de un fracaso amoroso anterior. El idilio romántico de una vida de pareja y familiar continúa sin sobresaltos y en contraposición al terror que se desata en diversos estados de Estados Unidos con la desaparición de varias jóvenes universitarias. Esto el director lo aborda mediante la inserción de secuencias familiares en estilo de cámara casera a las que yuxtapone la voz de la presentadora de televisión informando sobre las noticias policiales. El historial policial de Bundy va transcurriendo cronológicamente (hibridando la recreación de ficción con elementos de documental a través de registros televisivos y de la prensa escrita de la época), mientras se alternan los avatares de la relación de pareja. El vínculo incluso resiste cuando Bundy es detenido, juzgado y condenado en Utah por el ataque y el secuestro de una joven y también con su extradición, juicio y condena por asesinato en Colorado en 1977. Bundy se las ingenia para mostrarse vulnerable ante la posibilidad de perderla y para que ella mantenga la esperanza de su libertad y de consumar el sueño del casamiento maravilloso, la casa de familia y el perro, mediante sus llamadas telefónicas y cartas llenas de amor que la hacen sentir en la cima del mundo, embriagada en la voluptuosidad de las palabras. Las señales están, pero Liz no puede verlas. De hecho es interesante y sugerente la escena en la guardería canina donde el can le ladra ferozmente a Bundy y este logra doblegarlo y tranquilizarlo con el poder de su hipnótica mirada. La negación inicial de Liz da paso a un estado depresivo, cuando ya no pueda cerrar los ojos ante la verdad. Se siente reducida a nada sin su amor, se refugia en el alcohol y se culpa ferozmente por haber dado su nombre a la policía al verlo parecido al identikit. ¿Cómo es posible que una mujer no pueda darse cuenta de que está durmiendo con el enemigo, como reza el título de la película? Más aún, tomando a Carol Ann (una vieja amiga, también madre de un hijo, que se casó y tuvo una hija con Bundy durante su encarcelación en el corredor de la muerte en Florida), ¿cómo es posible que una mujer se enamore perdidamente de un hombre condenado por varios asesinatos de mujeres? Este es el eje del film, que por la temática puede emparentarse con la película de ficción Un amor imposible (Catherine Corsini, 2019). El titulo en inglés extremadamente perverso, sorprendentemente malvado y vil, y el epígrafe del comienzo: “Pocas personas son capaces de imaginar la realidad” de Goethe, acaso puedan darnos un pista. El ideal del amor romántico en mujeres vulnerables, que no toleran las dificultades, frustraciones, imperfecciones que conlleva todo vínculo, se encuentra y encaja aquí con un hombre inteligente y de gran atractivo físico, pero de estructura perversa y personalidad narcisista, que disocia patológicamente un amor idealizado por la madre (de ahí la apariencia amable y respetuosa ligada a estas mujeres cuyo rasgo es ser madres) del odio hacia la mujer en tanto causa de deseo, volcado en la serie de las estudiantes universitarias. De ahí que resulte para aquellas en la serie de la esposa y de la madre, sumamente impensable e increíble, una realidad tan cruel y tan ajena a la cotidianeidad que ellas experimentaron; al punto que incluso las señales y condenas efectivas, y con suerte la confesión de los propios labios del perverso en cuestión, sean lo único que les permite poder separarse de él. La pareja protagónica se ajusta a lo necesario porque lo que se pone en juego es el aspecto romántico de la personalidad de Bundy, más que su lado oscuro. La película de Berlinger tiene un comienzo promisorio al decidir narrar desde el punto de vista novedoso de la novia del asesino serial y adentrarnos en las posibles motivaciones del enganche de una mujer con un hombre con perfil psicopático. El problema es que, además de no asumir ningún riesgo a nivel formal, durante la segunda mitad el director pierde el anclaje en el punto de vista, sin poder profundizar en el aspecto que podría ser más innovador. Porque para que el centro pueda ser Ted Bundy no habría nada más efectivo, interesante y escalofriante que su propia confesión en las cintas en las cuales se basa la serie documental que el mismo realizador ya dirigió.
Errante en las sombras: El plano general nos presenta al fondo los cerros áridos de la cordillera y frente a nosotros la ruta que parece hundirse en ellos. La profundidad de campo permite observar en la lejanía la silueta de una mujer desdibujada con el paisaje que camina a la vera de la ruta en dirección a nosotros los espectadores, mientras la voz en off recita un poema que habla del infierno de esas tierras, de muerte y resurrección. El camino que atormenta con las inclemencias de un clima de marcada amplitud térmica entre el día y la noche hace presente entonces la metáfora del viaje interior del héroe que se adentra solo y traicionado en un territorio áspero, donde deberá luchar contra las oscuras tentaciones de su pasado para luego emerger transformado. Este es el marco que da comienzo a La sequía (2019), primer acercamiento a la ficción del realizador, documentalista y periodista argentino Martín Jáuregui. La película cuenta con la originalidad técnica de haber sido filmada utilizando la energía proveniente de paneles solares y minimizando el impacto ambiental de rodaje sobre el medio. En ella no deja de estar presente el vínculo con la geografía de nuestro país, ya que tanto el paisaje como el misticismo catamarqueño (fue rodada en Fiambalá) cumplen un rol fundamental en la narración, acompañando y dando sentido al periplo de la heroína. Fran (Emilia Attias) se interna en soledad por el desierto reseco, bajo el sol abrasador, con su vestido de fiesta metalizado, su maquillaje, su cartera y sus sandalias de tacón. Es una actriz famosa que abandona repentinamente una fiesta de celebridades locales al enterarse de que su pareja y manager no solo se aprovecha de ella económicamente sino que también la engaña. Sobre los motivos de su huída, el director no opta por el tradicional recurso de reponer información mediante el flashback, sino que hace surgir voces fugaces y poco entendibles que retornan y retumban en la cabeza de Fran, dando cuenta de discusiones. Los planos generales ilustran la pequeñez de la actriz en estos páramos, que contrastan con la infatuación de su yo en las cámaras de televisión. Aquí está físicamente sola, como lo estaba antes también, pero el torbellino de las luces del espectáculo y los fans numerosos, esa pura cháchara vacía, se revelan como un modo de tapar el silencio de la soledad. Recuperar el silencio andando por el desierto le permite volver a pensar en sí misma. La inserción de primeros planos dan cuenta de las sensaciones corporales de calor, sed, frío o agotamiento así como de los estados emocionales de extravío, angustia, enojo o pavor, añadiendo dramatismo. Poco a poco Fran se va despojando de sus bienes: primero sus sandalias, sus ropas, su maquillaje y hasta sus tarjetas y su celular que son completamente inútiles en este paraje alejado. El desierto en tanto páramo es una representación posible de lo femenino en tanto intocado, inaccesible, inlocalizable e indomeñado por el amo, por el significante fálico. Fran en su extravío y confusión con el desierto mismo, así como en esa sequía de los bienes, da cuenta de una mujer que se desprende de los atributos y brillos fálicos con que la histeria se reviste para causar el deseo del otro; para orientarse hacia la esencia de lo femenino (como más allá del falo) y encontrarse con la alteridad en sí misma para sentir ese goce en el cuerpo intransferible al orden de las palabras. El drama íntimo de la protagonista en clave realista se hibrida con el registro fantástico mediante animaciones de las constelaciones o de las nubes con sus formas en los cielos así como con las apariciones intempestivas de su manager (Adriana Salonia), a las que Fran no responde con palabras sino con gestos pantomímicos. Se trata de una figura demoníaca del pasado que busca seducirla para que retorne a la vieja vida, caracterizada por el negro y la frivolidad de sus comentarios que apuntan a la explotación permanente de la imagen de la actriz. La respuesta de Fran es ahuyentar, ignorar y luchar contra esta fuerza de atracción que sigue viva. Este personaje tiene su contracara en el joven lugareño Anselmo; simple, auténtico y conectado a la tierra, que le ofrece cuidado y protección. Ambos tienen el estatuto de apariciones, de señales, de representantes del mal y del bien como debate interno de la protagonista en cuanto a qué camino tomar en la vida. La lectura en clave religiosa se apoya por los planos detalle de las tumbas del cementerio y de las estatuillas de santos o figuras míticas de devoción popular y en los ritos y mitos locales mencionados por los lugareños que encuentran y sostienen a Fran en momentos de desfallecimiento. Y también por la música con tañidos que marcan un clima enrarecido y esotérico. Fran es una heroína con características crísticas, donde el agua que la baña es signo de la purificación interior de la vida mundana y de los dolores; donde el periplo es metáfora de la muerte de la estrella, del personaje creado para otros, para que renazca otra nueva desde el vacío de ser. La sequía deja la sensación de un material que podría haberse aprovechado mejor dando mayor profundad dramática del conflicto interno de la protagonista y con una mejor instrumentación de los elementos del registro fantástico, sin caer en reiteraciones. No obstante, las intenciones del director son acertadas en lo que hace a la riqueza del contenido de la caminata como viaje de transformación interior así como en la transmisión del clima de pueblo apartado y extraño, aprovechando la estética fotográfica que las locaciones de rodaje proporcionan.
Las nuevas patronas: Hell’s Kitchen, Nueva York, 1978. La escena nocturna inicial nos presenta a las protagonistas: Kathy (Melisa Mc Carthy), Claire (Elisabeth Moss) y Ruby (Tiffany Haddish). Las tres son mujeres de gangsters de origen irlandés que dominan y controlan las calles de ese bajofondo neoyorquino. Este es el comienzo de Las reinas del crimen (The Kitchen, 2019), opera prima de la realizadora estadounidense Andrea Berloff basada en el comic homónimo de DC/Vertigo. Cuando los tres hombres se disponen a dar un golpe en una licorería son detenidos por el FBI y sentenciados a tres años de prisión. El barrio pasa a estar controlado por el Pequeño Jackie y la suegra de Ruby, vieja matrona que denigra a su nuera debido a su origen racial. Sin estudios ni oficios, pues las tres ocupaban el papel tradicional de secundar y servir a sus hombres y su familia; las tres mujeres no tienen medios para insertarse en el mercado laboral. Deben subsistir con las migajas de dinero que reciben (por pertenecer al clan irlandés) de quien ahora comanda el territorio. Ante esta situación, las mujeres deciden hacerse cargo de los negocios gansteriles de sus hombres. Es así que, convenciendo a algunos miembros de la banda criminal, se abocan a resolver los distintos problemas de los comerciantes y a brindarles protección frente a los delicuentes comunes, a cambio de dinero. Por supuesto, no sin sobornar también a la policía local. Los negocios van bien (incluso con más éxito que cuando se ocupaban sus parejas) y el dinero fluye. A la cabecera de la mesa de reuniones en la taberna Owen, el Pequeño Jackie es desplazado por ellas. La criminalidad se vuelve una forma de recuperar la dignidad, luego de soportar años y años de humillaciones, especialmente en los casos de Claire y Ruby. Incluso llegan a expandir los negocios hasta el barrio judío en Brooklyn. En un territorio sin ley, ahora gobernado por mujeres, la violencia y la opresión recibidas retornan de manera mucho más virulenta. Claire es rescatada por Gabriel (Domhnall Gleeson) cuando un hombre intenta violarla. Gabriel es un trastornado en quien encuentra protección y amor. Instruida por él se vuelve experta en empuñar un arma y en deshacerse de los cadáveres. Se venga así a punta de pistola de los hombres que la acosaban en las calles y que la golpearon abusando de su buena voluntad. Ruby se vuelve capaz de asesinar a su suegra y vender información sobre los gangsters irlandeses a un investigador de color del FBI con tal de abrirse paso en el poder y llevar a su raza a una mejor situación social. Cuando sus parejas salen de prisión, estas mujeres deciden no volver a su vieja vida. Se resisten a dejar el poder en la pandilla y tampoco aceptan hacerles un lugar, compartir la toma de decisiones con ellos. Desplazados los hombres, se produce la guerra en las calles y deben pagar por protección y por las cabezas de sus parejas al capo mafia de Brooklyn, el italiano Coretti (Bill Camp). La sangre vuelve a correr por las calles de Hell’s Kitchen y el imperio que las protagonistas habían construido parece derrumbarse como un castillo de naipes, hasta el punto de surgir la desconfianza entre ellas. Queda claro que la intención de la directora es realizar una versión del género de gangsters, tradicionalmente protagonizado por hombres, desde una lectura en clave feminista. Tanto la reconstrucción de época como la estética del neo-noir dan cuenta del ambiente sórdido, nauseabundo y corrupto que se respira en esas calles infernales, acompañados por un elenco acertado en el que destacan las actrices protagonistas. El guión, si bien atractivo, patina al adoptar el tono realista en vez de conservar el espíritu de comic, con lo cual el mensaje se desliza hacia la guerra de los sexos. Los personajes quedan reducidos a estereotipos sin matices: mujeres víctimas, hombres desalmados, y la lucha feminista queda degradada a un mero pase de manos. Según la película, las mujeres quieren lo mismo que los hombres y reproducen la misma estructura social de lógica masculina fundada en el control, el dominio territorial y un poder de tipo verticalista. Estas mujeres, que antes eran patronas del hogar con un poder reducido a la administración de los recursos que proveía el macho y al cuidado de los hijos, se convierten en “las nuevas patronas”. Son mujeres independientes que ya no precisan a sus hombres, que destruyen los lazos amorosos con ellos (o que reducen el vínculo a un mero fin utilitario) y que se vuelven tan despiadadas como ellos o peor, al punto de pedir sus cabezas. En ningún momento estas mujeres dudan de su decisiones ni se cuestionan las consecuencias de sus actos. Las reinas del crimen han ocupado la cúpula de Hell’s Kitchen pero se han alejado de lo que especifica a lo femenino, que es una lógica descentralizada y plural, precisamente por no ordenarse en el falocentrismo. Las intenciones de la directora son buenas y funcionan en tanto film de entretenimiento, pero su espíritu subversivo queda limitado a un mero gesto al no aprovechar en profundidad lo que la causa feminista podría aportar, renovando las convenciones del género y proponiendo un nuevo modo de lazo social.
El ritual del casamiento como experiencia inquietante: El plano general de una planta agrícola en un amanecer neblinoso de agosto nos sitúa en un pueblo de provincia de la pampa argentina. Allí una joven se encuentra en vísperas del esperado casamiento. La película abre con la charla prematrimonial del párroco ante las parejas en vías de casamiento, entre las que se encuentra Magda (Rita Pauls), alegre e ilusionada, y Marcelo (Maximiliano Bini), apodado “El gringo”. En medio del discurso del cura, que señala la correspondencia entre el hombre y la mujer y la sacralidad de dicho lazo; un estruendo proveniente de afuera, mientras unos niños espían hacia el interior de la iglesia por la ventana, aparece como primer señal extraña e incómoda. En este comienzo de Vigilia en agosto (2019), opera prima del realizador oriundo de Córdoba Luis María Mercado, ya resulta interesante el uso del sonido en su carácter inquietante (recurso al que apela frecuentemente el género de terror), irrumpiendo para hacer estallar y poner en cuestión la imagen idealizada del casamiento. Se trata de un drama intimista, que es abordado empleando ciertos elementos del thriller psicológico. Para Magda, El gringo aparece como un buen partido. Es un joven de buena posición económica, patrón de la agropecuaria. Se presenta con la imagen del buen marido que la provee de una casa moderna construida de cero y con todo lo necesario, del hombre deseable de estirpe extranjera terrateniente y del buen patrón, que alcanza a sus empleados a la planta en la parte trasera de su camioneta. Poco a poco, en medio de despedidas de soltera, preparativos de catering y pruebas del vestido y del maquillaje, comienzan a suceder en el pueblo diversos acontecimientos extraños: accidentes, explosiones, cortes de luz. La hermosa realidad comienza a zozobrar, a adquirir un tono pesadillesco para Magda; pues poco a poco va descubriendo quién es realmente su futuro marido. La película se construye para el espectador a partir del personaje de Magda, a quien le va llegando fragmentariamente la información a partir de sus reacciones (ya que el director realiza un interesante uso del fuera de campo para algunos de los extraños sucesos) y de los restos visuales y auditivos que logra captar entre hendijas de puertas parcialmente abiertas y murmuraciones a su alrededor. Se atisba junto a la protagonista que El gringo no es un jefe honesto y macanudo, sino un capitalista explotador de la fuerza de trabajo de sus empleados. Tampoco resulta ser un hombre devotamente entregado a ella en el amor. La atmósfera de pueblo chico, infierno grande está capturada en ese coro de parientes mujeres y amigas que pulula alrededor de Magda con sus cotilleos y chismes, donde en general siempre se habla de manera descalificatoria respecto de las mujeres en desgracia del pueblo, bastante lejos de la sororidad. Y también en los elementos que dan cuenta de la cultura patriarcal. La mujer está destinada al hombre, a ser su esposa y por tanto a complacerle y servirle. De esto da cuenta tanto el discurso del cura como la escena en que Magda busca a su novio en el galpón de la planta. Él la toma por sorpresa y por detrás, buscando ser complacido en sus apetitos en una situación que linda con lo obsceno (ya que el portón se encuentra abierto), a pesar de ser disuadido por ella. También aparece lo patriarcal en el discurso de la madre (María Fiorentino), quien ante un llamado telefónico con la posibilidad de que Magda tome un cargo como suplente en la escuela, le señala su no conveniencia, ya que si trabaja no va a poder sostener sus deberes como esposa y ama de casa. Y sin duda, principalmente, en el discurso social que sostiene la disparidad por la cual al hombre le está permitido ser libre en su sexualidad como algo natural que hay que tolerar como ejercicio de su virilidad; mientras que la mujer debe quedar confinada a la quietud del hogar, so pena de ser cuestionada y carne de cañón del escarnio social. A medida que se va resquebrajando el ideal romántico del matrimonio, comienzan a surgir las vacilaciones en Magda respecto de asumir el destino de esposa de El gringo. Se da un conflicto para ella entre el Ideal familiar y la realidad que descubre. Magda continua ofertando su cuerpo a cada uno de los rituales, y a la vez ese mismo cuerpo comienza a dar señales del deseo que no puede nombrar ni poner en acto. La escena de prueba del vestido es clave en este punto. Magda se encierra en el encorsetado vestido de esposa, pero lo tolera poco y pide rápidamente que se lo quiten. Del mismo modo, los planos cerrados sobre la protagonista dan cuenta de la dualidad entre lo que calla y lo que muestra y actua. El “no” que no puede enunciar para que se detenga la boda es hablado simbólicamente por su cuerpo: vómitos, fiebre, corte accidental de un dedo al cocinar, delirios febriles; que son interpretados por la cultura local desde el pensamiento mágico y esotérico como empacho, mal de ojo y posesión demoníaca. Nadie quiere escuchar ese mensaje que viene del más allá, del inconsciente, y la comunidad toda se une en rituales para que nada arruine la maravillosa boda de Magda. ¿Despertará Magda de su ensueño color de rosa? En Vigilia en Agosto es digno destacar la interpretación de Rita Pauls. La actriz dota a su Magda de los matices adecuados para encarnar un personaje de gran complejidad psicológica, pero a la vez con la contención necesaria para acompañar los recursos formales que emplea el director; discretos pero efectivos en la línea de poner en cuestión el tradicional rol de la mujer en una sociedad que se funda en relaciones de poder.
Tributo a un artista emblemático del cine caribeño: La inmensidad del océano da cuenta de la distancia que separa a Vera de su amigo Jean Louis Jorge, ahora fallecido y a cuyo espíritu le habla en voz en off contándole cuánto lo extraña y que va rodar la película que nunca filmó sobre vedettes y vampiros de la cual le habló en las afueras del teatro Le Palace en París, donde se frecuentaban en su juventud, antes de su brusco retorno a su Santo Domingo natal. Así comienza La fiera y la fiesta (Holy Beasts, 2019), nueva película en conjunto de los realizadores Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán, que hibrida el realismo documental con la ficción y el fantástico. La película tuvo su estreno en la ultima edición de la Berlinale. Vera (Geraldine Chaplin), una mujer que roza los 70 años, llega a Santo Domingo para rodar y protagonizar Water Follies, película inconclusa de director dominicano Jean Louis Jorge, hoy de culto pero incomprendido en los años 70. Su estilo especial y transgresor se caracterizaba por emular las grandes producciones del cine clásico de Hollywood a la cuales mixturaba con el exotismo del caribe y con la extravagancia de criaturas de la noche tanto marginales como sobrenaturales. Jean Louis es entonces tanto un personaje de ficción, como el más conocido realizador cinematográfico dominicano de su tiempo, que falleció en el año 2000 en circunstancias trágicas y en cuyos guiones inconclusos está basada la película de Cárdenas-Guzmán. A su llegada a Santo Domingo, Vera se reencuentra con diversas personas que también conocieron de cerca al realizador. Será recibida por el productor Victor (Jaime Piña, que produjo en la realidad varias películas de J.L Jorge). En una fiesta donde se reunen los amigos del difunto, que evoca los años locos de juventud compartidos y donde se proyecta en homenaje su última película, se topa con Martín (Luis Ospina, que fuera amigo de J.L), quien se ocupa de la dirección de fotografía, y con Yony (Jackie Ludueña), bailarín y enigmático nieto suyo, producto de una hija con la cual no se habló durante muchos años. El grupo se completa con Henry (Udo Kier), coreográfo y amigo de Vera. El elemento fantástico-sobrenatural es anticipado cuando, a poco llegada al hotel, Vera se detiene en un cuadro selvático y del estanque emerge un fugaz y jocoso Victor, y a la vez en ese altar que le ha realizado Vera a Jean Louis en su habitación, hacia el cual habla y dirige sus cavilaciones en diversos momentos del film. Vera cae en la cuenta de que los viejos amigos ya no están para acompañarla en la película y mantiene constantes desavenencias con Víctor pugnando por su libertad creativa en un contexto en el cual su memoria y sus fuerzas físicas comienzan a flaquear. Lentamente los límites entre la película y la película dentro de la película comienzan a desdibujarse. El rodaje de la exótica escena de baile rodeada de aguas alocadas vira hacia la tragedia, y entonces el paraíso selvático de la abundancia, la lujuría y la sensualidad deviene en su reverso pesadillesco a instancias de una misteriosa mano negra (¿acaso de la deidad creadora y oscura de Jean Louis?) de cuya sed de sangre ninguno de los personajes podrá escapar. En La fiera y la fiesta, la dupla Cárdenas-Guzmán consigue correrse del clásico documental de revisionismo y homenaje. Los jóvenes realizadores logran transmitir la esencia del cine del director dominicano Jean Louis Jorge construyendo una ficción que lo evoca al retomar la atmósfera melodramática, inquietante y poblada de criaturas excéntricas que estaban presentes en sus películas. Es en medio de esta narración fantástica y poética que insertan de manera ingeniosa los usuales recursos a archivos fotográficos, fílmicos o de entrevistas al entorno cercano al artista en cuestión, logrando de este modo un mayor dinamismo. La fotografía, el sonido y el arte aportan la sutileza y belleza necesarias para acompañar las destacadas labores de Geraldine Clapin y Udo Kier, cautivantes ya desde su presencia. La fiera y la fiesta homenajea y da a conocer a un artista olvidado, pero con la dosis justa como para crear cierta fascinación que lleve al espectador a indagar en su singular filmografía.
Los olvidados: Tierra del fuego es un lugar donde abundan múltiples historias interesantes, desde la llegada de los primeros exploradores que descubrieron al estrecho que conecta ambos océanos y los recurrentes naufragios en esas aguas desconocidas, pasando por el exterminio de los pueblos originarios que poblaron ese territorio, o más recientemente en el tiempo, las que pueden hallarse en torno a su Presidio. En el documental Perros del fin del mundo (2018), el realizador argentino Juan Dickinson aborda la problemática actual que constituye, tanto para estancieros como para la población en general, la proliferación de perros abandonados por sus dueños. Es conocido el problema ecológico que significan los castores en Tierra del Fuego, los cuales, introducidos con fines de actividades comerciales de peletería, quedaron librados a su suerte al fracasar el emprendimiento. Sin hallar en ese ecosistema un depredador que regule su población, los castores causan estragos en los bosques. La problemática de los perros es menos conocida, pero es evidente cuando uno recorre esos lugares. Resulta por demás llamativo para el turista encontrar gran cantidad de perros callejeros en un lugar tan inhóspito. El origen del problema está en las urbes que fueron constituyéndose a partir de los estímulos impulsados por el gobierno argentino para el establecimiento de la actividad industrial ante la amenaza que representaban los pueblos más asentados en Chile. La crisis de los 90 dejó a mucha gente fuera del mercado, asentándose en el cordón de las ciudades. Es el abandono que realiza el propio hombre del perro como animal doméstico, poco atractivo cuando crece o un estorbo al momento de partir de vacaciones o de retornar a su provincia de origen ante la falta de trabajo, lo que crea las condiciones para su regreso al estado de salvajismo que tenía en sus comienzos y que lo emparienta con los lobos. Librado a su suerte, el animal busca maneras de sobrevivir a las inclemencias del clima atacando mansos animales como las ovejas, se reproduce de manera descontrolada y comienza a ser fuente de transmisión de enfermedades. El documental de Juan Dickinson recoge diversos testimonios sobre esta problemática (estancieros, proteccionistas, veterinarios, biólogos) que reflejan distintas posiciones respecto de cómo abordar y resolverla. El film se mueve entonces en dos dimensiones: la medio-ambiental y la política. En esta segunda linea, el perro asilvestrado o cimarrón es un claro representante de lo otro, de lo bárbaro; que se vuelve contra el hombre civilizado tanto en las ciudades, atacándolo, como en las estancias ganaderas de cría y esquila de ovejas, donde atacan a las desprevenidas majadas. Las respuestas a esta situación dan cuenta entonces de las distintas posiciones respecto de lo diferente. No resulta llamativa la coincidencia entre los estancieros, quienes, jaqueados con la consecuente merma en sus holgadas economías, proponen como solución al problema el exterminio de los perros asilvestrados, sea mediante disparos de fusil, veneno, trampas o cercos electrificados. El perro salvaje queda situado como especie exótica invasora por la sociedad que se considera a sí misma civilizada. Estas posiciones coinciden con las que a comienzos del siglo XIX tuvieron los primeros hacendados para con el pueblo Selknam (Onas), llevándolos a su total exterminio (a quien le interese esta temática recomiendo la lectura de Menendez, rey de la Patagonia de José Luis Alonso Marchante). Los ganaderos encontraron la opción de criar perros ovejeros blancos que protejan a las ovejas de los ataques de los perros salvajes, pero consideran que no es un solución totalmente eficaz. En contraposición, los representantes vinculados a la ecología y la salud adoptan una posición más moderada, que apunta a resolver la causa más que el efecto, brindando programas de educación, de tenencia responsable, de castración gratuita y de implantación de microchips para identificar tanto al animal como a su dueño, como medidas para contener el desborde poblacional de los perros en la ciudades. Un dato a destacar es la ausencia de testimonios de las autoridades locales, lo cual da cuenta de la falta de políticas del Estado respecto de esta problemática ambiental. Ese limbo es lo que lleva a actuaciones por cuenta propia por parte de los involucrados, que no siempre son idóneas al responder de manera temperamental y violenta, en lugar de buscar consensos en una mirada más integral. En términos formales, el documental mantiene un estilo convencional con voz en off puntuando la narración e intercalando entrevistas en plano fijo e imágenes de los paisajes fueguinos, las llanuras con ovejas y los perros vagando en las ciudades, a la vera de las rutas, o tomados por cámaras de vigilancia en los montes. El entorno natural de enorme belleza es en sí mismo de gran ayuda para lograr momentos de calidad fotográfica, y acompaña adecuadamente la narración del documental. Perros del fin del mundo invita al espectador a reflexionar sobre su responsabilidad en el cuidado del medio ambiente y a extraer sus propias conclusiones en cuanto al incremento de prácticas violentas o segregatorias respecto de lo otro, cuando falta o renguea la intervención de las instituciones del Estado.
Elogio de la servidumbre: El plano general muestra la costa de Mumbai, capital financiera de la India, lo cual sitúa las profundas desigualdades sociales de esta ciudad, revelando la pobreza cerca de la playa y al fondo los grandes edificios de lujo. Hasta esta costa llega una lancha con seis jóvenes comandada por una voz en off, perteneciente al cabecilla de una organización fundamentalista pakistaní que permanece fuera de campo a lo largo de toda la película. La voz en off los muestra serenos e inconmovibles a la hora de cumplir con su misión y dar su vida por Alá. Estamos en el año 2008, cuando sucedieron una serie de atentados simultáneos y coordinados en puntos claves de Mumbai: la estación de tren, un popular Café y el majestuoso Hotel Taj Majal. Los sucesos tomaron por sorpresa a la policía local, no preparada para afrontar eventualidades de esta envergadura, que tuvo que esperar a la llegada de las fuerzas especiales del ejército desde Nueva Delhi para poder hacer frente al desastre. Este es el contexto que da inicio a Hotel Mumbai: El atentado (2018), opera prima del realizador australiano Anthony Maras, ficción basada en acontecimientos reales que se detiene especialmente en el atentado al emblemático hotel. En paralelo a que los empleados del hotel se organizan de acuerdo a las ordenes del gerente para recibir a los huéspedes del día (a quienes consideran Dios para poder tolerar y responder a sus extravagantes demandas), el director muestra la organización del grupo terrorista que, comandado por la voz del líder, se distribuye, se camufla y comienza su misión disparando indiscriminadamente hacia la gente en la estación de ferrocarril. Empleados del hotel y terroristas quedan igualados en cuanto a provenir de estratos humildes y no poder optar más que por una posición servil bajo las ordenes de Otro (los unos en pos de un sueldo para sostener a sus familias, los otros por la promesa de dinero para sus familias, consecuente con su acto sacrificial). Los jóvenes terroristas toman el lujoso hotel, tan alejado en confort a lo que hayan podido acercarse en sus cortas vidas, y tanto los huéspedes de diferentes nacionalidades como los empleados quedan tomados como rehenes que deben ser liquidados uno a uno de acuerdo a las ordenes del líder fundamentalista. El tono que adopta el film es de acción y supervivencia, pues se trata en adelante de cómo se organizan los rehenes para resistir y escapar de la carnicería terrorista, apuntando por supuesto a la tensión y la emotividad del espectador al colocar como protagonistas y héroes a Arjun (Dev Patel), un mozo de uno de los restaurantes del hotel, padre de familia con una hija y su esposa embarazada; y a David (Arnie Hammer), huésped americano, casado con una mujer musulmana, cuyo bebé ha quedado en peligro en la habitación al cuidado de la niñera. El director intercala en diversos pasajes el tratamiento periodístico de los acontecimientos a través de lo que los huéspedes y ciudadanos en las calles ven en las pantallas televisivas, y en el tramo final emplea imágenes documentales y fotos de archivo, ensalzando el heroísmo de los empleados del hotel que pusieron en riesgo su vida para salvar a muchos de los ricos huéspedes, en una suerte de celebración de la servidumbre. El líder terrorista justifica ante los jóvenes musulmanes la acción que van a realizar culpando a Occidente por privarlos de toda riqueza. Es cierto que la premisa del capitalismo es la acumulación del capital en manos de unos pocos, la cual requiere y funciona con la exclusión y segregación de muchos. Pero es la propia maquinaria del sistema capitalista la que funciona así independientemente de las personas que la encarnen circunstancialmente, de ahí que la mayoría de las victimas de los atentados de Mumbai hayan sido en realidad ciudadanos hindúes, quizás con algún bien valioso que perder (cierto dinero, la familia), pero en el fondo tan excluidos del gran capital como los terroristas. El efecto de retorno de la segregación por parte los mercados es entonces el odio. Con la matanza de occidentales, ese odio apunta a eliminar el modo de goce diferente del semejante. Reducido el otro a menos que un animal, al estatuto de desecho, es que se hace posible que estos adolescentes, victimas del entrenamiento recibido en la organización terrorista en pos de promesas vacuas, se conviertan en carniceros implacables, sin temor ni piedad alguna, del mismo modo que lo serán fuerzas del ejército hindú para con ellos. De uno y de otro lado no hay lectura de que el Mal no está en los otros, sino en ellos mismos, cada vez que responden con odio hacia el vecino. Hotel Mumbai funciona en tanto película de entretenimiento, donde las escenas que apuntan a generar tensión y emoción resultan efectivas. La pretensión de un tono desideologizado, tratándose de un fenómeno tan complejo y delicado como el terrorismo fundamentalista, sin lectura ni profundidad alguna en las causas por las cuales el capitalismo produce este tipo de respuestas por parte de Medio Oriente, y reduciendo la cuestión a un homenaje a los empleados del hotel que perecieron por salvar a los huéspedes adinerados, es aquello que debilita a la película, banalizando una temática que merece ser tratada con mayor responsabilidad artística.
Una relación estragante: En un salón de baile a finales de los años 50, una mujer joven espera de pie, al costado de la pista, al muchacho que conoció esa tarde en el café que frecuenta con su compañera de trabajo. Él aparece avanzada la noche y bailan juntos un lento. Así comienza Un amor imposible (Un amour impossible, 2018), de la realizadora francesa Catherine Corsini y basada en la novela homónima (2017) de Christine Angot. Como si se tratara de una película romántica. El nombre de Angot ya es índice de una historia turbia y oscura, pues desde su novela de autoficción con la que saltó a la fama generando controversia (Incesto, 1999), a lo largo de sus novelas no ha dejado de abordar esta temática, generalmente de manera bastante cruda, y esta no es la excepción. El punto de vista de la historia, que avanza en temporalidad cronológica y con un estilo cinematográfico clásico, es el de la hija Chantal (Jehnny Beth, muy parecida físicamente a la propia Angot), quien narra con sus apariciones mediante la voz en off el encuentro de su madre Rachel (Virginie Efira) con Phillipe (Niels Schneider) y el devenir de esta relación, intentando encontrar respuestas al singular enganche de su madre con este hombre. Rachel Steiner es una joven de provincia de origen judío que vive en Châteaurou. Tiene 25 años, aún no se ha casado y es secretaria en la oficina de Seguridad Social. Phillipe es un joven apuesto, traductor en la base americana, que se presenta a sus ojos como un príncipe azul, seduciéndola con sus conocimientos sobre filosofía, literatura, su manejo de varios idiomas y su espíritu de hombre viajado que conoce distintas culturas. Que un joven así se fije en ella la hace sentir halagada y sumamente especial. Fatídico encuentro entre una joven vulnerable, cuyo padre la abandonó a los 4 años por negocios en el Medio Oriente (y vio luego en dos ocasiones) y que anhelaba ser amada; y un hombre con características claramente perversas. En rigor, Phillipe siempre se muestra galante y cariñoso con ella y franco en cuanto a sus intenciones, ya que le deja claro de entrada que no le interesa casarse. Cuando Phillipe retorna a París al concluir su trabajo en la base americana, la relación se vuelve menos frecuente, lo cual coincide con el embarazo de Rachel y el nacimiento de una hija, a la cual Phillipe no reconocerá. El tiempo pasa y el vínculo entre Rachel y Phillipe se sostiene a lo largo de los años con idas y venidas, a pesar de que Phillipe se haya casado con otra mujer con la cual tiene hijos. Bajo la convicción de que Phillipe en algún momento pueda cambiar, Rachel peleará infructuosamente por el reconocimiento paterno de su hija. Cuando Chantal entre en la adolescencia, repentinamente surgirá el interés del padre por su hija. Los conocimientos culturales de Phillipe y las ansias de saber de Chantal acercan a padre e hija, bajo pretexto de interés educativo. Phillippe la reconoce, le pasa una mensualidad y comienza a frecuentarla los fines de semana, donde ella lo visita en su casa en Estrasburgo. La ceguera de Rachel, sumida en el encantamiento hipnótico de un hombre que se presenta como Ideal y la poca lectura de su posición subjetiva (repite inconscientemente su historia edípica), no le permite ver los claros signos, que sí percibe el espectador, de que está ante un lobo con piel de cordero. Philippe encarna una típica personalidad perversa disociada, que muestra una apariencia amable y pacífica, que la trata de manera única y le permite alcanzar una voluptuosidad especial, pero que al mismo tiempo la manipula psicológicamente, culpabilizándola por su condición de poco pudiente económicamente y por sus persistentes demandas amorosas. La intensidad del amor que le demuestra es en verdad el reverso del odio y la denigración que siente hacia ella. Son complicadas las concesiones a las que puede llegar a estar dispuesta una mujer en su aspiración a un amor absoluto, al punto de que los otros objetos pierdan su brillo fálico (como lo es un hijo) y esté dispuesta a entregarlos en sacrificio. Para Chantal el encuentro con su padre en la adolescencia adquiere el carácter de lo siniestro, en tanto fenómeno donde lo familiar deviene extraño. El padre como aquel que debe cuidar y proteger se transforma en un monstruo que reniega de la ley constitutiva de la prohibición del incesto, situándose por fuera del orden social. El incesto es aludido por la enunciación de la voz en off de Chantal, pero se mantiene a lo largo de la película en un cuidadoso fuera de campo. El amor imposible al que hace referencia el título es aquel que vincula a los tres protagonistas. Es el amor imposible entre Rachel y Philippe, porque donde hay sometimiento se imposibilita el amor, pero también el amor entre padre e hija cuando se la toma en tanto objeto de goce y no como sujeto de cuidado, y por último, es el amor entre la madre y la hija: ¿Cómo amar a una madre que sabiendo, no ve y calla, y que además no actúa a la altura de la aberración acontecida? Un amor imposible se sostiene principalmente por el buen trabajo de Virginie Efira y Niels Schneider, quienes encarnan con convicción a la pareja protagónica. El trabajo de Corsini es valioso porque logra capturar de manera verosímil las complejidades psicológicas de los vínculos humanos. La película da cuenta acertadamente de los efectos nocivos de la cultura patriarcal no solo sobre ciertos hombres (empujándolos en el pavoneo viril a tomar a las mujeres como una presa, un trofeo o un objeto desechable, e impidiéndoles reflexionar sobre sus propios conflictos con la virilidad); sino también sobre ciertas mujeres que, posicionándose desde la minusvalía y en la aspiración de un amor idealizado, terminan configurando vínculos afectivos sumamente estragantes. Porque si el empoderamiento femenino tiene un sentido, acaso sea el de no condescender a ocupar el lugar de víctima sometida y el de sostener la función del límite ante aquellos que osen transgredirlo.
El (des)amor al padre: En la Buenos Aires del presente, Laura despierta en medio de la noche, sentada en una silla en un hospital. Su padrastro ha muerto, y antes de dejarle su abrigo a una religiosa para los más necesitados, encuentra en el bolsillo una carta de él dirigida a ella. La lectura de la carta, con la voz en off del padrastro diciéndole que tiene que contarle algo cuanto antes, relacionado con la llamada que recibió desde España en el año 2002, construye la película como un gran flashback. En ese entonces, su tío materno Martín (Kandido Uranga) le anunció que habían encontrado el cadáver de su padre biológico en un bosque en las cercanías de Durango (País Vasco), enterrado y con un balazo en la cabeza. Este es el comienzo de Cuando dejes de quererme (2018), ópera prima del realizador español, Igor Legarreta. A partir de ahí el espectador será testigo de la investigación que tanto Laura Careaga (Flor Torrente) como su padrastro Fredo (Eduardo Blanco), emprendieron para dar cuenta de las circunstancias del asesinato de Félix Careaga (Eneko Sagardoy), hasta la revelación final, nuevamente en el presente, con el cierre de la carta. La madre de Laura falleció hace 5 años. Lo versión sobre su padre que tuvo durante toda su vida fue que había abandonado a su madre y a ella cuando tenía 3 años y que estaba desaparecido. La aparición de su cadáver, treinta y tres años después, puede cambiar la versión que Laura tenía de él y muy especialmente cuando sepa que su padre había contratado un seguro de vida (cuya beneficiaria pasa a ser ella), prueba de que sabía que iba a morir pronto. ¿Quien mató a Félix Careaga? Félix fue asesinado en el año 1968, época de guerra civil entre las fuerzas del General Franco y la guerrilla separatista. A la vez, salen a la luz pasiones amorosas ocultas. Cada miembro del entorno familiar deviene sospechoso a medida que se desnuden esos secretos del pasado que estaban enterrados. La costumbre vasca de usar amuletos contra el mal, el paisaje vasco cubierto de neblina, la atmósfera de pueblo chico en el que todos se conocen y la arquitectura gótica del convento siembran un aura misteriosa e inquietante, adecuada para el tono del clásico policial de enigma. La puesta en escena identifica a Laura con un tapado color rojo, situándola en el lugar de quien padece las distintas revelaciones, lo cual llega a su clímax dramático en la escena de la lluvia, cuando el pasado le devuelva la imagen de un padre poco amable y frágil en cuanto a sus principios éticos y morales. La recreación de las distintas hipótesis, yendo más atrás en el tiempo hacia los años 60, es apropiada en lo que hace al vestuario, las locaciones y el tratamiento del color, dando cuenta de lo añejo, nostálgico y oscuro de aquellos años. La trama policial mantiene el suspenso a partir de la intriga y sus reveses, donde el acierto es no terminar de revelar totalmente la incógnita hasta llegado el final, aunque por momentos, con tantas idas y venidas, puede llegar a marear al espectador. Aquí funciona con acierto la escena en clave paródica donde Fredo, jugando al detective, realiza el esquema de los sospechosos en el pizarrón ordenando la información y las teorías al momento. Los pasajes de humor son aportados también por Fredo cuando oficia de casamentero en el romance entre Laura y el agente de seguros (Miki Esparbé), porque lee sus destinos cruzados entre Buenos Aires y Durango como una predestinación. Esta trama solo funciona al servicio de matizar los momentos de tensión, sin aportar mucho más. El policial de enigma es aquí un modo de acercarse a la cuestión del enigma; no del asesinato del padre sino de su goce. Esta linea narrativa es el corazón de la película y la más interesante. En apariencia, Fredo sería quien sostuvo el rol del padre para Laura, mientras que Félix habría sido un padre cobarde que la ha abandonado, pero como siempre, las apariencias engañan. Por otra parte, también se sitúa el conflicto de Fredo para ubicarse en tanto padre a la sombra de un muerto, que resucita y que podría coagularse en una imagen idealizada. Pero el padre siempre falla, y no se trata en absoluto de que sea perfecto en tanto imagen, sino que lo que importa al final es que haya estado a la altura de su función. Eso, a fin de cuentas, es lo que lo hace merecedor del respeto y el amor de un hijo. Más allá de algunas frases hechas y subrayados innecesarios en el tramo final y lo desparejo de las interpretaciones del elenco, donde se destaca Eduardo Blanco; el telón de fondo de la guerra civil española y la puesta en escena ominosa son adecuadas para enmarcar este policial de enigma que indaga en los actos heroicos o abyectos a los que un padre puede estar dispuesto por amor, así como en las complejidades de la relación paterno-filial.
Señales de salvación: El plano general nos muestra un auto rojo avanzando por la ruta y luego por un puente que cruza un río en un paisaje agreste. Dentro del auto, un hombre joven de cabellos rubios al volante cabecea soñoliento y con ese cambio de estado vemos que la mujer y la niña que van en al siento de atrás pasan a ser una mujer y un niño; a la par de que el rostro del conductor se ve tomado por cierta angustia. El corte nos lleva al despertar del sueño de ese mismo hombre en su casa, que emprende su rutina de aseo en un ambiente en penumbras, lúgubre y azul melancólico. En el baño ingiere unas pastillas mientras escucha una radio evangélica que le infunde consuelo y esperanza. Así comienza Blindado (2019), tercer largometraje del realizador argentino Eduardo Meneghelli, quien vuelve a trabajar con el actor de sus películas previas, Gabriel Peralta. El protagonista es identificado generalmente por su apellido Luna (Gabriel Peralta), el cual da cuenta de su estado de situación psíquica. Ha padecido una tragedia automovilística en la cual murieron su pareja y su hija, se encuentra con licencia medico-psiquiátrica en su trabajo y en juicio por el accidente, donde se intenta determinar su grado de responsabilidad. Pasados unos meses, Luna vuelve a trabajar como chofer en la empresa de caudales y el director nos mete junto a él en el mundo de los “blindados”, donde somos partícipes de la función que cumple allí cada empleado, de la logística que implica, los riesgos y el vinculo de confianza que se va estableciendo entre aquellos que van a bordo para protegerse de las posibles amenazas que provengan del exterior en cada parada donde tengan que recoger cuantiosas sumas de dinero. Luna y Vitali (Luciano Cáceres) forjaron así su amistad. Vitali trata de acompañar a Luna luego de la tragedia que ha vivido y de infundirle ánimo para que continue adelante con su vida. Luna, a bordo del blindado, enciende siempre la radio en la señal evangélica, ya que es su fuente de fortaleza, y esto comienza a generar cierto fastidio en los demás, ajenos a ese discurso y a la función que cumple para él. Paralelamente, comienza a acercarse a Selva (Aline Jones), una compañera de trabajo que realiza tareas de limpieza, a la cual vio en su sueño. Luna se interesa por su vida y la sigue, descubriendo que tiene una pareja que la trata de manera violenta y que tiene un hijo, que es a quien también vio en el sueño. Selva es brasileña y anhela volver a su tierra natal junto a su hijo, pero no puede por motivos económicos.El optimismo vuelve a sonreírle a Luna de la mano de Selva, y entonces se disculpa con sus compañeros por aburrirlos con los sermones evangélicos de la radio y retorna a su viejo hábito de cocinar y compartir con ellos empanadas durante el viaje. Selva es la dama en apuro, dándole a Luna una razón para vivir que se irá acrecentando. Representa lo femenino en tanto lo otro por ser extranjera y, como alude su nombre, una exhuberancia que genera atracción pero ante la cual puede también experimentar cierta confusión y extravío. Efectivamente, el discurso religioso ofrece una matriz simbólica a la cual aferrarse en situaciones de desánimo o depresión por su apelación a una trascendencia. El discurso evangélico, por su carácter elocuente, se presta a cobrar la función de una suerte de manual de autoayuda para los corazones desesperanzados y ávidos de encontrar respuestas para los problemas de la vida. De ahí que el matiz místico suele resultar sanador en muchas depresiones o adicciones, donde la droga tenía la función de levantar al sujeto de sus estados de desánimo y sufrimiento. El relato religioso va en paralelo acompañando las acciones de Luna, sea anticipándolas, contradiciéndolas o determinándolas directamente. En este punto resulta acertado el trabajo con el sonido y el montaje, ya que a medida que avance la película el discurso bíblico irá desprendiéndose de la fuente directa de la radio, de manera que podría provenir ya sea del cielo mismo o de voces en la cabeza del protagonista, dando cuenta de un desequilibrio que se instala en él lentamente. Aquí interesa situar el momento en el cual la matriz del discurso religioso vira de ser un elemento benéfico a uno místico. La relación con Selva y su hijo le ofrece a Luna la posibilidad reparar algo de la culpa que siente por lo que ha sucedido, ayudándolos mediante los diversos juguetes que le regala al niño (y que eran de su hija), y tratándola de proteger de la dura vida que vive. El protagonista encuentra también allí cierta manera de recuperar simbólicamente aquello que ha perdido. Cuando Selva lo rechaza, visiblemente con moretones en su rostro por los golpes que le ha dado su pareja machista, Luna se ve instado a actuar. Una nueva pérdida se vuelve intolerable, y aún podría decirse que rechaza asumir y duelar lo que ha perdido buscando un rápido sustituto porque el dolor de existir tras la tragedia se vuelve insoportable para él. Aquí el discurso religioso ya no es un sistema simbólico que ofrece consuelo sino que deviene una apelación cerrada, interpretada con certeza inquebrantable como un mensaje divino, dando cuenta de la experiencia del delirio místico de redención que fuerza al sujeto a tomar decisiones que pueden conducirlo hacia destinos inciertos, acaso de caída. Si pensamos en el título, Blindado adquiere entonces diversas resonancias. Es tanto el vehículo de caudales, suerte de bunker ante el peligro exterior en el que se cuela la historia de vida vulnerable de Luna; como un sistema simbólico hermético que no admite equívoco en su interpretación y que es tomado de manera literal más que metafórica. Envalentonándose frente al espejo y con una remera con diseño militar, el protagonista se transforma él mismo en un blindado, esto es, en alguien que ya no responde a nada más que al destino de su misión redentora. Con un elenco secundario solvente, que contiene y acompaña adecuadamente la performance del protagonista en un acertado trabajo de montaje sonoro, Blindado propone un viaje hacia los dolores del alma, allí donde resulta insondable el peso que toman las palabras y donde el camino a la sanación puede llevar a efectos insospechados.