La pérdida de la infancia: El comediante y realizador neozelandés Taika Waititi capturó el interés de Hollywood con la sátira del genero de terror de vampiros What We Do In The Shadows (2014) y se afirmó en la industria con Thor: Ragnarok (2017). En su última película JoJo Rabbit (2019) se adentra en una historia que en su esencia es un coming of age, donde emplea el tono paródico y de comedia negra para suavizar el dramatismo que supone la Segunda Guerra Mundial. Su fuente de inspiración ha sido la novela Caging Skies (2008) de la escritora neozelandesa Christine Leunens. El prólogo nos presenta a JoJo Betzler (Roman Griffin Davis), un niño de 10 años enfundado en su uniforme, listo para unirse al entrenamiento en las Juventudes Hitlerianas. El niño habla a cámara como si lo hiciera frente a un espejo, buscando identificarse con la imagen del nazi ideal: 100% ario, malvado y con coraje suficiente para dar su vida por aquel a quien considera su ídolo, Adolf Hitler. Esa identificación al yo ideal se produce por la aprobación que su Hitler imaginario (Taika Waititi), le brinda detrás de él en calidad de Ideal del yo. Habida cuenta de la ausencia del padre de Jojo (del cual le han dicho que está peleando la guerra), el drama central que debe afrontar el niño es hacerse grande. De ahí que el personaje de Hitler funciona como sustituto del padre, construido a partir de la imaginación del niño (por momentos estricto en su demanda de muestras de su devoción, por momentos tierno, insuflándole una guía, ańimo y valor); más que en el terreno de la sátira política. La primera parte de la película es una sátira de los clásicos y crueles entrenamientos militares donde, al mando de un malvado Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), se enseña a los niños a identificar judíos (demonios con poderes sobrenaturales, alas de murciélago y cuernos) y a ser máquinas de matar. Se transmite un modelo de virilidad y valentía basado en la fuerza y la agresión, que no admite sensibilidad alguna. En este contexto, los asustadizos como Jojo reciben bullying por parte del capitán y sus compañeros, motivo de su apodo “Rabbit”. Henchido del coraje que le ha insuflado su amigo imaginario, la osadía del arrojar una granada y salir herido le vale a Jojo un cierto retiro honorable. Durante su convalecencia, acomplejado por la secuela de la cicatriz en su rostro y destinado a tareas menores como repartir panfletos, Jojo ve cómo su mundo, que se sostenía en la la supremacía de la raza aria, la lealtad a la patria y la devoción hacia el Fuhrer, tambalea cuando descubre que su madre Rosie (Scarlett Johansson) esconde detrás de las paredes del cuarto de su fallecida hermana a una temible adolescente judía llamada Elsa (Thomasin McKenzie). Que el abominable y aterrador judío sea encarnado por una joven mujer es un dato interesante que expresa el horror fascinante que lo femenino es en sí mismo para cualquier varón, dado que encarna una alteridad radical. Y que se presente al judío como un horrible demonio feroz, exacerbado por la imaginación infantil, es otro punto a tener en cuenta. Precisamente la maniobra de propaganda de situar al judío fuera del registro de lo humano es lo que habilitó a los nazis a cometer con ellos todas las atrocidades posibles. En trama de la relación entre Elsa y Jojo, la película vira hacia la comedia romántica. Del mutuo rechazo inicial e imposibilitado Jojo de delatar su presencia (lo que pondría en peligro la vida de su madre y la suya por complicidad), se ve llevado a negociar y encontrar una manera de convivir con la judía. Y es en este intercambio que el amor se impone por sobre los ideales nazis de Jojo. Pese a ello, pese al mutuo acuerdo con buenas intenciones, hay consecuencias dramáticas. Aquí el director nos da a entender lo sucedido simplemente con el plano detalle de los zapatos guillermina (que fue reiterando en diversas escenas como signo de identificación del personaje caído bajo la crueldad de la Gestapo). Mediante el fuera de campo, se vela el encuentro directo con la muerte para el espectador. Así entonces el tema central de la película es la iniciación de Jojo en la pérdida y en el amor. Se impone un crecimiento anticipado para el pequeño, signado por los duros golpes del contexto de guerra, en relación a lo que se esperaría como vida cotidiana para un niño de 10 años. Y toda su identificación previa con el nazi modelo se desvanece como un castillo de naipes. En el contexto del miedo a la muerte, del desamparo y de la desolación que implica la guerra, lo que une a los personajes principales es la apelación a la ficción. En la añoranza de su padre, Jojo se apoya en su Hitler imaginario. Rosie se trasviste con las ropas del padre extrañado y lo recrea en tono paródico para Jojo. A la par, Jojo monta para Elsa la ficción de las cartas que le escribe su anhelado novio Nathan desde el frente de la resistencia. Rosie y Jojo escriben e ilustran a dúo, además, un libro sobre La raza judía. En este punto es que la película se emparienta con La vida es bella (Benigni, 1997). La ficción y la comicidad ejercen modos de tratamiento del horror, de lo imposible de representar de la muerte. Asimismo mantienen encendidos los sueños, permitiendo aferrarse a la vida. El ataque directo que implica la guerra sobre el lazo social es resarcido mediante la sublimación por el arte y el amor. Jojo Rabbit funciona mejor en el registro del coming of age en clave de comedia que en el de la sátira política, donde se estanca en el revisionismo histórico de poca profundidad. En este punto es una película complaciente con la industria, que sigue proponiendo a un Estados Unidos bondadoso y liberador del nazismo. Teniendo en cuenta que Trump mismo, con su xenofobia y su política exterior orientada a mostrar un Estados Unidos fuerte, da la talla para una graciosa caricatura paródica del dictador nazi, es una pena que este material no haya sido aprovechado para reflexionar sobre los efectos del fascismo en el presente.
Elogio de la resistencia: La disputa por los recursos naturales probablemente sea el desafio que la humanidad tenga que enfrentar en el futuro. Es en este contexto que situan su película Bacurau los realizadores brasileños Juliano Dornelles y Kleber Mendonça Filho; el film llega precedido por su premio en el útimo Festival de Cannes. Se trata de una obra singular que hibrida el cine criminal y el cine político en clave de western y ciencia ficción, con ciertas dosis de gore. El relato abre con una vista de la tierra desde el espacio exterior, donde se desplaza un satélite. El modo zoom in de Google Maps nos conduce hacia el pequeño pueblo de Bacurau en el estado de Pernanbuco (nordeste de Brasil), en un futuro cercano. Es un pequeño pueblo enclavado en el sertón, que está a punto de desaparecer. Muchos de sus habitantes han emigrado hacia otras partes y quienes permanecen ven limitada su subsistencia diaria a causa de la escasez del agua. Bacurau llora desconsoladamente la muerte de Carmelita, anciana matrona y pionera. Se constituyen entonces como líderes del poblado su hijo Plinio (Wilson Rabelo), maestro de la escuela, y Domingas (Sonia Braga), la médica, visiblemente afectada por la pérdida. Hasta el pueblo llega un día el intendente, con promesas de prosperidad y en plena campaña por su reelección. La relación de este con el pueblo de Bacurau es tirante pues lo ubican como responsable de la escasez del agua y además desprecian sus actos de mezquino asistencialismo, donde suele entregarles comida y medicamentos vencidos. Paralelamente llegan al pueblo dos extranjeros, brasileños del sur de Brasil, montados en modernas motos y enfundados en vistosos trajes de motociclistas, que lucen extravagantes ante la mirada desconfiada del pueblo. A partir de aquí comienzan a ocurrir extraños sucesos: el pueblo desaparece del mapa de Internet, se avistan extraños objetos voladores, son hallados muertos los habitantes de la hacienda vecina y se corta la comunicación por celular. Bacurau, al mando de Domingas, se prepara entonces para resistir al potencial enemigo extraño e invasor. Detrás de estos acontecimientos se encuentra una psicopática y racista organización criminal norteamericana, formada por mano de obra desocupada de los servicios de seguridad y por los dos brasileños blancos del Sur. El líder es el implacable Michael (Udo Kier). Uno de los aspectos interesantes del film es el tratamiento que combina lo anacrónico con lo futurista. La clásica iconografía del western (el salón, los forasteros, el pueblo fantasmal, los sombreros y botas tejanas, las armas de fuego antiguas) se combina con elementos tradicionales como los mitos y costumbres de los habitantes originarios, la improvisada radio local, la capoeira; estos conviven con elementos futuristas como el teléfono celular, Internet, los drones que se asemejan a platillos voladores, etc. De esta manera los directores logran plasmar desde la puesta en escena la idea de que el futuro distópico de lucha por la supervivencia se convierte en un territorio sin ley, repitiendo lo que fueron los orígenes fundadores de Bacurau y sus luchas de resistencia. Al mismo tiempo, hay un paralelo interesante entre la toma de la mujer por la fuerza y el poder de su función, que realiza el intendente, y el saqueo codicioso de los recursos naturales. Dominar y poseer la tierra como a una mujer, sin atender ningún tipo de respeto o límite ético, está al servicio de ostentar una virilidad de macho que se realiza a fuerza de matar el deseo y la vida de aquello que se presenta como otro y como enigma. Si en la antecesora Acquarius (2016) se trataba de la lucha del individuo aislado contra la corporación inmobiliaria local, aquí los directores dan un paso más, y su propuesta deviene más ambiciosa. Uno de los mecanismos que emplea el capitalismo en su fase global para hacer maleables a los individuos es precisamente transformar al sujeto en consumidor, el cual se caracteriza por la uniformidad y el vaciamiento de cualquier marca histórica e identificatoria. Bacurau puede leerse entonces como una alegoría política del avance de las corporaciones del capitalismo global (asociadas con gobiernos de corte neoliberal o pasibles de corrupción a nivel local), por sobre los recursos naturales de Latinoamérica. De esta manera, los directores nos anticipan no solo el panorama de lo que viene; también dan cuenta de la importancia de recuperar el arraigo a nuestra historia y tradición como marca de resistencia y de la estratégica necesidad de organizarnos colectivamente (algo sobre lo cual los mendocinos han dado cátedra recientemente) para evitar la catástrofe de la lucha por la supervivencia. La universalidad del tema propuesto (donde Bacurau puede pensarse como cualquier pueblito de Latinoamérica), la atractiva mixtura de temporalidades en la puesta en escena (algo en lo cual ya había incursionado Petzold en Transit, 2018) y ciertas reminiscencias a They Live (Carpenter, 1988), hacen de Bacurau una película sumamente interesante.
Consecuencias del descuido: Luisa (Sofía Gala Castiglione) trabaja en una fábrica de artesanías junto a su novio Miguel (Mariano González) y a la vez cuida al hijo de una familia acomodada. En su segundo largometraje, el realizador argentino Mariano González aborda las siguientes preguntas: Cuando se deja a alguien al cuidado de un niño, ¿Podemos garantizar plenamente su seguridad? ¿Acaso no hay contingencias que pueden ocurrir, independientemente de que quien esté a cargo sea de confianza? Todo se desata con el imprevisto (bastante común) de que la puerta se cierra mientras Luisa, en medio de su jornada como niñera, sale al palier para tirar la basura. El pequeño Felipe ha quedado durmiendo la siesta del otro lado. Su desesperación es palpable en sus gestos, golpeando la puerta y tocando timbre reiteradamente. Pide ayuda a la vecina, al encargado, pero no hay caso. Desde el teléfono de la vecina, llama a su novio y consigue abrir la puerta. Todo parece retornar a la calma, pero una cadena de descuidos puede sucederse cuando se está al cuidado de niños. Al rato, Miguel llama a Luisa preguntando por su billetera, que ha quedado accidentalmente en el sofá del departamento. El niño sigue jugando tranquilamente pero de repente se detiene, afectado por la fiebre. Cada giro de la cuidadora buscando solucionar lo que se le presenta, donde el niño queda fuera de vista, se vuelve posibilidad de un descuido. Felipe queda internado en terapia intensiva pediátrica por una intoxicación con drogas que estaban en la billetera de Miguel. Toda la secuencia está filmada empleando el recurso narrativo del thriller, creando tensión psicológica. Los primeros planos de Luisa resultan fundamentales y acertados, apuntando a la identificación del espectador con la protagonista y a contagiarle las emociones de angustia, culpa, impotencia y bronca que transita a lo largo del film ante las consecuencias de su descuido involuntario. Frente al delicado estado de salud de su hijo, los padres de Felipe responden recluyéndose en un blindado hermetismo. No le brindan noticias sobre la evolución de su hijo, no le dejan acercarse a la sala de internación y la amenazan con tomar acciones legales, instándola a responsabilizar a su pareja. La situación extrema vuelve comprensible la actitud de los padres, pero no su prolongación en el tiempo, incluso cuando la emergencia ha pasado y el niño ha retornado al hogar. Resulta inhumano y chocante que se nieguen a dialogar con ella sobre lo que sucedió, habida cuenta de que lo ocurrido podría pasarle a cualquiera, incluso a los padres mismos. En este punto, la identificación de un culpable da cuenta de la dificultad de asumir que en tanto humanos no controlamos todo, que lo inexplicable de la mala fortuna de la fatalidad ocurre, sin que haya culpable alguno. Otro punto acertado de la película es el título. “Cuidado de los otros” es precisamente lo que no hay. El dueño de la fábrica de Budas de cerámica tiene a sus empleados en negro. El encargado del edificio, amable al comienzo, se vuelve luego descortés con Luisa. Los padres de Felipe rehuyen a una solución por medio del diálogo con Luisa y la instan a firmar la renuncia y aceptar un dinero para no comprometerlos. No hay consideración alguna por el corte abrupto que imponen en el vínculo afectivo que se construyó entre Felipe y Luisa. Más que cuidado de los otros, hay cuidado de lo propio y una gran indolencia violenta para con el semejante, que pretende justificarse en razones de protección y seguridad. Con austeros pero precisos recursos formales, Mariano González logra construir una película inquietante, cuyos climas emocionales se sostienen en la convincente interpretación de Sofía Gala. Más allá de la coyuntura puntual del film, El cuidado de los otros nos habla de la pérdida del valor de la palabra, de la expulsión del otro como rasgo inmunitario de la época y de la necesidad de recuperar la empatía y solidaridad.
La metamorfosis de la pubertad, hoy: La voz en off de un púber ranquel, que encarna al narrador, toma la voz y el lugar del puma que acecha a la comunidad. Este comienzo ya hace referencia a la figura del conjunto humano cuyos lazos se unen en función de ideales y tareas comunes, y al puma como aquello excluido del grupo y ligado a lo salvaje en tanto no se rige por una finalidad o razón alguna que pueda explicar sus reacciones, más que su instinto de supervivencia. Este comienzo del segundo largometraje del director argentino Ezequiel Yanco, que tuvo su paso por la ultima edición del Bafici, es de una gran carga simbólica y está abierto a varias lecturas posibles a la luz del contexto en el cual se sitúa. La película se construye en la mixtura entre la ficción y el documental observacional de tipo antropológico respecto de la vida actual de un grupo de varones púberes de Pueblo Nación Ranquel. Se trata de un asentamiento de veinticuatro viviendas modernas, que evoca el estilo de tiendas aborígenes, construido por el el gobierno de San Luis y al cual se trasladaron las poblaciones ranqueles de la zona. La cámara acompaña entonces a estos jóvenes descendientes del pueblo originario Ranquel (dejando a los adultos en fuera de campo), que se mueven en la contradicción y la ambivalencia entre lo ancestral (aprenden el idioma nativo, tienen una relación con la naturaleza) y lo contemporáneo (las viviendas de material, el aprendizaje del inglés, las motos, los celulares, el reggaeton, las computadoras con videos que explican sus mitos en youtube). De esta manera el director da cuenta de la modificación de las costumbres originarias que se transmitían oralmente de generación en generación a la luz de la penetración de la tecnología moderna, adquiriendo de esta manera una significación desplazada y diferente de la original. En particular el director se detiene en la caza en tanto rito tradicional de pasaje hacia la adolescencia, lo cual permite situar la película en el género de coming of age. Los varones más grandes, seguidos por sus perros, se unen en la tarea en común de dar caza al puma que merodea los alrededores. Pero Uriel tiene otra posición, puede leer más allá de lo evidente, puede ponerse en el lugar del otro diferente y decide mantenerse al margen. El acto de caza cobra otra dimensión si se lo lee con el prisma del cuadro “La vuelta del malón” de Angel Della Valle, cuya reproducción en la escuela destaca para nosotros el director (que remite a la sangrienta Campaña del Desierto de la cual este pueblo fue víctima); o si se lo ve desde el presente, adulterado por el dominio de la cultura moderna occidental. La caza del puma, perpetrada hoy en camioneta con armas de fuego y viralizada en la redes, queda despojada de su aura y misticismo en tanto rito de pasaje para devenir cacería cruel, invirtiéndose la idea de la animalidad. Uriel dice que su amigo Isaías quería unirse a los más grandes en la cacería del puma porque le gustaba Luana. La cacería cobra entonces valor de hazaña, de pavoneo o alarde mediante el cual impresionar a una mujer. Al mismo tiempo, no se puede dejar de mencionar que el puma, en tanto animal que no responde a la domesticación del amo, es apto para representar lo femenino como aquello que siempre se escapa a los criterios de dominación y explicación por la vía racional. La resonancia a la banda, a la cofradía de amigos como modo de envalentonarse para encarar a una mujer, cobra toda su dimensión. En esta línea, no sumarse al grupo puede ser leído como cobardía o mariconada. También nos cuenta Uriel que el cacique se fugó una noche de la comunidad en un camión donde cargaba diversos objetos, animales y mucho dinero robado. Este hecho ya sitúa la caída del padre y de los ideales tradicionales como ordenador de la comunidad. También menciona la referencia a la leyenda de Nazareno Cruz, cuya maldita metamorfosis se cumple al negarse a renunciar a su amor por una mujer. La tensión entre el capitalismo y los valores espirituales ancestrales es evidente en las fotogramas mismos. Y en última instancia, lo que está en juego entonces en la contraposición entre la manada de chicos y Uriel; esas dos maneras diferentes de entender la masculinidad. Por un lado una virilidad basada en la fuerza bruta y en el dominio de lo otro femenino, reduciéndolo a un objeto momificado; por el otro una perspectiva que encuentra su potencia en tanto capaz de aceptar el límite y que está ligada a la posibilidad de entregarse al amor por una mujer. Ezequiel Yanco logra amalgamar de manera prolija la belleza del paisaje, la contundencia simbólica de las imágenes y la sensibilidad de la mirada del protagonista. La vida en común se construye entonces como una alegoría interesante que evoca el estilo de las leyendas originarias y permite pensar los diversos modos de transitar la metamorfosis de la pubertad en la época contemporánea.
Agudo retrato de una problemática silenciada: La fumigación de un campo de soja, y cómo imperceptiblemente esa llovizna ingresa por la ventana de una vivienda, son las imágenes con las que comienza El rocío (2018), película del realizador argentino Emiliano Grieco. Se trata de una ficción en clave de realismo social que aborda la silenciosa y silenciada problemática ecológica que involucra a los agrotóxicos, cuando se emplean sin miramiento alguno por sus consecuencias sobre el medioambiente. Sara (Daiana Provenzano) es una joven madre que vive en un pueblo rural en la provincia de Entre Ríos junto a su pequeña hija Olivia. Está separada del padre de la niña en circunstancias que no desarrolla la película pero que podemos intuir. Trabaja en un tambo de la zona y su situación de vulnerabilidad social determina que su pequeña hija quede durante la jornada laboral al cuidado del hijo de la vecina, un niño de edad escolar, con todos los peligros que esto implica al no contar con la supervisión de un adulto, como lo evidencia la lograda escena de tensión dramática del incendio en la cocina. Los momentos de luminosa felicidad entre madre e hija, situados en la apacible naturaleza del entorno agreste, comienzan a verse afectados cuando lo familiar muta hacia la atmósfera inquietante de lo siniestro que transmiten los efectos sonoros. Hay animales que aparecen muertos y la pequeña niña presenta un ataque de tos y llanto descontrolado. En la consulta con el médico local (Tomás Fonzi) se revela que puede tratarse de síntomas de una extraña enfermedad respiratoria provocada por el glifosato empleado en las fumigaciones, pues la casa de Sara se ubica muy cerca de una plantación de soja. El médico le aconseja a Sara viajar a Buenos Aires para que una colega suya pueda realizarle más estudios y así poder tener evidencia concreta de varios casos como para poder hacer una denuncia. Los hombres de mameluco amarillo que lucían tan gentiles saludando a la niña al pasar por las calles del pueblo revelan ahora sus rostros sombríos, emblema de la codicia económica de grandes terratenientes y empresas agrícolas. Son gigantes protegidos por la ley, capaces de amedrentar y remover a funcionarios, médicos y a cualquiera que ose inmiscuirse en sus negocios. Se plantea así una lucha desigual para un pueblo sumido en la miseria y al que sólo le queda recurrir al vandalismo ecológico como práctica para hacerse escuchar. La gravedad de la salud de su hija coloca a Sara en un gran aprieto al no contar con recursos económicos para costear los gastos que implica tamaño viaje a Buenos Aires. Pero Sara no es la típica mujer dócil y sumisa. Es una luchadora, una leona guerrera. Como da cuenta su porte duro y su pelo rapado, está dispuesta a todo para salvar a su hija. No pudiendo contar con el padre de la niña ni con su madre (también en situación precaria), no le queda otro camino que recurrir al menudeo de la cocaína que se trafica del campo a la ciudad. Queda planteado entonces el descenso al infierno de la heroína, donde debe enfrentar los peligros y abusos que pueden venir no sólo por parte de la policía sino también del traficante para el que trabaja. Aunque una salida airosa de ese mundo oscuro y predominantemente indiferente y hostil no sea posible para Sara sino a costa de cruzar ciertos límites, la mirada del director sobre la protagonista es compasiva y la acompaña, sin caer en golpes bajos ni juicios de valor ya que sus actos son efecto de la realidad social que habita. La película de Grieco resulta valiosa por ser una de las primeras ficciones que aborda el profundo impacto que el abuso de agrotóxicos en manos de empresarios inescrupulosos produce sobre el medioambiente y la salud de las personas. Al trabajar desde el realismo con tensión dramática y cierta atmósfera siniestra, puede relacionarse con la nouvelle Distancia de rescate (2014) de la escritora argentina Samanta Schweblin, aunque sin los elementos del terror y del desconcierto narrativo que están presentes en ella. El Rocío es una película austera y prolija, que logra transmitir el profundo lazo de cuidado y afecto que une a madre e hija y que se construye a partir de destacar pequeños detalles que dan cuenta del peligro que acecha, sin descuidar el efecto estético. El director logra mostrar la profunda ausencia del Estado y de la justicia frente a los excesos de las corporaciones agrícolas así como la falta de redes de contención social, que dejan libradas a las poblaciones más vulnerables de nuestro país a la soledad de sus pocas opciones de vida. De este modo, el cine se revela como una herramienta de transformación social, al visibilizar a las victimas y al sembrar conciencia ecológica.
Un agudo retrato de la condición humana: En una planicie en lo alto de una montaña un grupo de ocho jóvenes juega al fútbol con los ojos vendados. Lady divisa con el largavistas la llegada del mensajero. Los jóvenes han sido reclutados por una organización guerrillera y son denominados como “Los monos”. El mensajero es el nexo entre ellos y La Organización. Con voz de mando, les da indicaciones para un entrenamiento militarizado. Al finalizar el mismo, les da las nuevas instrucciones: cuidar del nuevo integrante (la vaca Shakira, que es una donación a La Organización) del mismo modo como vigilan y mantienen en cautiverio a la rehén, una ingeniera gringa a quien llaman “Doctora”. Ellos a su vez le piden permiso para que se efectúe el casamiento entre Lady y Lobo, lo cual es concedido. Este es el escenario que plantea el director colombo-ecuatoriano Alejandro Landes, en su segundo largometraje, que lleva por título precisamente Monos, y cuyo guión co-escribió junto al realizador argentino Alexis Dos Santos. Lo primero a situar es que la película fue rodada en el Páramo de Chingaza y el cañón del río Samaná en Colombia, y que la primera referencia directa son las FARC, donde muchos niños son tomados de las pobres familias campesinas como donación al mando de la guerrilla que los cobija como gran familia (lo cual está sugerido con las vendas en los ojos del comienzo). No obstante, el director toma la decisión de no dotar a su historia de un espacio y tiempo claramente determinados y de este modo consigue plantear el tema de la violencia como parte de la condición humana. El grupo de jóvenes en sí mismo es el protagonista de la historia y Landes lo utiliza para dar cuenta del funcionamiento humano en una comunidad aislada de la civilización. Al comienzo todo parece estar bien en el grupo, rodeados de un paisaje majestuoso y armónico, y todos asienten en formar parte del rito de casamiento entre Lady (Karen Quintero) y Lobo (Julian Giraldo), bailando una danza tribal alrededor de la fogata, en la cual no faltará el alcohol. El liderazgo es mantenido por Lobo, a quien el mensajero le asignó la responsabilidad. Y tras la muerte accidental de la vaca por parte de Perro (Paul Cubides), quien disparó el rifle al aire en su borrachera, empiezan las fricciones entre Lobo y Patagrande (Moises Arias); dos machos alfa que comienzan a medir quién la tiene más grande y a disputarse el liderazgo. Hasta aquí se trata de la rivalidad, la agresividad y las tensiones inherentes a cualquier grupo humano. La muerte de la vaca se cobrará la vida de Lobo, quien se sentía responsable y probablemente temiera represalias de los superiores en el Comando de la Organización. El mensajero designa como nuevo líder a Patagrande y, tras un enfrentamiento de la Organización con el Ejército, se le brinda la indicación de trasladarse con la rehén a la selva. Instalados allí, la fisonomía de los jóvenes cambia. Visten atuendos militarizados, se pintan la cara, se camuflan con el paisaje y se llaman unos a otros con sonidos animales. El Patagrande asumirá un liderazgo tiránico pregonando: “Somos nuestra propia organización y la Doctora nos pertenece”. De esta manera si antes estaban cobijados por la estructura de la cadena de mando de la llamada Organización, este grupo humano librado a las reglas de Patagrande se convierte en un caos. La banda de jóvenes deviene así una manada de monos salvajes, retrocediendo a un estado primitivo de la humanidad, donde se anulan las palabras y los acuerdos, y donde cada quien luchará como pueda, sea con delaciones (como es el caso de Pitufo) o deserciones (como es el caso de la sensible Rambo), por su supervivencia. El marco de la selva acompaña esta degradación humana, trocando su belleza en fuerza hostil con sus insectos, sus lluvias torrenciales, sus aludes y los torrentosos rápidos del río, dejando a esta manada en la cercanía con la muerte y su propia auto-destrucción. Y al mismo tiempo los sonidos tribales armónicos de la primera parte dan lugar a una rítmica más vinculada a la guerra. Tanto El señor de las moscas (Harry Hook, 1990) como Aguirre (Werner Herzog, 1972) y Apocalypse Now(Coppola, 1980), son las claras referencias en que se basa el director. La cuidada y majestuosa labor de fotografía, el casting de actores así como la destacada producción en cuanto a las locaciones, el sonido y las adrenalínicas escenas de acción hacen de Monos una película sólida. Pero lo más interesante es que con estos elementos, Landes lograr trascender una lectura puramente anclada en el conflicto armado y proponer un agudo retrato de la condición humana. La humanidad parece hoy transitar una suerte de adolescencia que elige prescindir del límite de la autoridad o de la ley como regulación, sometiéndose al imperativo del mercado que empuja a un goce absoluto e ilimitado y que lleva en sí mismo el germen de su propia destrucción.
Invitación a continuar el debate: El 13 de Junio de 2018, luego de una larga lucha feminista, se logró llevar por primera vez al parlamento argentino un proyecto de ley por la legalización del aborto. Este proyecto tuvo media sanción en la Cámara de Diputados y se estaba a la espera del debate y votación en la Cámara de senadores, en medio de un contexto nacional donde muere una mujer por semana a raíz de un aborto clandestino. Este acontecimiento histórico del tratamiento de la ley en el Congreso conmovió al realizador argentino residente en Francia Juan Solanas y es el impulso a partir del cual surge su documental Que sea ley (2019), que tuvo su premiere mundial en el Festival de Cannes y recibió recientemente el premio “Otra mirada” en el Festival de Cine de San Sebastián. El documental en su estructura se organiza a partir de bloques temáticos (Militancia, Creencia, Hipocresía y Doble moral, Feminismo y Pro Vida) y va alternando fragmentos del debate en ambas cámaras, las movilizaciones en las calles de las dos posiciones respecto del tema (identificadas con pañuelos verdes y los pañuelos celestes); así como testimonios de referentes del feminismo y de la cultura (Dora Barranco, Claudia Piñeyro. Mariana Carabajal, Muriel Santa Ana, entre otras), de legisladores, de profesionales médicos, de actores sociales en barrios vulnerables, así como otros más íntimos de familiares de victimas y de sobrevivientes de abortos clandestinos recogidos en diferentes puntos de nuestro país. Una primera cuestión a señalar es que si bien el director le da voz a las dos campanas en el debate por la legalización del aborto, el mayor espacio que le dedica a la lucha feminista trasluce que su posición está tomada y que su mirada observacional no es imparcial, evidenciándose un claro apoyo a la lucha de las mujeres por el derecho a decidir sobre sus cuerpos. Un punto sobre el que echa luz el documental es la diferencia entre el derecho y la convicción personal. El derecho tiene como mira legislar para la mayoría y su eje es el orden de lo universal. Ello supone, en este caso, ampliar la posibilidad de que todas las mujeres de cualquier lugar del país tengan el derecho, si así lo decidieran, de acceder a realizarse un aborto en condiciones dignas y de seguridad respecto de su salud y de su vida. La creencia religiosa o la posición personal corresponden a la esfera privada y al orden de lo particular de un colectivo. Que la ley no haya tenido sanción, considerando el contexto de pobreza y vulnerabilidad social en que se encuentran las mujeres en general, da cuenta de la dificultad que existe para separar estas instancias y del particularismo de imponer como universal algo que no lo es. En esta línea, no deja de ser sorprendente e interesante el testimonio de los curas entrevistados de barrios vulnerables, quienes, al contrario de lo que uno presupondría y al tener contacto directo con la realidad cotidiana, muestran una posición más lúcida y de sentido común que muchos ciudadanos y actores del Estado. Lo que queda claro a través de los testimonios de aquellas que sufrieron abortos clandestinos es que el juicio y la condena social frente a un embarazo no deseado siempre recaen sobre la mujer; nunca sobre el hombre. Se la dice irresponsable o ligera, sin miramiento alguno por las condiciones en las cuales se produjo el embarazo (violencia, violación, pobreza, falta de educación). Una mujer que aborta, que se permite decidir si quiere ser madre y cuándo serlo, claramente se posiciona como mujer en lugar de hacerlo como madre, rol tantas veces pensado en términos de destino ineludible. De esta manera, esta violencia sobre la mujer que decide abortar o que llega con secuelas de un aborto clandestino pone en evidencia el profundo rechazo y horror a lo femenino en nuestra sociedad. Más allá del discurso religioso, este puede ser el resorte inconsciente de muchas posiciones que abogan férreamente por las dos vidas, habida cuenta de que se oponen también a la educación sexual y la anticoncepción y que se desinteresan por el futuro del niño si luego esa madre no está en condiciones económicas o psíquicas para darle una vida digna. Que sea madre es una manera de conjurar el escándalo que desde siempre significó una mujer que se posiciona como causa de deseo. En este debate, otro punto a diferenciar es entre la vida biológica y la vida psíquica, la cual es solidaria del deseo de hijo; entendiendo deseo no en términos de anhelo, expectativa o búsqueda de hijo; sino como una posición en el inconsciente. Que sea Ley es una obra convencional en sus formas pero necesaria. El coraje de las mujeres que prestan sus testimonios constituye el aspecto más interesante y conmovedor del documental, impulsando a continuar el debate y la lucha en las calles por la ampliación de derechos en pos de una sociedad más justa.
El ocaso de un ídolo: Un hombre recuerda con los ojos cerrados sus años de gloria, parado en una cancha de fútbol en lo alto de la ciudad de La Paz a plena luz de día. Se trata de Jorge “Muralla” Rivera (Fernando Arze Echalar), un arquero de fútbol devenido en ídolo popular a partir de una memorable atajada en un partido clave del club San José en el año 1995, a lo cual hace referencia su apodo. Hoy su estado desaliñado y su barba descuidada hablan de su presente de decadencia, tanto económica (es chofer de un minibus) como familiar (se ha separado de su pareja y su hijo se encuentra internado a la espera de un trasplante) y personal (se lo ve sumido en el alcohol). Este es el cuadro de situación que plantea el comienzo de Muralla (2018) del realizador boliviano Gory Patiño, seleccionada como la representante de dicho país para los próximos premios Oscar y recientemente ganadora del premio a Mejor Fotografía en el Festival Internacional de Cine de las Alturas. La película es un desprendimiento de una serie del mismo director que se estrenaría el año próximo y cuya titulo es La entrega. Desde el punto de vista del género se trata de un drama familiar hibridado con elementos del cine negro que está acertadamente trabajado mediante el recurso al clima de suspenso. El empeoramiento de la salud de su hijo es el factor que mete presión para que Muralla consiga de prisa el dinero para la operación. Y es la pasión ciega por salvar a su hijo lo que lo sume ahora en la decadencia moral al involucrarse, a partir de las facilidades que le brinda su trabajo como chofer, como intermediario que secuestra jóvenes para una red de trata y tráfico de drogas. Aquí el trabajo con la luz y los descensos desde lo alto en medio de las callejuelas de La Paz se vuelven cruciales para marcar el descenso del protagonista al infierno. Sus esfuerzos serán en vano, ya que el hijo muere y, peor aún, su falta moral no permite que el espíritu del niño pueda descansar en paz. El hijo, en una suerte de limbo, retorna en la vida de Jorge mediante visiones, acompañado de un linyera que carga el peso del pecado del padre. A partir de aquí asistimos entonces al derrotero de Muralla para lograr la expiación de su culpa moral, encontrando a la joven que entregó a la red de trata y devolviéndola a su familia. Se convierte así en una suerte de investigador que intenta dar con la organización y liberar a la joven; pero los métodos a los que recurre para lograr su intento de redención, paradógicamente, lo sumergen más y más en la oscuridad. Muralla encarna en su periplo a la figura del héroe trágico que avanza en soledad movido por su sufrimiento en su camino de redención. En su recorrido encuentra como aliados a la enfermera Marcela (Andrea Ibañez) y a Cacho (Cristian Mercado), un contrabandista que intenta ayudarlo en su desgracia conectándolo con la organización criminal para luego traicionarlo. En la ultima parte del film se acentúa la simbología que le da al protagonista características crísticas (linchamiento popular, entrega pasiva al sufrimiento, ahorcamiento). El ascenso heroico de la fama de antaño encuentra su reverso en la estrepitosa y dolorosa caída de hoy, de la cual no hay salvación posible. El protagonista deviene un paria incomprendido en medio de un mundo que le es hostil y en el cual no puede volver a reinscribirse con dignidad. La mirada que Patiño nos entrega de la urbe latinoamericana sumida en la decadencia moral y económica es desoladora y cruel. Ahí no hay lugar para la compasión ni la justicia, herramientas humanas y simbólicas que han sido arrasadas por el avance del capitalismo salvaje que acrecienta la brecha entre ricos y pobres y que ha convertido a los cuerpos en mercancía. La labor del elenco es prolija y se enmarca en una cuidada fotografía, con una atención particular por el tiempo (acelerando la imagen en los pasajes más vertiginosos y enlenteciéndolos en aquellos de corte más sobrenatural) y un adecuado uso de la sordidez de las locaciones. Muralla es una película que funciona al amalgamar la línea dramática con el ritmo del thriller y del cine criminal, sin descuidar la reflexión sobre un estado de degradación simbólica en la época contemporánea, cuando la sociedad se aleja de los valores de su idiosincrasia cultural.
Retrato de la impunidad: Las subjetivas nocturnas de un auto circulando en la Gral. Paz, internándose y rondando luego por el conurbano bonaerense, introducen una dosis de inquietud que nos retrotrae ya a épocas nefastas de nuestro país con los famosos Falcon verdes. Esto ya marca un tono sórdido y siniestro de policial oscuro. ¿Quién mato a mi hermano? (2019), documental de los realizadores argentinos Ana Fraile y Lucas Scavino, toma como eje el paradigmático caso de Luciano Arruga en materia de vulnerabilidad de los derechos humanos en democracia. Luciano era un joven de 16 años, de condición humildes, que recibió reiterados aprietes por parte de la policía bonaerense. El documental abre con el testimonio de su hermana Vanesa en el juicio realizado en el año 2015 contra el policía Torales por torturas hacia Luciano, quien fue severamente golpeado en el año 2008 en el destacamento policial de Lomas del Mirador, creado para brindar seguridad al barrio acomodado de la zona. Por esta causa el policía fue condenado a 10 años de prisión. A partir de aquí, Vanesa se constituye en el personaje principal que, con su fortaleza, motoriza y sostiene la película, incomodando e interpelando al poder policial, judicial y político, como otrora lo hicieron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Es que los casos de violencia policial en democracia, son la continuidad de lo más rancio de las fuerzas de seguridad que operaban durante la dictadura en los grupos de tareas. Los directores se alejan del clásico documental con testimonios de diferentes especialistas e intervinientes en torno al caso, para optar por la interesante perspectiva de meterse de manera observacional en la intimidad del periplo que sus familiares y allegados llevan adelante desde hace años en busca de verdad y justicia por la desaparición forzada de Luciano desde el 1º de febrero de 2009. La hipótesis es que esa noche Luciano fue detenido por un patrullero, que no siguió su destino programado, como represalia por haberse negado a realizar “trabajos” para la policía local. En el año 2014, sus restos fueron encontrados en el Cementerio de la Chacarita enterrado como NN, luego de ser atropellado por un automóvil tras ser liberado en la Avda Gral Paz. De este modo, somos testigos de la lucha de Vanesa, bregando ante el fiscal, los jueces y funcionarios políticos en alianza con organizaciones de Derechos Humanos (donde Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas hacen acto de presencia) e incluso ante la sede en la ONU en Suiza, para obtener respuestas en este caso de violencia institucional. También vemos cómo son los propios familiares y amigos los que debe ponerse al hombro prácticamente la investigación tratando de dar con pruebas de lo que sucedió, ante la burocracia y desidia del poder judicial, y como deben alzar su voz en los medios de comunicación y organizarse realizando diversas marchas para que el caso no quede en el olvido ni cajoneado. La desaparición forzada y muerte de Luciano Arruga al día de hoy continúa impune. Esto deja tristemente al descubierto la soledad de los familiares cuando son tocados de cerca por hechos que conciernen a la justicia penal, la fragilidad de los derechos civiles de las personas en situación de vulnerabilidad, la justicia sesgada que generalmente responde por los ricos y la responsabilidad de los gobiernos que sostienen políticas de mano dura, intolerancia con la protesta social y de criminalización de la pobreza en nuestro país. Y aún más, que no haya justicia, no es sin consecuencias, ya que esto mismo es lo que no permite a los familiares poder sanar las heridas y realizar el duelo ante estos sucesos violentos que cambian para siempre la vida de la familia. Como manifiesta Vanesa, lejos de tener paz, su corazón se ha endurecido y sólo le queda hacer de la muerte de su hermano, causa para que esto no le suceda a ningún pibe más. ¿Quién mato a mi hermano? es un documental que muestra la terrible y desoladora realidad de la impunidad en nuestro país y el poco respeto y valor que el poder policial, judicial y político le dan a la vida de las personas. Frente a esta indolencia institucional, el documental se vuelve absolutamente necesario, para sostener la memoria, la verdad y la justicia y para que el otro lado de la Gral. Paz, sea un lugar más luminoso donde no haya más argentinos tratados con saña y desprecio por su ideología política o situación de precariedad social.
Volver a las raíces: Una mujer anciana es encontrada sin vida, sentada en la puerta de su casa por su nieto en medio de un entorno rural andino. Se trata de la madre de Magalí. Este acontecimiento es el detonante que moviliza su retorno por unos días a su lugar de origen. Esta es la situación de apertura de Magalí (2019), opera prima del realizador argentino Juan Pablo Di Bitonto. La película es una ficción dramática e intimista que emplea elementos del documental antropológico (en cuanto al registro minucioso del ritual de la Pachamama que practican los protagonistas y las costumbres de los lugareños) y del fantástico al incluir elementos sobrenaturales propios de las leyendas ancestrales de la región. Magalí (Eva Bianco) ha venido a Buenos Aires, buscando mejorar sus condiciones de vida. Trabaja como enfermera en un sanatorio y vive en una pensión. El camino de regreso a su tierra es agobiante para Magalí no solo por lo que debe enfrentar (el entierro de su madre y el reencuentro con su hijo luego de varios años de distanciamiento) sino también por su falta de costumbre al lugar, lo cual se hace evidente incluso en el habla, al adoptar modismos del lunfardo porteño. El director se mueve en un interjuego entre los planos generales que muestran la vida dura en la cual se mueven los personajes y los primeros planos que apuntan a que el espectador se identifique con el conflicto interno de Magalí. La protagonista se encuentra tironeada entre la necesidad imperiosa de volver a Buenos Aires, (pues podría perder su trabajo) y las demandas de su hijo y de su comunidad por cumplir con la tradición ancestral de subir al cerro (si se corta el rito, algo malo podría pasar). Poco a poco, casi misteriosamente, el lugar la va atrapando. No hay señal en su celular y la linea telefónica funciona mal, un puma merodea por la zona y aparece ganado muerto. El elemento sobrenatural y de suspenso está dado por la irrupción durante las noches de las subjetivas del puma que deambula por el espacio y que corresponde a una antigua leyenda popular, situándose fuera de campo y a medio camino entre la ensoñación y la realidad. La contraposición entre la ciudad y la periferia del pueblo de provincia está trabajada de manera interesante por el director. Por un lado, la ciudad aparece como panacea que resolvería todos los problemas, pero en realidad Magalí allí está precarizada y sola. Por el otro, el poblado rural aparenta pobreza material, pero en realidad hay allí una riqueza cultural y humana, que no se encuentra en la urbe. El personaje del Secretario (Gustavo Contreras), con su camioneta moderna y su intención de cazar al puma, es otro eje de la tensión entre el pueblo chico y la urbanidad. Representa la racionalidad del capitalismo, que reduce todo a la cuantificación del consumo y descree de aquello que no tiene explicación lógica, de la magia que nos vincula con el más allá. El otro eje de la película es el reencuentro de Magalí con su hijo Félix (Cristian Nieva), de 10 años, quien al comienzo se muestra distante y tenso para con ella, aunque muestra su interés mirándola escondido, desde lejos. Aquí el conflicto se juega entre la maternidad cuyas demandas pueden ser sofocantes (más aun en este caso donde no se sabe nada del padre del niño) y la mujer liberada, que sigue sus propios deseos. Pero en realidad, pensar que migrar a la ciudad sería realizarse como mujer es un engaño. La posición femenina se constituye entre los dos elementos: en la relación con aquello que está más allá de la medida del falo y en el amarre que el hijo en tanto representante de un límite (el hijo viene al lugar del falo faltante en la mujer) supone para lo ilimitado del goce femenino. En la revinculación con la magia de su tierra y con su hijo, Magalí está más cerca de recuperar una posición femenina. Magalí es una película que cuenta con una bella fotografía, con un logrado trabajo con actores no profesionales que dotan de verosimilitud a la narración, logrando interesar por aquello que sugiere sin caer en subrayados innecesarios. El director acierta al narrar una historia que habla de nuestra idiosincracia y que aboga por recuperar nuestras marcas identitarias en un cine y un mundo cada vez más uniformes por efecto de la globalización. Además consigue innovar al mostrar un Jujuy diferente, alejado de la propaganda turística del carnaval, y al dar cuenta del lado oculto del desarraigo, pocas veces transitado cuando se plantea la migración hacia la ciudad como experiencia maravillosa de realización personal.