Vivir en tiempos de internet: Dos hombres en sus cuarentas conversan sobre lo desconectados que están del presente, de los cambios que impone la era digital. La dificultad de ambos para adaptarse a la tecnología ocurre en paralelo a la crisis en sus respectivas parejas, donde el paso del tiempo vuelve un desafío mantener el deseo. Los hombres frente a frente son Alain (Guillaume Canet), el director de una editorial, y Leonard Spiegel (Vincent Macaigne), un escritor cuyos libros ha publicado la editorial de Alain. Leonard le ha presentado el manuscrito de su última novela y Alain esta vez le comunica que no va a publicarlo. Leonard continua escribiendo sobre sus romances y este tema a Alain le resulta anticuado, planteándose en este momento incursionar en la edición digital. A raíz del auge exitoso del e-book por su bajo precio al eliminar los intermediarios de la imprenta, la distribución, etc; Alain contrata a la talentosa y joven Laure (Christa Théret), con quien mantiene una aventura, para realizar el salto a la transición de sus contenidos a formato digital. Mientras tanto, su esposa Selena (Juliette Binoche), quien mantiene una aventura con Leonard, intentará convencerlo de que publique su última novela, ya que está persuadida de que es la mejor de sus obras. Dobles vidas (Doubles Vies, 2019), la última película del realizador francés Olivier Assayas, nos introduce así en el submundo editorial, donde los encuentros que irán manteniendo los protagonistas en ese entorno serán la excusa para debatir sobre la manera en que Internet modificó nuestras vidas, produciendo cambios tanto en el modo de relacionarnos como en nuestros hábitos de consumo. De esta manera se discute si se escribe más o menos que antes en la era de los tweets, suerte de haikus posmodernos; sobre si se lee más o menos que antes a partir de los resúmenes en sitios o blogs digitales, sobre si lo que se publica en Internet es literatura o catarsis emocional, sobre si realmente elegimos lo que leemos o nos lo impone el algoritmo en base a nuestros trazos dejados en los sitios por los cuales navegamos y también sobre la democratización que supondría Internet en el acceso a la cultura, en detrimento de la calidad de la escritura e impulsando la decadencia del lugar del autor. Contrasta el tema abordado, la revolución tecnológica de Internet, con la escasa interacción de las personas a través de computadoras o celulares y la extensión de los encuentros en presencia, donde se conversa bastante y se debaten ideas. La reiteración de estas tertulias intelectuales puede producir un cierto tedio en el espectador, que el director intenta equilibrar con momentos de comedia más o menos logrados. El interlocutor que se impone en el tratamiento que Assayas realiza del tema propuesto es el cine de Woody Allen, con sus devaneos intelectuales o psicoanalíticos en el contexto neoyorkino. Esta relación la permite incluso la interrogación acerca de los límites entre la ficción y la autobiografía; entre lo público y lo íntimo que se expresa en el hecho de que Leonard solo puede escribir a partir de sus experiencias románticas concretas, y a pesar de que lo intente no siempre logra “borrar sus huellas” (como él dice), sin que las mujeres de su vida no se reconozcan en los supuestos personajes. Esta temática también la abordó Woody Allen en Los secretos de Harry. Otro tema que aborda la película es aquello que el filosofo Byung Chul Han denominó “La sociedad del cansancio” para referirse al fenómeno generalizado en la época hipermoderna, donde la sobreabundancia de oferta de mercancías y el ilimitado acceso online produce sujetos agotados, porque hasta el ocio mismo devino una mercancía por la que hay que pagar, como lo demuestra por ejemplo el éxito de los libros de mandalas o la música producida especialmente “para relajarse”. La película interpela también el lugar del crítico como formador de tendencias, cuyo papel se vería borrado por las sugerencias del algoritmo. Además, si bien se centra en el mundo editorial, no deja de interrogar las transformaciones en los hábitos de consumo de cine a partir de las plataformas online, presentando a Selena como una actriz aburrida de sus roless de siempre. Aquí las dobles vidas del título hacen referencia a los romances paralelos de Selena y Alain, estancados en un matrimonio rutinario donde ya no circula el deseo, pero a la vez conscientes de que después de veinte años de matrimonio, hay cosas que es preferible dejar implícitas, pero no por conformismo sino a sabiendas de que puede tratarse de una fase a partir de la cual relanzar el deseo, más que romper un lazo que se sostiene en el amor. A la vez, las dobles vidas son aquellas que transitan entre la ficción literaria y la realidad, así como aquella vida que damos a ver mediante imágenes en las redes sociales respecto de la íntima o la vida anónima de los mails y los mensajes en contraposición a aquella que vivimos en presencia de otros. Cada vez que aparece una nueva tecnología, se pregona la muerte de lo anterior. Pasó con la fotografía y la pintura, con la radio y la televisión; y también podríamos estar tentados a predecirlo respecto del cine y las series o películas en streaming, o con el e-book y los libros. Lo cierto es que a medida que avanza el film, Alain cae en la cuenta de que, pese al gran consumo de e-books, a la gente le siguen gustando los libros. La clara intención de Assayas no es demonizar Internet sino problematizar el modo en que nos relacionamos con sus contenidos. El director apuntaría a que podamos reflexionar y realizar un uso de internet menos compulsivo y naturalizado, en pos de que, habilitando la posibilidad de un intervalo de pensamiento, podamos recuperar nuestra dignidad como sujetos. Dobles vidas es una película interesante al proponer la reflexión y el debate sobre el lugar y la función que le damos a internet en nuestras vidas, así como sobre nuestras posibilidades y dificultades a la hora de adaptarnos a los cambios que nos impone. La decisión de Assayas dar cuenta de ello mediante el formato de tertulias bastantes extensas y reiteradas, puede volverse redundante y soporífera para el espectador. La película funciona mejor en su tramo final, cuando logra abandonar el sesgo intelectualizado y apuesta más directamente por la comedia de enredos.
La escritura como sanación La acción nos sitúa en la Battalla del Somme en 1916, durante la 1ra Guerra Mundial, que fue una de las más cruentas para las fuerzas británicas y francesas, aliadas contra el ejército alemán. Allí el joven Tolkien (Nicholas Hoult) se levanta apresuradamente de su litera para ir hasta el frente a buscar a un amigo. Un compañero de batallón trata de persuadirlo de que permanezca descansando pues padece fiebre de las trincheras, pero Tolkien está decidido a continuar y a su compañero Sam (Craig Roberts) no le queda otro remedio que guiarlo y protegerlo en la misión. Así comienza Tolkien (2019), largometraje del director finés Dome Karukoski, que apunta a dar cuenta de los años de formación del escritor que vio la fama con su novela fantástica El Hobbit (1932) y posteriormente con su secuela, la trilogía El señor de los anillos (1954). La película avanza en una temporalidad alternada, poniendo en paralelo las secuencias bélicas del rescate de su amigo con la gestación de dicha amistad durante la adolescencia, para luego, finalizada la guerra, avanzar dando cuenta del surgimiento de El Hobbit como una historia que en principio fue concebida para sus hijos. En su adolescencia, huérfano y bajo la tutoría legal del padre Francis, es recibido en el orfanato de la Sra Faulkner. En esta etapa conoce a quienes son sus mayores influencias, Edith Bratt (Lily Collins), quien le transmitie sentirse prisionera al servicio de la señora Faulkner y anhela la libertad de poder debatir y desarrollar su gusto por la música de Wagner a la par de un hombre. Edith será el gran amor de Tolkien, a quien no accede sin renuncias ni dolor (clara influencia de la princesa élfica de sus libros) y también quien lo interesa por la ópera de Wagner “El anillo de los Nibelungos”, de inspiración en la mitología gérmanica y en las sagas medievales (clara referencia de El señor de los anillos). Por otro lado, ingresa en el prestigioso colegio King Edward, donde conoce a sus tres amigos (Rob Gilson, Geoffrey Smith y Cristopher Wiseman) con los cuales formará el Club del Té y la Sociedad Barroviana (que toma el nombre de la casa de té Barrow en la cual se reunían luego de la escuela). De aquí surge el espíritu de cofradía y fraternidad donde los amigos, que se alientan unos a otros a desarrollar sus artes y se comprometen en la misión de transformar el mundo, encarnan la típica épica de los ideales de la adolescencia. La idea de una comunidad, que lucha con coraje por un mundo mejor, es evidente en este primer círculo de amigos. La joven adultez lo encuentra entre las piedras grises y góticas de los claustros de la universidad de Oxford. Habiendo perdido la beca para continuar estudiando y al amor de su vida, a quien debió renunciar por insistencia del padre Francis para poder estudiar en la academia; la noche encuentra a Tolkien desesperanzado; gritando y balbuceando una de sus lenguas inventadas en uno de los patios de la universidad, en plena borrachera. El incidente tiene dos consecuencias. Por un lado; el encuentro con el eminente profesor de Filología Wright (Derek Jacobi), su mentor para desarrollar su pasión por las lenguas antiguas y por la sonoridad de la palabras, lo cual le será vital a la hora de crear nuevos nombres significativos en su imaginería de ficción. Por otro lado, las palabras de consuelo de su mejor amigo Geoffrey (Anthony Boyle), quien como poeta le enseñará a ver en lo doloroso de un amor no correspondido la belleza de ese sentimiento tan puro e intenso. Viniendo de tantas pérdidas tempranas y de la pérdida de Edith, la guerra encuentra a Tolkien ante la inminencia de una nueva pérdida, de ahí que se entienda su desesperación por rescatar a su gran amigo Geoffrey. La fiebre lo hace caer en un cráter rodeado de cadáveres en medio de un paisaje desolado y destruido, muy distante de la belleza de las verdes y fértiles praderas de la campiña de su niñez, fuente de inspiración de La Comarca. Aquí la paleta de colores vira hacia el negro y el rojo, tiñéndose de oscuridad y maldad. Las visiones escalofriantes y tenebrosas del horror, que se dibujan en el fuego y en el humo de las metrallas, resultan, en medio del estado febril de Tolkien, clara referencia a las sombrías tierras de Mordor donde habita el Señor oscuro y al destino apocalíptico, si éste llegara a dominar el mundo. Luego de la convalecencia y la guerra, Tolkien se encuentra con la madre de su amigo Geofrrey (que habrá muerto en el frente, al igual que Robert Gilson) y le pedirá permiso para publicar un libro con sus poemas prologado por él. La Sra Smith (Genevieve O’Reilly) al comienzo se muestra renuente a esta idea y se pregunta: ¿Cuál sería el sentido de publicar sus poemas? Esta es una pregunta que podemos pensar que también se hizo el mismo Tolkien, cuando luego de la guerra se hallaba extraviado y había perdido la pasión por la escritura. En esta pregunta se anuncia el debate posterior a la Segunda Guerra Mundial en torno de la posición del filósofo alemán Adorno, que consideraba que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Tolkien toma la posición de aquellos que, por el contrario, consideran que justamente porque se vivió el horror innombrable, se vuelve un acto ético el intentar encontrar en el mundo algo de magia y belleza. Tolkien, desde el punto de vista del género, es una biopic que puede interesar tanto a los fanáticos del escritor como a aquellos que se interesen en las biografías de intelectuales. La película incursiona de manera bastante fiel en el background de formación y en contexto histórico a partir del cual vieron la luz sus novelas más emblemáticas, lo cual permite que ellas adquieran un nuevo sentido para sus lectores en tanto se advierte que eventos de su vida real se amalgamaron con su capacidad de invención, dando lugar a un mundo de ficción cautivante y altamente significativo en su potencia simbólica. El film encuentra sus puntos más altos e interesantes cuando Karukoski abandona el terreno realista y asume un tono más fantástico y poético en sus formas, acercándose al tono y a la imaginería que concibió esa mente tan prolífica y brillante que fue John Ronald Tolkien.
Una relación tormentosa y el paso del tiempo: La voz en off de un hombre habla de recuerdos de juventud, de la osadía de atravesar en soledad San Pablo para ir a ver a su banda favorita y en el concierto encontrarse en familia. La banda toca en fuera de campo y vemos el rostro de una joven que se menea al compás de la música y mira embelesada hacia el escenario. Es otoño de 2007, momento del encuentro entre Beatriz (Ailin Salas), una joven de 16 años y Rogerio (Caco Ciocler), el líder de la banda. Así comienza Boni Bonita (2018), primer largometraje de ficción del director brasileño Daniel Barosa, que es una coproducción argentino brasileña y se encuentra filmado en calidad 16 mm viejo y digital, dando cuenta de la textura del paso del tiempo en este incipiente vínculo, a la vez que lo sitúa como un pasado nostálgico. La historia de amor y desamor entre Beatriz y Rogerio se va contando a lo largo de cuatro capítulos en un arco temporal que va desde el año 2007 hasta el 2016. Poco a poco, Barosa va brindando elementos para situar a sus personajes, conservando un tono intimista, sensible y teatral, pero sin caer en el patetismo melodramático. El primer acto acontece el día posterior al encuentro en el concierto, en la imponente casa de descanso en la zona de la Represa Jurumirim, en las afueras de San Pablo. La casa es propiedad del abuelo de Rogerio, que es una leyenda de la música brasileña de fines de los años 70 y los 80. Rogerio, que lleva el mismo nombre que su abuelo, está llegando a sus 40. Le va relativamente bien musicalmente, pero no logra la fama ni el reconocimiento pleno. Rogerio tiene que luchar con el peso del fantasma legendario de su abuelo, intentando encontrar su propia voz y su propio lugar en la escena musical. Beatriz está en el comienzo de su vida, es una adolescente que, luego de la muerte de su madre, se ha mudado a Brasil junto a su padre, de quien a través de su carácter díscolo y sus escenas, espera recibir atención y afecto; pero obtiene el efecto contrario haciéndose echar. Para Beatriz, a falta de un lugar en el deseo paterno, Rogerio aparecerá como un hombre en el cual intentar encontrar un lugar mediante el amor. Ambos protagonistas son entonces almas solitarias y en pena, que buscan su lugar en el mundo. En el paseo en barco por el rio Beatriz le hará un pregunta a Rogerio: ¿Que preferís? ¿Ser un músico famoso y morir joven, o llegar a viejo pero no ser reconocido? Rogerio elige la primera alternativa, pero en ambas opciones, se cifra una relación con la pérdida, con un goce limitado, propio del goce fálico. Beatriz hablará de una aguaviva que puede autogenerarse a partir de un fragmento propio y ser así inmortal. Aquí ya caracteriza el director la relación de la mujer con un goce ilimitado y con el sin límites de la demanda de amor. La diferente relación en el modo de goce de uno y otro, cifra ya aquí el desencuentro en el encuentro mismo. Esta diferencia en el modo de goce de cada uno está también muy bien trabajada por el director a través del uso de la cámara. A Rogerio la cámara lo toma en planos encuadrados y estables, marcando su relación con el límite, con la sensatez de la razón; mientras que a Beatriz la seguirá en su deambular, marcando su nerviosismo, su inestabilidad y su intrepidez. La minoridad de edad de Beatriz, marca a este vínculo en tanto prohibido; pero Beatriz, mediante su seducción, empujará a Rogerio a transgredir el límite. La dificultad de Beatriz para tolerar la separación, el corte, el punto de fin; su imperiosa necesidad de ser alojada en el amor, la llevan a forzar hacia una permanencia un vinculo que estaba destinado a lo efímero de un encuentro sexual. Beatriz, insiste una y otra vez por tener un lugar en Rogerio, con diversas estrategias: seducción, escenas de celos. Pero Rogerio nunca expresa una palabra de amor, aunque haya un afecto construido por el mismo vínculo y el transcurso del tiempo. Cada vez que Beatriz experimente de parte de Rogerio no tener un lugar en el amor se ve tomada por una angustia desbordante e intenta producirlo en lo real marcándose el cuerpo con cigarrillos u objetos filosos. El paso del tiempo y las estaciones del año irán marcando el devenir de la relación de Beatriz y Rogerio. Verano del 2009, será el momento de esplendor signado por la estadía estival de Beatriz en la casa, la espera de Rogerio de un llamado de la MTV y las furiosas y encendidas escenas de Beatriz hacia él buscando su atención, cifradas en su malla enteriza de color rojo. La introversión de Rogerio, siempre en interiores componiendo, preocupado, ensimismado y reservado, contrastará con Beatriz, siempre rodeada del paisaje natural, locuaz, indómita y descontrolada en ciertos momentos. La parquedad de Rogerio y la búsqueda de palabras de amor por parte de Beatriz. Desencuentros y reconciliaciones. Invierno del 2013 marca el declive para Rogerio con la muerte de su abuelo y el abismo infranqueable entre ambos. Los protagonistas evolucionan de manera dispar, el tiempo los marca de manera diferente. Mientras que Rogerio se hunde en la decadencia y la soledad, el paso de los años significará la maduración y la emancipación de Beatriz. Este cambio está insinuado en la permutación de las marcas lastimosas en el cuerpo de Beatriz por los tatuajes que adornan su piel y en que su voz de alto se erige como límite para él. La diferencia etaria cifra así una diferencia más profunda, el malentendido entre los sexos que no puede ser salvado, porque a pesar de un gran afecto, no hay amor que supla esa distancia estructural. Manteniendo un tono intimista y sutil y mediante una lograda performance de la pareja protagónica (donde destaca especialmente Ailin Salas), Barosa nos introduce en un viaje nostálgico a través del tiempo mediante una historia de desencuentro amoroso, enmarcada en un paisaje de gran belleza fotográfica. Como la vibración de los acordes que se prologan en el tiempo y en los fotogramas, pero que están destinados a finalizar, los protagonistas buscan prolongar el mayor tiempo posible aquello que está signado por un fin inevitable. La repetición del desencuentro con el correr de los años quizá se abra a la posibilidad de aceptar el imposible.
Interesante mirada sobre la iniciación sexual: Rosina (Romina Betancur) es una adolescente de 14 años que vive en un pueblo de la costa uruguaya que se prepara recibir a los turistas en la temporada veraniega. Su familia la compone su padre, que realiza mantenimiento de jardines; su madre, que monta un micro-emprendimiento de depilación en su hogar; su hermana mayor, que está aprendiendo a manejar junto al padre y que estudia para rendir un examen; y su hermano menor de edad escolar. De entrada se nos presenta a Rosina como una joven con carácter, teniendo la osadía de escapar de su padre e internarse sola en al mar, luego de una pelea con su hermana en la cual la ha lastimado dejándole un ojo emparchado. Este es el contexto de situación de Los tiburones (2019), opera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi. Su padre requiere que Rosina lo acompañe para ayudarlo con el trabajo en los jardines. Así surge la atracción de la joven por uno de sus empleados, Joselo (Federico Morosini), un joven mas grande que ella. El despertar sexual de Rosina, momento de irrupción de un goce que se vive como extraño en el propio cuerpo, está marcado al haber visto, cuando se internó en el mar huyendo del padre, a un tiburón, animal ligado a lo instintivo. Todo el pueblo está exaltado por el rumor de la aparición de un tiburón en las costas. Los vecinos se organizan para tratar de darle caza, dado que la guardia costera y el municipio no los protege y apunta a minimizar el hecho porque privilegia el aspecto económico de la llegada de los turistas; escena que evoca a la película Tiburón (Spielberg, 1975). La directora utiliza acertadamente en la puesta en escena el significante del tiburón, el cual irá cobrando diversos sentidos. El tiburón por un lado representa la idea de un macho activo que está al acecho de su presa, pendiente de ligar a una mujer. Este punto podría aplicarse a Joselo, que aborda a Rosina de manera disruptiva hablándole de su sudor, mostrándole su erección e invitándola a pasar más tarde por el taller, cuando estén sentados lado a lado al borde de la piscina de una casa. Esta lectura se anticipó cuando Rosina lo ve a través de un ventanal, pasando con una herramienta de jardinería a la cual, por su posición a la altura de la pelvis, puede dársele valor de símbolo fálico. La escena resulta compatible con la observación de un tiburón a través de los cristales en un acuario. Al momento del encuentro, Joselo se masturba y le ordena repetidamente a Rosina: “Tocate, tocate”. Rosina reacciona con perplejidad y mirada absorta, propias del extravío y la inocencia frente a lo desconocido, lo cual genera que Joselo se levante ofuscado y con desdén hacia ella. No hay diálogo, no hay palabras tiernas ni cuidado por parte de Joselo. Para Rosina se trata de su primera vez. En ese contexto es muy probable que no se sepa qué hacer ni cómo. La escena da cuenta de una presión a poner el cuerpo, sin considerar los tiempos subjetivos singulares. También ilustra la exigencia masculina de que la mujer se acomode a las particulares condiciones del hombre, fetichizando una parte de su cuerpo, tomándola como objeto; y esto puede resultar angustiante para una mujer. La escena expresa muy bien el malentendido entre los sexos, pues mientras que el varón desde sus condiciones de goce necesita cosificar una parte del cuerpo femenino para abordarlo, la mujer requiere para poder soportar ese lugar una palabra de amor del partenaire. Una mujer solo puede alcanzar el goce que le es propio, el goce femenino, a condición de contar con un partenaire que le hable de amor porque es de ahí que experimenta ese goce. Tras este encuentro fallido (como toda primera vez), Rosina busca acercarse a Joselo, captar su atención; pero sólo obtendrá su desprecio, tratándola como una niña que debería estar en su casa. Joselo le ronda a otras mujeres, más en la linea de su hermana y sus amigas, que ya tienen alguna experiencia. La solitaria protagonista no se quedará en una posición de víctima pasiva, sino que se moverá con ingenio y sigilo, creando situaciones como secuestrar a la perra embarazada de Joselo o poner su bote en marcha hacia la inmensidad del mar con una red llena de carnada para el depredador marino. Estas acciones de Rosina aparecen trabajadas en un borde de ambigüedad en cuanto a su motivación, moviéndose entre la atracción y la venganza, encarnando ahora ella ese tiburón a la vez misterioso y amenazante. Los tiburones propone una mirada de la iniciación sexual femenina acorde a los tiempos actuales de la nueva oleada feminista, lo cual posiblemente determine que sea mucho mejor recibida y comprendida por el público femenino que por el masculino, al que le puede resultar mucho más difícil empatizar con un personaje cuyas reacciones quizá no comprenda del todo y le resulten temerarias. El acierto de Lucia Garibaldi es tratar las emociones de la protagonista con sutileza, evitando caer en bajadas de línea panfletarias y sin descuidar el aspecto estético, que se expresa en el contraste entre la cálida luminosidad de los planos generales en la playa y las oscuras pulsiones de Rosina.
Una voz en el teléfono Al inicio escuchamos el sonido del teléfono llamando en fuera de campo y luego vemos el plano detalle de un auricular sobre una oreja. La cámara irá abriendo el cuadro para mostrarnos a un hombre que está sentado frente a una computadora en una oficina junto a otros en un centro de atención telefónica en el turno noche. El rostro se ve tenso y el hombre aprieta una pelota de goma para liberar sus emociones. Se trata, por sus primeras palabras al responder la llamada, de un Centro de Emergencias en Copenhague. La atención telefónica es de por sí misma estresante y mucho más si en ocasiones debe actuarse rápido ante situaciones que suponen riesgo de vida para alguna persona. Este comienzo de la opera prima del director danés Gustav Möller, aquí llamada La culpa (Den skyldige, 2018), ya nos sitúa en la situación de un hombre que no puede desprenderse del teléfono y que sólo puede guiarse para tomar decisiones en aquellos sonidos y palabras que escuche, quedando lo visual completamente fuera de campo. Ya es sabido que el sonido desprovisto de soporte visual es fuente privilegiada para crear una atmósfera inquietante, angustiante y ambigua, y de él se sirven tanto el buen cine de terror o el thriller psicológico para crear su efecto. A partir del llamado de una periodista a su teléfono celular y de la aparición de su ex-jefe en la línea, sabemos que Asger Holm (Jakob Cedergren), es un policía que está suspendido temporariamente de sus funciones patrullando las calles y que fue relegado al servicio de Emergencias, mientras se dirima su situación, por la cual al día siguiente debe presentarse a declarar en una audiencia en los tribunales junto a su compañero Rashid, que oficia como su testigo. Como consecuencia de esta situación laboral, se ha deteriorado también su relación de pareja, la cual ha dejado el hogar donde convivían. Tanto Asger como su jefe esperan que tras la audiencia, su caso se resuelva favorablemente, volviendo a reintegrarse en sus funciones. La mirada absorta de Asger, pensativo, debiendo ser palmeado por el compañero de al lado para volver a la realidad, revela que esta situación, no obstante, lo preocupa, le carcome sus pensamientos. Tras resolver varios llamados que no le presentarán dificultad, Asger recibe el de una mujer llamada Iben (Jessica Dinnage), que manifiesta haber sido secuestrada por su ex-esposo y que sus dos hijos pequeños han quedado solos en su casa, lo cual lo pone en jaque por el dramatismo de la situación, debiendo idear diversas estrategias para que la mujer continúe hablándole y poder deducir de qué furgoneta se trata y obtener alguna dirección o lugar hacia el que se dirijan, para poder enviar una patrulla a rescatarla. Es de saber que en este tipo de servicios de Emergencias, los llamados desde o hacia teléfonos personales están prohibidos y también que hay un protocolo de pasos a seguir que debe realizarse conforme a la ley. Es entonces que Asger se encontrará en una situación de encierro claustrofóbico, que los encuadres cerrados sobre su rostro así como la única locación empleada, logran transmitir. Como espectadores, merced a la interesante interpretación de Jakob Cedergren y a una narración que se desarrolla en tiempo real, sin elipsis temporales, vamos experimentando las emociones y dilemas del protagonista (¿me apego al programa o lo transgredo para salvar a Iben?) así como la adrenalina de la situación límite donde el tiempo es un factor vital. La historia personal de Asger, la culpa que carga por haber matado a un criminal en su afán de poner las cosas en orden, explica que se involucre con desesperación, empujado por su ira pasional, sin detenerse a pensar y sin cuestionar en ningún momento los dichos de la mujer. Rescatarla de las garras de su ex-esposo violento, aparece aquí como una posibilidad de redención. Pero aún partiendo de los retazos parciales de lo escuchado en el relato de Iben, en el relato de su pequeña hija Mathilde (a quien Asger le ha prometido restituirle su mamá sana y salva) y en los antecedentes penales del ex-marido, ¿es la única interpretación posible que Iben sea la víctima? ¿Es posible confiar a ciegas en un relato, del cual no participamos visualmente? ¿No es posible que haya un engaño? ¿Acaso no hay posibilidad de que sean nuestros prejuicios y aspectos personales no resueltos, los que dirijan nuestra acción, corriéndonos de nuestra función? Y hasta cierto punto como espectadores también nos vemos arrastrados por la situación, hasta que comenzamos a poder despegarnos del punto de vista del protagonista y a notar la incongruencia que surge de Iben esté encerrada en la parte de atrás de la camioneta, y el marido le permita permanecer allí con el celular y esté hablar largamente con Asger, si su verdadera intención es secuestrarla y eventualmente matarla. La trama entonces da un giro dramático hacia el final en la última conversación entre Asger e Iben, a partir de información que le proporcionará a Asger su compañero Rashid, la cual obtendrá por medios non sanctos. El diálogo telefónico entre el protagonista y la mujer funcionará a la vez como expiación para el protagonista, pues confesará su crimen, (que no tiene atenuante alguno), y también como redención, pues su honestidad al hacerse cargo de su error de interpretación, le permitirá salir airoso de la encrucijada final. En cuanto al título, tanto el original como el inglés (The Guilty) son más cercanos al espíritu del film que el que lleva en la cartelera local. La culpa es vaga, no especifica de quién es y podría ser adjudicada a cualquiera de los personajes en juego. En cambio, El culpable, adscribe la culpa a Asger. Se trata aquí de esa culpa que Asger arrastra por el acto amoral que ha cometido y que no lo deja en paz, porque apunta a no hacerse cargo de su exceso; como de su juicio apasionado y apresurado respecto del caso de Ibsen, que derivará en una coyuntura dramática para ella. El encuentro telefónico con Iben permitirá a Asger una transformación, una modificación de sus intenciones. Hay un pasaje de la culpa subjetiva y contenida, a la responsabilidad ética y pública de su crimen. Este cambio subjetivo es señalado desde la puesta en escena cuando Asger abandone la oscuridad de la oficina para dirigirse hacia la luz que emana de la puerta al cumplir con su turno laboral. La película tiene entonces la virtud de no convertir al protagonista en un héroe impoluto: su acto ha sido realizado con buenas intenciones y aunque lo expíe de su culpa, no lo libera de la responsabilidad por los métodos no ortodoxos y contrarios al orden que ha empleado y mediante los cuales buscaba hacer el bien. El justiciero, que se vale de su autoridad, de sus emblemas para hacer justicia, se distingue aquí del hombre justo, que se somete a la ley, y también de héroe, que puede redimirse; pero no sin experimentar en su travesía, una caída y hacerse cargo de ella. La culpa, del danés Gustav Möller, es una película que con pocos elementos de locación y producción, logra constituirse en una interesante propuesta en la cartelera. Se trata de un film de género policial narrado con los recursos del thriller, que se apoya en un guión bien construido, en una labor convincente del protagonista (que logra transmitirnos sus estados anímicos y su dilema acuciante), y en un muy buen trabajo con el sonido y las voces, que consiguen envolvernos en un clima de inquietud, intriga y apremio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Estado de descomposición social: Un montaje sucesivo de primeros planos de elementos de seguridad (alarmas, cámaras de vigilancia, alambre de púa, perros, etc) que se va acelerando, da comienzo a 4×4, la ultima película de la dupla de realizadores argentinos Cohn-Duprat, esta vez con Cohn en el rol de dirección y Duprat en la producción. Este comienzo ya sitúa la cuestión del derecho a la propiedad privada y la pregunta eje del film: ¿Hasta dónde es justo defender la propiedad privada? Un joven camina por la vereda con aire relajado. Cuando ve una lujosa 4×4, ingresa a ella con la intención de robar el centro musical o computadora de a bordo. Cometido el acto, se sienta al volante y se calza los anteojos de sol que halla ahí, con un gesto de complacencia y superioridad por ocupar ese lugar. Seguidamente mea en el asiento trasero, en señal de desprecio a la clase dominante. Cuando quiere salir con el botín, no puede. El objeto de codicia se rebela como una trampa mortal. Por más intentos que realiza el joven Ciro (Peter Lanzani) por salir o pedir ayuda, nada da resultado pues la camioneta está insonorizada, polarizada y blindada, es una suerte de bunker, como le hace saber su dueño, el Dr. Enrique Ferrari (Dady Brieva), que aparece como una voz en la computadora de a bordo. A partir de aquí, el robo pasa a un segundo plano, y el carácter policial del comienzo vira hacia el thriller o el tour de force. Entre el médico y Ciro se va estableciendo un vínculo a través de las sucesivas apariciones del primero con carácter de voz, e iremos conociendo algunos aspectos de sus vidas. El Dr. Ferrari, en su tono seco e inquisidor, se rebela como una presencia inquietante y de carácter sádico, pues al mantener a su rehén encerrado durante cinco días en la camioneta, este deberá pelear por su vida. Ferrari es un médico obstetra de situación acomodada que ya ha sido víctima de veintiocho robos, que ha sufrido enormemente el robo a punta de pistola a su hija y su nieto (quienes debido a este suceso decidieron emigrar al exterior) y que además, al padecer una enfermedad terminal, está jugado y por lo mismo dispuesto a todo. Esto lo sitúa como un personaje con características psicopáticas, border y kamizaze. El robo lo lleva al umbral de un límite que desencadena su locura. Llama la atención que en algunas ocasiones este hombre cruel haga ciertas concesiones, indicándole a su presa donde encontrar agua o un alfajor, o disponerse a concederle el último deseo de fumar un porro. Esto podría leerse como cierto sesgo paternal del personaje (ya que el joven podría ser su hijo), pero también como el objetivo de producir un sufrimiento eterno, pues si el joven muere rápidamente el placer sádico (y la película) encontraría su fin. La 4×4 deviene así una suerte de caja de tortura, como lo indica el significativo nombre de la camioneta inscrito en el manual de instrucciones: “Predator”. Ciro se convierte en un personaje con características crísticas, como lo señala la escena en la cual se encuentra recostado en el asiento de atrás, solamente con su calzoncillo blanco y los brazos a ambos lados. La tensión intenta ser rebajada con momentos de humor negro e irónico en la voz de Ferrari, pero más que descomprimir en el contexto de situación, pueden tomar el sesgo de la burla y la provocación. Estas escenas de encierro, lejos de producir un efecto de suspenso o de desesperación en el espectador, lo dejan más bien como testigo de la escena sádica del más poderoso sobre el más vulnerable, como suele suceder en las películas de Cohn-Duprat como El hombre de al lado o El ciudadano ilustre. Ciro no encarna el estereotipo del pibe chorro de baja condición social, sino que tiene cierta sofisticación que se deduce de su vestimenta y de la música que escucha. Aquí el director da cuenta de su posición ideológica al plantear el patrón del delito de robo que se daría en cualquier clase social como herencia directa; única herramienta conocida y aprendida a partir de la transmisión en un linaje. Se trata de aquellos que lo han adquirido a partir de un padre, que no se muestra como garante de la ley, del limite al goce que supone la función paterna, sino como un padre que desafía a la ley y que se coloca en el lugar de la ley misma, ya sea porque no pudieron acceder nunca a un trabajo formal o porque desde un trabajo formal y acomodado han cometido actos fuera de la ley. El problema es que plantea la transmisión recibida en la familia como un destino férreamente marcado, como si se tratara de la única influencia que un sujeto recibe en la vida y como si no hubiera posibilidad de elección subjetiva sobre las determinaciones recibidas. Dentro de la camioneta también está encerrado con Ciro un grillo. Al comienzo apunta a matarlo, luego cuando sufre el hambre está tentado a comerlo, pero en ambos casos se contiene. Hay una superioridad de condiciones entre el grillo y Ciro. El insecto se muestra frágil e indefenso, pero sin embargo, Ciro reprime sus pulsiones de muerte sobre él. El grillo deviene así el soporte de su supervivencia, suerte de “Wilson” del naúfrago que interpretaba Tom Hanks (así como los crayones que encuentra y con los cuales dibuja). El grillo y los crayones son elementos que, habilitando la palabra y la creación, sostienen a Ciro del lado de lo humano y no lo dejan caer en la animalidad depravada y la locura. El grillo como personaje tiene además un significado particular: es un símbolo de la buena suerte, que anticipa un final posible a la encerrona trágica de Ciro; y a la vez es aquello que encarna la voz de la conciencia moral. Así el pequeño insecto pone en boca de Ciro diversos lugares comunes de la sociedad: la xenofobia contra aquel de condición social inferior, o el ya mencionado prejuicio de la ecuación sin salida que iguala a abuelo chorro, padre chorro e hijo chorro. La linea que emparienta a ambos personajes es una de las más interesantes de la película. Los dos, que están fuera del sistema por diversas razones, no tienen nada que perder y son tanto víctimas como victimarios. Pero el encierro del otro diferente, de menor condición social o menores recursos simbólicos, da cuenta del encierro del propio Dr. Ferrari al no poder abrirse a lo otro, a sus circunstancias; y en este punto revela que el mal no está realmente afuera, en el otro, sino que el otro es el soporte de la proyección del propio mal, de las propias miserias y crueldades ignoradas. Hay una desproporción muy grande entre el delito cometido por Ciro y el castigo de muerte que le quiere imponer el médico, y aquí es donde precisamente surge la pregunta de hasta dónde es justo defender por mano propia la propiedad privada en un mundo marcado por tanta inequidad. En este punto es cuando la película extrapola la situación a escala social y retoma entonces la linea del policial – judicial. El Dr. Ferrari mantiene a Ciro encañonado como su presa rehén mientras la policía lo rodea y el tribunal del pueblo lo vitorea y alienta al grito de: “Entran por una puerta y salen por la otra”, “la culpa es de los que defienden los derechos humanos”, en tanto el negociador policial Julio Amadeo (Luis Brandoni) intenta mediar en la situación. Si bien las tres primeras partes del film, obviando el punto de vista adoptado por el director, se sostenían principalmente por la interpretación de Peter Lanzani y en cierto desarrollo del suspenso, la secuencia final decae porque tanto los parlamentos como las interpretaciones de los personajes resultan poco convincentes y forzados. Aquí Cohn se sirve del formato de los exitosos programas de opinión que pretenden dar cuenta de “todas las voces todas”, apuntando a crear debate y controversia entre amigos o familiares, al movilizar al espectador a sumarse al circo romano situándose ya sea del lado del garantismo o del lado de la mano dura fascista. La película da cuenta así de la profunda descomposición del tejido social que es signo de los tiempos de arrasamiento neoliberal, donde valores simbólicos como la justicia y la empatía se encuentran degradados. 4X4 pretende no tomar posición y mostrar el estado de situación social, retratando las diversas opiniones sociales, pero no obstante revela su posición ideológica en su decisión de darle relevancia y lugar al comité moral de ciudadanos de clase media y alta que, con su linchamiento y el vitoreo que instala como héroes a los justicieros mediáticos, ilustra la animalidad depredadora del que tiene más poder sobre aquel en inferioridad de condiciones, apto para ser objeto de sus apetitos de agresión, explotación, abuso, y degradación. No es necesario que la película subraye el estado selvático de la sociedad, que ya conocemos y que se respira diariamente en la indiferencia del anonimato en las calles y en los medios de comunicación que lo fogonean constantemente, mostrando hasta el hartazgo los casos de inseguridad e incitando a tomar partido por la solución violenta. En el estado de situación en que estamos, donde la pobreza y la exclusión social alcanzan picos alarmantes, la obra de arte tendría un efecto más subversivo e interesante si fuera a contrapelo del neoliberalismo financiero que destruye los valores sociales, abogando por una historia que recupere la empatía y la solidaridad social.
Alegoría fantástica de la iniciación: El estreno de una película de origen islandés en la cartelera Argentina es todo una acontecimiento y constituye una rareza, dado que sólo se han estrenado cinco películas de ese país. La última fue Rams (2015), del director Grímur Hákonarson, historia de dos hermanos granjeros enemistados durante 40 años que se reunían para salvar a su ovejas, que eran lo más preciado para ellos. La historia era sencilla pero narrada de manera efectiva, dando cuenta de la dureza de la vida rural, empleando la crudeza del paisaje para simbolizarla. En este ocasión se trata de El cisne (Svanurinn, 2017), opera prima de la realizadora islandesa Ása Helga Hjörleifsdóttir y adaptación de la novela homónima de genero fantástico del escritor Guðbergur Bergsson. La película comienza con un plano general del mar abierto, que irá acercándose a la costa rocosa y a la ciudad costera, mientras la voice over relata una historia de fantasía que tiene como protagonista una niña y cuyo final será dramático. Ya ingresados dentro del hogar, veremos que se trata del relato que una niña le realiza a su hermana más pequeña. Los padres de Sól se han separado recientemente y tanto la familia como ella están en período de duelo por esta separación. Su madre decide enviarla a pasar el verano en una granja en la zona rural junto a sus tíos. Se trata de una costumbre típica islandesa, que apunta a que los niños tengan un saldo de crecimiento a partir de la experiencia del trabajo rural y la independencia de la familia de origen. En un comienzo Sól querrá volver a su casa, pero poco a poco se habituará a las tareas rurales como dar de comer a los animales o arrear el ganado. Sól (Gríma Valsdóttir) es una niña que está ingresando a la pubertad. Es solitaria y tiene talento y fascinación por inventar y narrar oralmente historias fantásticas. Aquí la creación de historias aparece como un modo de trascender el sufrimiento y el aburrimiento. Este mundo de Sól, libre, puro, maravilloso y a la vez oscuro, contrastará con la pura y cruda realidad de la vida, con la cual tomará contacto durante el verano en el campo. Por eso esta película puede enmarcarse en el género de iniciación. Se tratará tanto de la iniciación en el despertar de la atracción libidinal como en la crueldad de la naturaleza humana. Un día llegará Jon (Thor Kristjansson) a la granja; un granjero extranjero que viene a trabajar por la temporada desde hace ya varios años. Jon es un hombre maduro, con quien Sól compartirá la habitación. La afinidad por el placer compartido por las palabras (Jon escribe un diario) despertará la curiosidad y la atracción de Sól por este hombre enigmático, como evidenciarán sus subjetivas posándose sobre diversas partes de su cuerpo cuando se recueste en la cama, así como sus miradas que lo observan desde lejos mientras realiza sus tareas en el campo. A los tíos y a Jon, se sumará Ásta, la hija del matrimonio, que vive en el extranjero donde estudia en la universidad. Ásta se muestra desfachatada y rebelde, cuestionando el estilo de vida de sus padres, pero en realidad es una mujer que sigue aquello que su familia espera de ella. Estudia y se encuentra de novia con un muchacho, perteneciente a una familia de granjeros vecina. Su llegada se debe a la ruptura con su pareja y a estar embarazada de un hombre que no sabe quién es, interrumpiendo sus exámenes en la universidad. Y la atenta mirada de Sól descubrirá un romance entre Ásta y Jon (que cuando lea sus diarios verá que es el que Jon alegoriza en su sus historias). De esta manera Sól sufrirá su primera decepción amorosa. Que durante el viaje en autobús que la niña realiza hasta llegar a la casa de sus tíos tengamos las subjetivas de ella del paisaje enrarecido a través del velo del pañuelo que le ha dado su madre, nos indica que el punto de vista de la película es el de Sól. Ella observa los avatares de la vida de los adultos de la familia. A la directora le interesa conservar el aire de frescura y de incomprensión con que la niña aborda la realidad. De ahí que recurra a lo onírico en ocasiones y al fantástico, aportando un aire de extrañeza que da cuenta de la singular interpretación que realiza la niña en su imaginación de los acontecimientos de los que será testigo: las traiciones y decepciones en el seno de los vínculos humanos de amor. Jon le dirá a Sol una frase enigmática: “La naturaleza nunca pide permiso, toma lo que quiere, es fuente de libertad”. Y a la vez Ásta al percibir el interés de Sol por Jon, intentará disuadirla contándole una fábula: “En el lago, arriba de la montaña, hay un monstruo que se convierte en un Cisne blanco para atraer a los humanos y ahogarlos en el fondo del lago”. La naturaleza, que puede ser bella pero también hostil, se vuelve entonces metáfora de la estructural crueldad, de la pulsión de muerte que habita en el ser humano. El cisne del título en cuestión adquiere entonces dos lecturas posibles. Por un lado es la alegoría del rito de iniciación que Sol deberá atravesar. Se tratará de confrontarse con la vida adulta que impone las reglas de la cultura sobre la libertad del niño y que es fuente de amargura y sufrimientos. Enfrentar al Cisne de la realidad adulta y pasar la prueba será la tarea de Sol en este verano. Sol aprenderá que crecer es doloroso, pero que también se puede sobrevivir, que la sensibilidad volcada en la creación narrativa puede ser una manera de arreglárselas con eso difícil de soportar. Por otra parte, y segunda lectura, el patito feo, esa niña rara que no encajaba en el comienzo, devendrá un Cisne en la medida en que la entrada en la vida adulta no ahogue su potencial de mujer, esa libertad que es lo más propio y genuino de su ser de niña. De ahí que la paleta de colores apagada, que carga el aire de pesadumbre, dramatismo y encierro prevalecerá, en contraste por sobre los momentos luminosos, donde la protagonista abrazará su propio camino. El elenco resulta convincente en sus interpretaciones, destacándose la pequeña Gríma Valsdóttir, y el tratamiento de la metamorfosis en clave fantástica es un acierto interesante, que además dota de belleza sensorial al film. Pero lo mismo que funciona como un valor puede transformarse en un arma de doble filo. El riesgo asumido por la directora al narrar la iniciación de manera diferente hace de El cisne una rareza. Si el espectador no logra entrar en el mundo de Sól con claves para leerla y no logra soportar la atmósfera enrarecida y alegórica del relato, quedará frente a una obra críptica que puede sumirlo en la perplejidad, dejándolo afuera.
Ensayo sobre el neofascismo: Violencia siempre hubo, desde el comienzo de la humanidad. Lo que tienen de particular las manifestaciones de la violencia hoy es aunarse con el fenómeno que Lacan ya vislumbraba con lucidez en su Proposición del 9 de Octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela al decir que: “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”. La cuestión de la violencia en nuestro país, es un tema que el realizador argentino Valentín Javier Diment ha trabajado a lo largo de su filmografía desde el documental Parapolicial negro, apuntes para una prehistoria de la AAA (2010), pasando por esa fábula de ficción en clave de terror que fue El eslabón podrido (2015), hasta la que nos convoca en el presente: La Feliz: continuidades de la violencia (2018). En esta ocasión se trata de un documental que tiene toda la impronta del periodismo de investigación, y que pese a la densidad y el horror de los temas que aborda, logra resultar llevadero para el espectador gracias a un estilo de presentación contemporáneo tanto desde lo visual como lo sonoro y a un montaje ágil, que no obstante, dedica el tiempo necesario a las secuencias claves sin perder profundidad. El documental comienza con un plano general de la vastedad del mar, a partir del cual se localizará la ciudad ícono de las vacaciones que es Mar del Plata, conocida por este motivo como “La feliz”. Lo que el director Valentín Diment nos mostrará no es la postal alegre a la que estamos acostumbrados sino su lado B, su reverso oscuro que es aquel de su realidad social. Mar del Plata es una ciudad con uno de los mayores índices de pobreza en nuestro país y también ha sido el escenario de un incremento de ataques por parte de agrupaciones neonazis en los últimos tiempos. A partir de diversos testimonios en plano fijo y rescatando distintas posiciones, tanto desde lo profesional o la inserción social como desde lo ideológico, y tomando material de archivo del juicio de la causa por ataques neonazis; el documental toma cierto sesgo arqueológico y detectivesco que apunta a dar cuenta de los orígenes de la violencia actual, construyendo así una genealogía de la violencia. La hipótesis que propone el documental, con sustento y labor de investigación exhaustiva, es que habría una continuidad de la violencia en La Feliz que puede rastrearse desde el choque que significó la llegada de veraneantes asalariados a esa ciudad que en los años 30 fue centro de veraneo de una aristocracia que emulaba a Europa tanto en su mirada como en su estilo de vida, pasando por los prolegomenos y los acontecimientos del Terrorismo de Estado en la década del 70, hasta las más actuales manifestaciones de violencia xenófoba entre los años 2014-2016 por parte de grupos neonazis. En el marco de este trabajo cobran importancia los testimonios vinculados al asesinato de Silvia Filler durante la asamblea de estudiantes en la Facultad de Arquitectura perpetrado por integrantes de la CNU (Concentración Nacional Universitaria) en 1971, agrupación católica reaccionaria y de extrema derecha, brazo armado universitario de la Triple A. Asimismo, los testimonios ligados a la represalia de la ultraderecha paramilitar por el asesinato de Piantoni (integrante de la CNU) a manos de Montoneros en el año 75, que derivará en una escalada de asesinatos que produjeron entre el año 75 y 76, apoyándose en la consigna del General Perón del 5 por 1, que hacía evidente la brecha indisoluble entre las distintas lineas dentro del Peronismo. Se destaca también muy especialmente el desgarrador testimonio de Marta García de Candeloro, victima de atrocidades durante su cautiverio en la llamada “Noche de las corbatas”, operativo que consistió en el secuestro, torturas y asesinato de un grupo de abogados y sus familiares en el año 1977 por parte de la dictadora militar, en el cual participaron miembros de la CNU. Es interesante el paralelismo que muestra el documental entre la famosa teoría de los dos demonios para explicar los acontecimientos de los años 70 y la teoría del enfrentamiento entre tribus urbanas para explicar la violencia contemporánea, en ambos casos apuntando a amenguar y quitar responsabilidad en los delitos cometidos por los grupos de derecha, que en verdad actúan usando la fuerza o el patrocinio y amparo del Estado, atacando a colectivos vulnerables y en clara situación de desigualdad. Los ataques perpetrados por grupos integrados por jóvenes neonazis son orgullosamente avalados por Carlos Pampillón, referente del nacionalismo extremo marplatense (Líder de la agrupación Foro Nacional Patriótico), que apoya públicamente al actual intendente por Cambiemos Carlos Fernando Arroyo. Cierto es que cada uno puertas adentro puede profesar la ideología que quiera y que decirse de derecha o tener en su biblioteca bibliografía del nazismo. Pero si la ideología traspasa la esfera pública, perpetrando acciones violentas u avalando e incitando a las mismas, ya se constituyen en delito, y serán los nexos con el poder de policía o la política, los que les permitan cierta protección para que los realicen con cierto nivel de impunidad. Pampillón indigna cuando dice con absoluta liviandad frente a la cámara que “Los militares se quedaron muy cortos; porque hay muchos que están vivos”. Su figura podemos pensarla desde lo que Lacan en El Seminario 7: La ética del psicoanálisis, para referirse al intelectual de derecha, sitúa como “el knave”, es decir el bribón, aquel que no se avergüenza de presentarse como lo que es: un canalla y cuyo cinismo encarna el cinismo del poder mismo. Los grupos neonazis serán llevados a juicio en 2017 y sus integrantes recibirán su condena. Pero lo que resulta inquietante a partir del documental de Diment, es que especímenes de mayor envergadura política, como Pampillón, continúan expresándose y actuando con impunidad y hasta con orgullo narcisista por ser el centro de atención. Y más aún cómo la dinámica y la manera de pensar de estas agrupaciones se continúa en las políticas en materia de Migración o de Seguridad del actual gobierno de CEOs de las Corporaciones. Más allá del la situación puntual de Mar del Plata que toma el documental, lo que hay que destacar es que la película abre a la posibilidad de reflexionar sobre el rebrote del odio hacia el diferente como un problema de nuestros tiempos. El odio apunta a la eliminación del ser del diferente, expresa la intolerancia extrema ante el modo de gozar del extranjero, del homosexual, de la mujer, etc. En el odio hacia el ser del otro, se busca afirmar el propio goce. De este modo, en el rechazo hacia ese goce diferente, lo que se desconoce es que el mal no está en el exterior, en ese otro que es situado como enemigo, sino en el interior de sí mismo. Ciertamente para la dirigencia política y económica, hoy no es necesario recurrir a las fuerzas del orden de las dictaduras para ejercerlo, se puede llevar de manera más sutil mediante una política de libre mercado, que convierta a todos (extranjeros, homosexuales, etc.) en esclavos consumidores, excluidos, desempleados y muertos de hambre. La Feliz: continuidades de la violencia, es un documento revelador y necesario que nos muestra el otro lado de la postal luminosa y banal del verano, donde que el futuro que había entrevisto Lacan en el 1969 como efecto del capitalismo global y homogenizante, llegó para quedarse. Mar del Plata aparece así como el epicentro de una fuerte desigualdad social y de rencores y antagonismos ideológicos que aún no han podido superarse. Al diseccionar la dinámica de los grupos de extrema derecha de los años 70, la propuesta de Diment no se queda simplemente en un puro revisionismo histórico, sino que nos permite visualizar con claridad su continuidad en el rebrote de neofascismo actual, que no es es sino la expresión visible y funcional de las minorías capitalistas que siguen empeñándose en conservar sus privilegios y riquezas.
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