MORRER COMO UM HOMEM no es un fado, tampoco una balada y mucho menos un tango: hereda la melancolía de todos ellos y la transforma en una voz universal sobre la tristeza de los hombres. Tampoco es un melodrama, una comedia o un musical, porque MORRER COMO UM HOMEM es un río con rápidos vehementes y remansos crepusculares. Y es un río que cuando besa la costa descubre duendes y vagabundos perdidos y florcitas silvestres y plegarias atendidas. MORRER COMO UM HOMEM no es una película sobre la muerte, trata sobre vivir como uno quiere, sobre existir como uno puede, sobre irse con dignidad cuando nos llegue la hora y sobre ser auténticos todo el tiempo, porque Dios siempre nos lo permite. Es una película bella porque la belleza es superior a la hermosura y a la juventud, es un paseo por el alma de la gente, una canción que se canta contra la ventana cuando llueve, en un susurro, aunque alguno nos haga callar. Lo más importante es que es una gran película, de esas que no se olvidan tan fácil y cuyas imágenes se tornan indelebles en nuestra experiencia.
El cine de Bruno Dumont remite por su fisicidad al de Robert Bresson: nunca los rostros de la gente pueden ser más expresivos sino cuando uno tiene el suficiente tiempo para contemplarlos y aprehender la autenticidad que nos transmiten, aquello que escapa a la mirada cotidiana. Baste recordar a Pharaon de Winter (el policía que encarnó Emmanuel Schotté en La humanidad) oliendo a los sospechosos para comprender el alcance de esta cuestión que de alguna manera une lo carnal con lo sagrado. Pero HADEWIJCH no se queda ahí; también recuerda a Bajo el sol de Satanás, la película de Maurice Pialat basada en la novela de George Bernanos, aquel escritor que inspirara a Bresson para Diario de un cura rural. Y se parece en que aquí lo divino deviene en perturbación fundamentalista, porque Céline/Hadewijch se ampara en la fe para expresar su inconformismo frente a la sociedad, para legitimar su locura extática o para aprender a cantar como una sirena cuando se acerque un navegante. Algo así fue Hadewijch de Amberes, una poetisa mística del siglo XII, con su desmesurado amor a Dios. Y así está el mundo que no nos damos suficiente cuenta hacia dónde nos dirigimos, nos dice abrupta, explosivamente Dumont, sin religiosidad ni discursos. Por eso HADEWIJCH es tan violenta, tan cercana, tan pasmosa, porque los salvos son los pecadores, y los pecadores son los únicos que observan el mundo con una mirada inocente y resignada.
Película cuya eficacia se desinfla a medida que se acerca el final, que promete más que lo que cumple y con una malicia en la última escena que es una pena que no la transforme en algo más sofisticado.
Siempre me gustó espiar la cara de los espectadores mientras miran la pantalla; en una de esas incursiones visuales noto que un pibe de mi edad se corre unos lugares acercándose a mí. Claro que me dio miedo, porque no había tanta gente en la sala. Aunque había que temerle a la gente grande que un desconocido se te acercara era algo peligroso, y como para escapar había que salir corriendo desde el centro de la fila, uno se exponía a que los demás lo chiflen por interrumpir el espectáculo. Así que me quedé quietito en mi asiento mientras el pibe se acercaba hasta sentarse a mi lado y me extendía la bolsita con caramelos que llevaba en la diestra. Le acerté a un Media Hora instintivamente. “Es la primera vez que vengo solo al cine”, confesó en voz baja sin que le preguntara nada; “tenía miedo de la gente”. “¿Después vamos al Rubí a comer pizza?”, le pregunté, y me hizo que sí con la cabeza. A partir de ahí empezó la mejor parte de La última aventura, la de la batalla de Little Big Horn que perfilaba la muerte de Custer y del Séptimo de Caballería a manos del jefe indio Caballo Loco. Mario también esperaba con más entusiasmo la proyección de Maciste contra el Sheik, y eso significaba que ya éramos amigos. Mario Botti fue mi amigo del cine durante todo ese año hasta que se mudó de barrio y nunca más nos volvimos a ver. Y si entre todos los amigos que tuve en mi vida tuviera que elegir uno para ir a ver EXCURSIONES, sin dudar lo elijo a Mario, porque a esta altura del partido nos hubiéramos emocionado del mismo modo. Bah, creo. EXCURSIONES tiene un título que me trajo a la memoria el Parque Pereyra Iraola en Berazategui o SOMISA en San Nicolás, algunos de los sitios más lejanos a casa que haya visitado con mis compañeros de la primaria o de la secundaria. Y los mayores recuerdos no tienen que ver con anécdotas puntuales sino con esos tiempos compartidos que quedaron encerrados en una foto y que Ezequiel Acuña transformó en una película. Porque de eso se trata EXCURSIONES, de Martín y Marcos patinando en el hielo, de Martín y Marcos tomando la merienda o de Martín y Marcos pasándose factura de algunos dolores, siempre con la excusa de montar una obra de teatro de la que no sabemos nada o con el pretexto de volver frente al mar, allí donde iban de chicos y tan bien la pasaban con Lucas, ese otro amigo que se fue. La película está conformada por momentos mínimos de Martín y Marcos, esos momentos mínimos que en un guión debieran hacer explotar el conflicto pero que en este caso son el conflicto mismo. Trabajada en planos cortos, con apuntes musicales que refuerzan la intimidad que transmiten las imágenes y que le dan al montaje un ritmo sin vértigo, EXCURSIONES vale por la aparente desprolijidad de sus nostálgicos cuadros en blanco y negro y por el contorno agridulce en el trazo de sus personajes. Ni Martín ni Marcos serían lo que son sin ese tiránico hermano indie rocker y sin esa hermana artista que plagia a Chécob, a los que se suman un peligroso performer encantador de serpientes y un atrabiliario teatrista destructor de ilusiones. Es en ese juego de imposible maniqueísmo que Martín y Marcos (sobre todo Marcos) se nos hacen creíbles, cercanos y se permiten reflejarnos hasta transformarse, alternativamente, en nuestros alter ego. Si Martín tiene la impronta de un avión estrellado es Marcos quien tratará de unir sus piezas para darle coherencia a la trama de una amistad a la que de tanto dormir casi se le rompen los sueños. Para esta conclusión son elocuentes dos imágenes: Marcos manejando, solo, el control remoto del prototipo que planea sin ir a ningún lado y sin que nadie lo admire, y Marcos cayendo en la cuenta, junto a una pileta a la que no está invitado, de que aún en la amargura siempre hay tiempo para volver a trabajar en la fábrica de golosinas. En este sentido, además del buen trabajo de dirección y del sólido guión que firman Acuña y Alberto Rojas Apel (Martín), la película descansa en el rostro de Matías Castelli, cuya triste mirada podría convertirse en el ícono de una generación: la de los actuales treintañeros que viven en un aparente vacío y que de alguna forma se emparienta con los años en los que se formaron, esos ’90 que de a poco van quedando lejos pero cuyas cicatrices son cada vez más evidentes. La mirada de Marcos retrata su época sin discursos y transforma a EXCURSIONES en un clásico instantáneo, uno que más allá de las lecturas posibles, aunque cambien las modas, las inflexiones de voz o los acontecimientos, dice que los amigos siempre son esenciales. Si no que lo digan esas últimas imágenes en Eastmancolor que el tiempo amenaza con desteñir pero que de todas formas mantendrán una sonrisa inalterable, la misma sonrisa que teníamos Mario y yo después de comer pizza recordando a Maciste la tarde esa en la que nos hicimos hombrecitos y dejamos de tenerle miedo a la soledad en una sala de cine que ya no existe.
Más urgente que Fuerza Aérea Argentina (aquí no hay una institución que modificar, sino conseguir la libertad de una persona), este nuevo documental de Piñeyro se redime de lo televisivo por la cínica ironía de su factótum, que es más cínica y más irónica en la pantalla de un cine que en el living de tu casa. El tema es importante y su investigación valiosa, ¿pero eso alcanza para que compita en la Competencia Argentina de este festival? Darle espacio en las Noches Especiales o en la sección Panorama, o incluso como apertura o cierre de las competencias, hubiera realzado su función. Aquí no se ponen en tela de juicio los valores de EL RATI HORROR SHOW sino los criterios de selección de la programación del BAFICI. Bueno, lo que uno supone que son los criterios de selección, claro.
Rumania, esta época. Hace veinte años que Nicolae Ceaucescu ha sido ejecutado y sin embargo en Bucarest y alrededores las cosas no han cambiado tanto. Cristi es policía y en misión secreta debe investigar a un chico que fuma marihuana, un grave delito para las leyes de ese país. Pero Cristi no cree que sea para tanto; recién casado vio en su luna de miel en Praga que la gente fuma marihuana en las esquinas y nadie parece preocupado por eso. Entonces se niega a encarcelar al chico y que le caigan siete años a ese chico por semejante estupidez, y a él toda la desdicha en la conciencia por haber actuado sin convicciones verdaderas. Su jefe, pues, lo obliga a buscar la palabra conciencia en el diccionario de la lengua rumana, y luego policía. De acuerdo a este argumento se construye una de las grandes películas que se hayan producido en el mundo en los últimos años, cuya pureza cinematográfica capta el verosímil del presente y lo proyecta más allá de su época a través de larguísimos planos secuencia sin tiempos muertos ni recursos manieristas, con sentido del humor, rigor político y voluntad de despertar conciencias sin discursos ni demagogia, utilizando el lenguaje (el del cine y el del habla) como arma de defensa y no como estandarte en batallas ajenas.
Cuando en 1989 empecé a estudiar cine en la Escuela Superior de Cinematografía dirigida por Manlio Pereyra aún se filmaba en Super 8, se montaba con empalmadora, se pegaba la película con cinta transparente y se proyectaba con proyectores cuyo ruido era un efecto de sonido insoslayable. Aprendí cuestiones cinematográficas manipulando el material y descubriendo que la persistencia retiniana más que un defecto de la vista es una bendición de los sentidos. El video llegó después, no mucho más allá, y las cosas cambiaron porque se morigeraron los sacrificios del rodaje, al menos para los estudiantes de cine. Ayer domingo al mediodía reconozco en la calle Agüero a Lucas Marcheggiano y lo saludo. Lucas me comenta sobre la película que lo tiene como codirector que en Holanda a la gente le conmovió la cuestión de hacer cine sin dinero y que querían pasarle a los alumnos de sus escuelas las películas de Daniel Burmeister para que supieran que hay gente que hace las cosas en forma distinta. ¿Es que EL AMBULANTE trata sobre cómo hacer cine sin dinero? Sí, en últilmo lugar trata sobre eso, sobre hacer cine más que sin dinero con lo que se tiene a mano. Es que no hay cosa más importante que el cine, que encerrarse en una sala oscura a comprender cómo se vive en el mundo, y para eso no es necesario meter tanto la mano en el bolsillo sino saber mirar alrededor. Pero bueno, uno ha crecido, y como ha crecido la primera impresión que tiene de Daniel Burmeister es que es un chanta de película. Burmeister ideó un sistema para vivir de arriba que consiste en ir de pueblo en pueblo, por el interior de la Argentina, con la excusa de filmar con su cámara Super VHS historias como Matemos al tío haciendo participar como actores a los habitantes del lugar, exhibiendo el video más o menos al mes en el salón de la iglesia a precios módicos y vendiéndoles la copia del trabajo a los participantes, sus parientes y vecinos; durante el tiempo que dura su estancia en el pueblo Burmeister vive de las provisiones que le da un almacén y en la casa que le presta la intendencia del lugar. A las autoridades del pueblo las convence con las cartas de intención que otras autoridades redactaron tras su paso por la comunidad. Hay que sacarse el sombrero porque el viejo Burmeister es un capo de aquellos: hace 14 años que vive de eso y aunque tiene un Dodge destartalado hace lo que se le canta y hasta tiene un millón de amigos. Y ahí entonces se acaba eso de pensar con sorna sobre la gente cuando uno le tiene (¿sana?) envidia, porque uno es un sentimental y Burmeister tiene un millón de amigos. Uy. Tiene un millón de amigos... En EL AMBULANTE Burmeister llega al alba y se va al atardecer atravesando un camino polvoriento. Tiene el aspecto de personaje secundario en alguna comedia entrañable: afable, de hablar pausado y sereno y mayor como un abuelo. De a poco pero sin pausa vamos conociendo su modus operandi, a las autoridades de Benjamín Gould, al intendente del pueblo (un hombre gordo enorme con más cara de asombro que de desconfiado), a la almacenera, a un remisero, a los bomberos. Y es así que cuando llega el momento del casting uno haya perdido la aprensión inicial y sienta que lo quiere a Burmeister, tanto como para ir a Canals con él para convocar a algunos actores de ese pueblo vecino y que ya se hicieron famosos en otra secuencia de casamiento. Porque la película que filma Burmeister en Benjamín Gould, en Córdoba, al filo de Santa Fe, es la número 58 con uno de los cuatro o cinco guiones que Burmeister tiene en la manga para tales efectos. Y algo llama la atención a esta altura del relato: cada vez que Daniel Burmeister dice la palabra película el acento en la i estira la vocal y las eles suenan más musicales aún, como si esa palabra lograse proyectar sus más profundos secretos e intereses. Entonces tomamos conciencia que no veremos Matemos al tío sino que estamos viendo una película que diluyó las marcas del género documental como si fuera una acuarela humedecida por la emoción. Si Daniel Burmeister nos resulta más grande que la vida es porque Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich supieron observarlo sin calificación y nos muestran su trabajo concientes de lo que producen pero sin segundas intenciones. Lo importante para ellos es el trabajo de Burmeister, no EL AMBULANTE: quizás las películas de Burmeister no sean buenos ejemplos cinematográficos ni películas que rompan moldes establecidos para crear nuevas formas. Las películas de Burmeister son documentos políticos precisos porque consiguen fomentar el bien común y atienden el derecho humano de la gente de verse reflejada por el arte, no importa su envergadura técnica o su aliento de posteridad. Daniel Burmeister vive de esto, de filmar la vida de la gente, su propia vida; no vive con holgura ni tampoco es millonario, pero como Shane en el western de George Stevens tiene una misión que cumplir con las familias argentinas y luego se podrá ir satisfecho caminando hacia el sol a soñar el sueño de los héroes.
Sobre la melodía del amor En 2004 Dani Umpi publica Miss Tacuarembó, una novela que, más allá de la película cuyo comentario nos ocupa, está llamada a ser referencia literaria de una época (esta, o la de hace apenas un ratito). En Miss Tacuarembó Umpi crea un personaje que se moldea en base a clichés de la cultura de masas y que es tan antipático como patético, quizás como algunas aristas puntiagudas de la tan vapuleada cultura. Pero la novela no se queda ahí; en la cita que ilustra esta nota podemos distinguir un yo y un ellos tan reconocibles que asustan, por lo marcados, por lo deformes. Miss Tacuarembó le habla a la clase media latinoamericana desde su propia hipocresía y por eso la segura referencia que pasado el tiempo habrá que hacer de este texto indispensable, amén de su prosa impecable e iconoclasta. La traslación al cine de un texto que brilla por su inteligencia no necesariamente podía ser segura, ni tampoco necesaria. Pero Martín Sastre (un videoartista cuya ironía se viste de aparente superficialidad y sinsentido) vio en Miss Tacuarembó el germen de su opera prima y el vehículo ideal para profundizar algunos conceptos de su obra. De acuerdo a su página web, Martín Sastre sostiene una fundación que facilitó becas de investigación para tres artistas alemanes en Montevideo, investigaciones que estos artistas debieron realizar con apenas cien dólares al mes. La fundación de Martín Sastre se llama The Martín Sastre Foundation for the super poor art. ¿Es esto una excentricidad? Todo depende de cómo se lo mire. Como ocurre con su película, que a simple vista pareciera ser una traición al texto original. Miss Tacuarembó tiene una narradora llamada Natalia, de quien nos referimos brevemente más arriba. Una muchacha como ella no solamente debía tener el cuerpo sino también el fulgor de Natalia Oreiro. Actriz, cantante y empresaria, Natalia Oreiro no se queda en su cómodo lugar de celebridad: desde hace ya muchos años brilla con luz propia y los riesgos artísticos que toma la cimientan cada vez más como una personalidad a imitar. Natalia Oreiro no es una gran actriz, es cierto. Es una gran estrella, a lo mejor la más grande que diera el Cono Sur en los últimos veinte años. Pocas, muy pocas figuras, pueden soportar el rigor de un primer plano cerrado con tan poco maquillaje, y además, a través de brillo de sus ojos, hacernos creer que tiene 18 años y redimensionar con su convicción una película que siempre está a la orilla del pantano. A las grandes actrices a veces se les nota el esfuerzo. Tenemos que dejar algo aclarado, porque todavía no lo hemos dicho: Dani Umpi, Martín Sastre y Natalia Oreiro son uruguayos. Y pese a que la película es una coproducción con la Argentina y España, es tan uruguaya como las cuchillas. El gentilicio es un orgullo aunque parezca chauvinista, y por lo visto aquí MISS TACUAREMBÓ se ocupa de declarar el orgullo que siente por cada una de sus imágenes. Esto, además de ser lícito y necesario, es un acto de amor. Es un acto de amor hacer que un texto complejo por su resonancia se transforme en un musical apto para todo público con canciones pegadizas y coreografías que nos piden acompañar el ritmo, porque aquí no hay conexión directa con presente alguno ni tampoco juicio a ninguno de los pasados; MISS TACUAREMBÓ pareciera decirnos que el libre albedrío se reformula en todas las épocas, por lo que abrevar en las telenovelas de los años ’80 (lejos de asimilarse a la mera estética posmoderna) establece un certero verosímil del comportamiento social en relación al consumo de las últimas tres décadas, décadas de vuelta y recambio democrático en la mayor parte de Latinoamérica. Por otra parte la heroína habrá de descubrir por sí misma que su origen es fruto de un tiempo al que los demás le dan la espalda, mientras desde la imagen se le quita brillo al ayer y se lo muestra como en una foto vieja, para que el espejo no deforme nuestra mirada ni nos provoque añoranzas insustanciales. Y también es un acto de amor permitirse la libertad de expresar cuán humana es la religión, porque no existe otra forma real de acercarse a Dios ni tampoco de tener fe, incluso en los pueblos chicos de los que la gente quisiera escapar y no puede. Estos tópicos están presentes en la banda sonora (la guitarra acústica y la voz de Natalia Oreiro cantando What a feeling, la canción de la película Flashdance, es tan cercana como el cartel de bienvenida a Tacuarembó, cuna de la patria gaucha uruguaya), en la fotografía (la textura de la imagen en las distintas instancias del relato es tan sutil como intencionada, yendo del papel Kodak a la diáspora digital), en la dirección de arte (¿si no por qué las Barbies de María José y María Noel estarían envueltas en celofán?), y en las conexiones que el guión establece y que se disfrutan si se presta atención (Natalia se la pasa rompiendo la imagen de San Expedito, que no es Enrique, el San Expedito de Cristo Park que la enamora, ni tampoco Enrique es Enrique sino que es Luis Alfredo, y Luis Alfredo es el nombre del personaje de Carlos Mata en Cristal, y Natalia se hace llamar Cristal para escaparle a su identidad mestizada…). Por eso MISS TACUAREMBÓ es una película importante, conciente de su alcance y por eso mismo vulnerable. No es una de Disney como dijeron en la publicidad y a lo mejor por eso no tuvo el suceso que se esperaba: en una de Disney dos chiquilines de ocho años no cantan el tiempo se pasa y todo se olvida / nadie nos entiende, seguro que no / tenemos que irnos de Tacuarembó; esos chiquilines ya saben, lamentablemente, que el último en irse apaga la luz. Es una película más amarga que ácida, idealista sin pregonarlo, y que se permite dejar atrás las colinas de Hollywood y seguir viaje con una sonrisa en los labios y la esperanza de ser un poco mejores ahí donde estemos y allá donde vayamos.
Sobre el amor, que es un cactus Las plantas cactáceas son endémicas de América y las Antillas y se caracterizan por poseer una areola, estructura generadora de espinas, nuevos vástagos y flores. Parece que semillas de las cactáceas viajaron al Viejo Mundo en el tracto digestivo de las aves migratorias no hace muchos cientos de años lo cual indica que el estoicismo de un cactus y sus espinas son nuestros, de aquí mismo, poética herencia de los pueblos originarios. Pero volviendo a las aves, ¿podría una canaria llevarse nuestra semilla? Los estoicos (no los cactus) propugnaban que el hombre alcanza la libertad y la tranquilidad guiándose por la razón y la virtud y no a través de los bienes materiales. La razón y la virtud tornan imperturbables a los hombres, razón por la cual bien podría decirse que Jara es un estoico. Un estoico metalero y montevideano, que tal vez parezca un cactus porque de tan grandote mete miedo. En realidad, y es la mayor virtud del cactus evidentemente, Jara es una areola entera porque es capaz de prodigar nuevos retoños y flores de su alma, pero mejor que nadie lo sepa. El, ahíto en su cubil de vigilancia del supermercado, pasa sus noches sin sueños, durmiendo de a ratos e insumiso a su destino. Pero si los canarios tuvieran la posibilidad de volar por los desiertos, seguramente que Julia merodearía a Jara. Julia es una canaria venida del interior del país como cualquier otra, pero tiene afán de golondrina o de paloma, y está a punto de desplegar las alas de Jara mientras Jara la observa desde el monitor y le acerca y le aleja la cámara para mirarla mejor, más que como un lobo feroz, para aquietarse las olas de sus ojos verdemar. Julia es una empleada de limpieza del supermercado, algo negligente y con otras esperanzas. Una botella que encalló en la playa sucia de Montevideo, y que más que un mensaje seguramente guarda un beso en su interior. La gran virtud de GIGANTE es que jamás se aparta de su personaje, porque todo gira alrededor de su pequeño mundo: tanto las situaciones del guión como la puesta de cámara responden con precisión a la subjetividad de Jara, sin reforzar, sin subrayar, sin invadir. Esto es mérito de Adrián Biniez, autor de un film tan particular como conmovedor, que es cierto que puede parecerse a filmes como Marty (al guión de Paddy Chayefsky y a la película de Delbert Mann de 1955), a la estética de Aki Kaurismäki o en ciertos aspectos rozar el tema de la sociedad manipulada como en La naranja mecánica (en la novela de Anthony Burgess o en la película de Stanley Kubrick de 1971), pero que prefiere asimilarse a la vida sencilla de esos padres ancianos de Una historia de Tokyo (Yasujiro Ozu, 1953). Para decir esto último baste observar una secuencia determinante, esa en la que Jara elige una plantita y que en principio no tiene ni ton ni son con el relato, que no se sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va. No está mal que lo digamos aquí: esa plantita Jara la elige para dejársela a Julia una noche en el pasillo que le toca limpiar entre las góndolas, una plantita que Julia descubrirá sola, sin testigos alrededor, tan solo con una cámara que le sigue los pasos y que esta vez la guiará por otro rumbo. La plantita es un cactus, un cactus pequeñito con una flor recién florecida. Quizás por eso GIGANTE no sea nada más que la historia de un hombre que se enamora hasta la obsesión, ni tampoco una comedia romántica ni una radiografía de costumbres. Si GIGANTE se escapa de los conceptos se debe pura y exclusivamente a que la presencia de Horacio Camandulle como Jara es insustituible. El trabajo de Camandulle se vuelve inolvidable por los matices de esa mirada que tan bien disocia un cuerpo enorme; mezcla de Matti Pellonpää (el protagonista de las mejores películas de Kaurismäki) y de Gérard Depardieu (ese Depardieu de La última mujer, Marco Ferreri, 1976), Camandulle logra que Jara imponga su humanidad cuando su manota reacciona al feroz piropo de un taxista, cuando sus puños imponen justicia desde el lugar menos pensado o cuando sus ojos se asombran cuando se encuentran con los de Julia. En esas pinceladas Horacio Camandulle transforma su oficio en un acto de amor, quizás porque entendió cabalmente de qué se trataba esta película, nada más que de pasear juntos por la playa cuando seamos viejitos.
Sobre la independencia Qué lindo pelito tenés es lo primero que la madre le dice a la hija después de tantos años de desencuentro, y la acaricia como si fuera una muñeca. En esas palabras y en esa imagen (una imagen altamente contrastada y en blanco y negro, por qué no sucia, y que más que descubrimiento es pura evocación) radica la esencia de MA FILLE, la segunda película de Enrique Stavron que se estrena este año: aquí uno no va a encontrarse con sorpresas narrativas ni con prolijidades formales, porque si así hubiera estado encarado este trabajo seguramente no hubiese causado efecto. Y el efecto perdurable que MA FILLE produce en las emociones lo consigue por ser una película libre que se construye mientras sucede, y que si remite a un pasado (el de los personajes, el de nuestra historia común) es porque se acerca hondamente a lo subjetivo. En MA FILLE se habla del exilio, de la pérdida y del abandono, pero también de seguir vivos. Susana, la madre, una actriz que debió irse a Francia por la sensación de peligro que vivía en Buenos Aires, tiene una hija a quien luego de un tiempo deja con el padre para regresar a su país. Y cuando Susana vuelve después de haber vivido es como si hubiese dejado las miguitas en el camino para saber que por allí está el retorno. Por eso que Susana efectivamente haya abandonado a su hija no duele tanto; es que nunca se separó de ella, simplemente está en otro punto, siempre a mano, tratando de que la ausencia sea presente, un viaje perpetuo. Porque queda claro a partir de esta historia tan cercana que quien sufrió exilio no vuelve jamás porque nunca se ha ido, y que los hijos siempre tienen padres porque nunca se pierden las preguntas, en ningún momento de la vida. Por otra parte MA FILLE es una película realmente independiente. No solo porque esté totalmente alejada de las formas de producción habituales, sino porque Stavron solamente le rinde cuentas a sus necesidades de contar una historia para entregar un trabajo cuya sinceridad es la indiscutible extrañeza. ¿Por qué es extraña la sinceridad? Porque Stavron la ofrece y no pide retribución, porque no levanta falsos testimonios y porque ama a su prójimo como a sí mismo. Esa suciedad de la imagen (visual y sonora) es invisible porque aunque Susana tenga un fuerte acento porteño en su francés y su hija Isabelle no pueda ocultar que es extranjera, en los primeros planos de la madre y de la hija se tiene tiempo de ver cómo laten sus ojos. Sí, claro, las actrices están actuando, pero la cámara de Stavron está todo el tiempo tratando de encontrar una verdad: la de los personajes, la de la película, la que uno cree. La verdad en la que cree Stavron, esa que se encuentra con la gran mentira del cine cuando se juntan sus caminos paralelos.