A great detective but a lousy cop… John Michael McDonagh, hermano de Martin McDonagh, director de In Bruges, toma prestado a Brendan Gleeson y alguna que otra cosa más de esa gran película de sicarios. Comedia negra. Buddy-cop movie con el típico formato policía bueno, acatador de las reglas, serio, formal, rígido, obediente, con vocación de servicio, y policía malo, irreverente, políticamente incorrecto, mujeriego, sarcástico. Juntos se embarcan en una misión para desarticular una red de narcotráfico.
La Llave del Cofre de la Infelicidad Hace un tiempo escribí la crítica sobre Biutiful de Alejandro González Iñárritu, en la que citaba un texto de Pauline Kael sobre el efectismo, los golpes bajos y la manipulación del espectador en el cine, cuando una serie de decisiones se toman con el único propósito de llevar al espectador a que tenga tal o cual reacción...
De cómo conocí a Jason Bateman, de las series y otras cosas más Justamente en este último número de El Amante publicaron un especial sobre series. No me gustan las series; me suelen parecer bobas y, básicamente, me aburren. No se si tiene que ver con el trastorno de ansiedad que sufre Leonardo D’Espósito, aunque sí lo sufro pero no es esa la causa de mi no gusto por las series. Me gustan las películas, lisa y llanamente. Me gusta ver algo que empieza y termina en el lapso de, digamos, máximo 3 horas. Me meto en la historia, me compenetro hasta le médula y salgo de ella para volver a mi realidad. La serie continúa y eso me da paja. Amen de que no me suelen interesar las tramas. ¿Y todo esto viene a colación de qué? No voy a negar que algún que otro capítulo de alguna que otra serie he mirado, solo para corroborar que no me gustan, pero no me desagradó del todo lo que vi (Carnivale, Epitafios). Pero hubo una serie a la que le dediqué un poquito más de tiempo, a la que pescaba algún sábado al mediodía tirada en la cama viendo qué hacer con mi fin de semana: Arrested Development. ¡Qué locura por favor! Una serie disparatada por donde se la mirara, con personajes disfuncionales, excéntricos, totalmente de la nuca, con un guión aun más delirante y situaciones hermosamente bizarras. En el medio de esa familia y esos conflictos, estaba Michael Bluth (Jason Bateman), el personaje principal, que trataba todo el tiempo de encontrar un equilibrio entre la demencia generalizada de sus padres y sus hermanos y la notable madurez de su hijo George Michael. Y Jason Bateman era eso, un tipo contenido pero al borde de la locura, manipulador pero sensible, por momentos inteligente, por momentos pusilánime. Y en Horrible Bosses, Bateman es Michael Bluth. Lo vemos al borde del desborde (linda frase) pero nunca se termina de ir al reverendo carajo, está ahí y boya entre perder la cabeza y racionalizar lo que le pasa. Tiene una mirada ligeramente psycho pero nunca le da rienda suelta a su costado más perverso (si bien planea matar a su jefe, nunca se lo ve plenamente convencido de hacerlo). Y no se si esto es un atractivo o un defecto de Bateman, esta dualidad, esta indecisión interpretativa. Quizá sus personajes así lo piden pero me da la sensación de que es su marca registrada. Aun cuando hace chistes, aun cuando aspira medio quilo de cocaína, Bateman está siempre contenido. En cambio, Charlie Day es otra historia. Day sabe irse al carajo y eso se explota en la película. Charly Day es como Seth Rogen. Es un tipo que hace un gran laburo con la voz (uy, como la tengo con esto últimamente); mucho de su comicidad radica en esto, en la forma y el tono en el que dice lo que dice. Hay mucho laburo corporal también en él, pero su fuerte está en la manera de expresarse. Y con Rogen me pasaba lo mismo. Siempre estuve convencida de que su encanto radicaba más en su voz y su manera de entonar las palabras que en sus capacidades interpretativas o su versatilidad actoral. Y Jason Sudeikis es una especie de intermedio. Tiene un aire un tanto extraño e indescifrable en la película. Por momentos parece gay y por momentos es un tipo desaforadamente sexuado y el más heterosexual de todos. Pero no convence y se desdibuja bastante al lado de Bateman y Day. Nota aparte, ya que no puedo usar tanto paréntesis: tener a Jamie Foxx, que es uno de los African-Americans más calientes del cine (aquí vuelvo a hacer una nota mental de mi reverenciada Miami Vice para deleite de mi colega Jose Luis) y a quien admiro profundamente (esto es de perogrullo porque ¿quién no admira a Jamie Foxx?), en un papel como el de Mother Fucker Jones, es raro. Por un lado aporta cierta cuota de humor e imprevisibilidad a la historia y, por otro, está muy desperdiciado y se pierde bastante en el conjunto. No puedo evitar pensar: “¡si lo tenes ahí, usalo un poco más!” A nivel humorístico la película funciona intermitentemente. Funciona gracias a los detalles, en las conversaciones entre los tres amigos (por ejemplo cuando hablan de quién es mas “violable” en el caso de que fueran a la cárcel; o el chiste sobre “mostrarle los 50 estados” a una mina a la que Kurt le quiere dar -que, a partir de esta película, eso es un chiste-; o cuando hablan sobre cómo a Kurt le gusta meterse cosas en el culo, y la insistencia sobre eso). Pero no funciona en cuanto a la construcción del guión, en cuanto a la historia en sí. Lo que arranca como una trama de espionaje y estrategia para aniquilar a 3 jefes termina siendo un sinfín de situaciones ridículas que se resuelven de manera absurda y poco creíble. Y si de ridiculez hablamos, los 3 jefes son el arquetipo de la ridiculez, una hipérbole de aquellas características que personifican. Son lo obvio, lo axiomático, lo más redundante de todo el film. Se puede hacer humor sin necesidad de ser grotesco y en eso falla la película, en el hecho de que los tres jefes rayan lo ridículo e inverosímil al ser tan excesivos. La sexópata de Jennifer Aniston (leí en una critica alguien que decía que Jennifer no resultaba creíble; para mí es creíble pero le falta contexto para terminar de serlo; no tenemos idea -y parece bastante ridículo- que semejante mina quiera entrarle a todos los tipos que se le cruzan, más allá de que sea sexópata) se come todos los alimentos fálicos habidos y por haber, entre otras tantas cosas. El hijo de puta insensible de Kevin Spacey (claro, tiene una esposa que se parte y que le mete los cuernos, por eso es un psicópata que detenta toda la autoridad posible en el ámbito laboral porque en su vida es un loser) no dejó que Nick fuera al funeral de su abuela y le llama la atención por llegar dos minutos tarde. La basura discriminadora de Colin Farrell (casi irreconocible, con la lamida de vaca más inmunda jamás vista, absolutamente over the top) quiere echar a la gorda (que es gorda, no está embarazada) y al que está en silla de ruedas porque le da impresión incluso mirarlos. Todo llevado al extremísimo extremo. Algunos buenos actores un poco desperdiciados, personajes obvios y situaciones inútilmente disparatadas hacen que la película no funcione tanto como podría haber funcionado. No hace falta tener estos jefes para fantasear con matarlos (e incluso llevarlo a cabo). Si no solo basta con preguntarle a esta fiel servidora.
¿Cómo es posible construir un mundo mejor? Desterrando la venganza y enseñando al mundo, a las generaciones venideras, que la violencia solo genera más violencia y no soluciona nada, por el contrario, empeora las cosas y nos vuelve seres humanos despreciables. No hay salida de ese lugar, no hay retorno, no hay construcción posible desde ahí. Partiendo de esa premisa, la película construye dos historias, dos tramas, en dos escenarios tan disímiles como similares, e ilustra cómo ciertas decisiones pueden traer las peores consecuencias, aunque esas consecuencias tengan que ver con el ámbito más privado del ser humano, con su propia consciencia y su culpa. Cómo es posible que algunas personas viven inmersas en un mundo de extrema violencia y crueldad mientras otras, ahí al lado, rehúyen esos sentimientos y eligen construir un mundo mejor. La película no es platónica ni idealista en ningún sentido; ambas realidades conviven en todos los universos, incluso en los universos individuales de cada uno de nosotros. En nuestro interior siempre existe, existió y existirá la pugna entre la venganza y el perdón, entre lo más vil y lo más noble. Bollamos entre uno y otro sentimiento y a veces se impone uno y otras veces se impone el otro. Y la película apunta a esa disyuntiva interna, a ese sitio en el que sabemos que podemos claudicar si nuestras convicciones no son del todo firmes y si nos permitimos un momento de duda. Y el gran acierto del film es justamente mostrar esa dualidad, esos matices, en cada uno de los personajes. Sussane Bier se toma su tiempo para construir minuciosamente los caracteres de los personajes, para ir develando, de a poco, en cada uno de ellos, los sentimientos que van aflorando, al punto de ponerlos en determinadas situaciones en las que los vemos sufriendo, desgarrándose por dentro, al saberse testigos de atrocidades y sin poder hacer nada al respecto. Y es así como la directora nos muestra estas historias paralelas, estos mundos tan distintos, conectados en ese aspecto, en la inevitabilidad de la violencia y la venganza, en ese punto de unión entre ambos que tiene como eje a Anton. Por un lado, un campo de refugiados en África, en el que Anton trabaja como médico y, por otro, la historia de dos chicos, amigos de la escuela, uno de ellos hijo de Anton, en un pueblo tranquilo de Dinamarca. Anton va y viene, entra y sale de estos mundos, y en ambos lucha contra la peor enfermedad conocida: la violencia humana. Y en el mundo en el que vive su familia, es su hijo quién se verá involucrado en situaciones terribles, de la mano de su amigo Christian, que recientemente perdió a su madre y está en pleno proceso de duelo. Por lo tanto, somos testigos de la inocencia de dos chicos, que hacen lo que hacen porque lo ven como una travesura –y porque las figuras adultas están relativamente ausentes o inmersas en otros conflictos–, y de la intencionalidad absoluta de la conducta de ciertas personas cuyo único propósito en la vida es infligir dolor a otras. Pero la raíz de ambas es la misma y es la que la película se encarga de denostar y aborrecer. Pero también se encarga de enaltecer ciertas cualidades, como la humanidad, la capacidad de perdonar y, por sobre todas las cosas, la responsabilidad de los adultos de impartir valores mediante la conducta, de educar con el ejemplo, y no con la palabra como la mayoría suele hacer. Si no hay un correlato entre lo que se dice y lo que se hace no hay enseñanza posible, y lo que vemos en este film es justamente eso, un padre con la responsabilidad –bien asumida y bien usada– de educar a dos chicos de 10 años en un momento crucial de sus vidas. Anton tiene conflictos internos con respecto a esto, pero su convicción sobre qué elige mostrarles es inquebrantable y la sostiene incluso en situaciones humillantes para él. Y en esos momentos se debate como también lo hace en una de las escenas más impactantes de la película por el contenido dramático, la escena en la que matan brutalmente a Big Man (un terrateniente de la zona del campo de refugiados de África, que mutilaba mujeres por diversión), una secuencia increíble por la fuerza y por el impacto que tiene en los espectadores; nos metemos en la situación, nos metemos en la cabeza de Anton y sufrimos a la par de él, no por lo que está pasando en realidad –porque estamos de acuerdo con la venganza, no hay duda de eso– sino porque vemos y sentimos en carne propia su angustia, la vemos en su mirada de desahucia, de desesperación, de mezcla de sentimientos porque él sabe que lo que está a punto de ocurrir es lo correcto pero, al mismo tiempo, no comulga con ese tipo de actos de violencia. Y la música en esta escena ayuda sustancialmente a generar esa sensación, y va creciendo en intensidad dramática conforme avanza la secuencia hasta llegar al clímax en que el acto se está cometiendo y ya no hay vuelta atrás. Y, en ese momento, uno siente el dolor de Anton, lo observamos en su rostro, en su forma desesperada de moverse de un lado a otro, en la consternación de su mirada. Y después lo vemos cuando trata de hablar por Skype con su hijo pero no puede, las lágrimas le brotan de los ojos y no puede disimularlas. Y así es como la película construye y nos enfrenta a esta dicotomía que todos los seres humanos tenemos adentro, a la posibilidad de perdonar y a la posibilidad de causar daño, a la bondad y a la nobleza frente a la sed de justicia y venganza porque, en definitiva, todos y cada uno de nosotros vivimos ambas realidades y optamos a veces por una y otras veces por otra. Porque quizá solo el Ruiseñor de Andersen sea capaz de pregonar la bondad más absoluta y pura, quizá solo él tenga esa capacidad, mientras le canta al emperador y le salva la vida.
Un Mundo Feliz. Claro, el título original lo dice, Barney’s Version, y es su versión de la historia, el repaso de toda su vida desde su perspectiva. Porque en definitiva siempre es así, no contamos la verdad de nada, solo nuestra percepción de cómo ocurrieron los hechos. Y eso nos da un abanico de posibilidades, una gran cantidad de versiones, de todas las personas que hayan estado involucradas en un episodio, en un fragmento de la vida de alguien. Y lo tenemos a Barney, un Paul Giamatti increíble, como siempre. Porque Giamatti es un tipo que, independientemente del papel que interprete, le agrega a la historia ese condimento especial, ese sabor único, ese gusto particular que, como en un plato exquisito, no podemos identificar bien de qué se trata pero sabemos que nos gusta. Y eso me pasa con él. ¿Por qué? Por varias razones, todas muy simples pero no por eso menos valederas. El Giamatti de ficción es un tipo inteligente y sumamente pensante y analítico, y el Giamatti de la vida real probablemente también lo sea; sí, no es una boludez lo que digo: esta cualidad se le nota y es explotada 100% en la pantalla. No importa que encarne a un loser, a un escritor virtuoso, a un policía obsecuente, a un tipo enamorado de un chica de un cuento, sus personajes siempre dejan entrever esa cosa de que el tipo es brillante, que la tiene clara, que se ríe de si mismo y de los demás. Sumado a esto, así como Al Pacino es un tipo que labura con la mirada, Giamatti labura con la boca, con la voz. Cada actor tiene lo que yo llamo su “caballo de batalla”, una característica que lo diferencia del resto y que está presente en todos sus personajes, y la suya es esta. Giamatti tiene una dicción perfecta; no se por qué pero siempre me llamó la atención eso, que el tipo te articula las palabras con esa voz ronca, con cuerpo, y las palabras adquieren otra presencia cuando salen de su boca. Me da la sensación de que cualquier parlamento que pronuncia se enaltece gracias a esta hermosa característica. Además de este rasgo inusualmente atractivo, Giamatti es un actor que se mete en sus personajes, que realmente se mete, los analiza, los desmenuza y te da esto, representaciones magnificas de individuos, nada más ni nada menos. Hace del ser humano aparentemente más común del mundo algo extraordinario. Me acuerdo de la película suya que más me impactó, Entre Copas, una película hermosa, con un argumento simple pero cautivante, un film perfecto, gracias, en gran parte, a él, a su dicción, a su inteligencia y a su amor por su personaje. Creo que Giamatti se enamora de sus personajes (como lo hace de sus mujeres en la ficción) y sabe sacar como nadie lo mejor de ellos. Me encanta eso en un actor, me encanta cuando veo pasión en la composición del personaje, y él es eso, pura pasión, desde el movimiento, desde la caracterización física, desde la mirada, desde la manera de hablar, desde todo punto de vista. Gracias al director Richard Lewis (de quien no se casi nada -excepto lo que leí ayer en el folleto del cine, que dirigió algunas series, con lo cual no me interesa para nada-), podemos deleitarnos también con un par (o sea dos, nada más -ni nada menos-) de actuaciones soberbias. Dustin Hoffman es reverencial. Es el padre de Barney, judío hasta la médula, ex policía, y el padre más increíble del mundo, el padre que todos soñamos tener. ¿Por qué? Por una línea que dice en una escena; solo basta escuchar esa línea para saberlo. Barney le dice en un momento que encontró al verdadero amor de su vida, que no es su esposa con la que acaba de casarse, que se quiere divorciar e ir a buscar a esa chica; el padre le da un par de consejos geniales pero no muy útiles, hasta que en un momento le dice: “Ok, let’s do it”. ¿Y qué más necesita un hijo? ¿Qué otra cosa necesitamos aparte de la incondicionalidad absoluta, el hecho de saber que los viejos de uno están y van a estar, y nos acompañan en cualquier decisión que tomemos? Y que nos apoyan porque les basta saber que eso que estamos eligiendo es lo que queremos; eso que Barney quiere es suficiente para que el padre le diga “estoy con vos en esto y lo vamos a hacer juntos”. ¿Acaso no es lo único que le podemos pedir a nuestros padres, total incondicionalidad y confianza? Durante esa escena, yo anoche, en el Cine Club Núcleo, lloré como una pelotuda, más que en cualquier otra escena. Y es así cómo vemos que Barney ama a este padre, no permite que nadie le falte el respeto, ni su suegro ni nadie, y así es como lo llora cuando muere, lo llora y a la vez se alegra porque sabe que la vivió y que murió feliz. Creo que vi pocas películas en mi vida en las que en una escena, en el diálogo de una línea de una escena, se sintetice tan maravillosamente lo que es el amor incondicional entre padre e hijo. Y también vemos lo que es el amor (casi) incondicional entre marido y mujer, por la otra gran responsable del atractivo de la película, Rosamund Pike. La mezcla que tiene esta mujer de mina dulce, inteligente, comprensiva, melancólica, sensual y otros tantos adjetivos es hermosa de observar. Hacia el final de la película como que la cosa se vuelve un tanto predecible y sus reacciones, muy predecibles también, pero eso no oscurece de ninguna manera su presencia en la película. Y para mí las grandes actuaciones se ven en lo macro y en lo micro, en lo más ostensible y en lo mas pequeño del personaje, en lo general y en los detalles y matices: en la escena en la que ella le dice a Barney, mientras le agarra la mano en la cama, “deja de hacerte el mártir, no te vas a dormir al living, no dormimos separados”; en la forma de mirarlo; en la manera de ponerse el pelo atrás de la oreja; en la forma de hablar. Rosamund Pike es simplemente hermosa y en esta película lo vemos en cada escena en la que aparece. Y lo que trato de esbozar en esta crítica es lo siguiente: esta es una película de actores. En sí, la historia, qué se yo, no es la gran cosa, no hay mucha incógnita ni suspenso; ya sabemos de entrada cómo termina casi todo, vamos descubriendo un poquito cómo es que pasaron algunas cosas. La vida de Barney es interesante de cierta forma, pero no es lo que verdaderamente atrapa de la película. Lo que verdaderamente atrapa es lo que le imprimen estos actores de puta madre.
Sí, no me gustó Super 8, ¿y qué? Tenía tanta pero tanta expectativa con esta película que terminó pasando lo que generalmente pasa cuando las expectativas son altas: te pegas el embole de tu vida y te pones a pensar: “¿cómo puede ser que esto que a mi me aburrió -y que por momentos tuve que hacer un esfuerzo razonable para no dormirme- a otros les haya parecido ‘la película del año?’”. Increíble, un misterio que hoy no voy a tratar de develar. Mi compañero Rodo, con quien me encontré ayer en la reinauguración del Village Recoleta, fue una de las personas que contribuyó a abultar mis expectativas. Mientras decidía si iba a ver Super 8 o Copia Certificada me dijo: “si creciste con las películas de Spielberg, esta te va a gustar”; sí Rodo, crecí con las películas de Spielberg pero no, esta no me gustó. La función de transferencia no aplica acá. No logré conectar con esta película. Hay cosas rescatables pero, en líneas generales, me parece una película absolutamente olvidable. Por lo que estuve leyendo en estos días, J.J Abrams tenía la intención inicial de hacer una película sobre un grupo de amigos que quieren filmar una película de zombies y sobre todas las vicisitudes que deben atravesar en el camino. Sin embargo, en algún momento, J. J. decide combinar ese proyecto con otra historia que ya le había vendido a la Paramount, una historia de ciencia ficción sobre el Área 51. Como diría mi otro compañero, Matías, “el resultado: Super 8”, una de las películas menos memorables del año. Mi sensación constante era la de estar frente a un film absolutamente pueril, pero no por el argumento híper simplista –y erróneo en este caso– de que los personajes principales son preadolescentes, justamente por lo contrario: la historia de ciencia ficción está abordada desde una perspectiva totalmente infantil y eso es gracias a una trama que se va descomplejizando y atontando a medida que avanza el film y, en particular, gracias a los adultos, los grandes errores de la película. Son ellos los que me molestan sobremanera. Por un lado, el cieguito de Armageddon que en esta película hace de borracho, vago, culpable de una muerte, violento, abusivo, ¿algo más J.J.? Si, me quedó claro, es muy malo, pero después se transforma en bueno, se da cuenta que quiere a su hija y se reencuentra con ella en el final. Por otro lado, el padre del protagonista, que durante toda la película lo único que hacer es ir de un lado para otro sin hacer absolutamente nada y con terrible cara de constipado en todo momento. Y el malo, el amigo de Truman, ¿qué pasó? Totalmente congelado, con una única línea de diálogo en toda la película: “we’re are not allowed to discuss this with you”. Tres inútiles buenos para nada (siempre quise usar esa expresión) que no aportan nada a la historia, todo lo contrario, la empañan. Obviamente que la idea era destacar a los chicos y que ellos fueran los protagonistas y los responsables de salvar al mundo del monstruo, pero ¿había que poner a semejante manga de subnormales en los roles adultos? Entiendo que, como es bien sabido, Spielberg suele poner de manifiesto ciertas cuestiones familiares como “papá no me da bola, atravesamos terribles peripecias juntos y, luego de que mi vida corre peligro, me reencuentro con él y ahí me empieza a dar la bola que merezco”. Bueno, este mensaje es acaso lo más pedorro del film, lo menos creíble. No entiendo por qué J.J. no se mantuvo fiel a su idea inicial y filmó una película que realmente hiciera honor al título, sobre un grupo de amigos que quieren hacer una película de zombies, con cierta cuota de misterio e intriga, a partir de algo sobrenatural si se quiere, y desarrollar esa trama, que es muchísimo más rica e interesante que la otra, desde lo actoral, desde el guión, desde lo fantástico incluso. El grupo de amigos es genial (sí, la hermanita de Dakota se luce), actores absolutamente creíbles e instalados en sus roles; es muy lindo verlos cómo juntos se meten en el proyecto de hacer una película, cada uno en su rol, con la pasión con la que lo llevan adelante. Pero de nuevo, me quedé con ganas de ver un poco más de esa trama, que no está explotada del todo y es la que más potencial tiene. Otra cosa que me resulta irritante en las películas de terror/ciencia ficción es la inclusión del monstruo, el hecho de que realmente podamos verlo. El fuera de campo sirve “para ocultar algo al espectador y que éste se muestre más interesado por conocerlo”. ¡Qué bien se maneja el fuera de campo durante la primera mitad de la película! y que al pedo que resulta la inclusión del monstruo pedorro ese, mezcla de Cloverfield, Alien y mi perra Beagle con los ojos del gato con botas de Shrek cuando la vamos a sacar al jardín a la hora de la comida. ¡Dejame de joder Abrams! Y el monstruo no se come al protagonista porque él le habla y lo reconforta con sus palabras y le dice que todo va a estar bien. Ok, estamos frente a una película de ciencia ficción (un género con el que no tengo una relación muy cordial, por decirlo de alguna forma) pero ¿es necesario hacer un final tan idiota? Y de última, si queres hacer un final idiota, tomate tu tiempo para construir al monstruo, para darle una identidad como la supo tener en su momento, por ejemplo, Alien, y no muestres este espécimen que no sabemos bien qué hace en el planeta, de dónde viene, cuáles son sus motivaciones para matar, excepto lo que nos explica un video, que de pedo los nenes encuentran entre millones de videos en el colegio, y que sirve para aclarar un poco las cosas, como si fuéramos retardados mentales (que en realidad es una clara falencia del director que no supo explicar la génesis del monstruo a lo largo del film y tiene que recurrir a un video con alguien que te cuenta un poco sobre el bicharraco). No se, esperaba otra cosa, más intriga, más misterio, más suspenso, más fantasmagoría y mucho pero mucho más fuera de campo para alimentar mi fantasía del monstruo que no quiero ver. O será que quizá, con el tiempo, fui olvidando mi infancia, mi infancia junto a Spielberg y el gusto por ET y ese tipo de ciencia ficción, y cada vez me gusta más el cine de Rob Zombie y Collet-Serra y, en mi cerebro, esos gustos no son compatibles. Y, al parecer, películas como Super 8 no entran en mi reino de lo fantástico, en ninguno de los sentidos de la palabra.
I don’t want to be the old cannon loose on the deck in the storm… Cañones sueltos, balas perdidas, minas a la deriva, peligros inminentes: esto representan algunos personajes de esta película. El director y guionista turco-italiano Ferzan Ozpetek, quien ya abordara en obras anteriores la temática de la homosexualidad, construye esta historia alrededor de la familia; el acento no está puesto tanto en la problemática del protagonista sino en la interacción de una familia, los vínculos entre sus integrantes, los mandatos familiares, las apariencias, la negación, la hipocresía, la mentira y el ocultamiento dentro de un seno familiar conservador. Uno de los grandes aciertos del film es el elemento humorístico. Ozpetek crea personajes con muchos matices cómicos; algunos de ellos, sin embargo, están llevados al extremo, a la exageración y al estereotipo -el padre de Tommaso-, y eso aleja un poco al espectador. Pero el resto -los integrantes de la familia, los amigos gays, la gente del pueblo- aporta su cuota justa de humor a la historia. A la vez, Ozpetek nos brinda un guión cómico pero cuidado y sincero, evitando caer en lugares comunes en los que fácilmente se puede caer teniendo en cuenta la temática que se trata, y yuxtapone situaciones cómicas constantemente, confiriéndole a la película un ritmo dinámico que se sostiene hasta el final. El film entretiene de principio a fin y eso es un gran mérito de Ozpetek en cuanto a guión y dirección de actores. Si de comicidad hablamos, la aparición de los amigos gays es, sin lugar a dudas, uno de los momentos más hilarantes del film; la escena en la que bailan en el mar es épica; inicialmente, con el plano medio que los toma como si estuvieran flotando en el medio del mar, uno piensa “se acaba de ir todo a la mierda” pero no; después el plano se agranda y la escena cobra sentido, para terminar en una subjetiva de Tommaso que mira primero a su novio y luego a Alba, y va y viene, de él hacia ella, de ella hacia él, hasta que su mirada toma a los dos abrazados, como vivo reflejo de su conflicto actual. El género es otro punto a favor de este film; estamos frente a una “dramedia” (que, como se puede desprender fácilmente de su nombre, es una mezcla entre drama y comedia); la alternancia entre ambos géneros es lo que le confiere gran atractivo a la trama. La película hace constantes virajes y cambios de direcciones en la estructura narrativa y, gracias a ellos, muchas situaciones resultan cómicas por lo disparatadas y otras situaciones cómicas resultan patéticas y dramáticas. Otro punto a destacar es el trabajo de cámara y los encuadres. Por un lado, se utilizan planos generales que sirven para ilustrar la belleza y la geografía del lugar de manera pictórica; por otro, y en contraposición a la grandilocuencia de estos planos, hay muchos primeros planos y planos medios que sirven para mostrar ciertas sutilezas en los rostros, en las expresiones de los personajes, y que realmente capturan la esencia de estos individuos. El personaje de Tommaso es interesante porque se trata de un joven muy contenido, con un perfil extremadamente bajo, que se ve envuelto en situaciones que jamás hubiese imaginado; Riccardo Scamarcio hace un trabajo excepcional en este sentido; las muecas que hace con la boca y las expresiones de su rostro dejan entrever esa dulzura e ingenuidad que hacen a su personaje tan tierno y entrañable. Pero la película falla en algo. Hacia la segunda mitad, algunas historias se desdibujan. La película logra construir tramas e historias, profundiza en algunas, especialmente la relación entre Tommaso y Alba (una socia de la empresa familiar), central en la película por lo que implica en la vida de Tommaso y, en algún momento, pone a esta historia en un segundo plano, y lo que se había construido minuciosamente queda relegado en pos de otra trama. Pareciera que algunas historias sirvieran para reflejar algún punto y, una vez que no se precisan más, se descartan. Esto le da cierta inconsistencia narrativa al film. La historia de la abuela sirve como anclaje con el pasado, como unión con la historia familiar, como constante recordatorio de que hacer lo que los demás quieren nunca es bueno (verdad de perogrullo que la película se empeña en enfatizar y remarcar constantemente). A su vez, la historia de la abuela con su esposo y con su verdadero gran amor sirve como conexión con la historia entre Alba y Tommaso, ya que “el amor prohibido es aquel que nunca muere”. Es por eso que uno queda un poco perplejo ante la decisión que toma la abuela en el final. No queda claro por qué decide lo que decide, por qué toma una determinación tan drástica. Tanto la abuela como Tommaso vendrían a ser los “mine vaganti”, las personas que tienen consciencia de la realidad y que son un peligro para el resto del entorno, ya que son los únicos que se oponen a la disfunción, que dicen lo que piensan y están al margen de todo el sistema familiar. De cualquier forma, más allá de algunas fallas en el guión, Mine Vaganti entretiene y genera empatía con el espectador, ya que trata temas como la hipocresía (el padre no acepta la homosexualidad de su hijo porque la cree inmoral pero tiene una amante que es vox populi en el pueblo), la estructura patriarcal de una familia (el hombre es el jefe de la casa y la mujer claramente tiene un segundo plano, al punto de aceptar una infidelidad sin cuestionarla), la importancia de las apariencias en detrimento de la preservación de la estructura familiar, los prejuicios aun vigentes sobre la homosexualidad y, como mencioné antes, las conflictivas familiares. Pero me resulta raro que, habiendo puesto Ozpetek el énfasis en esto último, elija en el final mostrar a la familia unida, unida por la tragedia, como si nada hubiera pasado, como si la muerte de alguien, de golpe, relativizara todos los conflictos y provocara que los personajes estén dispuestos a olvidar y a perdonarse. Esperaba una mirada final un poco más crítica de ciertos comportamientos, de ciertas actitudes, de esta hipocresía que se pone sobre el tapete. La escena final, sin embargo, es conmovedora; Tommaso observa, desde afuera, cómo el pasado y el presente se funden hasta convertirse en uno, cómo los conflictos han desaparecido y la paz vuelve a reinar en su familia. Sin embargo, él observa y se retira, como si ya no quisiera ver nada más y se fuera, finalmente, a vivir su propia vida.
Todo tiempo pasado fue mucho mejor ¿Cómo no conectarse emocionalmente con esta película? ¿Cómo no sentir empatía e identificación con estos personajes o con algo de la historia? Independientemente del momento que uno esté transitando cuando la mira, independientemente de cómo uno esté anímicamente, esta película te destroza, te angustia, por momentos te asfixia, y despierta una serie de preguntas y reflexiones que resultan ineludibles después de mirarla. Blue Valentine es el segundo largometraje de ficción del director y guionista Derek Cianfrance, quien dirigió principalmente documentales, muchos de ellos sobre la vida de diferentes músicos. Menciono esto porque la película tiene algo de documental en su estética, en su acercamiento a la realidad, en la intimidad con la que Cianfrance nos muestra las vidas de los personajes y en el realismo de la historia, gracias a un trabajo de cámara muy interesante que contribuye a crear las distintas atmósferas. La historia ya es conocida; un matrimonio, el contraste entre el presente angustiante y el pasado feliz. El contraste es expresado desde todo punto de vista: narrativo, visual, estético. Y Cianfrance construye esta historia mediante flashbacks y se encarga de dejar muy en claro las diferencias entre los dos momentos; no hay vueltas ni recovecos en esta historia (lo que no implica que no haya conflictos intrincados ni situaciones sumamente conflictivas entre los personajes). Más allá del cambio estético evidente entre los dos momentos (tonalidades más claras para el pasado, tonalidades más sombrías y oscuras para el presente), el uso de la cámara es llamativo. En el presente, tenemos una cámara en mano y primerísimos primeros planos de los protagonistas, casi todo el tiempo, al punto de provocar cierta incomodidad en el espectador en varias escenas. Este recurso, como mencionaba antes, genera una sensación de intimidad, de acercamiento, que nos permite meternos de lleno en la historia, en las sensaciones de los personajes, ver de cerca sus expresiones, hasta la más mínima mueca. Muchos planos están compuestos por ellos dos, uno en primer plano y el otro en segundo plano, más difuso. Todo esto nos muestra con crudeza y realismo la distancia, la lejanía que hay entre ellos. El presente es terrible y patético; la pareja ya está en crisis, la rutina hizo estragos en la vida marital de los protagonistas y ya casi no hay lugar para el disfrute o la espontaneidad. En cambio, en el pasado todo tiene, literalmente, otro color. Las tonalidades son más claras, los escenarios, más coloridos; los protagonistas están radiantes y la cámara no los acecha sino que los capta con planos más generales, los retrata en toda su plenitud; ellos son pares y la cámara se encarga de mostrarlos como tales. El pasado simboliza la felicidad que hoy ya no tienen. Los espectadores somos testigos del origen de este amor, de cómo se enamoraron, de cómo se disfrutaban, de cómo se reían y de cómo jugaban. Los continuos flashbacks resultan, entonces, muy angustiantes, porque los contrastes son muy fuertes pero a la vez muy creíbles y eso también se debe, en gran medida, a las actuaciones de sus protagonistas, Ryan Gosling y Michelle Williams. Ambos actores se meten en la piel de estos personajes y nos brindan una actuación que fascina por la honestidad, la austeridad y el realismo que le impregnan a la historia. En esta película no hay golpes bajos, solo un retrato absolutamente verosímil de la decadencia de una pareja disfuncional. Además de lo mencionado anteriormente, la banda de sonido acompaña increíblemente bien esta transición de estados y de tiempos. La mayoría de los temas pertenecen a la banda estadounidense Grizzly Bear, de rock/pop experimental y psicodélico. El tono melancólico y oscuro de ciertas canciones no hace más que acompañar maravillosamente la atmósfera de desolación, resignación y dolor del presente de la historia. Y como dije al principio, y pasando a analizar un poco más la historia, la película me despertó ciertas preguntas y reflexiones (justamente el verbo es “despertar” porque hace rato que las tengo y, de vez en cuando, salen a perseguirme): ¿cómo es posible haber sentido algo tan fuerte por alguien y años después odiar a esa persona al punto de sentir rechazo y no tolerar casi nada de ella?, ¿qué mecanismos operan en la psiquis humana para que tales variaciones en los sentimientos sean factibles en un lapso no tan prolongado de tiempo?, ¿es posible tener felicidad a largo plazo con una pareja?, ¿cómo se hace para no caer en el inevitable hastío de la rutina y la costumbre?, ¿cómo se construye una pareja sana partiendo de dos individuos con sus propias historias y sus propias conflictivas? Y, como le pregunta Michelle Williams a su abuela en una charla memorable: “¿cómo podemos confiar en nuestros sentimientos si un buen día desaparecen?”. Por supuesto que no tengo respuesta para ninguna de estas preguntas como tampoco la película las tiene. Los seres humanos somos tan complicados, tan intrincados, con nuestros pensamientos, nuestra historia, nuestros deseos, nuestros “potenciales” y, en algún momento de la vida, nos juntamos con un otro, un otro con todos los equivalentes anteriores “suyos”, y eso, esa unión, tiene que funcionar durante años. No se, ¿es realmente viable? ¿por qué cambiamos tanto? ¿por qué una pareja cambia tanto al punto de que se tenga que programar una salida para emborracharse y tener sexo porque ni eso ya es algo espontáneo ni placentero? ¿cómo lidiamos con las dificultades del otro? ¿cuánto estamos dispuestos a tolerar de la disfunción del otro? No lo se, no creo que nadie lo sepa, pero está bueno que nos lo preguntemos y que intentemos pensarlo, o no. Quizá solo haya que relajarse y disfrutar de esto tan corto que transitamos sin tanta angustia ni tanto dolor. No lo se.
Bajo la premisa de “no olvidar y hacer memoria” y con el backgammon como símbolo de unión entre el pasado y el presente, el director búlgaro Stephan Komandarev nos introduce en el mundo de Alex y su abuelo Bai Dan y en el viaje que ambos emprenden para recuperar los recuerdos y reconectarse con la historia, la propia historia y la historia de un país. La película está basada en la obra homónima del escritor búlgaro-alemán Ilija Trojanow. La novela es una obra autobiográfica que, según Komandarev, tiene muchos puntos en común con su propia historia, hecho que lo motivó a llevarla a la pantalla grande. Alex es un joven búlgaro que es criado en Alemania tras el exilio de sus padres bajo el régimen comunista de Bulgaria. En su primera visita a su país natal luego de varios años exiliados, Alex sufre un accidente automovilístico con sus padres, en el cual ambos mueren. Alex aparece en un hospital sin saber quién es ni de dónde viene. Su abuelo lo encuentra y ambos se embarcan en un viaje en tándem, a través de Europa y hacia su país de origen, para que Alex vuelva a los lugares de su infancia y vaya recobrando paulatinamente su identidad y sus recuerdos. La película, entonces, transcurre en dos tiempos simultáneos, o lo que su director denomina “edición en paralelo”, con una estructura dinámica y versátil, gracias a la cual vamos y venimos del pasado al presente. Estos cambios de tiempo y espacio están marcados por estéticas completamente distintas para uno y otro universo: cambio de color -un tono más amarillento para el pasado- y de música. Estamos frente a una suerte de road movie, episódica, planteada inicialmente como lo que es: un viaje de descubrimiento, literal, en el que se van sucediendo situaciones que ayudan a que Alex recupere sus recuerdos y que dan lugar a que su abuelo le enseñe cosas fundamentales acerca de la vida, el valor de los afectos y el amor. También se podría decir que esta película es una especie de anagnórisis aristotélica, o sea, un descubrimiento o revelación, gradual, por parte del protagonista, quien pasa de un estado de completa ignorancia a un estado de conocimiento de sí mismo y de su propia identidad. El backgammon, como mencioné antes, conecta el pasado con el presente, ya que Alex lo aprendió de su abuelo desde muy chico. A lo largo de todo el viaje, lo juegan una y otra vez, para concluir en una linda escena final en la que Alex logra, por primera vez en su vida, derrotar a su maestro y mentor. La película se sostiene y gana en naturalidad y gracia en gran parte por la actuación de Miki Manojlovic, quien aporta la cuota necesaria de humor, sabiduría y ternura a la historia. El personaje de Alex, interpretado por el actor alemán Carlo Ljubek, no resulta del todo atractivo. Si bien el personaje en sí requiere de cierta actitud cansina y apática, creo que Alex no termina despertando en nosotros la empatía que podría haber generado si su actuación hubiese tenido otros matices tal vez un poco más dramáticos. Alex debería ser el protagonista de esta historia pero su abuelo le roba casi todo este protagonismo e incluso, por momentos, lo opaca. De todas formas, la película es bella, sincera y armoniosa en esta mixtura de tiempos y realidades, y cuenta con una fotografía hermosa y sumamente cuidada, gracias a la cual podemos deleitarnos con los paisajes imponentes de las tierras balcánicas. Con respecto a la historia, el mensaje es claro y se nos presenta de entrada: la vida es como el backgammon, sencilla pero intrincada, en la cual no hay dados malos sino buenos o malos jugadores, o sea, que el curso que le queramos dar a nuestra vida depende enteramente de nosotros y no tanto de las circunstancias que nos rodean. Existe el azar pero básicamente todo depende de la habilidad de nosotros, los jugadores, para lidiar con los obstáculos de la vida y para encontrar la salvación o la felicidad en cualquier esquina.
De Caravana por la Ciudad Esta película nos sumerge de lleno en el mundo de la bailanta cordobesa. Arrancamos a todo volumen, en “el baile”, en un recital de la Mona Jiménez, mientras la cámara en mano sigue a Juan Cruz, el protagonista, un fotógrafo cheto de los barrios más posh de Córdoba. Acostumbrado a las fiestas cool, a muestras de fotografía, a la música electrónica, a vivir en el lujo, a tener amigos que viven en countries (donde “hay que hacer cola para entrar en la casa de uno”), Juan se ve atraído por una chica muy distinta a él, que frecuenta la bailanta y vive del narcotráfico. Sin quererlo, se ve arrastrado a una caravana de situaciones que lo llevan a replantearse sus valores y sus amistades. El guionista y director cordobés Rosendo Ruiz nos muestra esta mezcla entre historia romántica, policial y comedia, acerca de la interacción de las clases sociales, los prejuicios y el amor. Acompañados por la música de la Mona y su hija Lorena, nos vamos metiendo en el mundo cordobés junto a un muy buen elenco. Lo que me sorprendió gratamente fue el delineado de los cuatro personajes principales, los cuales podían fácilmente caer en algún cliché o lugar común, dadas sus características (un pibe “bian”, una cuartetera, un narco, un travesti). Sin embargo, las actuaciones están muy medidas y no resultan pegajosas; todo lo contario, son absolutamente naturales y creíbles. Muy buen registro actoral. El travesti, el personaje más factible de caer en el cliché absurdo, está muy contenido y es un personaje por demás querible, con la cuota justo de humor e histrionismo, sin ningún desborde. Otro punto para resaltar de la película es la parte técnica; muchos de los trayectos del personaje principal están filmados con cámara en mano, lo que le otorga a las escenas una sensación de movimiento y velocidad que está a tono con el espíritu de la película, esta caravana de situaciones atípicas e hilarantes. Hay varios planos en profundidad en los que vemos a dos personajes que hablan en primer plano y dos personajes atrás, en plano general, y escuchamos las dos conversaciones en simultáneo. Sin duda, las escenas más cómicas de la película. El guión es muy destacable también, los diálogos son graciosos, sinceros y retratan las vidas de estos personajes y los abismos que los separan. Gran momento cuando hacen el paralelismo entre la pulga en un frasco y los seres humanos. Una película muy linda sobre la que escuché innumerables comentarios positivos a lo largo del festival. Y, como dijo mi compañero Jose, ojala sigamos viendo cosas de este promisorio director que seguro valdrán la pena.