La tercera y última entrega de Cincuenta sombras de Grey decepciona. La falta de química entre Christian Grey y Anastasia Steel ya se percibía desde la primera entrega de la saga Cincuenta sombras. No obstante, la fiebre taquillera forzó la realización de tres películas para poder confirmar lo que todos ya sabíamos: las versiones cinematográficas pocas veces pueden emular a su par literario, en especial cuando se trata de una historia erótica que es adaptada para el gran público por los estudios de Hollywood. Ahora bien: se puede argumentar sobre la calidad narrativa de las novelas de E. L. James, pero la conexión romántica de los personajes traspasaba el papel y el componente sensual en clave masoquista hacía el resto. No por nada Cincuenta sombras se convirtió en el fenómeno que es. Pero hay que decirlo, las películas nunca lograron el mismo efecto que los libros. La sensación que se tiene al salir de la sala es de desaprovechamiento e insuficiencia. Desde el arranque hubo más “límites infranqueables” en el set que en el cuarto rojo donde Christian y Anastasia van a “jugar”. Así, este capítulo final, como sus antecesores, nunca explota su potencial: nunca llega a ser un filme erótico en su máxima expresión, pero tampoco llega a ser una comedia ni un thriller, y termina pareciendo un capítulo largo de Melrose Place al que le permitieron mostrar un poco de piel. De hecho, el director James Foley (quien reemplazó a Sam Taylor-Johnson) viene de la tevé y se nota. Pero hay más sensualidad en un capítulo de Juego de Tronos que en las tres entregas de películas y uno no puede dejar de pensar en qué hubiera pasado si un realizador como Jean-Jacques Annaud (El amante) hubiera estado tras los controles. El romance-a-lo-Hollywood, eso sí, nunca falta. Ahora Christian y Anastasia están casados. A la par que ella se hace más segura y él se hace menos controlador, ambos despliegan glamour y riqueza en la costa francesa, en Seattle y en Aspen, aunque un peligro inminente acecha a la pareja. Mientras sus encuentros amorosos tienen carácter de videoclip, de los artefactos sexuales sólo queda la sugerencia: todo parece librado a la imaginación del espectador, que deberá llenar los espacios en blanco con lo leído. De ahí que el único público interpelado será el que conozca la historia de antemano. Para el resto, sólo se puede hablar de un drama romántico poco memorable que muestra un poco de piel, con pocas chances de salir encendido.
Un thriller de espionaje elegante y muy efectivo Comentario del filme, que tiene secuencias de acción armoniosamente diseñadas. La protagoniza una Charlize Theron brutal que deslumbra por su “look” y su desempeño físico. Hay cierto encanto en ver a Charlize Theron patear traseros con estilo. No es no haya habido antes espías mujeres en el cine, pero la protagonizada por la actriz sudafricana en Atómica lleva al personaje un paso más allá en la performance física, poniéndola a la par de sus equivalentes varones aunque con dosis de sensualidad y fiereza difíciles de encontrar en otro semejante. Dirigida por David Leitch, uno de los responsables de John Wick (Otro día para matar) y doble de riesgo de prácticamente la mitad de las películas de acción que nacieron en Hollywood, Atómica es un clásico thriller de espionaje efectivo, con un relato nutrido de muñecas rusas que se van develando a medida que avanza la película. Tras el crimen de un agente, el servicio de inteligencia británico manda a su espía encubierta Lorraine Broughton (Theron) a investigar el asesinato y tratar de evitar que una lista con nombres de colegas occidentales sea entregada a los rusos. No obstante, el filme comienza con un interrogatorio de Broughton posterior a los hechos, en los que aducimos que no le fue tan bien con la misión, y luego completa la narración a modo de flashback. En esa retrospectiva, contextualizada en el marco de la Guerra Fría -más precisamente en los días previos a la caída del Muro de Berlín-, queda claro que desde que pone un taco en suelo alemán, la identidad de Lorraine no es secreto para nadie y que su tarea está en riesgo. Basada en la novela gráfica The Coldest City, Atómica (que en su título en inglés formula un pertinente juego de palabras entre bomba atómica y bomba rubia) propone una paleta de colores en su composición que no la aleja de su origen. Sumamente estilista y con amor por el detalle, es un homenaje visual (la reconstrucción de Berlín es memorable) y auditivo (la excelente banda sonora incluye temas de Bowie, The Clash, Depeche Mode) a la década de 1980, que por momentos recuerda a la Nikita de Luc Besson, en especial a su versión televisiva. Leitch nos muestra que Charlize puede lucir estupenda hasta con pijama y, al mismo tiempo, ser un arma mortal. Es que aunque jamás se ría y coquetee con una sobredosis de solemnidad, la performance de la actriz da cuenta de las horas de entrenamiento a las que se sometió para darle vida al personaje. En definitiva, se la re banca. Con soporte de grandes nombres (Toby Jones, Jo hn Goodman, Eddie Marsan), se destaca el acompañamiento de James McAvoy (Fragmentado, X-Men) como otro agente encubierto de la misma agencia, mucho más expresivo, con quien Lorraine jugará al gato y al ratón. Para el postre, el final entrega un plano secuencia de 10 minutos que termina de ponerle el broche de oro y deja a Atómica como una gran experiencia de disfrute cinematográfico.
Rápido y sonoro La película de los asaltantes de bancos es un pasaje a una montaña rusa: pura adrenalina, tensión y entretenimiento, con la mejor con la mejor música. Prepárese para un paseo en la montaña rusa, si es que una montaña rusa pudiera tener música funcional. Así es como se siente la experiencia de ver Baby: el aprendiz del crimen (Baby Driver) en la pantalla grande: un paseo frenético y entretenido sobre un grupo de asaltabancos que se escapan en un auto manejado por una bestia, una joven bestia. Esa es la premisa fundamental de la primera película del británico Edgar Wright que se estrena en nuestra ciudad, quien si bien es debutante en la sala grande local, no lo es para los cinéfilos que han seguido su trilogía Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004), Arma fatal (Hot Fuzz, 2007), y Bienvenidos al fin del mundo (The World’s End, 2013), hechas con su colaboradores de siempre, Simon Peg y Nick Frost. En este experimento, Wrigt se pone al frente de un elenco de primera, con Kevin Spacey como un capo mafia de corte intelectual, que organiza atracos a bancos con planes de precisión quirúrgica. Su as bajo la manga es, claro está, el conductor designado para salir del lugar con éxito, única pieza que se repite en cada golpe comando. Estamos hablando de un pibe muy especial llamado Baby, muy bien interpretado por Ansel Elgort, que escucha música en sus auriculares todo el tiempo y que maneja un auto como la prueba viviente de que Sébastien Loeb y Letty de Rápido y furioso tuvieron un hijo alguna vez. Baby no solo escucha música, también graba las voces y crea sus propias melodías. ¿Es tonto? No, pero lo parece. Igual, no se le pasa nada. Eso sí, su personalidad exaspera a los maleantes que trabajan con Spacey: un Jon Bernthal que abre el juego pero que después es desperdiciado en su participación, un Jon Hamm que de tipo amistoso y franelero pasará a mostrar un costado más oscuro, y un Jamie Foxx que encarniza al matón prepotente sin nada que perder. Por qué un chico joven está asociado a un criminal de alto vuelo y por qué se comporta raro, es lo que la narración se encargará de descifrar con el paso de los minutos. Hay una historia detrás de la historia que justifica las decisiones de Baby, aunque quienes busquen una trama policial más compleja tal vez encuentren el guion un poco perezoso, una historia romántica que coquetea con el cliché y soluciones muy convenientes para destrabar los conflictos. Lo que fascina aquí son las escenas de persecución en automóvil: electrificantes pero al mismo tiempo elegantes, delicadamente diseñadas, con exquisito montaje y musicalización. Es que sí, la música merece un capítulo aparte ya que se constituye como un personaje más. Cada compás está pensado con precisión y sentido, a tal punto que los tiroteos se compaginan con los acordes. Por todo ello, y sin dejar de lado que se trata de una película de género, Baby Driver es el ejemplo de que en el cine no todo auto que corre, es necesariamente rápido y furioso.
El ballet de la muerte En la segunda de John Wick, la acción se traslada a Roma. Y la fórmula sigue siendo impecable. Nuestro comentario de la película protagonizada por Keanu Reeves. Hay algo de placer culposo en ver a John Wick matar a gente a rolete y tiene que ver con el registro. Cuando la primera parte se presentó hace dos años, parida por los coordinadores de dobles de Matrix en un nuevo rol cinematográfico, John Wick traía una brisa de aire fresco al género de acción a la par que resucitaba a Keanu Reeves del ocaso post Neo con un papel que le calzaba como un guante. Ver al sicario John Wick era ver un cómic en movimiento, un ballet perfecto de gun fu (la técnica que popularizó Jon Woo en Hollywood), una “coreo” de balas lúdica y entretenida, y todo ello desencadenado por los clichés del género y fundamentado en uno de los grandes móviles humanos: la venganza. Este segundo capítulo, traducido aquí como Un nuevo día para matar, mantiene el nivel inicial, no pierde en absoluto el registro ni la visualidad. Sin embargo, se atenúa mucho en términos de frescura, baja que luego se reforzará con el afianzamiento del guion y un poco más de humor. La narración comienza a renglón seguido de la anterior. Cuando Wick se cree liberado de sus compromisos a los que volvió por motu propio, aparece en su puerta Santino D'Antonio (Riccardo Scamarcio), heredero de la mafia italiana, para cobrarse un favor. Wick, que ya blanquea los ojos cada vez que alguien pone a prueba sus intenciones de retiro, se ve en seguida arrastrado a un nuevo laburo que, es obvio a esta altura, tiene que ver con matar… a todos. La acción se traslada entonces a Roma, pero con una pasadita previa por el hotel Continental de Nueva York, esa suerte de zona franca para el submundo criminal, donde existen sommeliers de armas y se paga con monedas de oro. Reeves, que ya no buscará venganza y se moverá solo por deber, mantiene intacta la esclerosis verbal que lo caracteriza, pero honra con creces la destreza física que requiere el héroe. Total, a su alrededor danzan personajes pintorescos (Lawrence Fishburne, Ian McShane, Franco Nero) que equilibran con carácter su falta de expresividad. La fórmula sigue siendo impecable. Un imperdible para amantes del género.
Solteras, pero con algo de apuro La comedia romántica de Dakota Johnson y Rebel Wilson abunda en los lugares comunes del género aunque con escenas efectivas y graciosas. "Esta historia no es sobre relaciones” dice para dar inicio el personaje de Dakota Johnson. Ella es Alice, una joven que decide separarse de su novio para aprender a vivir sola y conocerse a sí misma antes de sentar cabeza, casarse y tener hijos, es decir, antes de seguir con el plan impuesto. Sin embargo, la premisa es engañosa porque si bien el título de la película promete una guía de consejos sobre cómo aprovechar los encantos de una ciudad como Nueva York al modo Sex and the city, es decir, sin compromisos sentimentales, por momentos termina pareciendo una breviario sobre cómo sobrevivir soltera hasta encontrar una nueva pareja. Entonces, una vez independizada de su chico, Alice canjea vínculo y estabilidad por fiesta y reviente cuando comienza a trabajar en un bufete de abogados en donde conoce a Robin (Rebel Wilson), lejos el personaje más efectivo, una recepcionista particular que tiene como filosofía ir del trabajo al after office y del after office al trabajo. Mientras tanto, se aloja con su hermana Meg, una obstetra exitosa de más de 40 que alterna entre el rechazo a los mandatos sociales o sucumbir al deseo personal de tener un hijo. De fondo, una serie de personajes secundarios que orbitan en el bar de Tom (Anders Holm) un seductor natural que funciona por momentos como válvula de escape y por otros como radiografía del humor masculino en clave sin obligaciones. Así, en medio de entrecruzamientos amorosos, relaciones de una noche y comienzos prometedores, se desarrolla esta historia que tiene como protagonistas a una serie de jóvenes veinteañeros y treintañeros con la ciudad más glamorosa del mundo como escenario. Basada en la novela escrita por Lizz Tuccillo, Cómo ser soltera no brinda nada nuevo al género de las comedias románticas femeninas nacidas en la era Paul Feig (Damas en guerra, Espías), más bien abunda en preconceptos vistos y oídos en otras oportunidades, pero no por ello deja de ser entretenida. Dirigida por el alemán Christian Ditter (Los imprevistos del amor) tiene escenas divertidas, buen ritmo y propone un termómetro liviano de las expectativas de las mujeres en la edad adulta y de los roles que les caben en la sociedad moderna y citadina. Eso sí: salvo por el personaje de Wilson, para el resto la soltería parece ser un estadio que se asocia automáticamente con la soledad, necesario en algunos momentos de la vida pero finalmente evitable si es posible. Definitivamente, se trata de una cita recomendada para mujeres y en especial para ir con amigas y en grupo.
Las comparaciones son odiosas, pero necesarias. Punto de quiebre podría haber sido concebida como una historia independiente y resistir desde ese lugar, pero pierde en la comparación con la versión original. Sería un ejercicio interesante poder analizar Punto de quiebre sin caer en la comparación con su película matriz, la original Punto límite de 1991. Sus productores aclararon desde el inicio que la nueva versión no sería una remake sino que estaría "inspirada" en aquel clásico de protagonizaron Patrick Swayze y Keanu Reeves bajo el mando de una entonces desconocida Kathryn Bigelow. Aun así, las similitudes en el argumento y las referencias compartidas las hermanan en algún punto y se vuelve casi imposible no hacer el cotejo. En el necesario aggiornamiento del argumento, que en la década de 1990 exhibía a un grupo de surfistas en plan antisistema, hoy se renueva con un conjunto de deportistas extremos devenidos en ecoterroristas en busca de la vanagloria personal, y financiados por un jeque árabe. Aquí no es la causa monetaria la que los mueve sino el hedonismo y el reintegro a la naturaleza. Bodhi, esta vuelta en la piel de Édgar Ramírez, sigue siendo un gurú con mucha predilección en justificar el fin y no los medios que utiliza, mientras que Utah (Luke Bracey) es un personaje más fragmentado que el protagonizado por Keanu Reeves. Mientras que aquél era un policía iniciado en el camino espiritual, el de Bracey es un recuperado, un redimido. Bodhi sigue siendo el redentor en ambos casos.Otra de las grandes diferencias radica en el ligero cambio de género. Esta nueva versión carece del elemento policial que fue fundamental en la original. Por el contrario, se focaliza más en el aspecto deportivo y aventurero, con escenas vertiginosas de alta rigurosidad visual en altura y en agua, rodadas en escenarios naturales. El eje es claro. Hay, incluso, como mimo para amantes de la cultura skater y surfer, cameos de varias personalidades de esos mundos (Xavier De Le Rue y Bob Burnquist se cuelan por ahí). De hecho, Utah es presentado como un natural del motocross que ha desertado hasta que vuelve como policía encubierto para intentar desbaratar a la banda de criminales. El deporte extremo es la estrella: además del surf, los personajes practican snowboard, escalada en roca y wingsuit flying, una variante de paracaidismo. En sí misma, Punto de quiebre no es una película del todo desatinada, pero no logra sobrevivir a la comparación. Si no fuera por el interés de atarla a su predecesora con nombres y homenajes (no falta la icónica escena de Utah descargando su pistola al aire en señal de frustración por no poder detener a Bodhi), hubiera sido más inteligente hacer borrón y cuenta nueva, y pensarla como una nueva historia. En definitiva, casi que lo es.
Angelina Jolie vuelve al cine como directora con Frente al mar, una película en la que retoma la dupla laboral con Brad Pitt para retratar a una pareja en decadencia. Angelina Jolie eligió volver al ruedo cinematográfico, nada más y nada menos, que con su flamante esposo Brad Pitt. De hecho, ambos rodaron esta película durante su promocionada luna de miel el año pasado. Ambos habían trabajado juntos hace una década, en el filme de acción Sr. y Sra. Smith, que fue clave para el comienzo del romance que en el presente devino en familia célebre y numerosa. En Frente al mar, con Jolie a cargo de los controles, la producción y el libreto, la pareja por antonomasia representativa del show business de Hollywood se convierte en un matrimonio en crisis e intenta ofrecer, sin mucho éxito, un retrato preciosista sobre las desavenencias del matrimonio, el hastío de la burguesía y el suceder de la vida. Pitt es Roland, un escritor norteamericano con mucho bloqueo y afecto a mirarle el fondo a la botella con frecuencia, mientras que Jolie es Vanessa, la esposa deprimida, bailarina retirada porque, bueno, se le vinieron los años encima. Ambos viajan a la costa francesa para intentar desanudar los conflictos y parir un nuevo libro, pero ella se la pasa en la habitación y él con el codo en la barra del bar del pueblo. No abundan los diálogos entre ellos y se lee mucho más del estado del matrimonio en los silencios. En breve, la llegada de una pareja joven y excitante formada por Lea (Melanie Laurent) y François (Melvil Poupaud), pondrá las cosas en perspectiva para ambos, más aún cuando un hueco en la pared de su residencia se convierta en un ticket a la tierra del voyeurismo terapéutico. Ambientada en los años 70 en una de las islas de Malta, la fotografía, que aprovecha la luz natural en un paisaje alucinante, sumada a la carencia de objetos modernos como teléfonos y computadoras, termina de darle el tono minimalista y refinado. Pero quizás no es en la forma donde reside el problema de la historia, sino más bien en el marco. La intriga de saber qué desencadenó el trance que atraviesan Vanessa y Roland sostiene un argumento que termina redundando en varias oportunidades y cargando de solemnidad a algunas de las actuaciones, en especial a la de ella. Así, el filme se disuelve en un drama romántico que no termina de detonar ninguno de sus atributos y no trasciende a la dinámica de la pareja. Menos rebuscada que en sus proyectos anteriores (suelen movilizarla las guerras), es meritoria la decidida incursión de Jolie en la dirección cinematográfica, tarea que es probable se intensifique en el futuro. Con Frente al mar, la actriz se autogenera sus propios papeles, y se aleja de la figura de femme fatale que construyó durante todos estos años para devenir en ¿otra cosa? El tiempo lo dirá.
Bella tristeza La nueva película del actor Benjamín Vicuña aborda con delicadeza la crisis de una pareja tras la pérdida de su hijo. Es inevitable asociar a Benjamín Vicuña con la historia que plantea La memoria del agua. Casi como en su pública vida real, la película que protagoniza el actor sigue el duelo y la crisis de una pareja que intenta resistir y reconstruirse tras la muerte de su pequeño hijo en un accidente doméstico. Ellos son Javier y Amanda, muy bien interpretados por el chileno y la española Elena Anaya (afortunadamente, ninguno de ellos es obligado a falsear su acento original), quienes logran trasmitir la intensidad de la pérdida solo con miradas y gestos minimalistas. Así, en medio de una arquitectura que abunda en silencios y primeros planos, el filme comandado por el joven director chileno Matías Bize (La vida de los peces) cumple la función de encarnizar la soledad y el desasosiego de esos papás, aunque sin caer en sentimentalismos ni golpes bajos. Por el contrario, como en un rompecabezas, la tragedia se construye borrosa y delicadamente a retazos, desde lejos, a través de los diálogos y las interacciones de los protagonistas. No se trata de profundizar en lo ocurrido, sino más bien de saber si estas dos personas podrán superar esa instancia y volver a estar juntas a pesar de ello. Quienes han perdido a un ser querido saben que el duelo es individual y que, a la par del sufrimiento personal, la vida continúa para esos otros que acompañan o atestiguan la situación desde afuera. Con ese contraste también juega el director Matías Bize para hacer progresar la narración, poniendo en juego grandes cuestiones humanas como la inevitabilidad de la muerte, la existencia (o no) de un plan divino y la importancia de los vínculos para poder sobrellevar cualquier instancia que la vida nos pone por delante. Por todo ello y aunque no es alegre, La memoria del agua se vuelve una historia necesaria. Y de yapa, está bellamente contada.
Asociación ilícita La película Pacto criminal está basada en la vida real del mafioso James "Whitey" Bulger, espléndidamente interpretado por un irreconocible Johnny Depp. Johnny Depp regresa con todo a la pantalla grande y ya suenan los rumores de Oscar. Está claro desde el comienzo que Pacto criminal es una película que parece hecha para lucir magistralmente al actor de Los piratas del Caribe. Depp se convierte aquí bajo el mando del director Scott Cooper en el mafioso irlandés James "Whitey" Bulger, un tipo poco célebre por estas latitudes pero que supo capitalizar el ejercicio del crimen los suburbios de Boston durante las décadas de 1970 y 1980, y fue famoso por ello. Basada en hechos reales, la historia se remonta hasta 1975 donde se comienza a tejer una crónica gansteril sobre el vínculo de Bulger con el detective del FBI John Connolly (Joel Edgerton). La idea central era intercambiar favores y secretos para desmantelar a la competencia: la mafia italiana establecida en el norte de la ciudad. Esta alianza, fundada en códigos de honor y lealtad, posibilitó el ascenso de ambos, Connolly en la policía y Bulger en el hampa, con una modalidad que dejó por detrás un tendal de muertos y negocios turbios. Casi como un elefante en un bazar, tener a un delincuente y asesino como “informante” haría, eventualmente, inviable esa sociedad. Ambientada al dedillo, sofisticada y con buen ritmo, Pacto criminal recuerda a otros clásicos del género como Buenos muchachos o Los infiltrados, aunque sin el vigor visual de los filmes de Scorsese. El vestuario es impecable: sacaron del ropero de la abuela los jeans de tiro alto, las gafas Ray-Ban Aviator, las camperas de cuero con corte a la cintura, las corbatas anchas. El elenco que acompaña a Depp, mientras, es para sacarse el sombrero (Cumberbatch, Bacon, Sarsgaard entre ellos). Sin embargo, se destaca Edgerton, quien aporta también una alta dosis de lucimiento como un policía con escrúpulos ambiguos y mandatos de barrio. Con idas y vueltas en el tiempo, la película se construye alrededor de la figura de Bulger y sus relaciones. No solo irascible sino también afanoso, el hombre no mandaba matar a sus víctimas, sino que muchas veces lo hacía él mismo dejándole a sus secuaces sólo la tarea de limpiar la escena. Depp, sumamente desnaturalizado a tal punto que es difícil reconocerlo, es el encargado de ponerle rostro a esa violencia en escenas escalofriantes. Frío, inhumano y perturbador, su rol es indispensable para hacer de Pacto criminal un thriller de acción sumamente interesante.
Un policial fallido con personajes de Disney El policial de acción protagonizado por Benjamín Vicuña y Germán Palacios tiene serias falencias narrativas y personajes inverosímiles. "Buenos Aires y el amor te atontan y el que encuentra un tonto, es para él”, le dice un tipo a Mateo (Benjamín Vicuña) y Trini (Sabrina Garciarena) cuando arriban a un hotel de la Capital Federal para hacer algunos “trámites” y, de paso, parrandear un poco. Ese prólogo cobra sentido cuando la parejita feliz es secuestrada por un mafioso cuasi sensible (Carlos Belloso) para obligar a la contraparte masculina a oficiar de “mula” de un cargamento de cocaína destinado a España mientras la chica queda de rehén. El viajecito de placer que propone Baires se convierte entonces en una pesadilla para Mateo, y en una previsible y cuasi soporífera experiencia para el espectador, que es forzado a atestiguar un proceso narrativo inverosímil. De más está aclarar que Mateo, que debe llevar un chaleco lleno de droga fácilmente detectable en un cacheo pero, además, una valija con ropa impregnada de polvo invisible “con un proceso químico”, nunca llega a embarcarse en el avión. Por el contrario, decide ir a rescatar a su novia junto a Nacho, un policía (Germán Palacios) que conoció de casualidad. De allí en más, la acción de la película (que promete sexo, tiros y puñetazos como cebo para despistados) se engarza con diálogos increíbles y personajes que parecen salidos de un cuento de Disney: hay un taxista que pasa de la violencia verbal a la empatía en un santiamén, policías aeroportuarios con clemencia, informantes que escapan una cuadra nomás, malvados que confiesan al primer golpe, policías de civil que llevan a civiles a un operativo y, además, le dan un arma. Lo más florido es el personaje de Juana Viale, una extranjera hippie con acento enredado que “aloja” a Mateo a cambio de nada. Ni hablar del malechor que sonríe con un balazo en el hombro. Todas estas falencias no se amortizan ni siquiera hacia el final, cuando llega la vuelta de tuerca más obvia: para adivinarla solo hace falta haber visto algún thriller alguna vez. Tiemblan Luc Besson y Liam Neeson.