Historia inquietante, ensamble de suspenso, amor y tragedia Martín (Javier De Pietro) tiene dieciséis años y es alumno de un colegio secundario. Durante la clase de natación, observa con particular atención a Sebastián (Carlos Echevarria), su profesor, no se sabe en principio porqué. Hay en su mirada algo de lascivia. Al rato, dice que algo le lastima el ojo y pide ayuda. El docente le ofrece llevarlo en su automóvil hasta un hospital. Una serie de obstáculos que aparecen uno tras otro en el relato del joven le impedirían regresar a su casa y fuerzan a Sebastián a invitarlo a la suya. Aquello que se mostraba sugerente se explicita. Nada será igual desde entonces para ninguno de los dos. La mínima exposición y la mentira empiezan a hacer ruido. La situación se va definiendo, se tensa. Uno, esquivo; el otro, decidido; hasta que un simple hecho, un golpe y la reacción, cambian la perspectiva del relato que pasa de encuadrar al alumno a seguir definitivamente al docente. El título del relato deviene, valga la paradoja, presencia. Marco Berger, con su anterior Plan B había demostrado ser un cineasta debutante prometedor, capaz de encuadrar la homosexualidad desde un ángulo diferente, aquí va por más, confirmando su talento para contar historias, en este caso una que se presenta como thriller y deviene en drama terminal de amor. No hay excesos en la exposición ni de dichos ni de hechos, solo un juego de miradas, unas pocas idas y venidas que son suficientes como para inquietar primero por la duda y angustiar una vez pasada la primera hora de relato, lo suficiente como para aferrar al espectador a acompañar a uno y otro personaje hasta el final. Para Sebastián, la ausencia de Martín que vuelve fantasmal, presente al fin, es la revelación de algo, una verdad que le cuesta reconocer, una culpa que no parece poder eludir. Más allá de los aciertos de Berger, hay además buenos trabajos, no obstante es el de Echevarría el que tiene mayor peso, en especial cuando el relato lo pone en primerísimo plano, una composición que incluso logra superar a la de De Pietro como el alumno ambiguo que acaba de descubrir quién es y lleva su pasión hasta las últimas consecuencias y pone en jaque las convicciones de maestro aparentemente seguro de sí mismo. La acertada descripción y participación de los personajes femeninos (el deAntonella Costa como la novia de Sebastián y Constanza Boquet como la que parece ser de Martín) completan el elenco de una película de cámara que básicamente inquieta y no descuida los detalles, en especial su ritmo, un tiempo por momentos casi real que permite compactar unos pocos días angustiantes en un hora y media que estremece. Berger madura en todo sentido (en lo que cuenta y en cómo lo hace), un buen signo para los tiempos que corren.
La nostalgia, eje de una reflexión sobre pasado, presente y futuro Viktor Yasinkiy nació en Bielorrusia y, cuando el socialismo en la Unión Soviética entró en crisis, pensó que podía ayudar a su pequeña familia viajando hasta Buenos Aires para trabajar como electricista en barcos pesqueros de la empresa Latar, que cumplían sus rutinas por la costa atlántica. Pero tuvo mala suerte. Como consecuencia de las políticas de glasnost y perestroika, aquellas naves quedaron varadas en Mar del Plata, con una carga que aquellos que las regenteaban prometían como compensatorio por el cese de las actividades. Pero nada de eso ocurrió y los trabajadores quedaron a miles de kilómetros de sus lugares de origen, con documentos de países que dejaron de existir y sin un peso en el bolsillo, más o menos igual que otro Viktor, de apellido Navorski, oriundo de la inexistente Krakosia, personaje del film La terminal , que queda imposibilitado de moverse de un aeropuerto cuando su país se disuelve. Al Viktor del film del debutante cineasta marplatense Misael Bustos las cosas no le fueron tan bien como al imaginado por Steven Spielberg. La cámara, que también se ocupa de un colega suyo también a la deriva en un país que apenas conocían, establece un paralelo entre aquellos marineros rebeldes del acorzado Potemkin (según el film de Sergei Eisenstein de 1925), pero se ocupa de poner en primer plano al ser humano y su nostalgia por lo que perdió, su sensación de derrota y el intento de salir adelante a pesar de todo. El relato, si bien cobra emoción en la segunda parte, se resiente en ritmo. No obstante esta observación, Bustos consigue su propósito y pone en boca de Viktor un par de reflexiones memorables. "Nostalgia, sí hay, pero tenés que dominar eso. ¿Mi futuro? Nadie lo sabe, nadie sabe su futuro", dice en la cubierta de un barco desolado en Comodoro Rivadavia, con el soplido del viento como fondo.
Julio Hernández Cordón y una fábula con sesgo documental ¿Cómo sumar el sonido tradicional de un viejo y melodioso instrumento usado para música popular al heavy metal? La idea puede ser disparatada o excelente. La marimba, esa especie de xilofón con teclado doble, caja de cedro, ejecutado a golpes de baqueta -instrumento nacional tanto en Guatemala como en México-, es el eje del segundo largometraje del guatemalteco Julio Hernández Cordón (el primero fue el premiado Gasolina , acerca de una pandilla de jóvenes ladrones de combustible). Es la historia de músicos marginales muy especiales, pero en particular de uno atrapado por su pasión por la marimba y su falta de trabajo. El otro es un metalero legendario, médico, ex satanista, que abrazó el catolicismo y el judaísmo. Hernández Cordón tomó a sus singulares antihéroes de la calle para demostrar cómo la gente de su país, más allá de las limitaciones, puede tener proyectos originales y muy locos a la vez. Tragicómico, sin apuro, con fotografía (en HD) impecable y encuadres muy estudiados, el relato -una ficción con registro por momentos de documental- pone en primer plano a don Alfonso, un cincuentón intérprete de marimba extorsionado por una "mara" (pandilla violenta), de las que asuelan aquel país, y que busca esconder su instrumento de quienes, asegura, desean quemárselo. Alfonso va con su marimba (con la inscripción "siempre juntos") a cuestas. La arrastra por las calles de una ciudad inmensamente pobre y peligrosa, hasta que Chiquilín, su ahijado contrahecho, lumpen importante, le presenta a Blacko, veterano heavy metal. Alfonso le propondrá conformar una banda, una que nunca llegará a tocar. Lo que sigue es una serie de delirios (la decisión de Chiquilín de empeñar el instrumento de su padrino y la de éste de robar uno), antes del final peripatético que es un nuevo comienzo, una huida. son clave para entender este espejo de una realidad difícil de explicar, la de un país muy golpeado que Hernández Cordón sabe cómo retratar. En el final se comprueba qué tan bien suena la marimba metalera. Por lo escuchado, muy bien.
El cineasta malayo James Wan juega al miedo sin recurrir a efectos sangrientos El es profesor universitario, ella es cantante y compositora y tienen tres pequeños hijos, el más pequeño todavía un bebe. Se van a vivir a una casa nueva, con todo el estrés que implica una mudanza que, por lo que se ve, tiene como finalidad dar nuevo aliento a la mamá, algo atribulada por su reciente alumbramiento. Algunas puertas se abren solas y, en el ático, parece que hay algo encerrado que no es precisamente un gato. Precisamente cuando el más grande los chicos sube al altillo, todo cambia. Tras un golpe inicialmente sin consecuencias, el pequeño entra en una especie de coma que los médicos no pueden diagnosticar con precisión. Al mismo tiempo, algunos ruidos y siluetas fantasmagóricas se recortan amenazantes para la mujer. ¿Casa embrujada? Por si acaso, se mudan de nuevo y la pesadilla crece. Hasta aquí prácticamente todo lo que ocurre se ve, y no necesita explicación. El director malayo James Wan (tiene 33 años), autor de la primera -y más lograda y del guión del interesante videogame- entrega de El juego del miedo , sabe cómo crear climas pero, cuando trata de resolver el porqué de lo que ocurre hay se complica un poco y tiene que recurrir a demasiadas palabras o argumentos algo endebles. Sin embargo trabaja lo visual, la luz y efectos mínimos (por suerte, ningún despanzurramiento gore) pero muy efectivos, y hasta algún gag del tipo Los cazafantasmas (un dúo de monigotes que lucen tiradores, buscadores de señales electromagnéticas o cosas parecidas munidos de artefactos reciclados y caretas antigases), a partir de la convocatoria de una médium que pueda ayudar a resolver qué le ocurre a ese chico. En cuanto al guión, no obstante esta cadena de explicaciones que hacen bastante ruido, el cuidado en la recreación del mundo paralelo al que el padre debe acceder para recuperar a su hijo, y la aparición de figuras endiabladas, así como algunos demonios (antropomórficos con rostros que lucen llamas infernales) generan suficiente miedo como para que el público de este tipo de propuestas salga medianamente satisfecho. Los trabajos de las figuras centrales, en especial el de Rose Byrne (la protagonista de la serie Damages ), es correcto. No es una obra de la altura de clásicos, pero tampoco cae en el lugar común de la sangre a borbotones y tripas por kilo de lo último visto. Como decían nuestros abuelos, algo es algo.
Del brote psicótico que Luis tuvo hace algunos meses sólo parece quedar un mal recuerdo. Al salir de la clínica en la que estuvo internado por orden judicial, sus médicos parecen convencidos de que el alta está justificada, y si bien eluden hablar de cura, argumentan que siempre y cuando se respete la medicación, todo será como antes de que este hombre que supo ser enérgico, se saliera de las casillas todos creen que, sin razón alguna. Un pequeño gato negro, Donatello, su mascota, lo recibe con gruñidos y algún zarpazo. Beatriz, su esposa, está inquieta y más aún con algunos gestos que este profesor universitario tiene apenas llega, tratando de ser lo más abierto posible a los cambios escenográficos en su casa, incluso a los libros que el se encargará de poner no por temas sino por orden alfabético. El gato desaparece: la tensión y la imaginación de Beatriz empiezan a crecer. Carlos Sorín construye un thriller riguroso con muy pocos elementos y la empatía del público con Beatriz, magníficamente interpretada por Beatriz Spelzini (la sensación de soledad que transmite es por momentos angustiante). Sin embargo es Luis (otro memorable trabajo de Luis Luque, un actor que cada vez que regresa con una película demuestra un talento imbatible), quien inquieta con una mirada que parece dirigida a la cámara con un gesto que pasa casi inadvertido. Por un lado, Spelzini crece en su composición de Beatriz como una mujer confundida, que se esfuerza a pesar de las dudas a convencerse de que todo está bien. Por el otro, está ese hombre enigmático que a su vez intenta convencerla, sincero o no, de que está totalmente recuperado y que está dispuesto a disfrutar la felicidad que un hecho, una serie de casualidades desafortunadas, lo sacaron de quicio y lo convirtieron en alguien peligroso de la noche a la mañana. El director de la ultrapoética La ventana es muy astuto a la hora de manipular al espectador a su antojo. Lo seduce con la luz, con los colores (la fotografía fue registrada en Súper 35 mm), con una cámara que se mueve cuidadosamente al seguir a los personajes (en pantalla apaisada), con el sonido, que es pieza más que fundamental del relato, hasta hacerlo caer en una trampa. Nada es lo que parece, decía Alfred Hitchcock, y Sorín lo confirma de una forma magistral. Con poco, con un puñado de actores, eso sí, muy buenos, con personajes iguales a cualquiera y situaciones posibles, con una historia mínima que abreva en los sentimientos y con el toque que todo thriller necesita para estremecer, finalmente. Ah, y un gato que se revela (y también con b larga) y ayuda a concluir, una vez más, de que el cine argentino tiene valiosos autores. Sin lugar a dudas, Carlos Sorín es uno de ellos.
En la cuarta parte de la serie comenzada en 1998, Santiago Segura vuelve a hacer honor a lo peor que un canalla como el personaje que él mismo encarna puede mostrar en cámara, en este caso en 3D. Un ejemplo: escupir (en forma virtual) a la platea. El par de escupitajos que el personaje de marras lanza a cámara en los primeros minutos de proyección sintetizan la idea de cine que tiene su autor, quien hace más de una década viene perpetrando, cada vez con menos gracia, los mismos gags. Y es seguro que Segura lo seguirá haciendo. José Luis Torrente, ex policía, es ahora seguridad privada. Pero como es impresentable (malhablado, gordo fofo, sucio en el más amplio sentido del adjetivo, machista y reaccionario trasnochado), suele meterse en problemas. A pesar de su permanente impunidad, esta vez va a parar a prisión por un crimen que no cometió. Rodeado de la peor lacra, se suma a un plan de fuga ajeno, para luego encontrar a quien lo puso en la cárcel. Torrente es un "guarro casposo" que considera a las mujeres objetos o simples prostitutas, y así aparecen, sin excepción: desnudas, sacudiendo sus siliconas. La trama es burda, pero lo peor es la sexualidad de bajo fondo y la escatología, que desdibuja aquellas transgresiones que por novedosas y osadas fueron motivo de risas en la primera entrega. Analizar Torrente 4 , más allá del fenómeno de taquilla en su país, en el intento de darle alguna justificación intelectual no tiene el menor sentido. Es curioso: en otros tiempos, películas como ésta eran muy justamente defenestradas sin más, mientras que ahora pueden darse el lujo de aparecer en festivales como el Bafici. Evidentemente habrá que repensar la mirada del cine porque comedias buenas y hasta transgresoras se siguen haciendo, pero que a ésta se le dé tanto lugar es demasiado.
Neil Jordan, ahora entre la realidad y la fantasía Syracuse es un solitario pescador irlandés que trata de sobrevivir echando redes en aguas turbulentas. Un buen día, entre peces y cangrejos, levanta a una joven y atractiva mujer en fuga, no se sabe de quién, que le pide refugio y en especial escondite a prueba de extraños. Con su misterio a cuestas, ella entona melodías, mientras él inventa un cuento, que en verdad se trata de una sirena y que con su presencia cambiará su suerte.Syracuse está divorciado de su esposa, no obstante sigue conviviendo con su pequeña hija Annie, que padece de insuficiencia renal. La niña hace propia la idea de que la mujer que se ha cruzado en sus vidas es realmente un personaje mitológico, pero que les devolverá la felicidad sólo por un tiempo, y deja crecer el relato de su padre. Nada es tan simple como parece y así el paisaje que los rodea se ilumina tanto como se oscurece, porque la verdad, de a poco, pone las cosas en su lugar. Neil Jordan, además de ser un prolífico escritor, es un director con un singular talento para los encuadres y para encontrarles el tono dramático justo a sus relatos bien diversos. Así lo demostró hace dos décadas con El juego de las lágrimas y con obras posteriores, como Entrevista con el vampiro y la no estrenada aquí El niño carnicero . Sin embargo, en las últimas obras que de él se conocieron aquí repite una misma debilidad: la falta de ajuste en la resolución de sus planteos. Si bien la historia de Ondine (título original que refiere a una leyenda germánica sobre la diosa del agua que los celtas incorporaron a su folklore como selkies, focas que toman formas humanas) tiene una fuerte y bien presentada carga poética y dramática, cuando comienza a ser reiterativa Jordan pega un volantazo tanto en historia como en ritmo, logrando que las piezas terminen encajando y la trama encuentre un desenlace realista, posible aunque demasiado convencional para lo que suponía lo visto en principio. No obstante el camino zigzagueante elegido por Jordan, hay varias cuestiones -técnicas y artísticas- que suman valiosos puntos a la propuesta. Por un lado, el mencionado trabajo de cámara, al que inevitablemente se suman el fotográfico del australiano Christopher Doyle; los hipnóticos temas musicales de Kjartan Sveinsson, y muy en especial los trabajos actorales tanto de Colin Farrell como la sensual Alicja Bachleda y la pequeña Alison Barry, así como el de Stephen Rea (fetiche de Jordan), esta vez un singular cura pueblerino.
El psicothriller español se excede a la hora de las complicaciones y los homenajes Demasiadas complicaciones, algunas sin justificación, no logran justificar un producto que sólo acredita a su favor un interesante punto de partida, cuidados técnicos de cine industrial de primer nivel y, por encima de toda otra cualidad, una muy buena interpretación protagónica de Belén Rueda. En Los ojos de Julia , tratándose de un relato de género (no de terror sino psicothriller ), no debería importar demasiado si lo que ocurre es o no verosímil. Sin embargo, la acumulación de homenajes impone como necesaria una reflexión al respecto que no contribuye a una mejor calificación sino a todo lo contrario: la sensación de que se ha echado mano a un buen envoltorio para contar una historia que no resiste el análisis profundo. La anécdota de una mujer que sufre una degeneración oftalmológica genética que terminará en ceguera, un mal primero diagnosticado en su hermana melliza y causa en apariencia principal (o al menos decisiva) de su suicidio, es expuesta con muchas trampas. El director y guionista catalán Guillem Morales juró que todo lo que pasa a Julia es vivido por el espectador, quien no tiene más pistas que ella para resolver o no qué fue lo que realmente le ocurrió a su hermana. Sin embargo, el relato convierte en cómplice a todo aquel sentado frente a la pantalla, al sugerir que la primera podría haber sido en verdad víctima de un criminal, una de las varias trampas que abrevan en temas ya transitados, como la perversión, la esquizofrenia y la ceguera (en clásicos del género como El fotógrafo del miedo , Espera en la oscuridad , Psicosis y La ventana indiscreta , por ejemplo), es decir, tramas donde siempre interviene un villano demente, desenmascarado unos minutos antes de la palabra fin. Rueda, recordada por su excelente trabajo en El orfanato, confirma su talento para recrear a las dos hermanas que poco a poco pierden la vista y terminan atrapadas en un laberinto donde realidad e imaginación se confunden. Pero su esfuerzo no es suficiente para salvar un conjunto que debe ser explicado con demasiados argumentos y que, encima, desemboca en un final efectista y cursi, una clara confirmación de que no siempre es oro lo que reluce.
Imperdonable tercera entrega de las aventuras de un agente disfrazado de anciana En cine hubo, hay y habrá, subproductos como éste, comedias de muy bajo nivel que sólo tienen una explicación comercial, y a esa razón obedece que las distribuidoras (en este caso del sello productor) la exhiban en salas al mismo tiempo que condenan a DVD o a TV a películas seguramente más valiosas. A más de una década de la primera entrega, el actor Martin Lawrence vuelve a interpretar a Malcolm, un agente del FBI que se ve forzado a disfrazarse de una mujer gorda conocida como Big Momma. Como en aquellas comedias bufas locales (mucho más divertidas y en todo caso simpáticas, como Expertos en pinchazos y Los doctores las prefieren desnudas , con los recordados Alberto Olmedo y Jorge Porcel), el título cuenta buena parte de la trama. Para los productores y guionistas, si un actor afroamericano con cintura de llanta de automóvil disfrazado de mujer resulta divertido (¿?), mucho más efectivo lo serán dos. Pero a no confundirse: no se trata de Tony Curtis y Jack Lemmon en Una Eva y dos Adanes , ni su director John Whitesell tiene un pelo de la inteligencia del insuperable Billy Wilder. Pero dejemos la nostalgia a un lado. Está escrito que a quienes les fascinaron las dos primeras entregas de este despropósito la tercera les parecerá a priori interesante, así que los párrafos que siguen difícilmente puedan cambiar su idea al respecto. Esta vez, Malcolm y su hijastro adolescente Trent (encarnado por Brandon T. Jackson) se travisten y se meten en una escuela de arte dramático sólo para mujeres tras ser testigos del crimen cometido por un mafioso ruso. Aparentemente, un alcahuete del FBI escondió una memoria digital en una cajita de música exhibida en el museo del lugar con información acerca del incriminado. Pero todo esto no importa, porque el verdadero gancho es ver a estos dos mamarrachos en situaciones absurdas y, a la vez, poner en ridículo a sus coetáneos que siguen, todavía, luchando contra la discriminación en su tierra. En suma, una vergüenza.
En principio, el debutante Julián D'Angiolillo se propuso exponer un fenómeno suburbano. Sin embargo, aquel punto de partida devino registro de una intervención comercial transgresora, para nada transparente pero no obstante posible, la feria de La Salada. En la localidad de Ingeniero Budge, a pocos kilómetros del Obelisco y donde funcionaron por casi tres décadas balnearios populares visitados incluso por la clase media de los alrededores, se levantaron varias ferias de productos de todo tipo, principalmente de indumentaria y calzado, que tienen como característica principal vender réplicas a pantógrafo de productos famosos a precios de oferta. Quienes allí ejercen la profesión de feriantes se esfuerzan para que sus ofertas se confundan con las originales sin romper la barrera que las hace accesibles a cualquier bolsillo. Las reglas escritas por los ideólogos del marketing y la economía de mercado promovieron, a través de los tiempos y por simple codicia (sin ser en principio demasiado conscientes de que esto ocurriría) esta versión de lo ilegal que suele generar intensas discusiones. Muchas de las prendas que se allí se venden son producidas por mano de obra barata de marcas reconocidas y, quizá por eso, resultan casi idénticas a las auténticas, con mermas de calidad a veces difíciles de detectar. Con algún altibajo, D'Angiolillo expone una intervención no sólo del espacio urbano (la idea de micromundo, de shopping berreta, sin glamour convencional, en una zona que parece liberada estilo Ciudad del Este) sino también de las reglas del mercado, con todo lo que significa como golpe a uno de los pilares de la economía liberal como lo es el tema de la piratería marcaria o audiovisual. Y lo hace con una mirada para nada convencional, sensacionalista o crítica sino casi antropológica que pueda servir de espejo en el que esa sociedad que nadie ve pero existe se pueda reflejar, y para que el resto haga, por qué no, una meditación acerca de las diferencias sociales. El director no interviene con voz ni explicación extra: sólo muestra lo que podría ser un día de tantos en el Paseo de Compras Punta Mogotes, para que lo descubran también los que habitualmente consumen sólo productos genuinos e indaguen por qué existen este tipo de ofertas y hasta quizás algunos otros temas igual o más importantes. De vez en cuando conviene hacerlo, cualquiera sea la conclusión a la que se pueda llegar.