Entre el amor y la violencia Bruno Dumont vuelve a sorprender, y a provocar, sin levantar la voz, que es la mejor (peor para los que se estremecen con sus propuestas) manera de abrir los ojos a quienes acostumbran a ver sólo la superficie de esos temas que conmueven actualmente a la humanidad. Lo hizo en reitiradas ocasiones, con La vida de Jesús , y también con La humanidad , recurriendo a historias sencillas, pero analizables desde diferentes perspectivas, una decisión con la que el cineasta parece querer eludir cualquiera de los tópicos del cine pensado para festivales. El director, premiado en Cannes, demuestra una vez más ser un cultor de lo ascético y, en este caso, de lo sublime, más allá de cualquier cuestión ideológica. A pesar de seguir una historia que puede ser explicada de forma racional, lo esencial de Entre la fe y la pasión (una versión demasiado libre del título original, que se refiere solo a la protagonista de la historia) es puramente espiritual. Eso es lo que transmite Celine Hadewijch (interpretada con inusual potencia por la muy joven Juliette Sokolowsky), hija de un alto funcionario francés sumida en el amor a Dios de manera absoluta que, a consecuencia de esa postura, es expulsada del convento donde aspiraba convertirse en monja. Tras ese accidente en su vida, Celine se unirá a un joven palestino (Yassine Salim), fanático practicante, y a la célula terrorista islámica liderada por el hermano de éste. A Dios rogando El relato sigue a Celine de cerca, con lujo de detalles, la muestra primero en ese mundo fuera del mundo al que accedió por su origen burgués católico, con su amor loco por Dios y, así de golpe, sin perder sus convicciones, entrenándose, en otro mundo fuera del mundo, como integrante de un grupo terrorista, en donde la fe exige algo más que el sometimiento a reglas que implican un sacrificio extraordinario. Es que Celine Hadewijch expresa su amor incondicional de Dios, y su definición de Dios por encima de todo implica que también puede servirlo desde el lugar que ese grupo extremista le da. Es decir con armas y explosivos. Es como si aspirara a ser una Juana de Arco islámica, según palabras del mismo cineasta, la representación de una mujer que se sacrifica por Dios. El resultado es sólido, de una pieza, conmovedor y abierto, donde el atravesamiento político queda a cargo del espectador. Dumont se abstiene de hacer juicio de color alguno y provoca. El suyo es un cine contundente pero no obvio, que atrapa, genuino por donde se lo mire, algo poco frecuente en los tiempos que corren.
Buena idea, pero algo despareja Dos mujeres jóvenes (Celeste Cid y Emme) convergen en un mismo lugar, un circo-cabaret donde hacen sus números circenses con canciones. Fuera de allí comparten iguales inquietudes frente a la vida, una como asumida hija de desaparecidos durante la dictadura militar, en busca de una identidad definitiva, la otra, con esa misma marca de origen, recién liberada de la venda que durante más de dos décadas le impidió, como a su amiga, hacerle frente a la cruel verdad. A su alrededor, se mueve un mundo por resolver, entre quienes las ayudan, los que sufren al descubrir que de alguna forma también fueron víctimas de lo que ocurrió durante tanta oscuridad, y los que a su vez deben reconocer la verdadera culpa de aquellos crímenes, tal como hayan en verdad compartido responsabilidades. El planteo es, a simple vista, más que interesante, todo un desafío que Sabrina Farji debe sortear, con cintura, la altura de las circunstancias. De por sí es valioso. La línea inicial trazada sobre la tela en blanco promete una pintura valiosa, pero los problemas aparecen de a poco, y no son pocos. Comienza a diluirse el dibujo de cada personaje, y solo un puñado consigue definirse por completo. Las ideas también aparecen, pero muchas se disipan en encuentros que apenas trascienden, y si lo hacen, lograrán emocionar siempre y cuando quienes les ponen el cuerpo respondan con talento propio, es decir con sus propias herramientas. Es evidente que Eva & Lola tiene una idea de partida más que interesante y por cierto transgresora con respecto a los muchas -buenas y no tanto- historias que abordaron el tema de los hijos de desaparecidos, a los que les han quitado la identidad y necesitan recuperarla, pero no es suficiente para lograr un todo sobresaliente. Sí, y de eso no quedan dudas, hay mano en su directora para captar algunas de esas situaciones con talento, pero no todas, con mucha vena y convicción, visible en los desempeños de Celeste Cid y Emme, así como buenos aportes de Willy Lemos, Victoria Carreras y Alejandro Awada, también de Claudia Lapacó y Jorge D´Elia, que pujan con esa sensación de que en la receta no todos los ingredientes están calibrados y en ese sentido, el cine suele ser impiadoso. En suma, Eva & Lola tiene fortalezas genuinas pero, y allí surge una cuestión clave, solo un puñado son aprovechadas al máximo de su potencial.
Mujeres acorraladas por sus angustias Los directores Julio Midú y Fabio Junco proponen una nueva historia producida íntegramente en Saladillo Si hay algo bueno que le ocurre al cine nacional es que en los últimos tiempos viene creciendo el interés del interior por querer expresarse también con este lenguaje y medio. Es el caso de Julio Midú y Fabio Junco quienes con sede en Saladillo y Cine con Vecinos, el evento que ellos mismos impulsan entre los vecinos de esa localidad, ha respaldado ya una veintena de largometrajes, solo dos estrenados en salas de Buenos Aires. Lo interesante de estas propuestas es su modo integral de producción, sus presupuestos acotados y por sobre cualquier otra cosa, la participación de los vecinos del lugar. Su cine es popular y sencillo; sus aspiraciones, en la medida que crecen, van apareciendo cada vez con mayor claridad. Esta vez se trata de una historia que reúne a cinco mujeres que conviven buena parte de sus días en un pequeño taller textil. Marisa (Yeny Mieres) está casada con un peón de campo mayor que ella; Mercedes (Viviana Esains) es de Buenos Aires, de donde llegó junto a su esposo médico y a su hijo en edad escolar; Ana (Florencia Midú) es la más joven de todas y vive con su abuela, con la que no se lleva bien al tiempo que sufre en silencio una enfermedad terminal; Sofía (Natalia Di Gruccio), ya pasó los veinte hace rato y vive con su padre, a quien hace creer que tiene un novio a la distancia con el que se va a casar para evitar esa típica definición de que se quedó "para vestir santos", y Norma (Marcela Moscatello) a pesar de ser la "gordita buena" del grupo, es la que tras la ironía también esconde mucha soledad. Todas cargan en su mochila angustias, depresiones, sueños que no se cumplen y el tiempo que pasa sin que nada cambie, incluso para aquella que espera una señal de su abuela antes de que llegue su fin. Midú y Junco pasan de los buenos momentos bien trabajados, algunos de intenso drama, a otros más convencionales, pero aún así consiguen lo que buscan: la empatía con el espectador. Los trabajos femeninos, en particular los de Midú y Viviana Esains, se lucen, a diferencia de los masculinos, a los que les falta bastante ajuste, pero no impiden que el resultado sea equilibrado y, por momentos, muy riguroso.
Hay estrenos que no se justifican En los correos electrónicos, en los mensajes de texto y en el chat se utiliza con frecuencia la onomatopeya de risa "jajajaja" para rematar alguna reflexión que se aplica como síntesis de "risa". Y es la menos trágica que se puede usar para este despropósito con forma de película. La trama, que intenta reconstruir con realismo lo que le ocurre a una psiquiatra a su paso por una localidad del norte de Alaska donde la gente tiene dificultades para dormir y no sabe por qué, parece interesante. Tras una noche "no se sabe adónde", y entre vagos recuerdos, Abigail Tayler, encarnada por Milla Jovovich, descubre que su esposo ha muerto, asesinado por mano anónima según divaga o suicidado según los que investigan el caso, y que su hija ha desaparecido para siempre. Tal como Tayler lo deduce a partir de varias sesiones de hipnosis con un colega, todos ellos fueron abducidos por un ser invisible (¿un extraterrestre?) que balbucea en ¡sumerio! A decir verdad, el cineasta de origen nigeriano Olatunde Osunsanmi sólo parece querer generar miedito y polémica, como los episodios más sensacionalistas de Cazafantasmas , o tal vez servir de publicidad a diversas publicaciones ad hoc que seguirán a la película. Para perpetrar este divague de 10.000.000 de dólares, que créase o no en Estados Unidos se estrenó en 2500 salas, Osunsanmi recurrió, además de Jovovich, a Will Patton y Elias Koteas, y a supuestas grabaciones genuinas de la supuesta psiquiatra Tayler, en las que se la ve descuajeringada, siempre al borde de quebrarse, enumerando hechos que más parecen producto de una locura galopante que de una desesperación provocada por sucesos que tuvieron lugar en el mundo real. Una vez conocido el planteo, en el que aparecen demasiadas explicaciones sobreimpresas a las imágenes, excesivos monólogos a cámara de los mismos actores (que intentan dar fuerza de testimonio a la farsa), la rutina se repite una y otra vez entre fogonazos inesperados y música no menos efectista. Es difícil entender por qué habiendo tantas excelentes películas que se descubren en las trasnoches del cable sin haber pasado por las salas, una como ésta, más apropiada para esos espacios en los que todo vale, llega a las pantallas grandes locales. Y ése sí es un verdadero misterio.
Pasajeras de una pesadilla La película de Gabriela David conmueve y sacude sin recurrir a lugares comunes Todo lo que La mosca en la ceniza muestra es moneda corriente. Sin embargo, todos parecen callar. Y cuando se dice "todos" es más o menos así. Ocultos tras simple hipocresía se esconden cientos de casos como éste. Incluso en zonas que, prejuicios de por medio, son impensables, como la del caso real que inspiró a Gabriela David. Dos amigas, Pato y Nancy, engañadas por un futuro prometedor, el de empleadas domésticas en Buenos Aires, llegan a la gran ciudad. Pato, que parece la más dura, ofrece resistencia a ser explotada en un prostíbulo cercano a la esquina de Agüero y Las Heras. Nancy acepta sin chistar las reglas de juego porque piensa que en algún momento encontrará la manera de escapar a esta forma de esclavitud que recuerda las de la Svi Migdal en las décadas del 20 y 30, cuando jóvenes polacas eran traídas al país con falsas promesas y terminaban siendo explotadas en prostíbulos de Once. Ahora las chicas para ser explotadas como esclavas provienen del interior o de países limítrofes donde la precarización social no parece tener límites. David, que ya había demostrado su talento para la narración cinematográfica hace nueve años con Taxi, un encuentro , vuelve a sorprender porque no recurre a formatos reiterados hasta el cansancio por buena parte del cine que pretende ser vanguardia ni cae en los lugares comunes del cine comercial, bien acostumbrado a exponer lo que no puede sugerir, a explicar lo que el espectador debería entender sin necesidad de trazos gruesos. David prefiere abrir, desarrollar y cerrar su historia tomando como eje la amistad de estas dos chicas muy diferentes entre sí (no sólo las que surgen a simple vista), y lo hace a partir del crecimiento del personaje de Nancy, una interpretación memorable de María Laura Cáccamo. Esta mujer con cuerpo de adolescente, sonrisa cándida y reflexiones inocentes, no obstante esperanzadas, conmueve y sacude a la vez. Trabajos memorables La composición de Cáccamo no es solamente intelectual, sino principalmente física. Su forma de caminar por los pasillos del viejo edificio destinado a tan oscuros fines, su particular tono de voz, la vuelta una y otra vez sobre la historia de la mosca -esa de que a pesar de ahogada puede resucitar si se la cubre de cenizas- convierte a su personaje en protagonista absoluto. Los encuentros de Nancy con José, el mozo desdentado que la ilusiona, encarnado por Luis Machín, otra oportuna elección de la directora, no tienen desperdicio. Es que La mosca en la ceniza se sustenta, más allá del hábil manejo de los climas, la cámara y el montaje, en todas sus actuaciones. El dolor en la mirada de Paloma Contreras, la convicción del resto de las "pupilas" (Dalma Maradona, Vera Carnevale y Ailín Salas), pero muy en especial el cinismo y la violencia, tan bien transmitidos por Luciano Cáceres y por Cecilia Rossetto, completan una película que logra transmitir lo que se propuso: una historia de amistad, a pesar del horror que significa gritar desesperadamente sin que nadie escuche o, lo que es peor todavía, sin que nadie parezca querer hacerlo.
La decisión más difícil de tomar Gustavo Fontán ha dado muestras suficientes - El árbol, primero; La orilla que se abisma, después- de un infrecuente talento narrativo, un cuidado estético y una fuerza poética que lo hacen uno de los cineastas independientes con mejores herramientas para resolver cuestiones que tienen que ver, principalmente, con la vida misma. La madre no elude esos tópicos y, por el contrario, se mete de lleno en el que tiene que ver con la relación madre e hijo en un momento en el que se agotan todas las alternativas y entra a tener peso la cuestión de la supervivencia. La historia tiene como eje a Sonia y Jonatan, madre e hijo, aislados en un paisaje marginal. Mientras el joven supera la adolescencia para intentar trazar su propio destino, la mujer, separada, cae en un abismo depresivo en el que entre divagues se sumerge en la oscuridad del alcohol. Hay que ponerse en el lugar del pobre Jonatan, sin armas para intentar el rescate de una madre que parece condenada por su propio deterioro, mientras debe evaluar el quedar atrapado en el espanto o emprender un camino vital, el del descubrimiento, la revelación de que más allá de esas paredes existe un mundo que es totalmente diferente del que padece y no termina de acostumbrarse. No es nada fácil analizar esta relación madre-hijo, en este caso para Fontán arremeter contra la culpa según el concepto judeocristiano y salir bien parado. No obstante las contradicciones que esto genera, el cineasta lo consigue con altura. La historia, los personajes y el lenguaje con que Fontán los describe recuerdan los descarnados buenos títulos de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Quizá la falta de ajuste en algunos momentos (que es de suponer que son producto de un armado del relato sobre la marcha) afecta el ritmo que, es importante aclarar, no pretende ser sostenido. Fontán consigue trasladar al espectador la sensación de que esa situación expuesta con crudeza no da para más. Lo hace una y otra vez, y así logra tensionarlo, comprometerlo. De eso se trata.
Ninjas inverosímiles y clase B Andy y Larry Wachowski, los sobrevaluados autores de Matrix , merecedores de algún aplauso por los aciertos de V de venganza y la reprobación absoluta por su versión del animé Meteoro (películas que ellos respaldaron), vuelven a las andanzas detrás de esta producción que toma a ninjas como protagonistas de una historia violenta y más fantástica que verosímil. En Asesino ninja, poco importa el argumento, que termina diluyéndose entre piruetas voladoras, espadas que cortan cuerpos a lo loco y chorros de sangre que salpicarían a la cámara si no fuesen puro efecto digital. En esta propuesta del australiano James McTiegue (el mismo de V de venganza ), el protagonista, llamado Raizo (interpretado por el actor coreano Rain), es un asesino superdotado rescatado de las calles y de inmediato entrenado en esas lides por el clan Ozu, una sociedad secreta cuya existencia se considera un mito. Afectado por la ejecución de su mejor amigo por integrantes de la secta, decide desertar y desaparecer, para volver a la carga por revancha. Será en las calles de Berlín, donde los miembros del clan tienen un encargo, secundado por una bonita mujer que trabaja para una agencia de inteligencia. En definitiva, Asesino ninja no es más que una película de clase B bastante floja, cuya batería de efectos sólo confirma su vacío cinematográfico. Si bien la secuencia inicial promete, el resto no alcanza a parecerse siquiera remotamente a los clásicos del cine dedicado a las artes marciales de la década del 60.
Si con su primer largometraje Mazza parecía estar influido por la literatura de Borges, en el segundo demuestra haber abrevado en el cine de Leonardo Favio. El resultado es, por suerte, más alentador. Gallero , que ya pasó por los festivales de Karlovy Vary, Toulouse, Málaga, Milán y El Cairo, entre otros, incluso por Mar del Plata (donde su figura masculina, Gustavo Almada, recibió un merecidísimo premio Carlos Carella de la Asociación de Actores), muestra un esperado y afortunado crecimiento en el cine de Mazza. En su segundo opus, el cineasta cuenta la historia de dos soledades, las de Mario y Julia y su entrecruzamiento de color ocre, en medio de una nada que atormenta: él con sus gallos de riña; ella, apenas recortada en la casa donde vive tras un accidente en el que murió su familia. Esta vez, Mazza consigue un provocativo equilibrio entre historia, personajes y escenario, emprolija su estética y saca mejor partido de un todo que funciona con mayor precisión porque, además, está trabajado a conciencia. El mérito es del director y guionista, pero también de Mauricio Riccio, encargado de la fotografía, y el siempre preciso montajista Alberto Ponce, que juega con los tiempos funcionales al lenguaje contemplativo propuesto por el autor.
El amarillo, debe juzgarse como un ejercicio a propósito de la siesta entrerriana, una carta de presentación algo fallida de un cineasta que, no obstante demuestra, por un lado, una interesante elaboración estética en función de un eje dramático, pero por el otro lado tiene una resolución no demasiado feliz. Se trata de una muy pequeña historia de pasiones entre Amanda (una destacable Gabriela Moyano), una mujer que canta con profunda melancolía en un burdel y un no menos enigmático forastero que intentará conocerla. Lo que ocurre es que el relato se extiende sin necesidad (quizá se hubiera ajustado mejor al formato de corto), deviene reiterativo y termina siendo víctima de ese exceso sumido en lo oscuro del entorno. Quizás el peor defecto sea entender como necesarias situaciones cuyo principal atractivo tiene que ver con una atmósfera que, hay que reconocerlo, es hipnótica. A pesar de esta suma de debilidades, la ópera prima de Mazza tuvo un largo recorrido festivalero (la semana de la crítica en Venecia, el festival de Locarno; el del Bafici, donde recibió una mención especial del jurado a la actuación y un merecido premio a la música, y Mar del Plata), que facilitó a su autor la realización casi de inmediato de un segundo largometraje.
Insuficiente para un homenaje Sólo se destaca el trabajo de Oski Guzmán, como el tanguero Luis Cardei. Recordar a Luis Cardei debería ser una obligación, igual que hacerlo de una forma que esté a la altura del personaje, y esto ocurre a medias en esta sólo bien intencionada biografía que repasa su vida desde la niñez, atormentado por la enfermedad (era hemofílico y las largas postraciones dejaron secuelas en su piernas, que le dificultaron el andar) y casi en simultáneo su pasión por la canción de Buenos Aires. Gabriel Arregui, de quien algunos recuerdan Mataperros - primera experiencia en el largometraje, que fue estrenada hace poco menos de una década con mínima repercusión y contados elogios- aborda la historia verdadera del cantante de Villa Urquiza, dueño de un estilo muy personal, no obstante poco conocido por las mayorías tangueras. Cardei llegó a ser muy estimado, finalmente, por quienes supieron apreciar su forma de fraseo-susurro (hubo quienes llegaron a considerarlo un "nuevo" Goyeneche) y su tono gardeliano tan singular, como aquel que podía escucharse sólo en las reuniones arrabaleras de antaño. Arregui se ajusta en forma excesiva a los esquemas más convencionales de este tipo de relatos, una serie de recuerdos ordenados más o menos cronológicamente que transporta a los protagonistas varias décadas atrás, para recrear, por ejemplo, la complicada niñez del personaje, en la que aparece su esforzada madre, y su padre, reconocido cantante de tangos de la década del 40, cuando todo parecía más feliz porque todavía quedaba mucho por descubrir, no obstante los tropiezos cada vez más frecuentes respecto a su endeble salud. Buen trabajo Desnivelado, reiterativo, por momentos encuadrado con poco criterio estético, obvio, son algunos de los calificativos que valen a la hora de definir esta nueva obra de Arregui. Queda claro que, como director, no parece haber superado las debilidades de aquel debut, sino por lo contrario profundizado en algunas. Hay en El torcán algo digno para destacar: es el trabajo de Oski Guzmán, que se esfuerza no sólo por recrear con un mínimo parecido físico al auténtico Cardei, sino en empatarlo en sus gestos o en su decir, algo bastante complejo, tratándose de un artista tan particular y, por eso mismo, inolvidable, cuyo postergado y último reconocimiento por cantinas, bares, tres discos y una breve pero significativa participación en Sur , de Fernando Solanas, poco antes de su temprana muerte, en 2000 a los 55 años (víctima de hepatitis C, contagiada en un centro para hemofílicos), merecía un mejor tratamiento cinematográfico.