La primera crisis matrimonial Ariel Winograd sorprendió hace cinco años con una película que narraba con certeza científica cómo eran los countries judíos de la década del 90, en pleno menemismo y con las hormonas de los púberes en lo alto del cielo. De esta manera, el director consiguió una notoriedad importantísima en el ambiente artístico argentino. Luego de ese clásico, quedó abierta la posibilidad de una segunda parte, ya que en principio el proyecto se había gestado como una trilogía. No sucedió al menos por ahora. Sin embargo, con estreno de Mi Primera Boda, que de Cara de Queso tiene a Martín Piroyansky, los efectivos guiños de “la cole” y pocas cosas más, llega una comedia original, con algo de melodrama, bien construida y con un elenco que traspasa todas las generaciones y estilos de actores (desde “Les Luthiers” hasta Gino Renni). Los protagonistas son Daniel Hendler y Natalia Oreiro, que interpretan a una pareja mixta entre un judío ateo y una católica poco creyente. Deciden casarse con una gran fiesta. En una estancia, al aire libre, con músicos, muchos invitados y hasta show de stand up. Pero por torpeza del novio, uno de los anillos se pierde en el campo y la ceremonia corre peligro. Y el matrimonio también, porque la novia, ante la incertidumbre, comenzará a replantearse todo antes del dar el sí. La historia incluye una madre competitiva (Soledad Silveyra, con un Martini en la mano todo el tiempo), la mejor amiga lesbiana (Muriel Santa Ana), un ex novio que viene por todo (Imanol Arias), un primo poco ingenioso (Piroyansky), una idishe mame (una genial Gabriela Acher), un rabino y un cura (interpretados lujosamente por Daniel Rabinovich y Marcos Mundstock), y un abuelo recién separado y desesperado por fumar su primer cigarrillo de marihuana (Pepe Soriano, lo mejor del filme). La historia tiene muchas puntos a favor y pocos que restan. Primero, la idea de la carrera de boda con obstáculos no es muy original, pero el guionista, Patricio Vega (el hombre detrás de “Los Simuladores”), logró encontrarle una vuelta de tuerca. Los personajes secundarios ayudan mucho, sin necesariamente transformar la historia en coral. El puntapié que da la pérdida de la alianza es al fin y al cabo una excusa para mostrar un montón de situaciones y desatar los peligros del divorcio prenupcial. La filmación es excelente. Ágil, al igual que la mecánica edición, y logra lucidez en sus planos desde el principio, cuando cuenta la estructura de las dos familias con solo una secuencia. Y el extenso plano alrededor del altar. Además, la fotografía, el diseño de arte y el vestuario se completan perfectamente. Junto a la joyita de Liniers en los créditos del principio y la música original. Los protagonistas sobresalen frente al elenco con una química quizás inesperada. Hendler, un probado actor de cine, muestra en este caso sus dotes cómicas, sin exagerarlas y caer en la gesticulación en busca de risas, sino en un timming precioso y creíble. Por otro lado, Oreiro demuestra que su ángel inajenable viene acompañado de mucho talento. Se muestra natural, madura y sólida. Lo negativo reside en que, a pesar de nivelarse por encima de la media de las comedias argentinas y ser de género, le sobran algunos minutos. Los conflictos comienzan a saturarse cuando todavía faltan 20 minutos. Por lo tanto, se alza una copa, se pide la palabra y se celebra que Winograd haya regresado al cine con un producto de mayor calidad y más solidez en el guión.
El eterno duelo Nicole Kidman debuta como productora y protagonista de una misma película con El Laberinto. Y no es casual. Esta obra, éxito mundial en los principales escenarios del mundo, cautivó a varias estrellas por su temática y la simpleza con la que trata una experiencia que nadie quiere vivir. Kidman vio la pieza, peleó por los derechos y comenzó a trabajar para hacerla posible. Eligió ella misma a su marido en la ficción, Aaron Eckhart, y se dejó seducir por la mirada revolucionaria de John Cameron Mitchell. De ahí surgió esta película, una pequeña delicia del cine independiente norteamericano. El hecho de que Kidman sea la productora se nota principalmente en la profundidad que el guión le dedica a su personaje, Becca. En la obra, el argumento es más coral y se detiene a explorar las personalidades de los cuatro individuos que permanecían en el teatro. La historia es común como la vida. La muerte. En esta caso, de un niño de 4 años. La tragedia nunca es mostrada, pero sí narrada de una manera original. Justamente, mostrando el sufrimiento paulatino y ciclotímico de sus padres, los verdaderos protagonistas de la cinta. Y sus diferentes maneras de sobrellevar el sufrimiento, y los choques que producen esas incompatibilidades. La película comienza ocho meses después del accidente automovilístico que se lleva la vida de Danny. La vida matrimonial parece normal. Seca, monótona, pero nada extraordinaria. Esa es la depresión silenciosa en la que nos sumerge El Laberinto. Una tristeza que nos va apoderando a medida que vamos logrando ver las grietas incurables que producen una pérdida semejante. Si bien el hecho de que el mismo autor de la obra adapte el material para el cine implica un riesgo importante y una misma visión sobre el texto, este caso se convierte en una excepción. La labor de David Lindsay-Abaire es notable. Multiplicó los escenarios y los personajes, sin dejar de perder el foco. Amoldó el destino de cada uno para que sea clara su función. Incluso el personaje de Izzy, la hermana de Becca, sirve para romper el clima dramático, pero suma al conflicto principal. Un libreto sólido, bien pensado y a prueba de fallas. No se nota que proviene de una obra de teatro. Es un texto cinematográfico. Nicole Kidman es una actriz valiente, que no teme de pasar de tanques hollywoodenses (como Australia o Regreso a Cold Mountain) a películas independientes y alternativas (como La Boda de Margot o Dogville), a pesar de que la calidad de sus elecciones suele ser demasiado dispar. Hasta el momento su talento y versatilidad había sido demostrado en algunos proyectos, como Todo por un Sueño, Moulin Rouge! o Reencarnación, pero jamás había tenido una paleta de matices tan amplios como en este caso. Si bien Becca no es un papel que presente un gran desafío para ella, sí lo es para su capacidad de interpretación. No hay personajes reales ni retos abismales. Sólo se trata de navegar dentro del duelo de su ser. Es la mejor actuación de la carrera de Kidman. Acompaña con momentos de mucho lucimiento Aaron Eckhart, acertadísima elección. Al igual que Diane Weist, como la madre de la protagonista, que también perdió un hijo e intenta guiarla hacia la salida de este momento. Pero ante tanta sorpresa, hay algo inesperado. El mago John Cameron Mitchell, que nunca paró de sorprendernos con la osadía de Hedwig y la Pulga Rabiosa o Shortbus, esta vez cae sobre el convencionalismo cinematográfico. No se nota su firma de autor. Nada grave para un cineasta de años. Sólo una pequeña desilusión que, quizás, es culpa nuestra, al habernos malacostumbrados.
Crónica del desamor. Ver Blue Valentine es como leer Rayuela, de Julio Cortázar, pero de corrido. Uno va alternando diferentes momentos de una historia con una coherencia que se va armando progresivamente. En este caso, una historia de amor que termina siendo un triste relato de separaciones y odios. Se pasa del casamiento esperanzador al último adiós. De la tierna primera relación sexual de la pareja hasta el último y desmotivado sexo. Así es esta película de Derek Cianfrance, un canto realista a las relaciones amorosas. Cruda, inteligente, fuerte, demasiado empática. Ryan Gosling es “el” y Michelle Williams es “ella”. Se conocen de casualidad en Pennsylvania, mientras ella venía de una desilusión amorosa y con una noticia que movía su mundo. El es un ex estudiante que rastrea sus pasos hasta conquistarla. Con situaciones familiares diferentes, pero igual de disfuncionales, se enamoran, se casan y crían juntos a la pequeña Frankie. Luego, falta un lapso. El del desgaste. Sabemos que este matrimonio ya no es lo que era, se evitan, se gritan, y su hija es lo único que los une. Definitivamente, esta no es la película para ir a ver en pareja y seguramente ningún tipo de relación, en ningún estado. Es muy poco alentadora para los que recién comienzan, la peor decisión para los que están en crisis, y la dosis de depresión necesaria para los que acaban de pasar por algo similar. Blue Valentine es shockeante. Es muy realista. Y eso se debe a un guión simple, con mucha improvisación, pero sólido. A las actuaciones; sutiles y brillantes de dos actores que fueron promesas en Hollywood y que ahora son de lo mejor de su generación. Y que siguen apostando, en la mayoría de su filmografía, a películas valientes e independientes. Es cierto que algunas situaciones Gosling roza la sobreactuación, como la escena en la clínica donde trabaja Williams, pero en la situación del puente uno ve un gran interprete desplegando sus mejores herramientas. El cuerpo y la imaginación al servicio del personaje. Asimismo, los años de relación que la película se saltea (como recurso literario, claro) produce intriga por saber qué fue lo que sucedió para que la pareja se desmorone. Seguramente haya sido la misma relación, pero esa incertidumbre quizás inquieta y desilusione a algunos espectadores. La fotografía tiene mucha lucidez en diferentes momentos. Desde las recorridas nocturnas, con luz casi nula, hasta el imaginario de un albergue transitorio, con visión futurista y luz azul acorde, que aleja a la pareja por algunos minutos de su frustrante monotonía. La cinta no tiene tanto contenido sexual como se la vendía en Estados Unidos, donde le intentaron poner una restricción de edad elevada (mayores de 17 años) por una escena de sexo oral, que no dista mucho de lo que se puede ver en algunas ficciones argentinas. No incomoda. Blue Valentine esquiva los clichés cinematográficos y apunta directamente al corazón del espectador de manera punzante y rigurosa. Es una Annie Hall sin comedia, pero un relato realista fin. De visión recomendable, pero no apta para grupos en riesgo amoroso.
Terror de manual con final inesperado. Diez años después de la última serie de masacres en Woodsboro, Sidney, la principal sobreviviente de la seguidilla de asesinatos, regresa a su ciudad. Ésta vez, para presentar y firmar ejemplares de su exitoso libro. Muy oportunamente, esto sucede justo el día en que se cumple un nuevo aniversario de la tragedia, todo un mito para las nuevas generaciones de esta ciudad. ¿Qué sucede? Lo peor vuelve. El psicótico con la máscara de fantasma, la sangre, los adolescentes apuñalados, las persecuciones, el gore estilizado y un nuevo capítulo de Scream, la saga de terror que, junto a El Juego del Miedo, supo redefinir y actualizar el género de terror durante los últimos años. Detrás de la cámara, comanda el maestro Wes Craven, aquel cineasta de cuya mente salieron emblemas cinematográficos como Freddy Krueger y la original de El Despertar del Diablo. Una persona que sabe manejar muy prolijamente los tiempos del suspenso en el terror, quizás haciendo demasiado previsibles y caricaturescos a esta altura de su trayectoria. Con Scream 4, poco se agrega a lo ya conocido en la saga. Hay intentos nunca del todo profundizados de aggionarla con las nuevas tendencias 2.0 (algunas menciones a Facebook, Twitter, el acceso a Internet y las videotransferencias) y no mucho más. Luego, situaciones similares a las vistas en las tres ediciones anteriores (algunas, demasiado parecidas, como la escena en el garaje), personajes antiguos que permanecen intactos (el oficial Dewey y su mujer Gale, ahora en crisis matrimonial), y un elenco joven bien elegido. Entre ellos, se destacan Emma Roberts, la sobrina de Julia, Rory Culkin, hermano del pobre angelito, y Hayden Panetierre, de la serie Héroes. Otras cosas persisten. Hay cameos de actrices conocidas en el principio del filme, como en su momento fueron los de Drew Barrymore y Jada Pinket Smith. Y justamente el arranque en este caso es muy original, presentando un formato película-dentro-de-película que hace recordar a los niveles o capas de sueño de El Orígen. Las películas que pasaron en esta última década e intentaron, pocas con gloria, quedar en la memoria, tienen un momento de referencia. Sobre todo las remakes, desde La Casa de Cera hasta El Amanecer de los Muertos. Seguramente más cerca de una crítica que de un elogio por parte de Craven. La película es como una maquina en serie. Sale muy prolija. Buenas actuaciones, aceitadas y un guión efectivo. Los golpes de efectos no resultan inevitables en ningún momento, por lo que, como suele suceder con las cintas de terror de estos años recientes, no producen el terror que prometen. Y el final, algo crucial en este género, levanta mucho el puntaje de Scream 4. Comienza de una manera bastante sorprendente, luego cambia y mejora, y luego vuelve a tener un twist. Un desenlace que, sin contar mucho, podría haber cambiado la historia de la saga y darle, si se quería, un nuevo y arriesgadísimo punto de partida. Scream no necesita más remakes. Seguramente no necesitaba esta tampoco. Pero trajo un poco de recuerdo de esa cinta que, a fines de la década del 90, asustó a una generación, homenajeó a los aficionados de horror de culto y logró, por primera vez en mucho tiempo, dar aspectos para copiar durante las décadas posteriores.
Una tragedia moderna. El director de cine mexicano Alejandro González Iñárritu ha demostrado algunas características en común a lo largo de su filmografía, que supieron mantenerse intactas. Historias paralelas, denuncia social, retrato de una sociedad y personajes marginales. En hora buena, el cineasta dio una vuelta de timón a su estilo de autor y cambió algunas de sus marcas registradas que ya comenzaban a conocer su fecha de vencimiento. Por supuesto, no se curó de todos su vicios. Hay golpes bajos, relatos místicos, pero una mayor madurez argumental. Iñárritu, como se sabe, es uno de los tres directores mexicanos más promisorios a escala internacional. Lo acompañan Alfonso Cuarón (Y tu mamá también… y Niños del Hombre) y Guillermo Del Toro (El Laberinto del Fauno y Hellboy). Cada uno presenta su estilo. Iñárritu con sus dramas existenciales, Del Toro y su ligación a la fantasía, y Cuarón con un espectro más amplio. Más puntualmente en el caso de Iñárritu, hasta el momento se había abocado a historias cruzadas, que enmarquen diferentes crisis o estados humanos. En Amores Perros, un choque automovilístico vinculaba tres historias diferentes. En 21 Gramos, la muerte de dos chicos desataba una historia de venganza, redención y pasión. Y en Babel, el capítulo final de la trilogía, algunas conexiones humanas vinculaban la falta de comunicación entre personas de diferentes partes del mundo. ¿Qué sucede con Biutiful? Primero, el relato es lineal. La historia es más clara y, por ende, quedan menos cabos sueltos. Además, hay un personaje, el de Javier Bardem, que es claramente el protagonista. Se descartó la coralidad. El rol del actor español es complicado. Un hombre que habla con los muertos para que se vayan en paz, con sus dos hijos a cargo y sin dinero para mantenerlos, una ex mujer bipolar y, como si fuese poco, una enfermedad terminal. Sí, a Iñárritu le gustan las tragedias. Le gustan las tramas complicadas. Le gustan los golpes. Esa es una adicción de la que todavía no se pudo recuperar. Hay muertes, morbo, llanto fácil. Pero en menor grado que en sus trabajos anteriores. Bardem interpreta con profundidad su rol. Se le nota en la mirada, en la espontaneidad con que actúa. Un actor aclamado que no sobreactúa y sigue sorprendiendo. Uno de los mejores actores de su generación de habla hispana y, quizás, del mercado más comercial y global. Otra que se destaca es la argentina Maricel Álvarez, la ex esposa, con quien mantiene una relación borrascosa. Los dos hijos aportan cierta inocencia ante semejante historia cruel. Hay tres compatriotas más en el staff. Gustavo Santaolalla vuelve a colaborar con su música. Menos lúcida, pero acompaña con certeza. Y los primos Armando Bó y Nicolás Giacobone coescribieron el guión con Iñárritu y, a pesar de las críticas ya formuladas, logran un trabajo digno. Talentosos artistas en un buen producto. Podría ser mucho mejor. Y quizá no sea lo mejor de Iñárritu. Pero es un progreso frente a la ambiciosa e inductiva Babel. Seguramente, y por el bien de su calidad como cineasta, el mexicano logre despojarse de sus vicios.
Una que sepamos todos Un deportista es exitoso en lo suyo. Le va bien, gana algunos encuentros, hasta que por una desgracia comienza a caer estrepitosamente. Sufre, le cuesta, no sabe qué hacer. Hasta que sale a flote. Y listo. Todos lloramos, nos gusta la historia, la tomamos como ejemplo. Si nos ponemos a pensar, podríamos nombrar, sin repetir y sin soplar, más de una decena de películas así. Aquellas llamadas “de redención”. Las de la persona que cae, que vence los obstáculos y que, a pesar de todo, vuelve a vivir. Todo un cocktail de placer para el gusto estadounidense. En El Ganador pasa algo parecido. La fórmula se usa con una pequeña vuelta de tuerca. Esta vez, el problema principal no yace en el propio protagonista, sino en su familia. Micky Wards es el hermano de Dicky, un ex boxeador, que tuvo mucho éxito en su momento, antes de caer en una pesada adicción al crack. Con semejante pasado familiar y una madre combativa que oficia más de manager que de compañera, Micky ve su victoriosa vuelta al ring demasiado lejos. La historia, que es real, es inspiradora. Pero la forma en la que es contada, quizás por sus pocos atributos originales, resulta previsible. Mark Wahlberg, que además de ser el protagonista es uno de los productores y luchó durante muchos años para llevar la historia a la pantalla grande, se luce con un entrenamiento físico exigente y un notable contraste de su personaje con los del resto. Se nota una esencia pura en su personalidad, sin ninguna aspiración más que triunfar por la vía buena. Igualmente, comparado con las otras actuaciones, queda muy desdibujada en el reparto. Christian Bale, uno de los mejores actores de su generación, compone un complejo personaje, con fuertes características expresivas. Es estupendo. Y Melissa Leo es magnífica. Como la madre y la comandante de una familia compuesta por cinco hijas, resulta muy convincente, con mucha fuerza en su actuación. Un torbellino de energía, con muchos matices que, al igual que Bale, terminan siendo lo mejor de la cinta. Y eso que Leo tiene apenas 10 años más que los actores que hacen de sus hijos, en la vida real. Por otro lado, Amy Adams, la actriz inocente de Encantada y La Duda, interpreta a la novia de Micky, a quien conoce en un bar y a quien acompaña en la transición que debe superar. Es el rol más arriesgado que le tocó a Adams, por la adultez del texto y porque es un personaje irascible, que va al frente, lejos de ser un personaje de Disney. Se celebra ese riesgo. La dirección de David O. Russell no propone nada demasiado nuevo. Quizá la forma en la que está filmada, de manera intimista, parecida a un documental, por la calidad de la imagen. El resto de los detalles técnicos también no salen de la media, salvo la edición, vital en una película deportiva. Una historia de vida vinculada al box, distinta como todas las historias, parecida en la forma de narrarla. ¿Merece ser contada? Claro que sí, pero no de esta manera. Todo film, para quedar en la historia, necesita su identidad, un aporte al género. El Ganador, inflada por la crítica estadounidense, principalmente, no lo cumple.
Retrato de una obsesión “Quiero ser perfecta”, dice Nina, la protagonista, en una parte de El Cisne Negro, la última película del talentoso Darren Aranofsky. Ese es su objetivo luego de conseguir el rol principal en “El Lago de los Cisnes”, ya todo un logro otorgado por el exigente y seductor director del grupo. El personaje de Natalie Portman forma parte de un ballet que acaba de despedir “elegantemente” a su histórica líder (una fugaz Winona Ryder). Al comenzar los ensayos de la nueva versión de la pieza, el director admira la forma en que la nueva estrella interpreta el delicado Cisne Blanco, pero destroza su versión inocente del Cisne Negro, aquel que seduce y lleva a la muerte a la protagonista del clásico de la danza. Es allí, cuando aparece ese obstáculo, que comienza una persecución dentro de la propia mente de la joven Nina, acentuada por el constante hostigamiento de su enfermiza madre. Y la figura de Lily, una colega suya, a la que ella identifica rápidamente con su gran competencia. La película, que comienza con un ritmo lento y una Natalie Portman que todos conocemos, logra sus grandes méritos recién en los últimos veinte minutos. Es que recién en el tramo final es cuando el climax de locura y obsesión de la protagonista logran transformar la trama definitivamente, en una metamorfosis no del todo resuelta desde el guión. El libreto, justamente, es previsible y con el correr de los minutos se dan muchos indicios sobre qué será de la suerte de la protagonista. Lo que sí resulta interesante es la forma en la que en el desenlace uno se mete totalmente dentro de su transformación. La realidad y la ilusión resultan inseparables. Portman deslumbra con su entrenamiento en danza (según aseguró, practicó durante todo un año) y consigue con esta actuación una de sus interpretaciones más maduras. Del resto del elenco, se destacan Vicent Cassel y Barbara Hershey. La música de Clint Mansell acompaña perfectamente a la historia. Al igual que los efectos visuales, secundarios pero al servicio de lo que se cuenta. El Cisne Negro se suma a la lista de historias fuertes, en su gran mayoría vinculadas a situaciones psicológicamente profundas, a las que nos tiene acostumbrados Aranofsky. Si bien esta no fue su mejor labor, este director neoyorkino reafirma su capacidad como cineasta, así como lo hizo hace dos años con la magnífica El Luchador.
El famoso “Mural de Siqueiros” es uno de las creaciones artísticas más exóticas y extravagantes que ha conocido nuestro país. Encargado por el director del polémico diario “Crítica”, Natalio Botana, el pintor mexicano, de nombre David, comenzó a pintar algo que, según el, iba en contra a su lucha socialista: hacer arte en el sótano de una mansión solamente para regocijo de sus huéspedes. El tiempo pasó, los familiares fallecieron, pero esas paredes quedaron solas y descuidadas, hasta que por orden presidencial se retiraron por separado los moldes del depósito donde se encontraban, fueron restaurados y hoy son exhibidos en el Museo de la Aduana Taylor en Capital Federal. La última película de Héctor Olivera intenta contar qué sucedió en la gigante chacra del empresario mientras se llevaba a cabo la obra en los pisos de abajo. Y cuando se habla de los sucesos, no solamente se refiere a las relaciones entre las personas, sino tópicos como el convulsionado clima pre fascista, crisis de identidades o el poder de los medios. Como lo demostró en La Patagonia Rebelde, El Caso María Soledad y Ay Juancito, el cineasta sabe cómo mezclar la pasión o los conflictos entre personas y ciertos momentos históricos. En el trabajo más reciente, se centra mucho en las infidelidades, traiciones y deseos de los personajes principales. Desde Siquieros con su mujer, hasta esta última con el mismo Botana. Fiel al estilo del director, incluye numerosas escenas sexuales, algunas reiterativas y otras originalmente filmadas. En el elenco, se destaca Bruno Bichir como Siquieros, el personaje más creíble de la película. Su espíritu bohemio y su entusiasta comportamiento conviven perfectamente en esta encarnación. Luis Machín parece perdido en su rol, como si estuviese haciendo de el mismo viviendo las vivencias de otro. Sin dudas, es un actor notable, que se destacó mucho más este año en su papel de La Mosca en la Ceniza, pero en esta ocasión parece desaprovechado y lejos de parecerse al personaje de la vida real, tanto física como dialécticamente. Ana Celentano, una actriz de cine que empieza a ganarse notoriedad en el público, vuelve a cautivar con un personaje con problemas psicológicos. Acompaña correctamente al elenco Carla Peterson, en una osada labor. La ambientación de época, quizás un poco acartonada por la rígida dirección de extras, logra trasladar al espectador a los años treinta mediante el diseño de vestuario y de escenografía Hay que criticar lo densa que se vuelve la narración por momentos. A la película, a pesar de durar poco menos de dos horas, le sobra una decena de minutos. Es que, sumado a esa lentitud, la historia pronto pierde su foco y se torna redundante. Enfoca casi exclusivamente las relaciones amorosas como espectáculo principal, dejando de lado la influencia que tenía el matutino en esa época, la avasallante personalidad e inteligencia del director del diario y las negociaciones que se efectuaban con el poder político. Aspectos que al principio de la película amagan con ser profundizados, pero luego son desarrollados a medias. Por lo tanto, la belleza, tanto corporal como plástica, está omnipresente en todos los fotogramas, convirtiéndose, de esta manera, en el tema protagonista de la cinta, recomendable para los seguidores de Oliveras o aquellos que quieran saber más sobre unos de los hechos artísticos en Argentina más importantes del siglo pasado.
Una cosa es contar una historia de una manera correcta, original y entretenida. Otra cosa es ir directamente en busca de la diversión del público con técnicas efectivas con todos los clichés existentes. Ridley Scott es un experto en lograr un balance entre ambos objetivos. Puede tomar una historia importante e histórica, pero agregarle aspectos modernos para lograr simpatía sin convertirse en pochoclo de baja calidad. Robin Hood, varios escalones por debajo de Gladiador y algunos arriba de Cruzada, con quien posee ciertas similaridades, se encarga de relatar el comienzo de la leyenda de unos de los forajidos más famosos. No se centra tanto en aventuras de alto vuelo ni las hazañas por las que es conocido mediante cuentos y otras películas, sino en los orígenes de esta personalidad y sobre cómo su popularidad heroica y solidaria comenzó a gestarse. Al no mostrar batallas en reiteradas ocasiones y utilizar un poco de humor naif, la película se vuelve entretenida. No es solemne ni destinada a quedar enmarcada como una joya del cine de acción, pero es digna para pasar dos horas de grata adrenalina. Russell Crowe se convirtió a los 45 años en el actor de mayor edad en interpretar este papel. Luego de protagonizar thrillers e historias contemporáneas en los últimos años, el neocelandés se calza con mucha comodidad este antiguo rol. Resuelve bien los momentos dramáticas y de acción, así como la transformación del papel a través de sus viajes. El romance con Cate Blanchett es uno de los puntos más flojos. No por los involucrados en la relación, sino por la poca originalidad a la hora de narrarlo. En el reparto, acompañan un desperdiciado William Hurt y un imperdible Max von Sydow. Todos los aspectos técnicos usualmente potenciados en una de acción y aventura están bien desarrollados, seguramente por la familiaridad que Scott tiene con esos géneros. Es que, sin dudas, la salsa de la ciencia ficción y las épicas son el lugar por el mejor se mueve. Cuando se apartó de ese camino, el mítico creador de Blade Runner, que actualmente se encuentra pre produciendo las precuelas de Alien, falló, como con la comedia Un Buen Año o la lapidada continuación de El Silencio de los Inocentes en Hannibal. Brindamos porque, a pesar de sus eventuales limitaciones, el cineasta retoma el sendero que mejor lo hace lucir. Porque, con varios altibajos, sigue ampliando su filmografía con trabajos visionarios, dantescos y, de vez en cuando, suavemente decentes.
Realizar un documental autobiográfico es un gran desafío, tanto personal como profesional. Por un lado, debe llevarse a cabo en un momento importante de la vida del realizador, donde el pasado sea valioso a tal punto de quererlo compartir con los cientos o miles de eventuales espectadores. Desde el punto de vista cinematográfico, el director tiene que desnudar no solo su vida en la pantalla, sino que su ideología, pensamiento y parecer estético con el correr de los fotogramas. Tal proeza es lograda con exquisita delicadeza en Las Playas de Agnès, donde Agnès Varda nos invita a mirar sus vivencias a través de sus ojos llenos de arte. La protagonista es una inquietante personalidad. Ya con su peculiar peinado, la forma de caminar y la constante alegría que muestra a sus histriónicos ochenta años. Conocida en un principio por sus trabajos fotográficos, la artista fue un referente del impresionismo en pleno apogeo artístico francés. Más tarde, sintió la necesidad de trasladar sus imágenes al movimiento que proporciona el cine. Dirigió, escribió y produjo más de cuarenta trabajos, algunos en los que coqueteó con el mercado estadounidense. La forma en que su vida es contada es, en su mayoría, cronológica. La película inicia con la puesta en escena de una playa, donde sobre la arena yacen numerosos espejos que reflejan inequívocamente al mar. “Si se buscara dentro de la gente, se encontrarían paisajes; si se buscara en mí, encontrarían playas”, es la primera reflexión que dice y explica el escenario principal de la historia. Lo original es la forma en que se adapta esa orilla a diversas etapas de su vida, donde veremos desde una decena de chicos jugando hasta un espectáculo circense. Así, sucesivamente, se van repasando las historias de su infancia, las maritales, familiares y profesionales. Cuando se adentra profundamente en su trayectoria, el filme desacelera el interesante ritmo que llevaba adelante, cuando se empiezan a dar demasiados detalles sobre proyectos y, sobre todo, políticos, colegas, actores y estrenos. Información interesante, claro, pero contada de una manera que desarticula el relato. El mayor merito que logra Varda es transmitir su candidez humana en todo momento. Una película autobiográfica no podría ser tan alegre, inspiradora y apasionada por el arte y los suyos sin una persona que responda a todas esas cualidades. Es por eso que, si uno ve esta historia de vida, es posible que haya conocido con bastante cercanía a Agnès, sin importar la brecha generacional o los kilómetros que separen a la realizadora de la audiencia.