Reconocido en principio como actor, Taylor Sheridan se convirtió en el último lustro en uno de los guionistas más cotizados de Hollywood gracias a los éxitos de Sicario, Sin nada que perder (que le valió incluso una nominación al premio Oscar) y la reciente Sin remordimientos. Aquellos que desean mi muerte es su tercera incursión como director (cuarta si se incluye la serie Yellowstone) y primera protagonizada por una estrella como Angelina Jolie. Aunque no llega a las alturas de Viento salvaje, su anterior película como realizador, esta transposición de la novela de Michael Koryta trasciende sus lugares comunes a partir de una sólida narración que hace de esta historia de supervivencia una experiencia bastante intensa y por momentos extrema. El film tiene como protagonista a Hannah Faber (Jolie), una mujer que trabaja en el departamento de bomberos en un pueblo de Montana que sufre en carne propia la culpa por no haber podido salvar a tres preadolescentes durante uno de los tantos incendios forestales que ella y sus compañeros (todos hombres) suelen combatir y a los que llegan lanzándose en paracaídas desde aviones o helicópteros. Haciendo un paralelismo con su actividad laboral, la vida afectiva de Hannah también está en caída libre, pero la oportunidad de la redención en esos tiempos autodestructivos le llegará de la forma más inesperada, cuando al lugar arribe Connor (el expresivo Finn Little), un niño de 12 años que logra escapar de dos asesinos a sueldo (Aidan Gillen y Nicholas Hoult) que han acribillado a su padre (Jake Weber), un contador con información inconveniente para distintos grupos de poder. El chico tiene en su poder esos comprometedores datos y -en medio de la naturaleza salvaje y de un arrasador incendio- será ayudado por Hannah para escapar de esa cacería humana. Como buen guionista y narrador, Sheridan construye personajes con vuelo propio (allí están, por ejemplo, el sheriff local interpretado por Jon Bernthal y su esposa embarazada encarnada por Medina Senghore) y hace un excelente uso dramático de las locaciones boscosas envueltas en llamas, pero al mismo tiempo luce un poco dependiente de y hasta sometido por las fórmulas de géneros como el thriller de persecuciones, el western contemporáneo y el drama sobre personajes opuestos entre sí que deben unir fuerzas en circunstancias extraordinarias.
La nueva película del realizador de Tan cerca como pueda y Crespo (La continuidad de la memoria) tuvo su première mundial en la sección principal del festival español. Crespo de Crespo en Crespo. El director regresó a su pueblo homónimo y natal en Entre Ríos para rodar una película sobre el duelo y la despedida concebida con un tono asordinado, contenido, minimalista y sutil, que lo muestra alejado de los desbordes del melodrama lacrimógeno, pero no por ello exento de sensibilidad y lirismo. Es una apuesta de riesgo, que puede irritar a quienes buscan en el cine (y más precisamente en este género) emociones con brocha gorda, motivos contundentes para identificarse y llorar a moco tendido. Una mujer (Romina Escobar, la esplendorosa actriz trans de Breve historia del planeta verde interpretando aquí a una madre cisgénero) llega a Crespo con Rodrigo (Rodrigo Santana), su hijo menor, porque un trabajador rural ha encontrado el cadaver de su hijo mayor, un muchacho veinteañero llamado Alexis (Brian Alba), en las afueras del lugar. Ambos se instalan en un hotel y van pasando los días mientras se desarrolla la investigación policial, la autopsia (hay unos primeros indicios de que podría haber sido un suicidio), los trámites burocráticos, la recuperación de sus pertenencias, la contratación de una tumba en el cementerio local, el funeral... Mientras esperan, se encuentran con el patrón de Alexis (trabajaba en el mantenimiento de un campo de golf y como bombero voluntario), con quien fuera su novia (también bombera) y con distintos vecinos. En medio de ese derrotero, Crespo construye algunos flashbacks entre absurdos y fantásticos que le otorgan al film una extraña dimensión que trasciende el realismo inicial. Más allá del dolor, de la angustia, de la distancia que se ahonda entre esa madre atribulada y el hijo más pequeño que intenta conectar con lo que ocurre (pide entrar a la morgue porque nunca vio un muerto), la reacción de los lugareños no es nada hostil hacia los protagonistas. Es más, sin sobreactuar, Crespo muestra ciertos gestos de solidaridad y empatía nunca forzados, demagógicos ni condescendientes. El andamiaje visual y sonoro está en perfecta sintonía con los estados de ánimo por el que atraviesan esa madre y ese hijo (y hermano, claro). Talentoso director de fotografía, Crespo cedió esa función en Inés Duacastella para capturar imágenes de ese enclave rural con su propio ritmo y su particular dinámica. Una pequeña, bella, cristalina, triste y sentida película que consiguió la proeza de un estreno mundial en la sección principal de uno de los grandes eventos del circuito de festivales como es San Sebastián.
Las vueltas de la vida hicieron que una mujer nacida en Beijing hace 38 años, formada en Londres y radicada luego en Los Angeles se convirtiera finalmente en una observadora tan curiosa, como impiadosa y sensible del lado B, de la contracara menos opulenta y glamorosa de la sociedad estadounidense. Su mirada de fuerte impronta documental -más allá de trabajar en el terreno de la ficción- ya había quedado plasmada en las valiosas Songs My Brothers Taught Me y The Rider, pero con su tercer largometraje Zhao se consagra en su triple rol de guionista, editora y, claro, directora. Ambientada en 2011, la película arranca con un cartel que nos informa que el 31 de enero de 2011 la empresa US Gypsum cierra -luego de 88 años- su planta de tabiques de durlock y yeso en Empire, Nevada. De ese pueblo fantasma parte a bordo de una destartalada mini van convertida en modesta casa rodante Fern (McDormand), una sexagenaria viuda y sin hijos que ha perdido a su marido, su trabajo y hasta su lugar de residencia. Fern, una mujer de pocas palabras pero con ciertos rasgos de generosidad y solidaridad pese a los múltiples golpes de la vida, comenzará a seguir un circuito de trabajadores golondrina: preparar despachos en una planta distribuidora de Amazon, limpiar baños, cosechar papas, cocinar un restaurante... Esa existencia nómade la llevará de la nieve invernal de South Dakota al calor del desierto de Arizona y con cada empleo eventual, en cada estacionamiento, se irá reencontrando con otros hombres y mujeres que eligieron (o no tuvieron más remedio que adoptar) una forma de supervivencia similar. Road-movie por la América profunda con todos los elementos definitorios del género, drama existencialista con una vuelta de tuerca espiritual (ella mantiene un par de charlas con el gurú del nomadismo Bob Wells, que se interpreta a sí mismo) con un halo de redención, Nomadland es una película de homeless (no en el sentido estricto de pobreza) que se alimentan de sandwiches y comida en lata, que buscan trabajos temporarios para mantenerse en pie, pero que a su vez en muchos casos reniegan de las imposiciones de la sociedad de consumo, del capitalismo salvaje y apuestan a un contacto más directo con la naturaleza, con algo de neo-hippies y discurso new age. Inspirada en el libro de no ficción Nomadland: Surviving America in the 21st Century, de Jessica Bruder, Zhao construye una rara película que parece beber de fuentes tan diversas como la Kelly Reichardt de Wendy & Lucy, el Terrence Malick de los años '70, el Sean Baker de The Florida Project, la Agnès Varda de Los espigadores y la espigadora, pero también del humanismo de Ken Loach, del trabajo con no actores de la dupla Tizza Covi-Rainer Frimmel (en papeles secundarios aparecen trabajadores golondrina en la vida real) y de la crítica social de Michael Moore. Más allá de algunos innecesarios excesos con la música de Ludovico Einaudi y algún regodeo de más con los atardeceres (la hermosa fotografía en pantalla ancha es de Joshua James Richards), Nomadland es una película de una sensibilidad, una potencia y una seguridad en sus recursos y búsquedas que impactan. Hay un atisbo de romance con Dave (el gran David Strathairn), pero Fern está buscando otra cosa: ciertas respuestas interiores, nuevos caminos y desafíos, algo parecido a la libertad.
“Ponele un poco de todo”. Esa parece ser la indicación que los productores le hicieron al coguionista y director de Freaky, Christopher Landon (responsable de Feliz día de tu muerte y su secuela). Y vaya si cumplió: estamos ante un film con abundantes dosis de gore y slasher (cuchillazos, ganchos y motosierras incluidas), casa de terror y elementos fantásticos a partir de una daga usada por los aztecas para sacrificios rituales. Todo eso en el contexto de las desventuras de alumnos del último año de la secundario con las hormonas urgentes que buscan despedirse a puro exceso ante el inminente futuro universitario. Sí, Martes 13, Scream y sigue la lista. En los extremos de Freaky aparecen un despiadado y perverso asesino serial conocido como el Blissfield Butcher (Vince Vaughn) y Millie (Kathryn Newton), una tímida rubia que es objeto de bullying por parte de varios de sus compañeros e incluso es humillada en público por algún profesor (Alan Ruck). Fruto de la mencionada daga milenaria, ambos terminarán intercambiando los cuerpos y, así, ella vivirá en el gigantesco cuerpo del “carnicero” y él, en el de esa suerte de inocente barbie. Si Millie y sus dos únicos compinches (un chico gay y una muchacha afroamericana para más datos) no logran romper el hechizo antes de la medianoche la maldición se mantendrá para siempre. Si la premisa no parece demasiado estimulante ni soprendente, hay que decir en defensa de Landon que se nota su amor por el cine de terror y por las comedias de high school de los años '70, '80 y '90. Los homenajes, las citas, las referencias, los guiños cómplices no son en este caso meros apéndices o canchereadas sino que constituyen parte esencial de la propuesta. Un ejercicio de nostalgia, pero desde la perspectiva actual del empoderamiento femenino.
El director de Mía nació en 1975 en Carmen de Patagones, ciudad que todavía sufre las secuelas emocionales de aquel 28 de septiembre de 2004 en el que un quinceañero ingresó al aula de su división y disparó a quemarropa contra sus compañeros, matando a tres e hiriendo a otros cinco. Entre los sobrevivientes de aquella tragedia figuraron Pablo Saldías Kloster y Rodrigo Torres, quienes se convierten ahora en protagonistas de esta película que acaba de ganar el Gran Premio de la Competencia Argentina del Bafici. Hoy ya treintañeros, Pablo y Rodrigo -que acarrean las marcas de las balas y las operaciones en sus cuerpos- deciden en la ficción de Implosión ir en busca de aquel victimario, quien ha salido de la cárcel y vive en la zona de Ensenada. Comienza así una road-movie con la venganza como alimento y motor, pero que -a medida que avance- irá modificando su rumbo y hasta su tono. Este híbrido entre personajes reales, actores profesionales y otros sin experiencia previa, elementos documentales y situaciones ficcionales (el guion es del propio Van de Couter y la aquí también coproductora Anahí Berneri) remite por momentos a la apuesta de Clint Eastwood en 15:17 Tren a París, pero con connotaciones, alcances y dimensiones muy locales y reconocibles. Un experimento con mucho riesgo y no pocos méritos artísticos.
El director de La larga noche de Francisco Sanctis (2016) vuelve a apostar en Un crimen común por el thriller psicológico (aquí incluso con elementos propios del cine de terror) para ofrecer una impiadosa mirada a la crisis moral y las profundas diferencias sociales. Cecilia (Elisa Carricajo) es una profesora de sociología de la UBA que está divorciada desde hace poco tiempo y vive sola con su pequeño hijo Juan y su gato. Más allá de las angustias típicas de cualquier mujer de 38 años que se debate entre la crianza y la consolidación de su carrera profesional (está a punto de ser designada como Jefa de Trabajos Prácticos), su vida no parece diferir demasiado de la de tantos exponentes de la clase media porteña. Todo cambiará durante una noche de tormenta. En medio del diluvio alguien golpea con desesperación la puerta de su casa. Se trata de Kevin (Eliot Otazo), el hijo quinceañero de Nebe (Mecha Martínez), su empleada doméstica. El joven parece estar bastante golpeado, pero ella -presa del pánico- se esconde hasta que él se va corriendo. Al día siguiente, el cadáver del muchacho aparece flotando en el río y los testigos coinciden en que fue asesinado por la policía. Con una impecable descripción del trasfondo, un inteligente uso del fuera de campo, personajes bien construidos y una combinación entre intérpretes profesionales y no profesionales, Márquez ofrece un inquietante ensayo sobre la responsabilidad individual y colectiva, los dilemas íntimos, la negación, el miedo, la culpa y los fantasmas que empiezan a dominar a una protagonista que no puede sostener la mentira, la incomodidad y el dolor.
Para este spin-off de la saga de X-Men, 20th Century Studios y Marvel contrataron como director y coguionista a Josh Boone. La elección tenía su lógica, ya que había filmado Bajo la misma estrella, transposición de la popular novela de John Green sobre la relación entre dos adolescentes que atraviesan situaciones límite. Y algo de eso hay en Los Nuevos Mutantes, un drama juvenil antes que una historia de superhéroes. La película está narrada desde el punto de vista de Dani (Blu Hunt), una chica que en la secuencia inicial escapa de una tragedia y aparece en medio de un viejo hospital manejado con mano dura por la doctora Rey (Alice Braga). Allí residen otros cuatro jóvenes también con poderes especiales: Rahne (Maisie Williams), Illyana (Anya Taylor-Joy), Sam (Charlie Heaton) y Roberto (Henry Zaga). Dani no sabe bien cuáles son sus habilidades ni tampoco entiende por qué ninguno puede salir al mundo real. Los Nuevos Mutantes intenta imprimirle algún sesgo de modernidad y diversidad a la trama (la protagonista proviene de un pueblo originario, hay un romance entre dos chicas), pero el resultado de los 86 minutos netos (sin contar la lista de créditos) es decepcionante. Los personajes no tienen ningún encanto y la forma en que se exponen sus traumas, sus miedos, sus debilidades, sus alucinaciones y sus pesadillas recurrentes es de una superficialidad y torpeza mayúsculas. En ese contexto, ni siquiera una actriz dúctil como Anya Taylor-Joy consigue algún destello que le permita un mínimo lucimiento personal. Así, cuando en los últimos 20 minutos lleguen los inevitables enfrentamientos con fuerzas externas, es muy probable que el espectador ya haya perdido todo interés frente a personajes sin empatía y conflictos sin sustento dramático.
Tras su estreno mundial en el Festival de Mar del Plata 2019 y luego de un largo recorrido por distintas muestras nacionales e internacionales (SANFIC, Málaga, Gramado) llega a cuatro salas cordobesas este valioso nuevo trabajo del director de El día trajo la oscuridad. Tras incursionar en el cine de vampiros con El día trajo la oscuridad (2014), en la comedia con El padre de mis hijos (2018) y en el drama carcelario con elementos políticos con Unidad XV (2018), Martín Desalvo continúa indagando en los géneros con El silencio del cazador, un tenso, espeso e inquietante thriller con estructura y aires de western. Ismael Guzmán (Pablo Echarri) es guardaparques en una selva misionera cada vez más amenazada por la deforestación. Pese a la prohibición existente de ingresar en el monte para la caza, son varios los que suelen incumplirla. Uno de ellos es Orlando “El Polaco” Venneck (Alberto Ammann), un terrateniente de una de las familias tradicionales de colonos de la zona acostumbrado a la impunidad de los poderosos. Hay algo más que enfrenta a Ismael -que está próximo a reemplazar a su jefe, Agosto (César Bordón), en la supervisión de ese destacamento y es impiadoso con los cazadores furtivos- y El Polaco; y es, claro, una mujer: Sara Voguel (Mora Recalde), una médica rural que trabaja en la clínica local pero también recorre cada una de las necesitadas comunidades de los pueblos orignarios, que supo ser la novia juvenil del Polaco y que hoy es la pareja de Ismael. Todo servido, entonces, para un crescendo de tensión que Desalvo va construyendo con absoluto dominio de los elementos y una puesta en escena virtuosa pero jamás ostentosa. El contexto social, las diferencias de clase, el machismo predominante, la descontención (explotación) de mujeres y niños, así como la violencia latente (y que no tardará en explotar) que se percibe a toda hora y en todo lugar en la zona son algunos de los aspectos que aborda y desarrolla El silencio del cazador (como dato de color el film tiene varios elementos en común con la reciente Al acecho, de Francisco D'Eufemia, con Rodrigo de la Serna). Aunque por momentos los actores deben luchar contra unos acentos que lucen demasiado forzados, esa complicación no conspira contra el resultado final en términos dramáticos ni mucho menos visuales (excelente aporte del DF Nicolás Trovato). El guion de Francisco Javier Kosterlitz no será particularmente sorprendente, pero es impecable. Cada personaje secundario (incluidos Sordo, un niño de la comunidad indígena interpretado por Thiago Morinigio, y Simone, una empleada doméstica encarnada por María Mercedes Burgos) tiene su aporte decisivo a la trama, aunque el eje -por supuesto- está puesto en el enfrentamiento entre el héroe torturado (Ismael) y un antagonista cruel y despiadado (El Polaco), pero que jamás cae en el estereotipo ni la exageración. Un western contemporáneo que funciona a la perfección.
Buena parte de los escasos atractivos de Godzilla vs. Kong están en varias imágenes anticipadas en el trailer: por un lado, el gigante japonés surgido de los ataques atómicos y con ya casi 40 películas sobre el lomo; por el otro, el aún más viejo y no menos enorme simio de la Isla Calavera al que venimos viendo desde 1933. Aunque cerca del final hay una vuelta de tuerca que no tenemos intenciones de spoilear aquí, el tan mentado “duelo de titanes” es casi lo único que tiene para ofrecer una producción que hace agua por todos lados: personajes sin vuelo, profundidad ni encanto, resoluciones y “justificaciones” absurdas hasta lo inverosímil. El sindicato de guionistas debería someter a Eric Pearson y Max Borenstein a un juicio por mala praxis y retirarles la membresía. Lo más triste del asunto pasa por ver a muy buenas intérpretes como Rebecca Hall o la ascendente Millie Bobby Brown (la Once de Stranger Things) sometidas a personajes sin matices ni encanto (en los casos de Kyle Chandler y Eiza González sus aportes son poco más que los de un cameo). De hecho, lo mejor en ese terreno es la Jia de Kaylee Hottle, una niña sordomuda que logra comunicarse con Kong a través de señas. El resto son meros engranajes de una maquinaria cuyo objetivo es que transcurran como sea los minutos de “trama” (el traslado de Kong al centro de la Tierra, los abusos de la organización Monarch y de una corporación llamada Apex con sede en Hong Kong) hasta llegar a lo único que realmene importa: las peleas mastodónticas. Es cierto que las películas de kaijus con su espíritu clase B nunca exigieron mucho más que impacto y espectacularidad, pero a esta altura de la evolución del cine uno querría en un tanque de estas dimensiones al menos una excusa dramática medianamente atractiva y no esta acumulación de escenas sin demasiado sentido ni progresión. Los que extrañábamos el cine en el cine (pantalla gigante, sonido de última generación) encontramos en las escenas de acción, en esos combates cuerpo a cuerpo entre los monstruos del título, un motivo de regocijo luego de tan larga espera. Es cierto que esperábamos algo con mucha fuerza, muchos golpes y mucho ruido como lo que construyó el director Adam Wingard (Cacería macabra, The Guest), pero pasada la adrenalina inicial es muy poco lo que en materia pura, estrictamente cinematográfica nos regala ese nuevo crossover entre Godzilla y Kong.
No es un spoiler indicar que esta segunda película de Moroco Colman tras la notable Fin de semana reconstruye la historia real de Marcelo Mario Sajen, más conocido como "el violador serial" de la ciudad de Córdoba. De hecho, una placa inicial indica que durante casi dos décadas (entre 1985 y 2004), Sajen abusó de 93 mujeres, aunque más allá de esos casos denunciados y comprobados, sus víctimas podrían multiplicarse por dos y hasta por tres. El principal problema de La noche más larga es que en poco más de 60 minutos netos (sin contar los créditos finales) intenta exponer el modus operandi del protagonista (Daniel Aráoz), su doble vida familiar, la cobertura periodística del caso, las reacciones íntimas de las víctimas y la fuerte reacción popular que puso en jaque al gobierno provincial que por entonces ejercía José Manuel de la Sota. Este híbrido entre el documental, el thriller, el terror sádico y la exploración de la mente de un psicópata perverso (en la línea de Henry, retrato de un asesino , de John McNaughton) no alcanza a profundizar demasiado en ninguna de las aristas de un personaje tenebroso y le cuesta -más allá de sus hallazgos en materia visual- encontrar su eje y su rumbo. Es interesante la apuesta por reivindicar la sororidad en tiempos en que los políticos parecían estar ajenos a los reclamos del movimiento de mujeres, así como la conexión final con las marchas del Ni Una Menos, pero en el terreno puro de la ficción La noche más larga resulta demasiado esquemática, derivativa y superficial.