En su incansable (e inclasificable) derrotero artístico, Pablo Agüero ha rodado documentales y ficciones tanto en la Argentina como en Francia. Su nuevo desafío como guionista y director ha sido en España y, más precisamente, en el País Vasco, con buena parte de los diálogos en euskera. La película está ambientada en 1609 e inspirada en las experiencias que el juez Pierre Rosteguy de Lancre –quien comandó en nombre de la Corona una extensa campaña de “purificación” con decenas de mujeres condenadas a la hoguera por supuestos actos de brujería– recogió en su libro Tratado de la inconstancia de los malos ángeles y demonios. Rosteguy (Alex Brendemühl) y su consejero (el argentino Daniel Fanego con un esforzado acento castizo) llegan a un pueblo costero y –mientras los hombres se encuentran en alta mar– someten a varias jóvenes a un proceso, amañado desde el principio, en el que se las acusa de brujas. Víctimas de abusos, manipulaciones y confesiones forzadas, ellas deciden enfrentar a los inquisidores con historias inventadas sobre un supuesta ceremonia mágica denominada sabbat (o aquelarre) que incluye bailes y canciones propias de la tradición vasca. El resultado es un film que, viajando al pasado con una mirada moderna y sin importar las licencias históricas, apuesta al empoderamiento de estas mujeres en un universo machista y patriarcal, dominado por los prejuicios, el fanatismo religioso y los abusos de poder. Quien quiera hacer analogías y paralelismos con nuestros tiempos allí está Akelarre para trazar puentes de resistencia, lucha y reivindicaciones.
Lo que comienza como una comedia de enredos navideños en la línea de, digamos, Mi pobre angelito, con robos e infidelidades, se convierte luego en un thriller sobre la invasión a la privacidad a-la-Michael Haneke para finalmente, sin jamás dejar de lado un humor negrísimo, despiadado, derivar hacia algo todavía más siniestro y perverso. No puede acusarse al reconocido productor Gastón Portal de falta de audacia en su debut como coguionista y director. La noche mágica es una apuesta anómala, desconcertante, dentro del cine mainstream argentino. Y, más allá de sus evidentes desniveles dramáticos y actorales–y hasta de un desenlace que puede irritar a más de uno–, es para celebrar su permanente apuesta por el riesgo, sus cambios de registros, de tonos y hasta de géneros. En La noche mágica hay un matrimonio burgués (Natalia Oreiro y Esteban Bigliardi) en plena crisis, un tercero en discordia (Pablo Rago), que es el mejor amigo de él y el amante de ella; y un ladrón profesional (Diego Peretti), que irrumple en plena Nochebuena y confunde a la pequeña hija de la pareja con su look de Papá Noel. Portal se da todos los gustos (desde un flashback en el que filma una caótica fiesta de casamiento) hasta secuencias musicales con canciones italianas de los años 60 y 70 de fondo (Peretti termina cantando “El último romántico”, de Nicola Di Bari). El resultado, quedó dicho, está lejos de ser enteramente satisfactorio. Hay buenos gags y otros pasajes en los que reina el artificio y escasea la fluidez. Pero con todos sus resbalones y hasta tropiezos parciales, Portal demuestra que tiene muchas ideas, ganas de sorprender, de trasgredir y de incomodar. En ese sentido, La noche mágica apela a fórmulas reconocibles para luego traicionarlas y trascenderlas. Bienvenido sea, entonces, ese espíritu lúdico y provocador en medio de un panorama general del cine argentino bastante previsible y hasta anquilosado.
Más allá del sesgo hanekeano a la hora de abordar cuestiones como la culpa y el castigo que deviene en un desenlace algo sádico, hay que decir que La audición trasciende los lugares comunes del género maestra-alumno de música para convertirse en una profunda e inteligente incursión en la psicología de sus personajes con una puesta en escena sólida, rigurosa y sin fisuras. En su segundo largometraje como directora después de The Architect, la reconocida intérprete Ina Weisse describe el universo personal de Anna Bronsky (la otra vez extraordinaria Nina Hoss, ganadora del premio a Mejor Actriz en el Competencia Oficial del Festival de San Sebastián 2019 por este trabajo), profesora de violín en un instituto de élite en Berlín. Anna logra que Alexander, un chico sin técnica depurada, ingrese y empieza a prepararlo de forma minuciosa hasta lo obsesivo (patológico), al punto que empieza a descuidar la relación con su marido Philippe (Simon Abkarian) y su hijo Jonas (también un virtuoso intérprete de violín). Mientras mantiene un affaire con su colega Christian, quien además la insta a volver a dar conciertos en un quinteto, nuestra antiheroína inicia un descenso a los peores infiernos personales con resultados inquietantes y desgarradores. Aunque el desenlace no está al nivel del resto de la propuesta, se trata de un valioso segundo paso de Weisse detrás de cámara y -por si todavía hacía falta- la ratificación del talento impar de la protagonista de varios films de Christian Petzold como Yella, Triángulo, Barbara y Ave Fénix. Queremos tanto a Nina Hoss...
Películas (y series) sobre dragones hay muchas; historias sobre jóvenes e intrépidas guerreras en el marco de las producciones animadas de Disney, también. Sin embargo, la combinación entre una heroína llena de empatía y un universo fantástico con múltiples sorpresas da como resultado un relato que se inscribe en la mejor tradición del cine de aventuras y que en el terreno visual fue concebido con todo el vuelo artístico de la animación contemporánea más creativa. La acción transcurre en Kumandra, un reino con elementos propios de la historia del sudeste asiático donde humanos y dragones vivían en armonía hasta la aparición de unos monstruos llamados Druun. Cinco siglos más tarde, esas fuerzas maléficas regresan y Raya (la voz de Kelly Marie Tran en la versión original) deberá emprender un largo periplo para encontrar al último dragón del título (en verdad es una dragona llamada Sisu, a la que Awkwafina le aporta toda su expresividad vocal). Con ciertas reminiscencias de Mulán, pero al mismo tiempo con un despliegue estético que remite por momentos a Coco, Raya y el último dragón es una película de viajes y batallas que apuesta –muy a tono con estos tiempos– a la resiliencia y a la unión de diferentes reinos en pos de un objetivo común y superador. Lo hace, por suerte, evitando todo tipo de discurso altisonante y aleccionador (tampoco hay romances, ni números musicales) porque los realizadores confían en el poder de su narración y en la eficacia de su sencilla moraleja.
Años '90. Un matrimonio y sus cuatro hijos viajan para pasar unas vacaciones en Mar del Plata. Lola (Umbra Colombo) y Ricardo (Beto Bernuez) son profesionales, tienen proyectos laborales, pero hay algo que ya no funciona en la pareja. Las contradicciones entre ambos adultos no tardan en aparecer, la insatisfacción y el malestar de ella es creciente y cada vez parece estar más disociada de esa dinámica familiar durante un verano en un balneario. Los miedos, la angustia, la sensación íntima de que bien podría tratarse de una despedida son evidentes. Inspirado libremente en la historia de su propia madre, este primer largometraje de Sabrina Moreno se sustenta en la creación de climas y estados de ánimo en muchos casos melancólicos (la presencia del mar en ese sentido está reforzada a cada instante) y en las actuaciones, en especial la de Colombo, que logra transmitir su complejo y doloroso proceso introspectivo. Austera y minimalista, con una duración que apenas supera la hora, Azul el mar incursiona en terrenos que podrán no ser demasiado novedosos en el universo del nuevo cine argentino pero lo hace con convicción, elegancia, recato y sensibilidad. No se trata de un mérito menor para una ópera prima argentina.
No es la primera vez que un documental usa la animación artesanal y apela a muñecos para reconstruir un hecho real (allí está, por ejemplo, Vals con Bashir, del israelí Ari Folman; y La imagen perdida, del camboyano Rithy Panh), pero en el ámbito local es un recurso con escasos antecedentes. Y, en ese sentido, el resultado en el caso de este trabajo de Darío Doria no deja de ser valioso tanto en términos visuales como narrativos. Más de 14 años han pasado desde que se destapó el caso conocido como LMR que tuvo como protagonista (víctima) a Laura, una joven de 19 pero con un fuerte retraso madurativo (su capacidad mental era propia de una niña de 8) que quedó embarazada luego de una violación por parte de su tío. El título de la película hace referencia a Vicenta Avendaño, la madre de Laura, una mujer de 54 años pobre, analfabeta y que vivía en una humilde casita de chapa y madera en el conurbano profundo. Ella, con la única ayuda en principio de su hija mayor Valeria (y luego sí de algunos medios y activistas) tuvo que luchar contra la burocracia judicial, la negativa de muchos médicos, la falta de apoyo oficial y la oposición constante de la Iglesia y de los sectores conservadores para conseguir que Laura pudiera acceder a un derecho que hasta la ley vigente contempla en situaciones como esa: el aborto seguro, legal y gratuito. Con narración en off (por momentos un poco ampulosa) a cargo de Liliana Herrero, Doria va reconstruyendo la épica cotidiana que consistió en recorrer guardias de hospitales y pasillos de juzgados, mientras todo lo que recibía eran rechazos, prejuicios, hostilidades y repudios. El otro recurso que el director y coguionista utiliza con precisión son las imágenes de los noticieros de la época (aparecen en televisores de los diferentes lugares donde transcurre la historia) que ofrecen el contexto necesario para entender el derrotero del caso y la cobertura mediática. Vicenta es una película hecha con más corazón que recursos (todo es austero y artesanal), pero eso no significa que el acabado sea pobre o descuidado. Al contrario. Vicenta podrá ser visto por muchos como un film militante (y en algún sentido lo es), pero también regala una historia de profundo humanismo, sensibilidad, respeto y empatía con los más débiles. Es difícil no indignarse por tantos desatinos del sistema y al mismo tiempo no emocionarse con la fuerza de voluntad de la protagonista en el peor de los contextos, mientras su hija -que no podía entender ni explicar por lo que estaba atravesando- era usurpada, vulnerada, manipulada, abandonada... De aquel julio de 2006 en Guernica hasta hoy han pasado muchas cosas (la marea verde que inundó las calles de todo el país, la media sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo que luego se frustró en el Senado y la promesa por el momento incumplida del actual presidente de su envío para un nuevo tratamiento parlamentario), pero la descontención de las mujeres sometidas a abortos clandestinos, el olvido en muchos casos por parte del Estado de defender a los más pobres y la inacción (o directamente entorpecimiento adrede) del aparato judicial se mantienen inalterables. Falta mucho aún para una sociedad más justa y que garantice más y mejores derechos.
Paula de Luque es, además de guionista y directora de cine y televisión, una reconocida bailarina y coreógrafa. Por eso, como forma de conjugar ambas pasiones, su carrera incluye varios trabajos ligados a la videodanza. En Escribir en el aire, la realizadora de El vestido, Juan y Eva y La forma de las horas se acerca al arte, la vida y el pensamiento del legendario Oscar Araiz. Próximo a cumplir 80 años, este pionero y referente insoslayable de la danza contemporánea charla de manera relajada e inteligente a la vez con otras figuras de las dimensiones de Renata Schussehim, Ana María Stekelman, María Julia Bertotto y Miguel Angel Elías en un documental que se interesa más en lo sensorial y en el proceso creativo (se muestra a su compañía bailando las coreografías por él concebidas) que en el documental estrictamente biográfico, por lo que el público potencial podría limitarse a aquellos iniciados en la disciplina. De todas formas, la lírica voz en off a cargo del propio protagonista y algunos elementos dramáticos (como una suerte de conversación a distancia entre el hombre consagrado de la actualidad y el Araiz niño que soñaba con incursionar en el arte) le otorgan a Escribir en el aire (impecable en todos los rubros técnicos) una dimensión más emotiva que en otros pasajes se extraña un poco.
En la línea de ese cine social francés como Recursos humanos, de Laurent Cantet, y La guerra silenciosa, de Stéphane Brizé, Planta permanente se sumerge en el micromundo de las trabajadoras y los trabajadores de una Dirección de Obras Públicas provincial. Las protagonistas son Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari), unidas en varios terrenos y ambas empleadas de limpieza del organismo. Además, se ayudan en la cocina (casera) y el servicio de almuerzo (artesanal y hasta un poco improvisado) para sus compañeros, lo que les asegura también un ingreso extra. Cuando cambia la gestión y la nueva secretaria (Verónica Perrotta) asume sus funciones se vienen despidos, designaciones y cambios drásticos en la organización y dinámica interna. La flamante funcionaria acepta la instalación de un nuevo servicio gastronómico más organizado y profesional y, para mantener esa función, Lila deberá negociar con personas e intereses más oscuros. Surge, además, un profundo cisma afectivo y laboral con Marcela. Radusky maneja la narración con solvencia, consigue notables actuaciones de las dos protagonistas y de la mayoría de los intérpretes secundarios y, si bien aquí hay un amplio espacio para la denuncia, nunca abandona un bienvenido humor negro. Más allá de algún punto de giro un poco obvio y maniqueo que se produce en el segundo tercio del film, en buena parte de sus concisos y potentes 78 minutos Planta permanente resulta un inteligente y angustiante acercamiento a las miserias de la burocracia y, sobre todo, a cómo la falta de diálogo, solidaridad y conciencia de la clase trabajadora abre o facilita el camino para las divisiones internas y la posterior manipulación desde el poder. Como decía el Martín Fierro, “si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.
En 2001 Pedro Lemebel publicó la que sería su única novela, en la que narró una historia de amor imposible en tiempos del fallido atentado contra Augusto Pinochet ocurrido el 7 de septiembre de 1986. El director y coguionista Rodrigo Sepúlveda se propuso el complejo desafío de filmar una película basada en esa obra de ficción del mítico y reverenciado escritor y activista chileno -considerado el mejor y más provocador cronista de la marginalidad y de las problemáticas de la comunidad homosexual- y, con muchos más aciertos que carencias, consiguió una transposición muy valiosa. Más allá de la rigurosa puesta en escena o de los aportes de los talentosos Sergio Armstrong en la fotografía y Pedro Aznar en la música (los diversos temas del soundtrack también son notables), buena parte del triunfo artístico de Tengo miedo, torero se debe al extraordinario trabajo de Alfredo Castro (algo así como el Ricardo Darín chileno), quien construye con el personaje de La Loca del Frente, una veterana travesti de clase baja que ocupa un decadente conventillo y sobrevive prostituyéndose, una de las mejores actuaciones de su ya distinguida carrera. La variedad de matices y recursos expresivos para exponer las distintas facetas de la protagonista (querible y vulnerable, avasallante y dependiente, luchadora e incomprendida a la vez) hacen que el deslumbrante trabajo de Castro opaque al resto del elenco, empezando por el Carlos del inexpresivo Leonardo Ortizgris, un guerrillero mexicano que se convertirá en su objeto del deseo y su obsesión, y una aquí desaprovechada Julieta Zylberberg, cuyas inclusiones solo parecen servir para justificar la coproducción con México y la Argentina. Epica romántica en tiempos oscuros, Tengo miedo, torero (que tiene algo del espíritu almodovariano) aborda la clandestinidad y la represión desde una doble perspectiva: la política y la sexual. La represión (como la sangrienta razzia a un club nocturno con drag queens que se narra en la escena inicial) se manifestaba desde el poder no solo contra los opositores a la dictadura sino también contra esas minorías “incómodas”, esas disidencias que desafiaban los cánones y los estándares más tradicionales.
Josefina y Theresa pasan un fin de semana juntas frente al mar en pleno invierno. No se sabe si son amigas, hermanas o amantes, pero se adivina una inminente despedida, ya que la primera regresará a la Argentina. Sin embargo, lo que en principio surge como la sencilla y melancólica historia de un adiós en medio de la nieve se convertirá pocos minutos después en algo completamente distinto: esta ópera prima de la alemana Helena Wittmann -que pasó por prestigiosos festivales como los de Venecia y Rotterdam- se transformará en un trabajo decididamente experimental. Más allá de algunas cuestiones ligadas a mitos y leyendas (Theresa se obsesiona por una historia sobre la relación entre un cocodrilo y quien termina cazándolo en Papúa Nueva Guinea, mientras que Josefina le cuenta la de la criatura que supuestamente habita en las profundidades del lago Nahuel Huapi en la zona de Bariloche), el corazón del relato tiene que ver con el magnetismo del mar. Theresa se embarca para cruzar el Atlántico y desde el navío seremos testigos de largas y subyugantes imágenes del océano -en la línea de Dead Slow Ahead, de Mario Herce; o Leviathan, de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel- que se convertirán en el eje de esta sinfonía fílmica. Si bien sobre el final habrá una suerte de reencuentro entre las dos protagonistas, no es Drift de esas propuestas destinadas a espectadores que buscan un cine narrativo. En cambio, para quienes gustan de búsquedas más contemplativas, más ligada a lo lírico y lo sensorial, este primer largometraje de Wittmann surge como una experiencia valiosa y recomendable.