Jaume Collet-Serra, el director catalán de La huérfana, Desconocido, Non-Stop: Sin escalas, Una noche para sobrevivir, Miedo profundo y El pasajero, fue contratado para que filmara esta película de aventuras inspirada en la popular atracción de Disney World y Disneyland (todo queda dentro del mismo holding). El resultado es un film de indudable espectacularidad, pero que al mismo tiempo carece de vuelo propio y luce demasiado pendiente de fórmulas ya probadas por franquicias previas. Dwayne Johnson y Emily Blunt funcionan mejor como pareja cómica que en el terreno romántico. Lo primero que se le ocurrirá a cualquier crítico es hacer alguna analogía entre el resultado de esta película y la atracción de los parques de Disney que sirvió de inspiración. Lo segundo, advertir de los múltiples elementos que este guion de Michael Green, Glenn Ficarra y John Requa tomó “prestados” de las sagas de Piratas del Caribe, La Momia e Indiana Jones (los cinéfilos más curtidos podrán encontrar también algunos ecos de Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog; y La Reina Africana, de John Huston). Todo eso es muy cierto y muy válido. Lo concreto es que esta película dirigida por el barcelonés Jaume Collet-Serra tiene un comienzo prometedor con mucho de comedia física, un slapstick construido con fluidez y ligereza en el ámbito de una exclusiva y machista sociedad científica londinense de 1916 con la doctora (investigadora y exploradora) Lily Houghton (Emily Blunt) como protagonista. Lily y su hermano MacGregor (Jack Whitehall); ella pura audacia y adrenalina; él, conservador torpe y contenido, terminarán en el Amazonas brasileño con el objetivo de recuperar una flor mágica y superpoderosa que muchos han anhelado desde la época de la Conquista. Es el McGuffin para que ambos terminen contratando al capitán Frank Wolff (Dwayne Johnson), un auténtico chanta simpático que sobrevive a fuerza de engaños y está lleno de deudas, para que los conduzca en su destartlado barco. El problema de Jungle Cruise es que, a medida en que la barcaza avanza y los más de 120 minutos se acumulan, la narración se vuelve más ampulosa y menos inspirada. Es un farragoso festival de efectos digitales (por momentos parece un film de animación con unos actores incrustados cual si fueran LeBron James en Space Jam) al que el carisma de Blunt y La Roca intentan salvar con resulados más logrados en términos de humor que de química romántica. Al menos Blunt tiene la oportunidad de mostrar todo su histrionismo, ya que en culquiera de las escenas habla más que en toda la saga de Un lugar en silencio. Hay una sucesión de malvados famosos (el príncipe Joachim de Jesse Plemons, el Nilo de Paul Giamatti, el Aguirre de Edgar Ramírez) que poco pueden hacer para exceder el marco de la caricatura. Así, más allá de su mirada ecologista y revisionista, Jungle Cruise termina siendo una sucesión un poco forzada y calculada de escenas de acción con más espectacularidad que emoción. Una incursión artificiosa alejada de la mejor tradición del cine de aventuras.
Otra película del director de Sexto sentido destinada a la polémica cinéfila. El universo del cine de género se divide entre los shyamalanistas y sus detractores. Hay quienes encuentran en el director de Sexto sentido, El protegido, Señales, La aldea, La dama en el agua, El fin de los tiempos, El último maestro del aire, Después de la Tierra, Los huéspedes, Fragmentado y Glass a un cineasta ingenioso, un guionista sorprendente, un narrador audaz, un artista lírico y existencialista. Y del otro lado de la grieta cinéfila están quienes lo perciben como un farsante, un encantador de serpientes, un falso predicador, un creador que la va de ambicioso y termina siendo bastante banal. De más está decir que, con matices (algunas de sus películas me gustan un poco), quien esto escribe se ubica dentro del segundo grupo. Sí, M. Night me parece uno de los realizadores más sobrevalorados del últimos cuarto de siglo. Para ratificar que lo suyo son planteos atractivos que luego resultan desaprovechados y vueltas de tuerca que más que impactantes terminan siendo ridículas ahí está este nuevo opus del “Hitchcock indio” (léanse las comillas). Lo mejor del film es una premisa inicial (digna de La dimensión desconocida o Black Mirror) que no es precisamente de su autoría sino tomada prestada de Sandcastle, un cómic publicado en 2010 por el escritor francés Pierre Oscar Lévy y el ilustrador Frederik Peeters. El resto, más allá de cierto talento para los vertiginosos movimientos de cámara, los encuadres, el uso dramático del sonido y el fuera de campo, es pura pirotecnia con una caprichosa acumulación de capas y vueltas de tuercas, la mayoría de ellas bastante tontas. La película arranca con el matrimonio de Guy y Prisca Capa (Gael García Bernal y Vicky Krieps) que llega con su hija Maddox (Alexa Swinton), de 11 años, y su hijo Trent (Nolan River), de 6, a un lujoso resort all inclusive ubicado en un paraíso tropical que la madre contrató por Internet. Los reciben con tragos y sonrisas, pero esa alegría inicial contrasta con la situación de la pareja (que está en pleno proceso de divorcio) y los serios problemas de salud de Prisca. El gerente del lugar (Gustaf Hammarsten) los invita a conocer juno a unos pocos huéspedes del hotel una playa escondida. Todos van gustosos (los lleva una camioneta conducida por... M. Night Shyamalan) y a los pocos minutos aparecerá un cadáver. Y, luego, Madox ya no tendrán 11 y 6 sino 16 y 11 ¿Qué está pasando? Todos empiezan a envejecer de forma súbita. Unos minutos pueden equivaler a un año; y un día, a una vida entera. El director suma personajes (Ken Leung, Nikki Amuka-Bird, Rufus Sewell, Aaron Pierre, Abbey Lee, Mikaya Fisher, Kathleen Chalfant), revelaciones y giros que en principio generan cierta intriga e interés, pero que poco a poco se van desvaneciendo como la arena entre las manos hasta terminar en el terreno de la irritación, el sinsentido y el típico golpe de efecto final que obviamente no revelaremos pero es decididamente frustrante. Se podrán hacer miles de bromas respecto del tiempo perdido, lo más viejos que salimos luego de ver Old, pero algo queda claro: estamos ante un film reservado solo a los shyamalanistas más dogmáticos y extremos, esos que eligen creer que estamos frente a un cineasta verdaderamente importante.
Nadie apostaba demasiado en 2018 por Un lugar en silencio, pero la película post apocalíptica dirigida por Krasinski y protagonizada por él y su esposa (tanto en la ficción como en la vida real) Emily Blunt se convirtió en la sorpresa comercial (y en muchos casos también de crítica) de ese año con una recaudación solo en cines de más de 340 millones de dólares. La secuela, si bien se ubica un escalón por debajo del film original, mantiene buena parte de los mejores atributos de esta atractiva e inteligente combinación entre el terror y la ciencia ficción. Tres años después de la notable entrega inicial llega esta secuela escrita y dirgida por un Krasinski que aquí cede el protagonismo en pantalla. De todas maneras, su Lee Abbott aparece en la extraordinaria secuela inicial junto a su esposa Evelyn (Emily Blunt), su hijo Marcus (Noah Jupe) y su hija Regan (Millicent Simmonds). Ese “Día 1” nos mostrará el inicio de la invasión de esas criaturas alienígenas ciegas, pero con una audición tan desarrollada que el más mínimo ruido puede terminar con cualquiera de las bestias destrozando a uno o varios humanos. Mientras el pueblo disfruta de un partido de béisbol infantil, se empieza a percibir en el cielo algo parecido a una lluvia de meteoritos, pero no... es el preludio del arribo de decenas de estas aterradoras “langostas” extraterrestres. De allí al “Día 474” y con un nuevo personaje, el Emmett de Cillian Murphy (un viejo amigo y vecino de los Abbott), para una épica de supervivencia en esta algo menos sutil pero igualmente eficaz combinación entre la ciencia ficción apocalíptica, el terror y el drama familiar. Un poco más clásica y concesiva que su predecesora, Un lugar en silencio - Parte II ratifica de todas maneras la categoría de Krasinski como guionista y narrador para una saga que hace del inteligente uso del sonido y del fuera de campo dos de sus principales aliados. También es un hallazgo la utilización con fines dramáticos de Beyond the Sea, el tema cantado por Bobby Darin que en verdad es una adaptación al inglés del clásico francés La Mer, de Charles Trenet. Más allá de ser todo sigilosos que puedan, no hay demasiado que puedan hacer los protagonistas en su lucha contra los invasores: solo la técnica descubierta por Regan (un audífono, un amplificador y una distorsión que les afecta la audición) y/o, claro, un buen escopetazo. Esta Parte II ya no genera el mismo impacto que la sorprendente entrega original, pero también es cierto que Krasinski y su elenco están a la altura de las expectativas y circunsttancias; así, esta secuela, con su impecable manejo del suspenso y la tensión, termina convirtiéndose en un atractivo y logrado exponente de cine de género. No se trata en absoluto de un mérito menor.
Tras cuatro películas (La noche de la expiación, 12 horas para sobrevivir, 12 horas para sobrevivir: El inicio y 12 horas para sobrevivir: El año de la elección) y una serie de televisión que tuvo dos temporadas, la prolífica saga creada hace ocho años por James DeMonaco no tenía otra opción que duplicar la apuesta. Y el resultado de La purga por siempre, sin ser brillante, confirma que el productor y aquí también guionista (el director es Everardo Gout) sale más que airoso del desafío. Que tanto el realizador como los dos protagonistas (Tenoch Huerta y Ana de la Reguera) sean mexicanos no es casualidad, ya que este quinto largometraje de la franquicia propone una inversión de estereotipos: Juan y Adela, pareja de inmigrantes ilegales, no solo serán brillantes en sus respectivos trabajos (él como criador de caballos; ella como supervisora de un frigorífico) sino que, avanzado un poco el relato y lanzada la purga, se convertirán en héroe y heroína de esta épica de supervivencia. La película también propone la empatía con personajes afroamericanos y descendientes de pueblos originarios, mientras que entre los texanos blancos abundan los exponentes de la extrema derecha. Conviene hacer un poco de historia y de contexto: en esta distópica y apocalíptica saga de la exitosa factoría Blumhouse los Estados Unidos están manejados por Los Nuevos Padres Fundadores de América, quienes promueven una vez por año el experimento social conocido como La Purga, en el que cualquier crimen es legal durante el período de 12 horas. Pero en el título de esta quinta entrega figura el “por siempre”, por lo que -vencido el plazo estipulado- nadie lo respetará y, así, los saqueos y matanzas continuarán de forma indefinida. Con impronta de western moderno (las referencias van desde Asalto a la prisión 13, de John Carpenter; hasta la saga Mad Max, de George Miller) y espíritu de clase B, La purga por siempre sostiene siempre la tensión y propone una contundente (aunque no demasiado sutil) alegoría sobre la era Trump, las profundas diferencias de clase, la problemática de la inmigración y el discurso del odio con el racismo como uno de sus principales exponentes. Cine de acción y terror sádico, sí, pero también con una descarnada crítica política.
A Natasha Romanoff, a.k.a. Black Widow, la vimos hace más de una década en Iron Man 2 y luego en la trilogía de los Avengers y en un par de entregas del Capitán América. Ahora -a tono con el empoderamiento femenino en el universo superheroico en general y en el de Marvel en particular- tiene su película propia, que Scarlett Johansson aprovecha en todo su esplendor. No es que el guion de Eric Pearson (el mismo de Thor: Ragnarok y la reciente Godzilla vs. Kong) sea revolucionario (de hecho cumple con los inevitables requisitos de explicar el pasado de los personajes y ubicarlos en el contexto del Universo Cinematográfico de Marvel), pero la directora australiana Cate Shortland -Somersault (2004), Lore (2012), Nunca te vayas (2017)- y las protagonistas (Johansson, la ascendente Florence Pugh y, en menor medida, Rachel Weisz) le insuflan nuevos aires y mayor diversidad a un género con demasiada testosterona. Búsquedas de renovación y cambio que seguramente se consolidarán dentro de poco con Eternos, rodada por la ganadora del Oscar Chloé Zhao. El prólogo -ambientado en la Ohio de 1995- es un excelente exponente del thriller de espías (rusos): Natasha (interpretada por Ever Anderson) tiene 13 años y vive con su hermana menor Yelena (Violet McGraw) y su madre Melina (una Rachel Weisz rejuvenecida vía efectos digitales). Cuando el padre Alexei (David Harbour) llega al hogar es tiempo de huir a las apuradas. La escena -narrada con suma tensión y precisión- los encuentra eludiendo la persecución policial y volando a Cuba. Salto temporal de 21 años y, ya en 2016, nos reencontramos con Natasha y Yelena enfrentadas primero (una escena que remite a la serie Killing Eve) y luego unidas para combatir a fuerzas del mal lideradas por el general Dreykov (Ray Winstone). En la relación entre las dos hermanas encarnadas por Johansson y Pugh es donde afloran la compasión y la vulnerabilidad, facetas y matices no demasiado profundizados en el universo Marvel. Hay muy buenas set-pieces y escenas de lucha cuerpo a cuerpo (el influjo del cine asiático de acción es indudable), una subtrama “familiar” que apuesta a lo disfuncional para trabajar elementos cómicos (esencial en ese sentido el papel de bufón de Harbour) y una narración que recorre el mundo (se rodó en locaciones de Noruega, Hungría, Marruecos, además de Reino Unido y los Estados Unidos) alternando secuencias inspiradas y otras que, en cambio, reciclan fórmulas bastante transitadas. No hay escena en medio de los créditos finales, pero sí una cuando el largo rodante termina. Solo diremos que reaparece allí el personaje de Florence Pugh. Marvel sabe que en ella, luego de Lady Macbeth, Midsommar: El terror no espera la noche y Mujercitas, hay una estrella en potencia.
En 2013 se estrenó Los Croods, producción de DreamWorks Animation sobre las desventuras de una familia prehistórica. Los buenos resultados de taquilla (587 millones de dólares de recaudación solo en cines) y el furor del streaming “obligaron” a que, ocho años después, estos simpáticos cavernícolas regresaran con una película más vertiginosa e incluso con mayor sentido alegórico que la original. El debutante Joel Crawford (su único antecedente era el cortometraje Trolls Holiday) reemplazó en la dirección a la dupla integrada por Kirk DeMicco y Chris Sanders para un film que encuentra a Guy ya adolescente y enamorado de Eep para desesperación del patriarca Grug, que no soporta que su hija no tenga ojos, cabeza ni tiempo más que para su novio. Luego de una larga travesía, los Croods -dignos herederos de Los Picapiedra- arriban a una suerte de paraíso terrenal donde se encuentran con Hope y Phil, un matrimonio mucho más “evolucionado” y neurótico, que vive con la joven Dawn. En un principio todo es armonía (los Betterman conocen a Guy porque eran los mejores amigos de sus padres), pero pronto saldrán a relucir las profundas diferencias socioculturales, las incompatibilidades y el miedo a lo distinto. Los Betterman han construido un muro (¿les suena?) para que su hija Dawn no se enfrente a los (supuestos) peligros del mundo exterior y, así, entre peligrosas aventuras donde se hace gala de una animación por momentos prodigiosa y constantes anacronismos (incluidas canciones como “True”, de Spandau Ballet, o “I Think I Love You”, interpretada por The Patridge Family), se va construyendo una historia con moraleja políticamente correcta que cuestiona ciertos aspectos del progreso y apuesta por aceptar las diversidades y las diferencias. Es muy poco probable que en el contexto actual Los Croods 2 tenga alguna función subtitulada, pero si ocurriera el milagro en alguna aislada proyección nocturna (es una decisión exclusiva de los responsables de programar cada una de las cadenas) cabe acotar (y recomendar) que las voces originales de los personajes estuvieron a cargo de Nicolas Cage, Emma Stone, Ryan Reynolds, Catherine Keener, Cloris Leachman, Clark Duke, Leslie Mann, Peter Dinklage y Kelly Marie Tran. Un auténtico dream team... vocal.
-Con la vuelta del taiwanés Lin a la dirección (fue el responsable de la tercera, cuarta, quinta y sexta entregas), F9 recupera parte del delirio y la simpatía perdida en el camino por esta longeva franquicia. -Estrenada a fines de mayo en 23 mercados, algunos importantes como los de China (lleva recaudados solo en el gigante asiático más de 200 millones de dólares), Corea del Sur y Rusia, esta novena parte de la saga es la gran apuesta para el regreso masivo del público en un negocio diezmado por la pandemia del Coronavirus como el del cine. Rápidos y furiosos 9 es la propuesta ideal para que los amantes de los tanques más impactantes, vertiginosos y adrenalínicos vuelvan a las salas. No porque sea una película notable (ni siquiera se ubica entre las mejores de la franquicia), sino porque tiene ese delirio y esa espectacularidad que solo se puede experimentar con la pantalla más grande y el mejor sistema de sonido posibles. No hay dispositivo hogareño, por más avanzado que sea, que pueda equiparar la experiencia inmersiva y envolvente de las escenas de acción protagonizadas por Vin Diesel y compañía. Si la novena película de la saga es una buena excusa para regresar a los cines, también marca otra vuelta, en este caso detrás de cámara, de Justin Lin, director de la tercera, la cuarta, la quinta (para muchos la mejor de todas) y la sexta entregas. Tras un paréntesis de ocho años (en el medio filmó desde Star Trek: Sin límites hasta un par de episodios de la serie True Detective), el realizador y aquí también coguionista de origen taiwanés recupera parte del desenfado y la simpatía de los mejores exponentes de la longeva y taquillera franquicia. Más allá de las set-pieces (cada vez más hilarantes en su constante desafío de las leyes de la física), Rápidos y furiosos siempre tuvo como base la reivindicación de la familia (la de sangre y la que se construye a fuerza de lealtad y sentido de pertenencia). En ese sentido, el prólogo nos remonta a 1989 y narra la muerte del padre de Dominic Toretto en plena carrera de autos con su hijo por entonces adolescente como testigo en los boxes desde su lugar de mecánico. Y, para que todo siga dentro del núcleo familiar, el nuevo villano no será otro que Jakob (el ex astro de lucha libre John Cena), hermano de Dominic y de Mia (Jordana Brewster). Cuando ya en la actualidad Toretto, su pequeño hijo y su esposa Letty (Michelle Rodriguez) parecen haber encontrado algo de paz y armonía en una granja, reaparecen sus laderos Roman (Tyrese Gibson), Tej (Chris “Ludacris” Bridges) y Ramsey (Nathalie Emmanuel) para que retomen la acción; así como la manipuladora Cipher (Charlize Theron), el apuntado Jakob con un ejército de mercenarios y -en poco más que cameos- el Mr. Nobody de Kurt Russell y la Queenie de Helen Mirren. Así, Rápidos y furiosos 9 se convierte en un viaje por casi todo el planeta más cercano al espíritu de otras sagas como las de Misión: Imposible y James Bond. Es que con los músculos y los autos a toda velocidad ya no alcanzan para una franquicia que quedó presa de la exigencia de ser con cada nueva entrega más gigantesca, más larga, más ruidosa y más espectacular que las anteriores.
Casi 15 años después de su estreno en el off-Broadway, llega a los cines de todo el mundo y a la plataforma de streaming HBO Max este musical de Lin-Manuel Miranda que narra las historias de amor, los sueños, los dilemas y los sacrificios de varios jóvenes de origen dominicano y puertorriqueño que viven en Washington Heights, el barrio de Manhattan con mayoría de habitantes latinoamericanos. Indudablemente atractiva en su factura, pierde parte de su encanto frescura por una excesiva idealización. En el noroeste de Manhattan hay un barrio llamado Washington Heights con una inmensa mayoría de población latina y, sobre todo, dominicana (de hecho a una zona se la conoce como Little Dominican Republic). De allí es Lin-Manuel Miranda (aunque su familia es de origen puertorriqueño), quien en 2007 estrenó en el off-Broadway (y al año siguiente en pleno Broadway) el musical In the Heights. El resto -incluido el fenómeno de Hamilton- ya es bastante conocido y hoy Miranda es una eminencia en el show-business de los Estados Unidos. A partir de las canciones, la música y las ideas de Miranda es que Jon M. Chu (curiosa la elección de un director de familia... ¡china!) rodó En el barrio, saludado -para mi gusto con no poca exageración- como una obra maestra por la inmensa mayoría de la crítica estadounidense. No es que este nuevo trabajo del realizador de Locamente millonarios (Crazy Rich Asians) carezca de profesionalismo, hallazgos e inspiración, pero creo que en estos tiempos de corrección política y búsqueda de mayor diversidad en la representación del cine de Hollywood su elogio (desmedido) calza a la perfección. En el barrio tiene la estructura clásica del musical (largas coreografías de canto y baile conectadas por unos breves nexos de parlamentos “normales”) con un espíritu propio del cuento de hadas. Hay en la inocencia y las buenas intenciones de los protagonistas (todos jóvenes, bellos y esbeltos) algo de exaltación forzada. Es cierto que todo exudan simpatía, cantan y bailan muy bien, pero en este recorte hay -más allá de la celebración de la cultura latina en general y nuyoricua en particular- algo del orden de lo publicitario. Con un relato enmarcado (el protagonista aparecerá al comienzo, en varios pasajes inermedios y al final contándole su historia a unos atentos niños), En el barrio se concentra en las desventuras de Usnavi (Anthony Ramos en el papel que el propio Miranda hiciera sobre los escenarios), un muchacho de casi 30 años que sueña con reabrir el bar El sueñito en la República Dominicana de su familia, un proyecto que funciona a la vez como algo aspiracional y como posible fuga de su rutinario trabajo de sostener un almacén y café en una esquina de Washington Heights. Tímido e inseguro, Usnavi empieza a balbucear y a actuar con supina torpreza cada vez que por el negocio aparece la despampanante Vanessa (Melissa Barrera), una joven que trabaja en un salón de belleza de la zona pero sueña con mudarse al centro y triunfar en el mundo de la moda. La otra subtrama importante tiene como protagonista a Nina (Leslie Grace), una chica puertorriqueña que está decidida a abandonar sus estudios en Stanford para desesperación de su padre (Jimmy Smits), el dueño de una compañía de taxis que se ha gastado lo que no tiene para financiar su carrera universitaria, y que se reencuentra con Benny (Corey Hawkins), su ex novio. Hay, más allá del inevitable artificio de todo musical, algo por momentos genuino y loable en la reivindicación y empoderamiento no solo de dominicanos y puertorriqueños sino también de otras comunidades como la cubana o la mexicana, con personajes nobles, puros y dulces, pero así como el cine de Hollywood nos ha agotado con personajes latinos estereotipados (en especial con los narcos) aquí lo inspiracional corre el riesgo opuesto: caer en la idealización absoluta (veremos, en ese sentido, cuál será el enfoque de Steven Spielberg en la inminente West Side Story). ¿Debo irme o debo quedarme?, se preguntaba en 1982 The Clash y esa es la principal contradicción (además de la generacional entre abuelos/padres e hijos) que atormenta a los personajes de En el barrio. Irse a cumplir ciertos sueños en el mundo (muchas veces hostil) o quedarse dentro de la comunidad y tratar de crecer en ese ámbito (muchas veces limitante). Hay creativas y siempre lúdicas coreografías que remiten al clasicismo de Busby Berkeley e ideas (como un largo apagón en pleno verano) que funcionan muy bien. De hecho, las casi dos horas y media de relato nunca abruman, pero En el barrio, con sus excesos edulcorados y sentimentales, encuentra las que para mi gusto son sus limitaciones en la propia concepción “ideológica” más que en su atractiva y muy cuidada factura.
Luego de El conjuro (2013), de James Wan; Annabelle (2014), de John R. Leonetti; El conjuro 2 (2016), también de James Wan; Annabelle 2: La creación (2017), de David F. Sandberg; La monja (2018), de Corin Hardy; La maldición de La Llorona (2019), de Michael Chaves; y Annabelle 3: Viene a casa (2019), de Gary Dauberman; El conjuro 3: El diablo me obligó a hacerlo repite a Chaves como director para otra historia basada en un caso real (atentos en ese sentido a los muy buenos créditos finales con imágenes y sonidos de archivo) del frondoso catálogo de investigaciones de los Warren. La secuencia de apertura es muy buena: el 18 de julio de 1981, los demonólogos Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga) realizan y documentan en el pueblo de Brookfield, Connecticut, el exorcismo de David Glatzel (Julian Hilliard), un encantador (y aterrador cuando está poseído) niño de 8 años, frente a la mirada de la familia del chico y la presencia de urgencia del padre Gordon (Steve Coulter). Tras una intensa lucha, Arne Johnson (Ruairi O'Connor), el novio de Debbie (Sarah Catherine Hook), la hermana mayor del pequeño, le pide al Diablo que libere a David e ingrese en su cuerpo. Las consecuencias de ese “pase” serán sangrientas. Lo cierto es que Ed sufre un infarto y termina internado en un hospital. Cuando despierta, predice que algo trágico va a ocurrir con Arne. Hasta aquí lo que conviene contar para lo que resulta un inicio bastante prometedor. El problema es que Chaves no es Wan y esta tercera película, que pendula entre el thriller judicial (¿puede usarse una posesión diabólica como atenuante para una condena de homicidio?) y ciertos momentos de ternura con un repaso (flashbacks mediante) de los más de 30 años de amor de los Warren, un matrimonio que ha resistido no solo al paso del tiempo sino a trabajos por demás extremos, luce bastante monocorde y por momentos un poco anodina. La saga en general (y el dúo protagónico en particular) parece un poco desgastado luego de las dos notables entregas iniciales ambientadas en 1971 y 1977. El conjuro sigue siendo una saga magnética (mucho más que sus spinoffs y sucedáneos menores), pero el impacto de sus historias y el carisma de sus personajes ya no son los mismos. Quizás es tiempo de darle a estos dos demonólogos un descanso y esperar un regreso más cuidado de la mano de Wan o de otro director de relieve.
Una duración de nada menos que 134 minutos (con escena incluida entre los créditos finales), una calificación que no es apta para todo público sino para mayores de 13 años, una imponente banda de sonido que incluye éxitos de los '60 y los '70 de Nina Simone, Blondie, Bee Gees, Electric Light Orchestra, The Doors, Ike & Tina Turner, The Stooges, The Clash, Queen, Deep Purple, Doris Day y Nancy Sinatra, más dos temas que no están en el soundtrack oficial pero sí suenan en la película como Time of the Season, de The Zombies; y Sympathy for the Devil, de los Rolling Stones, y una canción nueva de Florence & the Machine; personajes abiertamente gays y otros travestidos... Para ser una película live-action de Disney Cruella es bastante audaz y exigente. Características que seguramente celebrarán algunos cinéfilos más curtidos y padecerá el público familiar más familiarizado con narraciones más clásicas y concisas. Con algo de El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada) y bastantes elementos en común con Guasón (una precuela en la que conocemos cómo se “construye” un/a malvado/a), Cruella resulta una versión mucho más oscura que sus predecesoras tanto animadas (1961) como con actores (1996) y funciona como preámbulo a las historias de La noche de las narices frías / 101 dálmatas. El prolífico y en general eficaz director australiano Craig Gillespie (Lars y la chica real, Noche de miedo, Un golpe de talento, Horas contadas, Yo soy Tonya) dedica la primera parte a narrar la historia de la pequeña Estella, de cómo queda huérfana y se convierte en ladrona de la mano de dos chicos llamados Jasper y Horace en la Londres de los años '60. La transición hacia los '70 no es particularmente inspirada, pero a los pocos minutos Estella tendrá el look de Emma Stone, siempre acompañada por el flaco Jasper (Joel Fry) y el regordete Horace (Paul Walter Hauser, protagonista de El caso de Richard Jewell). El sueño de nuestra (anti)heroína es dedicarse a la moda y empieza a trabajar en el lugar más cool de Londres, pero... lavando los baños. Hasta que un día aparece por allí la Baronesa (otra Emma, en este caso Thompson) y le ofrece empleo como diseñadora de alta costura en su taller en el West End londinense. La Baronesa es la malvada perfecta (narcisista, insufrible, despótica, arrogante, presuntuosa, irritante, egocéntrica) y Estella se convertirá primero en su asistenta y creativa perfecta; y luego en su antagonista, su némesis. Es que Cruella es una historia de venganza, con una huérfana devenida en villana con ínfulas, y el enfrentamiento despiadado entre dos mujeres unidas por el talento, los celos, la hipercompetitividad y unos cuantos secretos que evitaremos spoilear. Aunque innecesariamente extendida (Gillespie parece estar contando una nuenva película del MCU de Marvel antes que una historia del sello Disney), Cruella tiene más escenas logradas que de las otras: hay un McGuffin (un collar) para una subtrama de robos; humor físico en una escena que remite a La fiesta inolvidable, de Blake Edwards; y unos duelos de miradas penetrantes y diálogos que se disparan como dagas entre las dos Emmas. Pero más allá de las psicópatas a-la-Guasón o del imponente despliegue visual (el vestuario es extraordinario) y sonoro con la apuntada selección musical, lo que seguramente generará mayor despliegue mediático es la presencia de Artie (John McCrea ), un personaje gay con cierto look andrógino propio de alguna de las tantas etapas de David Bowie, que se convierte en ladero de Estella / Cruella. Los tiempos cambian y Disney (alguna vez el estudio más conservador de Hollywood) se adapta a esta época de aperturas y diversidades.