Historias de la Argentina profunda El cordobés Santiago Loza no para de filmar y, de hecho, casi no hay festival local en el que no presente una película nueva. Luego de la seguidilla de Artico, Rosa Patria (ganadora de la competencia argentina 2009) y La invención de la carne, ahora el director de Extraño se unió con el santafesino Iván Fund (también presente en el BAFICI pasado con la fallida La risa) para rodar esta inquietante, sensible y desgarradora película que combina documental y ficción (uno de los mayores méritos es disolver casi por completo los límites entre ambos registros) en un retrato de la Argentina profunda, ese país que no miramos (y que, por lo tanto, el cine nacional tampoco mira demasiado). Tres asistentes sociales de distintas generaciones, experiencias y sensibilidades (las magníficas Eva Bianco, Victoria Raposo, Adela Sánchez) llegan a un paraje perdido (creo que de Santa Fe) para hacer un relevamiento sobre las múltiples necesidades alimentarias y sanitarias en barrios más que humildes, donde el hacinamiento, la desnutrición, la falta de trabajo y la descontención son moneda corriente. Contra todo pronóstico, Loza y Fund no caen en el miserabilismo ni en la denuncia recargada y demagógica vía bajada de línea (las imágenes y los testimonios de primera mano son más que elocuentes y suficientes) y logran fundir lo puramente documental (las visitas a las zonas carenciadas) con lo ficcional (las vivencias íntimas, no menos duras, de las tres protagonistas). Si la película -cuando promedia el relato- empieza a repetirse un poco en su faceta antropológica con las sucesivas vistas a los asentamientos, los directores dan un vuelco sobre la media hora final en la que el relato crece en emoción e intensidad con los distintos quiebres y reacciones de estas increíbles mujeres. Más allá de los logros expuestos en el terreno dramático y narrativo (la película casi nunca pierde su naturalidad y credibilidad), Fund y Loza no descuidan en absoluto los aspectos formales: la imagen en HD, el trabajo de fotografía y cámara, la edición, el sonido y la musicalización son en todos los casos de primerísimo nivel y suman para lograr un acabado técnico que no hace otra cosa que potenciar el resultado final de esta primera joyita de la competencia argentina de esta edición.
Nunca es tarde... Jean Becker -hijo del también reconocido director Jacques Becker- propone un cine no demasiado audaz ni sutil, pero con sus dotes de narrador clásico, su sencillez y su profundo humanismo ha construido una más que digna carrera con títulos como Verano asesino, Elisa, La fortuna de vivir y El jardinero. En Mis tardes con Margueritte propone otro crowd-pleaser, de esos que no esconden sus intenciones de agradar y dejar al espectador con una sonrisa. Es una película que tiene más de una torpeza (los flashbacks que explican el pasado y justifican el presente del protagonista), ciertos subrayados y que por momento está muy cerca de caer en la demagogia, pero Becker es un realizador con la sensibilidad y el recato necesarios para no dejar que el film se le desborde. Además, vale la aclaración, cuenta con un gran aliado: el siempre convincente Gérard Depardieu, cada día más gordo y más sabio. Depardieu es Germain, un cincuentón obeso y semianalfabeto (no terminó la primaria) que vive en una casa rodante y se mantiene con lo que le dejan una huerta personal (cuya producción vende en la feria del pueblo) y otros trabajos precarios y ocasionales. El antihéroe está en el punto intermedio entre lo patético y lo querible, traumado por la presencia de una madre abusiva (que lo ha denigrado desde niño) y sostenido por su novia colectivera y por sus amigos del bar. Un día, Germain se encuentra en una plaza con Margueritte (Gisèle Casadesus), una anciana flaquita, culta y simpática que también se interesa por las palomas del lugar. A partir de sucesivos encuentros, ella le irá leyendo diversas joyas de la literatura generando en él una tardía pero incontenible pasión por los libros. El film tiene luego de ese planteo inicial varios giros dramáticos/emotivos que es preferible no develar, pero que aseguran al espectador unas cuantas sorpresas. Si bien adscribe a ciertos tonos y elementos que no se ubican dentro del cine que más me interesa, Mis tardes con Margueritte es un film noble, honesto y eficaz. Si a esos atributos le sumamos la presencia de Depardieu y un solvente elenco secundario, podemos concluir en que se trata de un estreno más que atendible.
El director irlandés Kenneth Branagh toma al gladiador extraterrestre, uno de los superhéroes de Marvel, pero lo ubica en la actualidad Si bien tiene casi medio siglo de vida en el universo de la historieta (apareció por primera vez en 1962), Thor siempre fue un personaje de segunda línea dentro de la galería de superhéroes de la editorial Marvel. El éxito en cine de sus hermanos "mayores" (El Hombre Araña, Iron Man, los X-Men y, en menor medida, Hulk) hizo que también les llegara el turno a este fornido gladiador extraterrestre con su poderoso martillo y, muy pronto, a otros como Capitán América. El arranque del film dirigido por el irlandés Kenneth Branagh (una elección bastante audaz por parte de los productores que tuvo un digno resultado final) está ambientado en la actualidad: Jane Foster, una astrofísica interpretada por Natalie Portman, trabaja con su asistente Darcy (Kat Dennings) y su mentor Erik (Stellan Skarsgård) en pleno desierto de Nuevo México en la detección de misteriosos fenómenos del universo. Hasta ese paraje desolado llega Thor (el agraciado actor australiano Chris Hemsworth), desterrado por su padre, el veterano rey del planeta Asgard (Anthony Hopkins), por su arrogancia y espíritu belicista. Así, el trono queda a merced del otro hijo, Loki (Tom Hiddleston), aliado con unos despiadados gigantes de hielo. Así, entre varios universos paralelos, transcurren las casi dos horas de Thor, que combinan desde la típica historia de amor imposible entre un inmortal y una mortal hasta los enfrentamientos que se suceden tanto en Asgard como en la Tierra (hasta aquí llegan los cuatro leales guerreros y amigos del protagonista con la misión de rescatarlo). Primera producción de Marvel en 3D, Thor le permite a Branagh desarrollar un par de escenas dignas de la tragedia shakespeareana (las contradicciones de la relación padre-hijo en medio de la lucha por el poder), aunque el resto del relato está destinado a cumplir con la oferta de toda superproducción de superhéroes: desde explosivas escenas de acción hasta exóticas formas de vida en planetas lejanos. Hoy, se sabe, las nuevas tecnologías casi no imponen ningún tipo de límites a la imaginación visual de los creadores. Aunque hay algunos aspectos dramáticos que no terminan de funcionar del todo (como la tensión romántica), ciertos desniveles interpretativos, varios personajes secundarios con desarrollos mínimos e incluso herramientas técnicas no del todo aprovechadas en términos artísticos (como los efectos 3D), Thor surge como un producto bastante sólido y atrapante en buena parte de su relato. Los superhéroes de la Marvel están acostumbrados a sobreponerse a todo tipo de contratiempos y llegar siempre a buen puerto. Sus películas, también.
El tren de la vida Desde hace 30 años, el Tren Alma (en verdad, tres vagones acondicionados como hospital ambulante que van adosados a una formación del Belgrano Cargas) recorre los 1.700 kilómetros que separan a Buenos Aires de Pampa Blanca, un recóndito pueblo jujeño abandonado a la buena de Dios, para intentar paliar las gravísimas consecuencias de la pobreza endémica (Chagas, tuberculosis, desnutrición, infecciones varias, problemas neurológicos). Decenas de entusiastas pediatras, odontólogos, enfermeros, etc. han viajado en misiones asistenciales para ayudar a los más necesitados, a los olvidados del sistema. Puede que esta opera prima de Fito Pochat resulte demasiado "simple", "políticamente correcta" o poco "autoral" para aquellos que defienden a ultranza el "nuevo" documental (ese en el que la primera persona tiene a veces más importancia que lo que se narra), pero lo cierto es que -aún con algunas mínimas "desprolijidades"- Un tren a Pampa Blanca es un film valiente, honesto, tan duro como necesario. Pochat y su equipo viajaron muchas veces y durante bastante tiempo para conocer no sólo a los profesionales que dedican parte de su vida a ayudar a los más pobres sino también para involucrarse directamente con los pobladores -en su gran mayoría de origen indígena- que subsisten en condiciones infrahumanas (casi todos están desempleados o trabajan por monedas en la cosecha del tabaco). El film muestra la falta de presencia del Estado (y cuando está, con todas las miserias propias de la peor política), el nulo conocimiento respecto de los métodos anticonceptivos y la absoluta precariedad alimentaria y educacional que impera en la zona. Sé que mucha gente (me pasa a veces también a mí) huye de los documentales sociales que abordan temas fuertes como éste, pero bien vale sobreponerse a los prejuicios, dejar de hacernos los distraidos, y acercarse al Arteplex Belgrano o al Gaumont (que además tienen entradas a precios muy accesibles) para conocer la cara menos visible -y más dolorosa- de la Argentina profunda. El país que no miramos.
Cuando la ironía se muerde la cola Wes Craven fue uno de los ídolos de mi adolescencia y uno de los "autores" dentro del género fantástico y de terror a rescatar durante mis primeros años de crítico profesional (todavía recuerdo el entusiasmo y la euforia con que reseñé la primera Scream a mediado de los '90). Pero han pasado 15 años de aquel hito, ya hay pocos directores de la industria que me generen semejante entusiasmo (demasiadas concesiones y decepciones) y, en este sentido, esta cuarta entrega de la saga me provocó sensaciones encontradas, sentimientos contradictorios. Sí, Craven y Kevin Williamson (guionista de todos los films) son más inteligentes que los cultores del terror sádico/pornográfico de Hostel o El juego del miedo y menos oportunistas que los de Actividad paranormal. También es cierto que un plano de Craven tiene más peso que cualquiera de los que puedan ofrecer un Rob Zombie o un Eli Roth, pero... ¿alcanza con eso? Salí de ver Scream 4 y en primera instancia me quedé con eso: con la inteligencia, la astucia, la ironía (por momentos cínica) de la dupla Craven-Williamson, pero ahora que me pongo a escribir de la película, todo eso se me "desinfla" bastante. El film tiene tres o cuatro falsos arranques, muchos (demasiados) guiños/bromas cinéfilas sobre el estado de las cosas en el género del terror, el regreso de los tres personajes de siempre (los avejentados Neve Campbell, Courteney Cox y David Arquette) y, finalmente, una larga serie de asesinatos a puro gore. El juego metacinematográfico -a esta altura- cansa bastante (es como un buen chiste, si lo escuchás varias veces va perdiendo eficacia), la relectura en clave cínica de los códigos adolescentes por parte de unos artistas veteranos como Craven/Williamson puede interesarle (en parte) a cierta generación de treinta y cuarentaypico, pero no a los chicos de hoy. Así, lo que queda detrás de la hojarasca es demasiado parecido a todo aquello que el dúo criticaba: una sucesión/acumulación de muertes con violencia explícita y una resolución sólo medianamente convincente. Los "autores" cancheros y sobradores del cine de terror se terminan mordiendo la cola y cayendo en las mismas trampas que -desde su innegable talento y astucia- se encargaban de cuestionar. Ya es hora de pasar a otra cosa.
Una propuesta insuficiente para todas las edades Los afiches de Hop: Rebelde sin Pascuas nos informan que este film es "de los creadores de Mi villano favorito ". A no engañarse: esta nueva película, que combina personajes animados con actores de carne y hueso, carece de la sorpresa, la creatividad visual, la ironía y el humor negro de aquel largometraje. La comparación, en todo caso, debería ser con Alvin y las ardillas , que ofrecía una fórmula estética y narrativa muy parecida a ésta (además, en ambos casos fueron dirigidos por Tim Hill). La "convivencia" en pantalla entre humanos y sus coprotagonistas animados ha sido, desde siempre, muy difícil. Por supuesto, hay honrosas excepciones ( ¿Quién engañó a Roger Rabbit? podría ser una de ellas), pero en general la interacción es bastante dificultosa y, así, al no contar con demasiadas referencias, los actores terminan haciendo una suerte de unipersonal totalmente desbocado. James Marsden, el antihéroe de este relato, sufre esta suerte de maldición artística en toda su dimensión. Marsden interpreta a Fred, un treintañero sin grandes ambiciones que vive demasiado cómodo en la casa de sus padres, quienes lo obligan a mudarse y a mantenerse por sí mismo. El joven terminará haciendo dupla con E.B., un conejo que se ha escapado de Rapa Nui (plena Isla de Pascua), donde su padre maneja la fábrica de los millones de chocolates que se reparten para Semana Santa. El film apela a un esquema dramático básico (la confrontación padre-hijo y la reconciliación final) y a una trama que reemplaza la Navidad por la Pascua (si Fred y E.B. no desbaratan a tiempo la confabulación concebida por un despótico pollo llamado Carlos, las familias se quedarán sin sus dulces). Pero, más allá de sus limitaciones y su falta de inspiración, lo que más se lamenta en Hop es la escasa gracia de sus escenas, la poca naturalidad de sus personajes y la casi nula empatía que genera en el espectador. Hay, sí, mucho vértigo, color, situaciones musicales (E.B. es un virtuoso conejo baterista) y apariciones especiales, como la de David Hasselhoff. Demasiado poco para una producción de aspiraciones masivas que tiene la siempre difícil misión de entretener a los distintos integrantes de un grupo familiar.
En la última edición de Cannes, el jurado presidido por Tim Burton le otorgó a esta nueva película del joven director tailandés Apichatpong Weerasethakul la consagratoria Palma de Oro, máxima distinción dentro del circuito de festivales. El premio fue reivindicado por los cinéfilos de todo el mundo y, claro, repudiado por aquellos que defienden películas más convencionales. Algo similar ocurrió durante el reciente Bafici y seguramente volverá a suceder a la salida de las escasas cinco salas (tres de ellas con proyecciones en fílmico) que exhiben El hombre que podía recordar sus vidas pasadas en la Argentina. No se trata de engañar aquí a nadie. Tampoco de pedir disculpas por exaltar a un director como Weerasethakul. Es cuestión de gustos, de formaciones, de sensibilidades: para quienes están acostumbrados a una progresión dramática más clásica (introducción-nudo-desenlace), a una trama que "explique" o "justifique" cada una de las situaciones que se plantean, es probable que El hombre que podía recordar sus vidas pasadas los desconcierte, y hasta en algunos casos irrite a más de un espectador. Sin embargo, para quienes tengan la suficiente amplitud de criterios, para quienes se dejen seducir y sorprender por la propuesta del talentoso realizador tailandés, el film regala una bellísima, fascinante, hipnótica y por momentos emotiva historia de fantasmas, espíritus que buscan la reconciliación, reencarnaciones, extrañas criaturas y mitologías milenarias que aborda con lirismo y sensibilidad el tema de la muerte con elementos propios del budismo. Rodada en hermosos escenarios reales del norte de la convulsionada Tailandia, combinando lo real y lo fantástico, lo urbano y los elementos de la naturaleza más salvaje, la tradición y la modernidad, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas resulta la película más "accesible" y "narrativa" (aunque no en los términos en que el público está habituado en los términos del cine occidental) de la singular carrera del creador de Blissfully Yours, Tropical Malady y Syndromes and a Century , todos films apreciados en festivales locales pero que jamás tuvieron lanzamiento comercial. Si la Palma de Oro que le concedió Burton sirve para que algunos miles de argentinos puedan acceder a esta inusual experiencia sensorial (que no es jamás solemne, ya que se permite jugar con el humor y hasta con el musical), bienvenido el gesto del director de Alicia en el País de las Maravillas . Este estreno es un pequeño hito en estos tiempos de pobreza artística, de uniformidad de discursos y estéticas que sufre la cartelera local.
Mentiroso, mentiroso En esta remake de Flor de cactus (1969), comedia con Walter Matthau, Ingrid Bergman y Goldie Hawn -que a su vez estaba inspirada en una obra teatral francesa-, Adam Sandler interpreta a Danny, un cirujano plástico que vive de romance fugaz en romance fugaz hasta que se enamora de una hermosa veinteañera llamada Palmer (Brooklyn Decker). Sin embargo, cuando ella le descubre una alianza de matrimonio en su pantalón, se convence de que él es un mentiroso (cosa que es cierta, pero no en este caso). Desesperado, el protagonista recurre a Katherine (Jennifer Aniston), su asistente en la clínica, para que se haga pasar por su esposa a punto de divorciarse. Los enredos continuarán y, así, los tres terminarán en un resort de Hawaii junto a los dos hijos de Katherine (y supuestamente de Danny) y a una serie de personajes secundarios que incluyen, por ejemplo, a una esforzada Nicole Kidman tratando de hacer comedia. El film de Dennis Dugan (quien ya trabajara con Sandler en Happy Gilmore, Un papá genial, Yo los declaro marido y... Larry, No te metas con Zohan y Son como niños) no es un bochorno, aunque tampoco es precisamente un dechado de sorpresas y audacia. El tufillo a fórmula de comedieta romántica probada una y mil veces se percibe durante buena parte de las casi dos horas del film, hay algunos aislados pasajes de cierta inspiración, intérpretes con timing para el humor en sus diferentes variantes y, claro, esa veta misógina y machista que tanto disfrutan los muchachos estadounidenses y odian los comisarios de la corrección política. Para mi gusto, se trata de un producto menor, previsible (¿a qué no saben con quién se queda el bueno de Adam al final?), fugaz... Lamento, eso sí, que los exponentes más interesantes de la Nueva Comedia Americana no lleguen a los cines, mientras que Sandler -que cada cinco películas hace una buena- sea un "abonado" a la cartelera porteña. Que sigan estrenando sus films, pero que también se abra el juego para otras propuestas más arriesgadas, menos calculadas que las suyas.
Una comedia que da ganas de llorar Juro que no exagero: en Cruzadas todo (¡todo!) está mal. No hay un solo aspecto que funcione. No hay un gag aislado, un parlamento que genere ni un esbozo de sonrisa. Una narración que se construye a los ponchazos, actuaciones penosas (ni los intérpretes parecen mínimamente convencidos de lo que están haciendo), diálogos imposibles, una acumulación de lugares comunes y vulgaridades (saben que no soy un conservador reaccionario, pero todo tiene aquí demasiado mal gusto), musicales espantosos y una trama burda que no provoca el más mínimo interés durante sus 90 minutos. Rafecas -demasiado oportunista para mi gusto- centra el "conflicto" en la posible venta de las acciones de un multimedios demasiado parecido al Grupo Clarín. El dueño histórico (Enrique Pinti) ha muerto y la heredera (Moria Casán) quiere hacer cash (son "apenas" 25.000 millones de dólares). Pero allí aparece su "media hermana" (Nacha Guevara), reina de la bailanta, para aguarle la fiesta. Por supuesto, todo el odio inicial irá atenúandose poco a poco hasta llegar a la reconciliación final. Diferencias padre-hija (Pinti-Casán) y madre-hija (Guevara-Telesco), enfrentamientos entre gangsters que resultan involuntariamente risibles, cameos que son tan torpes como el resto de los aspectos de la producción (por allí aparecen desde Pablo Lescano hasta Hernán Caire), personajes secundarios sin desarrollo alguno (triste destino el que el director de Un buda, Rodney y Paco le da a gente como Carlos Belloso o Cabito). Para completer semejante desatino, hay una mirada de clase que resulta no sólo estereotipada sino ya denigrante. Pero, créanme, lo ideológico es aquí secundario: el gran problema es que no hay un fotograma que respire nobleza artística, pasión cinematográfica. Cuando las películas argentinas habían alcanzado un estándar digno -del que parecía ya nunca se iba a bajar- aparece este engendro para demostrar que todavía hay mucho por mejorar. Una pena enorme.
El mejor Sorín reaparece Luego de su trilogía de road-movies pueblerinas con personajes entrañables interpretados por no-actores (que empezó muy bien con Historias mínimas, y luego se fue degradando con Bombón: el perro y sobre todo con El camino de San Diego), Sorín se propuso una experimentación visual sokuroviana (para mí bastante fallida) con La ventana y ahora, con El gato desaparece, se sumerge en el thriller psicológico chabroliano sobre las miserias de la burguesía intelectual. El resultado, esta vez, es por suerte bastante más convincente. En el arranque, Sorín sitúa el relato en el ámbito tribunalicio, donde varios peritos y un juez discuten respecto de si aprobar o no la salida de un paciente de un neuropsiquiátrico. La persona en cuestión es Luis (Luis Luque), un prestigioso profesor universitario que ha agredido físicamente a un colega al que acusa de robarle las principales ideas de una investigación en la que ha invertido muchos años de trabajo. Los especialistas y el magistrado acuerdan en que el protagonista está en condiciones de retomar su vida normal y, así, regresa a la casa ante la ansiedad de su esposa Beatriz (Beatriz Spelzini). Si bien ambos llevan 25 años casados, el reencuentro no es todo lo natural y fluido que podía esperarse. Ninguno de los dos parecen los mismos y las tensiones, los reproches no tardarán en aflorar. Los personajes secundarios que pululan por la casa (la empleada doméstica, la hija y su novio, los alumnos de él y hasta el gato del título) sirven para exponer otros puntos de vista respecto de la creciente paranoia y la desconfianza que van surgiendo en el seno del matrimonio. La idea de un viaje a Brasil para calmar las aguas y recomponer la relación de pareja no hace otra cosa que tensionar aún más la cuerda. Sorín maneja el film en un tono tragicómico (va de situaciones cercanas al terror hasta estallidos de humor absurdo) y, si bien no siempre los climas son del todo logrados (algunos incluso encontrarán un poco abrupto el desenlace), se trata de una interesante, impiadosa mirada a las contradicciones de la clase media, que recupera varios aspectos destacados del director de La película del Rey (su ingenio, su pulso narrativo, su dirección de actores). No es una película redonda, es cierto, pero sí una muy atendible.