En su tercer largometraje, Ana Katz consigue emoción sin apelar a clisés ni a golpes bajos Con películas como El juego de la silla y Una novia errante, Ana Katz se convirtió en una de las autoras y directoras más personales del nuevo cine argentino (también se destacó en el teatro off). Ahora, con Los Marziano , incursiona por primera vez en una producción industrial (un elenco lleno de estrellas y un presupuesto mucho más holgado que en sus trabajos previos) y sale más que airosa del desafío. Si alguien esperaba que Katz hiciera "una comedia para Francella", Los Marziano está muy lejos de cumplir esa expectativa. Puede decirse con certeza (y esto habla muy bien tanto de la convicción de la realizadora como de la ductilidad y profesionalismo del popular actor) que es Francella quien se adapta al universo de Katz en un papel bastante alejado del histrionismo habitual y de la exaltación del chanta porteño que ha construido en tantos proyectos para cine y televisión. En sintonía con el arriesgado camino interpretativo que tomó desde El secreto de sus ojos, Francella encarna aquí a Juan, un hombre que regresa a Buenos Aires desde Tucumán aquejado por una extraña dolencia que le ha quitado la capacidad de leer. Instalado en casa de su hermana Delfina (Rita Cortese), esta confundida criatura intenta retomar el contacto con una hija a la que no ve (y no entiende) desde hace demasiado tiempo, pero se niega a reencontrarse con Luis (notable trabajo de Arturo Puig), su hermano mayor, que disfruta de una situación económica bastante más holgada, aunque su matrimonio con Nena (Mercedes Morán) y la convivencia con sus vecinos en un country están lejos de ser ideales. Las dos mujeres, Nena y Delfina, tratarán de que los orgullosos hermanos superen los rencores y miserias que los separan en una tragicomedia punzante, un film agridulce de humor absurdo y asordinado que elude los lugares comunes, las explicaciones tranquilizadoras y las resoluciones demagógicas. Más cerca del Paul Thomas Anderson de Embriagado de amor o del Wes Anderson de Los excéntricos Tenenbaum que del costumbrismo de Esperando la carroza, la directora sabe cómo arribar a la emoción sin apelar a clisés ni golpes bajos. Estamos, es cierto, ante una propuesta un tanto "deforme" y arriesgada para un producto con aspiraciones masivas como éste, pero sus problemas (como el uso subrayado, intrusivo y ampuloso de la música) no alcanzan a dañar el resultado final de esta noble, cuidada y sentida película de ese extraño talento que es Ana Katz.
Un adolescente (lindo, inteligente, exitoso) muere en un absurdo accidente automovilístico. Su novia (Mulligan) sobrevive y, al poco tiempo, aparece en la casa de los destruidos padres y de su hermano pidiendo refugio e informando que está embarazada. El padre de la futura beba, claro, es el muchacho fallecido. La madre (Sarandon) está indignada con ella y confundida por el dolor de la pérdida. El papá (Brosnan), en cambio, es bastante más comprensivo con la recién llegada, aunque no puede expresar su dolor. Poco a poco, las heridas se irán cerrando y la culpa dejará lugar a la posibilidad de la reconciliación y el amor. Más allá de los esfuerzos del buen elenco protagónico, se trata de una historia bastante torpe y elemental, de esas que abundan en "el telefilm de la semana". Igual, sin dudas, habrá quienes se emocionen con este tearjerker. No es mi caso.
La cuarta entrega de Torrente no agrega demasiado a la fórmula de la trilogía anterior, salvo la inclusión de un 3D no demasiado bien aprovechado y un mayor despliegue de producción (efectos digitales, explosiones, etc). El resto, es más o menos lo mismo: el ex detective y ahora desempleado José Luis Torrente haciendo de las suyas en una sociedad madrileña pauperizada (sí, hay comentario "social"), muchos desnudos siliconados y la incorrección política de siempre (escatología, misoginia, machismo, etc). Hay muchísimos cameos (la mayoría intrascendentes fuera de España, salvo para nosotros los del Kun Agüero y el Pipita Higuaín), referencias más o menos obvias a La fiesta inolvidable, de la dupla Blake Edwards-Peter Sellers (la secuencia de arranque), a la saga de James Bond (incluso desde los créditos iniciales), al subgénero carcelario (allí va a parar el antihéroe) y, claro, a las entregas anteriores de la propia invención de Segura, que lo ha convertido en el rey Midas del cine español. Si todo eso es suficiente o no como para animarse a esta comedia guarra, cada uno de ustedes sabrá evaluar con las cartas sobre la mesa.
Con una estructura de saltos temporales a-lo-Tarantino y una potencia que recuerda a Gomorra, esta película que compitió con El secreto de sus ojos por el Oscar extranjero es una desgarradora, trágica historia coral sobre el odio religioso entre musulmanes, cristianos y judíos, policías descontrolados, vendedores de droga y niños a la deriva en la que confluyen una historia de amor imposible, el machismo, la venganza del ojo por ojo, las traiciones cruzadas y la desesperación por salir pozo a cualquier precio.
Eficaz entretenimiento hollywoodense que sirve como inmejorable plataforma de lanzamiento de la ciudad carioca de cara al Mundial y los Juegos Olímpicos Las dos productoras que realizaron la exitosa saga de La Era de Hielo (Twentieth Century Fox Animation y Blue Sky Studios) regresan ahora con una propuesta prácticamente opuesta: si bien es cierto que en el centro de la historia otra vez hay animales (aves en este caso), han cambiado las gélidas aventuras prehistóricas por unos enredos ambientados en la cálida y muy actual ciudad de Río de Janeiro. Con dirección del brasileño Carlos Saldanha (también responsable de La Era de Hielo ), la película se centra en las andanzas de Blu, un guacamayo azul que nunca aprendió a volar y que disfruta de una tranquila existencia como mascota de Linda, joven y simpática dueña de una librería de un perdido pueblo de Minesota. Hasta allí llega Tulio, un ornitólogo carioca tan bienintencionado como torpe, que trata de convencerlos de que viajen con él hasta Río de Janeiro para que Blu conozca allí a Jewel -la última hembra que queda- y evitar así que la especie se extinga. Ya en su nuevo destino (en realidad Blu es originario de la zona), todos serán víctimas de unos traficantes de animales exóticos, mientras la ciudad se conmueve por su famoso carnaval. Los bellos exteriores de Río, debidamente aprovechados con la tecnología 3D; los colores de los desfiles de las escolas do samba, y el ritmo trepidante de una narración que apuesta casi siempre por el humor físico alcanzan a sostener una propuesta que, al menos en el terreno del guión, no tiene nada demasiado novedoso para ofrecer en su mixtura entre persecuciones callejeras y pinceladas de comedia romántica. Como siempre, irán apareciendo con el correr del relato simpáticos personajes secundarios que sirven de comic-relief, se propone un permanente despliegue musical (ritmos brasileños con arreglos más propios del pop) y se esbozan algunas moralejas sobre el respeto y cuidado de los animales. Si bien hay un par de escenas ambientadas en las tristemente célebres favelas, nada resulta demasiado inquietante. En definitiva, si hay alguien favorecido con la película (además de los productores, que embolsarán decenas de millones de dólares) es la propia ciudad de Río, que se prepara para ser anfitriona del Mundial de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016, y que aquí encuentra una verdadera publicidad institucional dentro de un eficaz producto de entretenimiento con el sello de Hollywood.
La espada del santo Fui a ver Revolución: El cruce de Los Andes con bastante expectativa: algún colega me la había recomendado durante el Festival de Mar del Plata, Rodrigo de la Serna es un actor confiable, el despliegue de producción había sido importante... y estaba convencido de que en pleno 2011 no iban a caer en la solemnidad de las viejas películas (tipo El santo de la espada), que iban a bajar al prócer del pedestal, que lo iban a transformar en un personaje de cine, visceral, contradictorio, de "carne y hueso". ERROR. Este film de Ipiña concebido con un fuerte apoyo oficial acumula casi todos los peores vicios de la biopic más convencional: es conservadora, timorata, previsible y, finalmente, aburrida como pocas. Diálogos ampulosos, escaso desarrollo de la psicología de los personajes, "evoluciones" dramáticas inverosímiles (como la del cura que termina empuñando las armas), conflictos obvios y torpes (como el de San Martín y su asistente adolescente), desniveles actorales (ni siquiera De la Serna está demasiado bien), moralejas subrayadas una y otra vez... y así podría seguir la enumeración. Lo mejor de Revolución: El cruce de Los Andes -que reconstruye la campaña de 1817 para la liberación de Chile en manos de los realistas- tiene que ver con su acabado técnico: se ve y se escucha muy bien, los efectos visuales/digitales para concretar escenas de masas en la batalla son de un profesionalismo incuestionable y no mucho más. Estamos ante un producto bienintencionado (a tono con estos tiempos políticos) y cuidado, pero que no cumple con ninguna de las dos premisas principales de toda película: entretener y hacer pensar. Y eso, se sabe, en cine es un pecado casi mortal.
El Shyamalan español Producida por el todopoderoso Alejandro Amenábar, escrita por el pretencioso Daniel Sánchez Arévalo (Gordos, Azuloscurocasinegro) y dirigida por el debutante realizador vasco Oskar Santos, El mal ajeno arranca muy bien (describiendo el micromundo de un médico en crisis interpretado con solvencia por Eduardo Noriega), deviene luego en una suerte de capítulo de E.R. Emergencias o Chicago Hope y termina como un thriller sobrenatural / espiritual (el protagonista tiene poderes especiales para curar con sus manos, pero no a sus seres queridos) con una búsqueda trascendente, grandilocuente, subrayada y ampulosa que remite a lo peor del cine de M. Night Shyamalan. Es una pena porque Santos demuestra que sabe construir climas (dramáticos y visuales), qiue es un buen director de actores (aunque hay personajes como los de Belén Rueda o Angie Cepeda que son abandonados a su suerte) y que con un guión entre manos menos pretencioso y obvio puede ser un más que digno realizador. Por lo pronto, El mal ajeno es una buena carta de presentación suya, pero -lamentablemente- no una buena película.
Una apuesta al humor para mostrar bajezas que quedan al borde del ridículo El mayor de los hermanos Kaurismäki tiene una prolífica y curiosa filmografía, que incluye unos 30 largometrajes en tres décadas de carrera, varios de ellos documentales dedicados a grandes artistas de la música brasileña (desde hace años está radicado en Río de Janeiro). Más allá de la incómoda comparación con Aki -uno de los directores europeos más importantes de los últimos tiempos-, Mika sigue incursionando también en la ficción con suerte diversa. En este sentido, Divorcio a la finlandesa no se ubica entre lo mejor de su producción. Kaurismäki propone aquí una mixtura entre la screwball comedy clásica (velocidad, delirio, absurdo, humor físico, dardos verbales) y unos pases tragicómicos en los que expone lo peor de la condición humana (léase odio, resentimiento y venganza). El eje del film son las desventuras de un matrimonio de clase media-alta que está a punto de divorciarse, pero que decide seguir conviviendo hasta que se venda su hermosa casa. A pesar de que acuerdan algunas reglas básicas, cada uno de ellos empezará con provocaciones, mentiras, reproches y hasta llevarán a distintos amantes (incluso contratados a tal efecto) para generar en el otro un ataque de ira y celos. Además, el director propone una subtrama policial con secuestros, robos, chantajes y muertes que tiene a la gran Kati Outinen -actriz-fetiche de Aki- como una improbable jefa de una banda mafiosa. El gran problema de Divorcio a la finlandesa es que no funciona ni siquiera dentro del registro ampuloso, exagerado, muy próximo al grotesco, que propone. Los conflictos no hacen gala de una gran inspiración, las situaciones resultan poco graciosas y hay una marcada tendencia a la sobreactuación (con un festival de gestos obvios) y al subrayado. Muchas veces, a partir de la comedia (negra, despiadada) se pueden decir cosas inteligentes sobre el comportamiento social. Aquí, en cambio, la apuesta por el humor a la hora de evidenciar las peores miserias y bajezas queda demasiado cerca de caer en el ridículo.
Otro traspié en la errática carrera de Nicolas Cage Tras ganar el Oscar en 1996 por Adiós a Las Vegas y coquetear con “autores” indies como Spike Jonze en El ladrón de orquídeas, Nicolas Cage construyó una errática, desconcertante carrera, en su mayoría ligada películas de aventuras familiares o como héroe de acción. En muchos casos, como en la reciente Infierno al volante 3D, al menos logró imprimirle a un film bastante flojo una veta humorística, refrescante, propia del cine de clase B, que redimía en parte los lugares comunes y carencias de la propuesta. Pero ahora llega Cacería de brujas, una película tan o más mediocre que la apuntada Infierno al volante 3D, también construida en base a fórmulas y clisés, sin vuelo artístico ni visual, y -para colmo de males- solemne, sin una mínima pizca de ironía ni sentido del humor. ¿Qué es Cacería de brujas? Una suerte de road-movie en pleno siglo XIV con dos caballeros renegados (Cage y el gran Ron Perlman), desertores de las Cruzadas, que deben conducir -acompañados por un monje, un adolescente y un estafador- a una joven sospechosa de ser bruja (y de haber diseminado una plaga mortal) hasta una ciudad Parlamentos imposibles (y que encima suenan como en pleno siglo XXI), personajes estereotipados, situaciones ya vistas en decenas de películas, efectos visuales que no sorprenden, un look que no tiene una sola imagen distintiva y actuaciones anodinas hacen de este producto dirigido con piloto automático por Dominic Sena (Kalifornia, 60 segundos, Swordfish, acceso autorizado, Terror en la Antártida) un film insostenible e indefendible.
Que grande ha sido nuestro amor... Esta película está llena de grandes nombres, de no poco talento y de una historia "trascendente", de esas hechas para conmover y "dejar pensando". El director es el reverenciado Mark Romanek, un norteamericano que se consagró gracias a sus videoclips para artistas de la talla de Morrissey, Madonna, REM, Weezer, David Bowie, Red Hot Chili Peppers y Michael Jackson y que rodó hace ya casi una década la interesante Retratos de una obsesión (One Hour Photo); los protagonistas son los carilindos y ascendentes Andrew Garfield, Carey Mulligan y Keira Knightley, el guionista es el cotizado Alex Garland (habitual colaborador de Danny Boyle) y la novela que la da origen es del no menos prestigioso Kazuo Ishiguro (un favorito del cine, ya que sus obras fueron filmadas también por James Ivory y Guy Maddin). Narrada en dos tiempos, sigue la historia de tres niños que viven recluidos del mundo en un misterioso orfanato hasta que -al cumplir la mayoría de edad- se les informa su triste destino: sus órganos servirán para trasplantes y, a la segunda, tercera o cuarta operación, perderán la vida. Lo que sigue es una fábula distópica, melancólica, romántica, trágica, épica y bella a la vez, con no pocos vicios del cine de qualté (el uso redundante de la música y una fotografía deslumbrante que cae por momentos en cierto regodeo narcisista, en un esteticismo algo artificioso). Romanek apuesta en esta historia que, como bien dice la crítica de The New York TImes Manohla Dargis, es más orwelliana que dickensiana, por una frialdad, un distanciamiento que conspira contra la potencia emocional de semejante trama. Para colmo, sobre el final el director cede a la tentación de explicarnos todo aquello que ya hemos visto (y entendido). Un subrayado a todas luces innecesario. De todas maneras, sé de muchos colegas y amigos que han amado el film y, más allá de mis reparos, hay en Nunca me abandones méritos y atributos suficientes como para justificar su visión y, así, poder discutirla.