Juego de encierros al aire libre La rutina de dos sepultureros de los desaparecidos de Stroessner se ve alterada cuando uno de los supuestos cadáveres se revela como apenas herido. “Vamos, son tres paquetes”, le dice en guaraní uno de los hombres al otro, el más joven y menos experimentado. Al lado del río, envueltos en mortajas desprolijas, improvisadas, yacen los cuerpos sin vida. La misión de Pastor y Dionisio, como cada vez que un mensaje de radio transmitido desde la ciudad los pone sobre aviso, es enterrar los cadáveres en la espesura del monte. Hacer un pozo lo suficientemente profundo, arrojar el cuerpo, taparlo cuidadosamente y echarle encima un poco de cal, de manera que ningún animal pueda olisquear el sepulcro secreto y logre desenterrar aquello destinado a permanecer oculto. La ópera prima del paraguayo Hugo Giménez no transcurre en cualquier lugar y en cualquier momento: una placa al comienzo anticipa que se trata del país vecino en el año 1978, bien avanzada la segunda década del gobierno dictatorial de Alfredo Stroessner. Matar a un muerto, con su énfasis en la sordidez del “oficio” de los protagonistas y la descripción minuciosa de lo que no debe verse ni oírse –aquello que debía permanecer fuera de campo para toda la sociedad, aunque su existencia fuera un secreto a voces– entrelaza el realismo extremo con la alegoría, encarnada por los sonidos de una criatura salvaje que constantemente acecha al dúo. Coproducida con aportes argentinos y europeos, la película concentra la mirada en la interacción entre Pastor (Ever Enciso), tan acostumbrado a la terrible tarea que parece absolutamente insensible a lo que lo rodea, y el menos temerario Dionisio (Aníbal Ortiz), obsesionado con tener alguna novedad del mundial de fútbol que se está desarrollando en otro país de Sudamérica, bajo las botas de otro sanguinario gobierno militar. La vida cotidiana en la choza, aislada de todo y de todos, no es sencilla, pero nada se compara con la responsabilidad de llevar a cabo el trabajo. Giménez los sigue de cerca, y las imágenes y sonidos (esas moscas que nunca dejan de revolotear alrededor de la carne de los muertos y los vivos) transmiten fielmente su pavoroso accionar, su origen y consecuencias. Victimarios y al mismo tiempo víctimas, testigos directos y ejecutores finales del terror institucionalizado, los sepultureros de los desaparecidos atraviesan los días como autómatas o, peor aún, espectros. El movimiento y los gemidos imprevistos de uno de esos cuerpos cambia las reglas de juego. Mario (el argentino Jorge Román, en boca de todos por su encarnación de Carlos Monzón en la reciente serie televisiva) está vivo, apenas herido. ¿Quién será capaz de matar aquello que debería estar muerto? A partir de ese momento, la película propone un juego narrativo de encierros al aire libre que coquetea incluso con el suspenso, aunque el tono seguirá siendo el de la pieza de cámara como símbolo del horror de una época. Teniendo en cuenta la temática y la efectiva ejecución de sus modestas ambiciones, resulta extraño que Matar a un muertollegue a las pantallas comerciales sin haber pasado previamente por algún festival cinematográfico de cierta envergadura.
Margen de error: el malentendido La realizadora de Lengua materna vuelve a retratar un universo excluyentemente femenino, en el cual los vínculos lésbicos han salido del clóset hace rato y no le deben explicaciones a nadie. Iris llega a su casa como cualquier otro día, pero ese día en particular no es cualquier día. La fiesta de cumpleaños sorpresa (las velitas no se cuentan, pero serán algo más de cincuenta) la espera agazapada y las “invitadas” son todas mujeres, amigas de la vida. La organizadora, Jackie (Eva Bianco), es bastante más que eso, desde hace al menos un par de décadas, aunque hayan evitado de común acuerdo la cohabitación. Habrá otra sorpresa esa misma noche: la presencia de Maia, la hija de una amiga, recién llegada de Tucumán con las intenciones de seguir una carrera universitaria, a quien Iris hospedará hasta que la joven encuentre un lugar para alquilar. Así comienza Margen de error, cuarto largometraje de la cordobesa Liliana Paolinelli que, como las anteriores Amar es bendito y Lengua materna, vuelve a retratar un universo excluyentemente femenino, en el cual los vínculos lésbicos han salido del clóset hace rato y no le deben explicaciones a nadie. La apuesta de la realizadora, de la cual sale más que airosa, no es sencilla: las formas narrativas, los ritmos, los modos del diálogo, la fotografía, hasta el uso de recursos como el chroma keypara un par de escenas dentro de automóviles, remiten al universo del cine popular (con claros rasgos de la comedia romántica). A tal punto que la misma historia podría perfectamente transcurrir en un universo heterosexual, con uno de los personajes centrales cambiando de sexo y, desde luego, de preferencia sexual. Quien lleva adelante el punto de vista, la mirada del deseo, es Iris, una impecable Susana Pampín en un papel que, en otras manos y con otro guion menos afilado, podría haber caído en la caricatura costumbrista. Paolinelli construye en esa bióloga, con una vida profesional y personal completa y aparentemente feliz, un personaje complejo que comienza a mostrar sus aristas con el correr de los minutos. Algo similar, aunque en menor medida dadas su edad y experiencia, puede afirmarse sobre Maia, interpretada por la casi debutante Camila Plaate (El motoarrebatador) con iguales dosis de candor, coquetería y autosuficiencia juvenil. Luego de un paseo por Buenos Aires en uno de esos autobuses amarillos (buena escena, que logra hacer de la ciudad un sitio al mismo tiempo familiar e inesperadamente desconocido), de algunas comidas compartidas y de la búsqueda de un depto para la visitante, Iris comienza a darse cuenta de qué algo aparentemente dormido está despertando dentro suyo. Si es algo epidérmico, platónico, o algo más intenso y profundo todavía no lo sabe, ni ella ni el espectador. Allí comienzan, con la fidelidad necesaria a ciertas convenciones del género, una serie de malentendidos (el “margen de error” del título), motores de la trama hasta las escenas finales, con un clímax que se desarrolla durante otra fiesta, un casamiento campestre. Paolinelli maneja con precisión los resortes de la comedia que, a pesar de no ser desembozada, incluye más de un gag visual y verbal, utilizando con rigor y gracia a los personajes secundarios. El drama, en tanto, es amable y nunca agresivo: ningún personaje –mucho menos el de Iris– recibe una pátina de patetismo como gancho para la empatía instantánea. La plena confianza en la materia con la cual está construida la película (las ideas, la historia, las intérpretes) logran evitar cualquier tipo de exceso de cálculo. Badur Hogar, de Rodrigo Moscoso, otra película estrenada este mismo año, y Margen de errordemuestran que es posible hacer un cine de ambiciones populares desde afuera del mainstream sin morir en el intento.
"La viuda": un relato de suspenso convencional Resulta extraño escuchar a Isabelle Huppert hablando en idioma inglés. Lo que no es nada extraordinario es el hecho de observarla hacer cosas fuera de lo común; perversas algunas, viciosas y criminales otras. Su Greta en La viuda parece un compendio de algunos de sus personajes más recordados –la pianista creada por Haneke, la madre de familia chabroliana de Gracias por el chocolate–, aunque reconvertidos para una audiencia masiva en un relato de suspenso convencional. Extremadamente convencional. El realizador Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro) y su coguionista Ray Wright no afinaron demasiado el lápiz a la hora de imaginar este refrito de tantos thrillers de los años 80 y 90, aunque las presencias de la actriz francesa y de la estadounidense Chloë Grace Moretz suman un par de porotos a la hora de aportar credibilidad y prestancia. Filmada en la Irlanda natal de Jordan y en Toronto, con sus locaciones pasando por calles neoyorquinas, este verdadero Frankenstein de la coproducción internacional incluye aportes coreanos y chinos, ejemplo cabal de los esfuerzos que requirió poner en marcha el proyecto. Frances (Moretz) encuentra abandonada una fina cartera en un asiento del subte. Acostumbrada a la cordialidad y el respeto de su Boston natal, dispuesta a hacerle llegar el objeto perdido a su dueña, la joven se acerca a la casa de Greta, una inmigrante con fuerte acento francés y un café caliente y galletitas recién horneadas como agradecimiento. A pesar de las diferentes edades e intereses, Frances y Greta forjan una amistad que incluye cenas compartidas y algún que otro paseo, a pesar de las admoniciones de su amiga y compañera de cuarto Erica (Maika Monroe, la chica de Te sigue), neoyorquina más afecta a los anonimatos y a no entablar diálogos profundos con extraños. El hecho de que la mujer haya perdido recientemente a su hija y la muchacha a su madre (otro toque de escasa distinción psicológica del guion) no hace más que reforzar el vínculo. Hasta que, cierta noche, un particular descubrimiento en un armario descorre el velo de la realidad detrás de las apariencias. Cuando el acecho de Greta comienza a escalar en intensidad y perseverancia, La viuda abandona cualquier atisbo de sutileza y se tira a la pileta de los trucos y las consignas recurrentes, ya vistas en decenas y decenas de ocasiones. Hay algún momento de genuina sorpresa –como el imprevisto coqueteo con el gore, que incluye un palo de amasar y un molde de horno como elementos del juego– y la aparición de un veterano de varias guerras en el cine de Jordan, Stephen Rea, en la piel de un detective privado, pero el planteo, las idas y vueltas y la resolución resultan tan previsibles que sólo resta cruzar los brazos sobre la cabeza e ir tildando mentalmente los casilleros transitados. En momentos aislados, un dejo de ironía parecería indicar que nadie se tomó el asunto demasiado en serio, comenzando por la Huppert, que adopta el rol de bruja malvada como quien se calza un traje viejo y apolillado pero indudablemente cómodo.
La sequía: Ex nihilo nihil fit Una mujer vestida de gala aparece en medio de unos médanos y recorre ese mundo circundante sin motivo aparente. “Hay una que no soy yo y otra que tampoco. Ha muerto una para que viva la otra”. Los versos que abren y cierran La sequía ansían representar poéticamente aquello que las imágenes y sonidos apenas logran transmitir durante el resto del metraje. La película de Martín Jáuregui, rodada en los desérticos parajes de Fiambalá, en la provincia de Corrientes, comienza con el plano de una mujer bajando lenta y trabajosamente un médano. Los naranjas, rojos y ocres, filtrados por la cámara del documentalista Diego Gachassin, serán prácticamente los únicos tonos de la paleta visual, en agudo contraste con el violeta de la vestimenta de la mujer, de nombre Fran (Emilia Attias). Algo no cierra: su vestido largo, los zapatos de taco alto, el peinado cuidado, su aspecto general de revista de moda no parecen coincidir con el entorno, como si hubiera sido teletransportada. Es parte del juego narrativo de la historia que comienza a desarrollarse a partir de ese momento: Fran –una popular actriz de televisión de Buenos Aires, de visita en el norte del país– camina sobre la arena luego de escaparse imprevistamente de una fiesta. Y de su hábitat natural. Fran no pronuncia palabra durante la primera media hora de relato. Los gritos de una pelea por asuntos profesionales llegan bajo la forma del flashback sonoro, única explicación de la crisis laboral y personal de la misteriosa figura que se pierde en el desierto. Como un fantasma o, mejor aún, un Pepe Grillo gritón, el personaje interpretado por Adriana Salonia, representante y amiga, aparecerá de manera recurrente para ofrecerle consejo a Fran, desde cuestiones contractuales hasta la necesidad de protegerse del sol. “Hay que hidratarse, mamita”. Obsesionada con la repercusión del extraño hecho en las redes sociales, Fran, por vía indirecta, gracias a la voz de esa presencia imposible, dispara hashtags para describir su escape. Las formas pegajosas de los estereotipos (sociales, pero también cinematográficos) hacen su primera aparición para nunca más abandonar la pantalla. Fran/Attias camina y camina y la cámara se embelesa con su belleza y con la posibilidad de hacerle hacer cosas impensadas para una estrella de la tevé: escalar una pequeña montaña de arena, freírse bajo el sol, dormir a la intemperie en el frío de la noche de altura. No parece haber una evolución real y concreta del personaje a lo largo de las horas de la escapada, a pesar de los efectos especiales (constelaciones en el cielo, una ballena voladora, piedras que comienzan a flotar) que insisten en afirmar lo contrario. El cruce con algunos habitantes del lugar provoca, más allá de las intenciones, algunos chispazos de costumbrismo, un humor aguachento. La catarsis final luego del rescate de una anciana sabia –otro arquetipo, salido del manual de estilo de Leonardo Favio, aunque leído de manera literal y con escaso vuelo– cierra la fábula de la actriz en busca de su esencia con baño bautismal incluido.
Así en el set como en la vida La nueva película de la directora de Extranjera fue creada a partir de una idea de la actriz y transcurre en parte durante un rodaje. El séptimo largometraje en solitario de Inés de Oliveira Cézar (Cómo pasan las horas, El recuento de los daños, Extranjera) fue estrenado durante la última edición del Bafici con una insoslayable placa en homenaje a su protagonista, Mónica Galán, fallecida a comienzos de este año, pocos meses después del final del rodaje. El guion de Baldío no sólo fue creado a partir de una idea de la actriz, a su vez basada en hechos reales, según confirmó la realizadora en varias entrevistas, sino que la historia fue escrita específicamente con ella en mente. Dúctil, talentosa y con una extensa trayectoria en cine, teatro y televisión, Galán aparece en prácticamente la totalidad de las escenas y es la mirada de su personaje sobre el mundo que la rodea y su propia experiencia de vida la que ocupa el centro de atención en la pantalla. Llamado Brisa, su personaje podría o no reflejar instancias autobiográficas o personales, pero es indudable que encapsula ansiedades y temores universales. Actriz también famosa, Brisa es la madre de un joven entrampado en el consumo compulsivo de pasta base y entre esos dos andariveles –su papel protagónico en una frágil coproducción con ambiciones de policial negro y los intentos desesperados por reencauzar la vida de su hijo– se mueve Baldío, que alterna escenas de logrado dramatismo con otras en las cuales la macchietta, consciente o involuntaria, toma posesión de algunos de los personajes secundarios. Es el caso del director de cine interpretado por Rafael Spregelburd, al mismo tiempo pusilánime y engreído, incapaz de darse cuenta de sus zonas erróneas, o el del muchacho adicto, interpretado por Nicolás Mateo con una intensidad por momentos demasiado expansiva. Cosa extraña en una película de Oliveira Cézar, realizadora usualmente atenta a los detalles tonales de la dirección de actores, aunque por lo general impulsada por narraciones menos frontales, más elípticas, en las cuales el concepto de naturalismo cinematográfico no suele ponerse por encima de lo climático o lo sensorial. Baldío tal vez sea, en ese sentido, su película más “realista” a la fecha, más allá de esa fotografía en blanco y negro que parece haber sido elegida como válvula de escape estética, evocativa. Sin entrar de lleno en el terreno del melodrama pero rozando algunas de sus fronteras, Oliveira Cézar describe el tránsito de una madre por situaciones insoportablemente dolorosas que, al mismo tiempo, ponen en tensión sus convicciones más íntimas. Mónica Raiola, como la amiga de la protagonista en las buenas y en las malas, aporta algunos de los escasos momentos de humor ligero en un drama personal inevitablemente grave.
El llanto: minimalismo al palo La apuesta del realizador Hernán Fernández en su ópera prima de ficción –largometraje que formó parte de la competencia nacional del último Festival de Mar del Plata– está enraizada en la tradición más minimalista del cine contemporáneo. Un minimalismo hecho de gestos y miradas, de costumbres y rituales cotidianos (y, por lo tanto, de repeticiones), de conflictos que comienzan a aflorar con el correr de los minutos y casi nunca son explicitados por el diálogo. Rodada en el interior de la provincia de Corrientes, El llanto es, en gran medida, una película de mujeres, aunque la presencia de un hombre en particular se sienta aún más, paradójicamente, por su ausencia en el relato. Es él quien aparece en la primera escena, caminando por la ruta con un bolso sobre el hombro, a punto de irse a una ciudad lejana a trabajar, y es él quien llama regularmente a Sonia al número del teléfono público del almacén del pueblo. La falta de celulares parecería indicar una época del pasado reciente o bien un período indefinido que refleja estados de ánimo y esperas atemporales. Sonia vive sola y espera. Espera esos llamados y el nacimiento del ser que está creciendo en su interior. Las consultas al médico para los controles de rutina se repiten, como así también las visitas a un pequeño grupo integrado exclusivamente por mujeres, dedicado a estudiar la Biblia. Alguien, aparentemente su suegra, hace las veces de remisera en esos viajes a uno u otro lado, una cruz y un avión de juguete balanceándose violentamente ante cada irregularidad de las calles de tierra. Sonia se levanta y observa los rayos del sol que entran por la ventana, se agacha y comienza a lavar la ropa a mano y, antes de que pueda darse cuenta del paso de las horas, apaga el interruptor para iniciar un nuevo período nocturno de sueño. Sonia espera la llegada de algo de dinero y guarda la carta que acompaña los billetes, porque desea retardar su lectura o, tal vez, porque esa vida nueva en soledad ha comenzado a carcomer sus emociones y sentimientos. En esos ritmos repetitivos y, por momentos, monótonos, Hernández arriesga y logra salir relativamente airoso: los encuadres minuciosos de los espacios interiores logran transmitir cierta desesperación, pautada por la creciente sospecha de la protagonista de que los anhelos personales pueden no coincidir con la realidad. Al mismo tiempo, esa apuesta formal es su propio límite, frontera que termina, más temprano que tarde, ahogando a la película misma en un callejón formal sin salida: no hay mucho más que aquello se ve y se oye. Esa falta de ambiciones en la descripción de Sonia y sus días termina transformando a El llanto en un ejercicio de estilo correcto e incluso eficaz pero, en última instancia, algo estéril.
Fabula ecologista fallida El primer largometraje infantil producido en Misiones parte de buenas intenciones, pero no cuenta con los recursos para el tono buscado. Rodada en 2011 y paralizada durante años por problemas de producción ligados a los segmentos de animación –que la recorren de principio a fin, interactuando con los intérpretes de carne y hueso–, Cara Sucia, con la magia de la naturaleza, se presenta como el primer largometraje infantil producido íntegramente en la provincia de Misiones, aunque con aportes suizos y españoles (por ahí andan dando vueltas un par de personajes andaluces, cortesía de las obligaciones contractuales). Como suele ocurrir en muchos casos, las intenciones son buenas. Las mejores, incluso, teniendo en cuenta el preponderante mensaje ecologista. La protagonista es Mariel (Isabella Caminos Bragatto), una chica inquieta, sensible e inteligente nacida con un par de marcas de nacimiento en el rostro, origen de su particular apodo. Viviendo, como lo hace, cerca de los límites de la selva misionera, es consciente del delicado equilibrio de la naturaleza y es por ello por lo que ha desarrollado precozmente un compromiso serio con el medio ambiente. A poco de comenzada la historia, Mariel también caerá en la cuenta de que el poder del dinero es capaz de atropellar con sus topadoras los árboles más longevos, incluso aquellos que están protegidos por las leyes. La malvada titular –la “bruja”, como comenzarán a llamarla sin remilgos– es una despiadada empresaria interpretada por Laura Novoa, suerte de Cruella de Vil local emperifollada en trajes de Miuki Madelaire, reina de los sobornos y las dádivas con cláusula secreta, personaje esperpéntico que se choca de frente con la construcción bastante menos caricaturesca del resto de los personajes. Estos incluyen a un grupo de chicos y chicas transformados por las circunstancias en grupo de resistencia, un anciano que parece estar en contacto directo con las fuerzas espirituales de la selva –cruza de sabio y chamán de pueblo– y la empleada de un hotel boutique en el cual transcurre parte del relato. En el departamento animado, los seres –que cobran vida gracias a algún extraño conjuro ligado al candor de los niños– pertenecen a una raza híbrida entre el mundo animal y el humano, criaturas con algo de mitológico comandadas energéticamente desde la distancia por el Mono Vivaldi, caracterizado con la voz siempre profunda de Rubén Rada. Ya la secuencia de títulos anticipa que las ambiciones no están a la altura de lo deseado.La necesidad de crear los dibujos a partir del diseño hiperrealista del cine de animación mainstream contemporáneo atenta contra el tono de fábula buscado: la técnica y la tecnología son insuficientes, y la posibilidad del encanto se rompe casi desde la primera escena. Tal vez la situación hubiera sido otra si el estilo de animación hubiera buceado en búsquedas más poéticas, menos obsesionadas en seguirle el juego a las producciones multimillonarias. Cuando, sobre el final, un grupo de ambientalistas llega a bordo de dos helicópteros, lanzándose en sogas como un grupo militar comando, resulta claro que en Cara Sucia cualquier cosa es posible.
Esa película que llevo conmigo Documental en primera persona, la película de Ruiz bucea en sus propias raíces, delimitando cercanías y lejanías, singularidades y rasgos compartidos. Orgulloso integrante del contingente de documentales nacionales presentados en estricta primera persona, el primer largometraje de Lucía S. Ruiz forma parte del subgrupo de relatos cinematográficos cuya atención se concentra en una simple hoja o en varias ramas del árbol genealógico familiar, la clase de films que suelen utilizar los nombres propios y las anécdotas íntimas como reflejo de la Historia con mayúscula. Esa película que llevo conmigo parte de un viaje que la directora realizó durante su adolescencia, hace casi dos décadas, junto a su abuelo paterno, un periplo europeo que incluyó la visita al terruño de sus ancestros en España. Pepe fue un “niño de la guerra” y, como muchos de sus familiares cercanos, con sólo seis años se vio obligado a escapar de los horrores de la Guerra Civil Española. Partiendo desde Madrid y luego de un extenso periplo lleno de vicisitudes por la vecina Francia, terminaría recalando en Argentina, donde un nuevo tronco comenzó a echar raíces. A ese tronco pertenece Lucía Ruiz, baqueana y al mismo tiempo detective de los misterios y secretos a voces que rodean la figura de su abuelo, ya fallecido, como así también la de aquellos que permanecieron en su tierra natal, surcada en aquellos años por la sangre de propios y ajenos. A partir de las imágenes en VHS de ese viaje con algo de iniciático, Ruiz comienza a desandar la historia de sus propias raíces, marcando en un tapiz improvisado las líneas de padres y madres, hijos e hijas, tías y abuelos, delimitando cercanías y lejanías, singularidades y rasgos compartidos. La pertenencia o no al Partido Comunista del bisabuelo, las visitas temporales de un tío segundo o una prima, los recuerdos de infancia de aquellos primeros brotes nacidos en suelo americano son registrados en diversas entrevistas. El padre de la realizadora es una de las voces recurrentes en el relato oral que va ordenando la estructura de la película. En un viaje a Europa más reciente, la cronista conversa con miembros lejanos de la familia, átomos de una micro diáspora, en un intento de armar el rompecabezas de su propia identidad. En Francia, un anciano que no ha perdido su acento hispano original, relata el encuentro –siendo niño exiliado, en una tierra desconocida, con hambre y sin comprender el idioma– con una mujer que terminaría dándole techo, comida y un inesperado beso. “El primer beso en mucho tiempo, desde la última vez que había visto a mi madre”, detalla, en uno de los momentos más emotivos. Poco después pronunciará la frase que le presta su título al film, concepto ligado a todas esas imágenes que el paso de las décadas no ha logrado borrar de la memoria, como si se tratara de una película mental cuyos fotogramas no han perdido nada de su intensidad original. Esa misma película que la realizadora construye a partir de los recuerdos –los buenos y también los malos–, de los afectos y de ciertas emociones que se creían olvidadas.
Vigilia en agosto: el cuerpo habla Una “peste” social avanza en el cuerpo de la protagonista y el lento pero inexorable progreso de esa extraña corrosión es uno de los mayores logros del film. El cuerpo siempre habla, aunque no lo haga necesariamente con palabras. Ese parece haber sido uno de los motores de arranque de la ópera prima del cordobés Luis María Mercado, deudora de las sensibilidades del cine de Lucrecia Martel –en particular de La mujer sin cabeza– y que encuentra en su protagonista a una testigo de un orden social inalterable, a su vez médium de todos los malestares que este irradia. Rodada en la ciudad natal de Mercado, Oncativo, en el corazón geográfico de Córdoba, Vigilia en agosto comienza con una charla prenupcial. El cura desgrana, casi en piloto automático, la anécdota del pecado original mientras afuera los chicos juegan y, adentro, los futuros esposos escuchan con fingida atención. Aislándola del grupo, la cámara destaca a Magda (Rita Pauls, en un rol progresivamente complejo), quien se halla apenas a algunos días de casarse con el Gringo, un muchacho rubio, pintón y joven, responsable de uno de los silos más importantes de la región. Un “partido” inmejorable, sobre todo ahora que bajó unos kilos, como afirma la madre de Magda, atenta a cada detalle de la inminente boda. Pero algo huele mal en el lugar, literal y simbólicamente.En ese pueblo agrícola donde el reconocimiento de los olores es inmediato, aparece en el aire un aroma indefinido que genera incógnitas en los lugareños. También ocurren otras cosas, pero pasan más desapercibidas. Al menos para la mayoría, tal vez por la fuerza de la costumbre. Magda camina sola luego de reunirse con sus amigas, se asoma a un lugar, ve algo y su organismo comienza a reaccionar. Las mujeres –familiares, vecinas, amigas, jóvenes y adultas– buscan posibles orígenes del súbito decaimiento: los nervios lógicos antes del importante evento, sumados posiblemente a la envidia de terceros. Aunque Cadana (Eva Bianco) insiste en la teoría del mal de ojo, una visita al médico no vendrá mal para desechar alguna otra dolencia. Allí, en la sala de espera del hospital, la protagonista escucha una breve conversación entre su novio y el médico que está atendiendo a uno de los empleados de los silos, accidentado en el trabajo. Un momento revelador, extraña epifanía que transforma la lógica del cómo son (y siempre han sido) las cosas en aberración pura, en monstruosidad. A partir de ese momento, Magda se convierte en un organismo que deberá asimilarse al entorno hasta ser absorbido por completo o, por el contrario, exponerse a la posibilidad de la expulsión. “En Oncativo los inviernos son secos y ventosos. Agosto en particular. Es natural que la gente enferme a consecuencia del clima. Es el mes de las pestes”, afirma el realizador en la carta de intenciones presentada a la prensa, a su vez aclaración poética del título de su largometraje. La “peste” avanza en el cuerpo de Magda y Vigilia en agosto coquetea incluso con la posibilidad de una posesión, con la aparición de lo sobrenatural, entendido esto como todo aquello que los que rodean a la enferma no logran comprender. El lento pero inexorable avance de esa extraña corrosión es uno de los mayores logros del film, que, sin alejarse nunca de la exposición naturalista, va inyectando sus dosis de ansiedades e incomodidades de manera progresivamente perturbadora. Una alteración de los mandatos que Mercado registra a partir del cuchicheo de las mujeres en la cocina, en un codificado universo masculino que la joven comienza a avizorar, en la crítica afilada a una serie de rituales –en particular la fiesta de casamiento–, elementos que terminan revelándose como rituales de iniciación a un mundo del cual Magda, sin saberlo aún de manera clara, ha comenzado a recelar.
Nueva mente o "el mundo basura" El tema central de Nueva mente toca de manera directa y literal a todos y a cada uno de los habitantes de nuestro país: la basura y qué hacemos con ella. Desde el estreno en 2004 de Río arriba, el documentalista Ulises de la Orden ha venido orquestando, de manera consecuente y perseverante, una serie de largometrajes testimoniales centrados en problemáticas sociales que atraviesan de punta a punta la geografía argentina. Más allá de los aspectos más coyunturales, en la gran mayoría de los casos los conflictos que los atraviesan son el resultado de constantes históricas. No es casual que uno de los ejes que más parecen interesar al realizador sean las dificultades de los pueblos originarios en lugares como San Martín de los Andes (Amanecer en mi tierra), el Gran Chaco en Chaco y los kollas de la zona de Iruya en la mencionada Río arriba. El tema central de Nueva mente, como ocurría en Desierto verde, dedicada al uso intensivo de los agroquímicos, tiene una amplitud y alcance mayor, en tanto toca de manera directa y literal a todos y a cada uno de los habitantes de nuestro país: la basura y qué hacemos con ella, los corolarios ambientales y sociales de la falta de una política seria de tratamiento de residuos. El estilo de la película es, como en los esfuerzos previos del realizador, de carácter tradicional, convencional incluso, con entrevistas a cámara y un tono de urgencia que la temática no hace más que confirmar en cada una de las participaciones. La atención se concentra en la cooperativa Bella Flor, ubicada en el conurbano bonaerense, una planta de reciclado que nació de la necesidad más pura y fue conformada originalmente por vecinos de la villa de emergencia lindera a los terrenos de la Ceamse, cerca del Camino del Buen Ayre. Nueva mente recorre la explosión de los cartoneros hacia finales de la década del 90, con el Tren Blanco atravesando diariamente las estaciones de cabecera con cientos de personas y sus carros, y describe cómo las quemas y basurales enterrados de José León Suárez dieron origen a una forma poco tradicional de resistencia: del cirujeo y la búsqueda de alimentos y objetos de valor en las montañas de basura a la lógica de la separación de desechos por su alto valor de reciclaje. De la Orden les da voz a los fundadores de la cooperativa y destaca no sólo su valor como fuente genuina de trabajo sino también su rol indirecto como oficio “reeducador” (un sociólogo, recibido luego de cumplir condena en la cárcel, afirma que la ubicación de las unidades penales y los basurales define la vida de los jóvenes de la zona: el “mundo basura” o el mundo clandestino). Finalmente, a partir de las palabras de los trabajadores de Bella Flor, el film insiste en la necesidad de reflexionar sobre cómo desechamos los sobrantes de aquello que consumimos y comenzar a tomar acciones individuales. Como ocurría en otros documentales del realizador, el registro elegido no permite que Nueva mente vaya más allá de aquello que solía denominarse “reportaje cinematográfico”, pero ese tono didáctico, transparente y directo (e intelectualmente honesto) es un norte elegido a conciencia. Al fin y al cabo, de eso se trata: de concientizar, de crear una “nueva mente” a la hora de pensar un problema actual que será aún más acuciante en el futuro.