En busca del prócer perdido No es necesario saber quién fue Jean-Louis Jorge para acercarse al nuevo largometraje de la dominicana Laura Amelia Guzmán y el mexicano Israel Cárdenas, la dupla de realizadores responsable de Dólares de arena, Cochochi y Sambá, exponentes del cine producido recientemente en República Dominicana. No es necesario, pero puede ayudar a comprender los motores lógicos y emocionales detrás de La fiera y la fiesta. El también dominicano Jorge estudió cine en los Estados Unidos junto a otros futuros realizadores, como el colombiano Luis Ospina (presente aquí como actor secundario), iniciando luego una filmografía realizada en gran medida fuera de su país y cuyos títulos más relevantes, La serpiente de la luna de los piratas y Mélodrame, fueron producidos en los 70 bajo el manto del autorismo underground, con un pie firmemente apoyado en el melodrama queer y el otro en el surrealismo camp. Figura de culto, Jean-Louis Jorge –quien fue asesinado en 2000, a los 53 años– es un figura esencialmente desconocida en el mundo, aunque en su país se lo venera como a un prócer. Ficción total con múltiples referencias a personas, hechos y creaciones reales, La fiera y la fiestacomienza con el arribo de Vera, actriz veterana y amiga cercana de Jorge, a la ciudad de Santo Domingo, con la intención de dirigir una película basada en un guion inconcluso del cineasta. A poco de instalarse en un resort moderno que hará las veces de escenario principal de la historia, quedará claro que las dificultades no serán pocas, no sólo por los inevitables conflictos con los coproductores, sino también por razones más íntimas. Haciendo gala de su poliglotismo, Geraldine Chaplin vuelve a ponerse a las órdenes de Guzmán y Cárdenas (ya lo había hecho en Dólares de arena) y su Vera encarna en una criatura frágil, marcada por el recuerdo de un tiempo que fue hermoso y los miedos crecientes a serle infiel a la sensibilidad única del homenajeado, que parece merodear por allí como un fantasma. Para llevar la empresa a buen puerto, el productor ha contratado a un director de fotografía que también conoció a Jorge (Ospina), pero Vera insiste en llamar a un viejo amigo y confidente, un coreógrafo que, a pesar de su edad, “mantiene su atractivo germánico” (Vera dixit). Henry es el irreemplazable Udo Kier, ícono del cine europeo de los años 70, actor de una ingente cantidad de películas, entre otras esa particular relectura del mito vampírico dirigida por Paul Morrisey bajo los auspicios de Andy Warhol, Blood for Dracula, que aquí es referenciada literalmente y en más de un sentido. La historia del film dentro del film incluye un club nocturno y a sus bailarines y bailarinas, un vampiro suelto y cierto romanticismo kitsch que hoy puede parecer anacrónico. La primera escena en rodarse, siempre durante la “hora mágica” del atardecer, a la cual se volverá una y otra vez, como si se tratara de un laberinto sin salida, es un paso de baile sobre una pileta artificial, cuyo halo pretensioso forma parte del componente paródico de La fiera y la fiesta. Si todo parece conducir al desastre, a un proyecto condenado a la repetición infinita de tomas, lo que ocurre en bambalinas es bien diverso: hijos distanciados y nietos desconocidos, empleadas de hotel transformadas en vedettes, fiestas de disfraces nocturnas que remedan encuentros pasados, desapariciones misteriosas y alguna muerte sangrienta, baños desnudos en lagos idílicos, lazos y pactos secretos, acentos diversos empujados por la coproducción con México y Argentina. Como podría serlo la película dentro de la ficción de llegar a concluirse la filmación, La fiera y la fiesta mixtura la belleza con un sentido del ridículo consciente y si sus resultados creativos no siempre están a la altura de las ambiciones al menos intenta abrazar con candor una forma de entender (y hacer) el cine que hoy parecen condenados a la extinción.
Lo bueno si breve dos veces bueno La más reciente entrega de los cortos producidos por el Incaa ofrece una posibilidad de imaginar el futuro. A 24 años y 17 ediciones de las Historias breves seminales, piedra angular del Nuevo Cine Argentino, la más reciente entrega de los cortometrajes producidos por el Incaa ofrece una posibilidad de imaginar el futuro. Los siete cortos que integran Historias breves 17 fueron, en su mayoría, dirigidos por jóvenes realizadores que apenas comienzan a dar sus primeros pasos profesionales, probables casilleros de partida de una carrera cinematográfica. Como suele ocurrir en estos casos, los niveles de ambición, intenciones, logros y desafíos son muy diversos, como así también las temáticas y estructuras formales de las obras. De las fuentes del (neo)realismo, pero también de la fábula, bebe Hay coca, de Jose Issa, cuya historia está ubicada en el norte argentino durante la dictadura de Onganía. Roly Serrano es el encargado de darle vida al dueño de un almacén que, ante la muerte de un amigo, debe trasladar un misterioso bolso para entregarlo a sus destinatarios. Isaa parte de dos hechos históricos reales, detallados durante los títulos de cierre, notables excepciones que confirman sendas reglas: el desmantelamientos de los sistemas férreos contrapuesto a la construcción del Tren a las nubes, por un lado, y el aparato de censura cinematográfico con sus grandes rebeldes nac&pop, Armando Bó e Isabel Sarli, por el otro. El resultado es un cuento amable con dejos de Milagro en Milán y Cinema Paradiso. En algún lugar de América del Sur rodeado de montañas –aunque en un ámbito irreal, mitológico– transcurre El agua de los sueños, dirigida por José Pablo Fuentes y Rocío Muñoz. Un chamán, una poción alucinógena y un guerrero de piel blanca enfrentado a un demonio precolombino dan pie a un film basado en la historieta homónima de Trillo y Breccia. A pesar de su innegable atractivo visual, los efectos de posproducción y el trabajo de matte painting no logran ir mucho más allá de la ilustración de esa obra previa. Uno de los cortos más logrados, a pesar de (o justamente gracias a) su sencilla apuesta narrativa, Una noche solos, de Martín Turnes (Pichuco), ofrece el retrato de una pareja que deja a su pequeño hijo con la abuela con la intención de pasar, después de mucho tiempo, una noche en soledad. El voucher del hotel alojamiento vencido será apenas el primero de una serie de escollos para lograr ese objetivo. Diego Velázquez y Analía Couceyro aportan credibilidad al relato, breve, conciso y de fácil identificación para todo aquel espectador con niños pequeños. El espesor de lo visible, de Mercedes Arias, registra un estadio previo, el del embarazo, con sus esperanzas y miedos a flor de piel. El comentario del obstetra acerca de una novedad inesperada permite la reflexión sobre la identidad, los cuerpos y el género, aunque su ligazón directa y lineal con las clases de filosofía dictadas por el protagonista masculino hace deslizar al film innecesariamente hacia el terreno de la pretenciosidad. La medallita, de Martín Aletta, crea un destino aciago y contrafactual para el célebre poeta y compositor Cátulo Castillo, a partir de su temprana afición por el boxeo y el encuentro con un adivino que le transmite el día exacto de su muerte. El homenaje al Césare de El gabinete del doctor Caligari no es casual: el cortometraje recrea las luces y sombras del expresionismo germano al detalle y en esa mímesis logra transmitir con fuerza las emociones de un relato que confía en el anacronismo formal como fuente inagotable de placer. Noche de novias, de Santiago Larre y Gustavo Cornaglia narra en apenas nueve minutos una salida de hombres y mujeres a un boliche en algún momento de los años 70, con vuelta de tuerca final inesperada y oscura, al tiempo que El agua imagina un mundo en el cual su protagonista no es capaz de ver o sentir la presencia del más preciado líquido. Como si se tratara de un capítulo de La dimensión desconocida, la directora Andrea Dargenio –apoyada por un buen trabajo de efectos digitales– timonea con mano firma la breve saga fantástica, llevándola de paseo desde la sorpresa hacia el dislate y de allí a la desesperanza.
Parlami d'amore El realizador de "Dieci inverni" narra ahora un amor de pareja atravesado por los vaivenes del paso del tiempo y la persistencia de los recuerdos como denso bagaje del presente. Dos fuerzas motrices impulsan Ricordi?, segundo largometraje del romano Valerio Mieli: un amor de pareja atravesado por los vaivenes del paso del tiempo y la persistencia de los recuerdos como denso bagaje del presente. Mieli ya había tocado temas similares en su ópera prima de 2009, Dieci inverni, en la cual sus jóvenes protagonistas se conocían, distanciaban y reencontraban varias veces en un lapso de diez años. En Ricordi? la dupla central pierde sus nombres propios, como si en esos “Lui” y “Lei” –interpretados por los fotogénicos Luca Marinelli y Linda Caridi– el guionista y realizador quisiera alcanzar cierta universalidad. La apelación a la “fotogenia” no es circunstancial ni caprichosa: la primera escena, con sus ralentis de copos de nieve con fondo de figuras humanas fuera de foco y sus superficies suntuosamente iluminadas, preludian una película marcada por cierto ideal de “belleza” fotográfica. El concepto de la memoria como sostén de la identidad humana también se anticipa en esos primeros segundos: al frío de la nieve le sigue el calor –unas sandalias de cuero y un grupo de bañistas en una piscina–, la adultez convive con la pubertad y el presente de una fiesta al aire libre es duplicado, como si se tratara de un espejo mental, por otro evento similar, en ese mismo espacio pero en otro tiempo. De allí en más, la relación de Él y Ella a través del tiempo será descrita de manera poco convencional: en lugar de optar por la cronología biológica como pulso narrativo, Mieli cruza temporalidades y puntos de vista constantemente, partiendo de un concepto emotivo, sensorial, más que causal en un sentido estricto. El montaje –deudor, por momentos, de los experimentos formales del último Terrence Malick– recorre los altos y bajos del vínculo entre los amantes: el enamoramiento, la pasión, la convivencia, los primeros conflictos, la separación, los retornos, aunque no necesariamente en ese orden. La obsesión por evitar una estructura más convencional le juega malas pasadas, perdiéndose a veces en una repetición de temas y signos que terminan ahogándose en la redundancia. No ayuda la construcción del personaje masculino, suerte de alma en constante pena, ahogado por funestos recuerdos del futuro, un romántico en el sentido más literario de la palabra (su visita a una noviecita de la infancia no hace más que reforzar esa idealización algo infantil del protagonista). En otras instancias, Ricordi? logra rozar una cuerda sensible, manifestación artística de esos anhelos inalcanzables que un film como Con ánimo de amar, de Wong Kar-Wai, había logrado retratar de una manera mucho más potente, diáfana y, paradójicamente, misteriosa. Punto para Ricordi?: el romanticismo es esencialmente melancólico y tal vez el gran tema aquí no sea el del amor como destino final sino como eterno tránsito.
Un plato viejo y recalentado Si La vida secreta de tus mascotassupo ofrecer, hace tres años, una saludable dosis de originalidad y frescura en el transitado terreno de la animación mainstream contemporánea, su secuela parte de una repetición cansina de fórmulas propias y ajenas. Tomando en préstamo más de una idea de la saga Toy Story, la película de los realizadores Chris Renaud y Jonathan del Val y el guionista Brian Lynch retoma el cuento de las mascotas neoyorquinas y sienta las bases para el punto de partida de la nueva historia echando mano a una serie de elipsis: la dueña de los perros Max y Duke –otrora enemigos, ahora amigos inseparables– conoce a un hombre, forma pareja, se embaraza y da a luz a un hijo. La breve secuencia de crecimiento del nuevo rey de la casa ofrece algunos de los mejores momentos de la película, con su hiperbólico planteo de los conflictos, miedos y placeres que todo cambio profundo en el ámbito doméstico suele propiciar (los animales antropomorfizados no son otra cosa, en definitiva, que espejos idealizados de nosotros mismos, los humanos). A partir de ese momento, Mascotas 2 abre el juego a tres relatos de aventura y descubrimiento, tal vez temiendo que uno solo no fuera suficiente para atraer a la audiencia. Gracias al viejo y todavía útil montaje paralelo, los dos canes parten en un viaje familiar al campo, durante el cual Max descubre el coraje oculto en su interior, el conejo Snowball y la pomerania Daisy salen a rescatar a un tigre de las garras de un malvado dueño de circo (tan parecido al Gru de Mi villano favorito que hasta podrían ser parientes) y la perrita Gidget se disfraza de gato para recuperar un chiche perdido en el seno de una comuna de felinos. La obsesión por la situación de peligro/escena de acción y el movimiento constante generan una acumulación de escenas de similar índole e intención –con algún gag ocurrente atravesando la pantalla y un uso por momentos violento del slapstick–, generando más temprano que tarde una sensación de saturación, de plato reciclado y vuelto a calentar. Sin poder darle forma a una historia realmente estimulante o emotiva (la travesía interna de Max respecto de su pequeño amo es un triste remedo de la de Woody y su propietario Andy), esta secuela, funcional a las leyes del marketing, no tiene demasiado para ofrecer a la platea, más allá de su profesionalismo técnico y algunos momentos de humor inspirado. Para el cuestionario sin respuestas quedarán las razones por las cuales algunos animales no hablan, quedando así incomunicados del resto de las parlanchinas criaturas. Al menos es posible escuchar, en la versión original, a Harrison Ford, debutando como “doblador” en el cine de animación al darle vida sonora a Rooster, un perro pastor con amplia experiencia en la vida de campo y rotundas actitudes fordianas, (valga el neologismo).
El dolor del olvido forzoso Alejada del formato de la “enfermedad de la semana”, el énfasis de este drama con gran elenco está puesto en una reunión familiar urgente. Es indudable que la película de la debutante Elizabeth Chomko –actriz estadounidense cuya trayectoria se ha concentrado en el medio televisivo– tiene intenciones nobles al retratar desde la intimidad las consecuencias de una enfermedad tan terrible como el Alzheimer. El guion está basado en experiencias personales, elemento que se evidencia en pequeños detalles de la trama, tan minúsculos que sólo podrían haber surgido de impresiones tomadas de la vida real. Por otro lado, Lo que fuimos adhiere a las normas de aquello que solía llamarse Cine Independiente Americano, al menos a una de sus ramas más frondosas: la integrada por relatos con clanes cuya disfuncionalidad se ofrece al espectador en todo su esplendor. El estreno mundial en el Festival de Sundance no hace más que reafirmar esa identidad y, fiel a la tradición, su reparto está integrado por notables intérpretes de tres generaciones, todos ellos en perfecto control de la construcción y funcionamiento de los personajes. Relativamente alejada del probado formato de la “enfermedad de la semana” –con su registro de luchas, dolores, triunfos y recaídas de rigor–, aquí el énfasis está puesto en la descripción de una reunión familiar urgente, en la cambiante dinámica entre sus miembros. La causa es la escapada sin destino conocido, durante una fría noche de invierno, de Mamá Ruth (la gran Blythe Danner), quien como consecuencia del avanzado estado del mal ya no reconoce ni a los más cercanos y, en ocasiones, se imagina como esa niña que dejó de ser mucho tiempo atrás. Un llamado telefónico de su esposo, interpretado por otro notable actor eternamente secundario, Robert Forster, alerta a sus dos hijos de la situación. La convocatoria los reúne y provee el punto de partida de la discusión inevitable: la conveniencia o no de una internación. Bridget y Nick (Hilary Swank y Michael Shannon) entran en cuadro con sus propias y conflictivas agendas. La primera está terminando la segunda década de un matrimonio aparentemente ideal que, sin embargo, se ha transformado para ella en algo inerte –muerto, en sus propias palabras–, al tiempo que intenta aplacar la rebeldía de su hija adolescente; el segundo enfrenta una separación reciente y los rencores de haberse hecho cargo de facto, merced a la cercanía geográfica, de la delicada situación de sus progenitores. La película va construyendo así un microcosmos doméstico en el cual aflora, sin necesidad de pronunciarlo en voz alta, el dolor por todo aquello que ha comenzado a desintegrarse. En términos estrictamente dramáticos, ese corrimiento de un registro enfático es quizás el punto más fuerte de Lo que fuimos. Más de una escena incorpora elementos humorísticos que, de ninguna manera, están reñidos con el verosímil que Chomko construye pacientemente; no se trata de interrupciones o injertos sino, muy por el contrario, son reflejos cabales de lo agridulce de la existencia. Una ducha compartida por madre e hija invierte los roles establecidos y la presencia de todo el grupo en una misa (la familia es católica, dato de cierta relevancia en la historia) hace que la pérdida total de la inhibición genere un breve exabrupto en los usos y costumbres culturales. En otras instancias, en cambio, el trazo grueso toma por asalto la historia y durante el tercer y último acto las reglas nunca escritas de la corrección dramatúrgica comienzan a apretar los botones que “deben” presionarse para generar la emoción. “Este fue el momento perfecto. Un poco más tarde y lo hubiera olvidado, un poco antes y lo hubiera extrañado mucho”, se afirma cerca del final, punto de eclosión obligatorio de las lágrimas de la platea. Obligación autoimpuesta y estrictamente innecesaria.
¿Quieres ser una mujer moderna? En parte comedia romántica, en parte relato costumbrista, la nueva película del director de Elsa y Fred aprovecha un tema de hoy (la maternidad como deseo o imposición cultural) para hacer el mismo cine de siempre. El cordobés Marcos Carnevale es uno de los cultores más consecuentes de la comedia popular y populista del mainstream nacional contemporáneo. Corazón de león, La televisión y yo, Elsa y Fred y Almejas y mejillones, entre otros títulos, han recorrido con relativo o enorme éxito de público las pantallas locales y es esperable –lógico, incluso– que No soy tu mami repita esa performance sin demasiado esfuerzo. En parte comedia romántica, en parte relato costumbrista, en parte sitcomtrasladada a la pantalla grande, el undécimo largometraje de Carnevale parte de premisas tan actuales que, con un poco de malicia, podría tildárselas de coyunturales: el cambiante lugar de la mujer en la sociedad, la crisis terminal de los roles femeninos y masculinos tradicionales, la maternidad como deseo o imposición cultural, la libertad personal versus las obligaciones paterno-maternales y de pareja. Y también, desde luego –como subrayan tenazmente los avances publicitarios– los grupos de chats de mamis y papis, la tierna hinchapelotez de los chicos más chicos y otras yerbas ideales para su transformación automática en meme o gag. Julieta Díaz es Paula, la directora de una revista femenina que afronta cambios editoriales para sobrevivir a la merma de ventas. Dueña de su carrera, de su cuerpo y de sus elecciones de vida, la posibilidad de transformarse en madre se ubica en la última posición de una supuesta lista de deseos. Así lo afirma en no menos de cinco ocasiones durante los primeros quince minutos de proyección, como para que su posición quede claramente definida. Lo hace incluso delante de su hermana, embarazada y ansiosa por el nacimiento de su futuro hijo o hija (Celina Font, a su vez coguionista del film). El planteo de la protagonista es, desde luego, la plataforma de lanzamiento de la trama, el pretexto para la aparición inesperada del romance. Paula se pondrá a escribir, bajo estricto seudónimo, una columna autoficcional que aboga por la vida sin hijos, describiendo, entre otras delicias, los infernales cumples infantiles, la servidumbre de esposas y madres y, esencialmente, las miradas de pena y/o desprecio que muchas mujeres de cierta edad y escasas ansias maternales reciben en pleno siglo XXI. Pero… Pero aparece un “papi”, un vecino trabajador, sensato y buen mozo, el padre de una nena de cinco años temporalmente separado de su pareja que, casualmente, se muda al departamento contiguo al de Paula. Es decir, Pablo Echarri se muda al lado de Julieta Díaz. Película de estrellas que se comportan como tales pero que también intentan aportarles a los personajes algo de profundidad (las miradas, las pausas, los silencios son a veces tanto o más importantes que los diálogos), la trama avanza con trucos y condimentos probados de antemano en cientos de ocasiones– el flechazo, el equívoco, el rechazo, la reconciliación, su ruta– sin ofrecer mucho más jugo que el indispensable para mover los motores. Película de fórmula, la fotografía lustrosamente cenital y los planos/contraplanos con ligeros movimientos laterales –deudores directos del magma televisivo– ilustran el guion y sus avatares. Los chistes a veces funcionan y en otros casos no, las puteadas y palabrotas son variopintas, los comentarios sexuales aportan algo de “pimienta” y los personajes secundarios no pasan del estadio del alivio cómico unidimensional, con el grupo de mamis del jardín como ejemplo más flagrante. Así como Paula no desea ser madre, No soy tu mami no quiere ser peral y es al ñudo, por lo tanto, pedirle peras. Aunque podría haberse tomado un poco más en serio la excusa argumental y construir en la protagonista una criatura un poco más compleja que una (otra) mujer planteándose si, en el fondo, no estaba equivocada en su manera de pensar. Pero el amor es siempre más fuerte: beso, travelling, música, fundido a negro.
Falta sangre en las manos “¿Quieren dar una vuelta por la laguna para sacarse la ruta de encima? En noches despejadas como esta es hermoso”. La frase del encargado de las cabañas de alquiler -extraño y algo perturbador, como corresponde- ofrece ese indispensable aire ominoso que anticipa el tono de lo que vendrá. El lugar no es Crystal Lake, pero la presencia de un hombre ensangrentado que camina en medio de la noche, ensimismado al punto de parecer un ánima, no anticipa las mejores vacaciones para las dos parejas que acaban de llegar al lugar. Ya la secuencia de títulos, con sus letras rojas no del todo nítidas, enlaza visualmente a El diablo blanco –ópera prima como realizador del actor Ignacio Rogers– con la tradición del slasher. En particular el primigenio, el de comienzos de los años 80. Por estos parajes no anda merodeando Jason Voorhees, pero la trama revelará más temprano que tarde que alguien anda despachando gente a puro y limpio degüello. Aunque eso, como se verá, no será lo más impactante. En la ruta, antes de llegar al pequeño complejo “El diablo blanco”, y ante el más extraño de los santuarios al costado del asfalto, los jóvenes reciben la primera pista de que la boca del lobo los espera con las fauces abiertas. Rogers, a quien los espectadores más cercanos al indie nacional recordarán por su papel en Como un avión estrellado o como el protagonista de El pasante -y que para su debut detrás de las cámaras decidió no pasearse delante de ella-, no pretende inventar la rueda. El guion, escrito a seis manos, va tildando varios de los lugares comunes de este tipo de relatos, desde el misterio sin pistas racionales del comienzo, pasando por la incredulidad y la negación ante los acontecimientos más chocantes y culminando, desde luego, en el horror definitivo, cuando ya no existe la posibilidad de la marcha atrás. Un crimen, la sensación de extrañeza que va empañando la vigilia de uno de los turistas (el personaje interpretado por Ezequiel Díaz) y la inesperada indisposición del automóvil ponen al cuarteto en alerta, aunque el discernimiento aún no les permite avizorar la perversión de aquello que los rodea. Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella les ponen ganas a sus papeles, algo flojos de densidad en la caracterización aunque funcionales a la sencilla trama, que va acercándose de manera creciente a cierta previsibilidad genérica, como si la capacidad de generar sorpresa se desvaneciera con cada nueva secuencia. Mucho más que al subgénero de loco suelto, puede pensarse a El diablo blanco como un pariente lejano, aunque nacional y popular, de las películas británicas de horror pagano de los años 70, con sus vecinos intentando hacer pasar por excentricidad los más horrendos actos de fe y contrición. El acercamiento de Rogers a ese universo es moderadamente eficaz pero algo melindroso, como si no pudiera o no quisiera (paradójicamente, tratándose de lo que se trata) mancharse las manos con sangre.
Algo más que romanticismo Un romance de juventud que continúa durante décadas es el eje de una trama que, sin embargo, ofrece numerosos desvíos. Quien siga atentamente la actualidad de la literatura francesa conocerá el nombre de Christine Angot, cuya novela Incesto causó un revuelo hace dos décadas. Su penúltimo libro, Un amor imposible, continuó en la veta semiautobiográfica que le dio a la autora fama y polémica. El texto fue transformado de inmediato en obra teatral, seguida por la versión cinematográfica de la experimentada realizadora Catherine Corsini (Tiempo de revelaciones, La repetición). Resulta interesante que tanto el título como la campaña publicitaria, al menos la local, refuercen la idea de un romance torcido por fuerzas que impiden su desarrollo. En el primer caso, una vez terminada la proyección (o la lectura del libro), es evidente que tanto Angot como Corsini han jugado con las palabras: no existe un solo amor imposible sino al menos dos, y los vectores más poderosos que empujan a los amantes a distanciarse no son externos, aunque la diferencia de clases sociales juegue un rol más o menos determinante. En cuanto a la apariencia general del afiche comercial, el concepto es claro: un amor de juventud que comienza a finales de los años 50 y continúa durante décadas. La trama, sin embargo, ofrece desvíos que se transforman finalmente en núcleo. Narrada en apariencia desde el punto de vista de Rachel, Un amor imposible describe el encuentro con Philippe, un parisino de familia adinerada, pintón, culto e inteligente, entrador y políglota. Rachel –que ya anda por los veinticinco años y, según las convenciones de la pequeña ciudad de Châteauroux, ha entrado en la categoría de solterona– queda inmediatamente prendida del joven, quien la inicia en la lectura de Nietzsche y la pone sobre aviso de su fuerte reticencia al casamiento. A la plenitud del enamoramiento y los placeres del amor físico (Corsini incorpora un par de escenas de sexo típicamente jugadas, como para que no queden dudas de su relevancia) le siguen la primera separación y un par de anticipos del verdadero rostro de Philippe. Apoyada en la luminosa fotografía de Jeanne Lapoirie, la realizadora apuesta al clasicismo en ese primer y extenso tramo, coronado por una despedida en la estación de tren que remeda a otros adioses en la historia del cine, la cámara alejándose de la heroína al tiempo que la formación se aleja del andén. Algo similar puede decirse de la construcción de los personajes centrales. Philippe (Niels Schneider) comienza a dejar en claro, con sus modos y expresiones, que su existencia es un arma de doble filo para la protagonista, interpretada por la talentosa y versátil actriz belga Virginie Efira, en uno de los roles más complejos de su carrera (en breve será la Benedetta de Paul Verhoeven). El embarazo de Rachel y el nacimiento de una niña, Chantal, marcan una mutación en la relación crecientemente tóxica con el hombre de su vida, quien a partir de ese momento sólo reaparecerá de forma irregular. Una voz en off diáfanamente literaria define quién es en realidad la narradora: la hija de Rachel, ya adulta. No encarna en spoiler la principal consecuencia del retorno de Philippe durante la adolescencia de Chantal: el abuso psicológico y físico continúa y se traslada de la madre a la hija. La relación entre ambas mujeres termina transformándose en el centro de atracción, aunque los conflictos subyacentes son resueltos en una coda sobre explicativa, último escalón de un film que atraviesa tantas etapas como la vida de un ser humano. Aunque, a diferencia de lo habitual, va perdiendo algo de sabiduría y agudeza. La versión cinematográfica de Un amor imposible termina encerrándose en un elegante academicismo, su peor enemigo.
Mundo en decadencia Con la serie de penales de la semifinal Argentina vs. Italia como marco temporal y fondo musical de “Un verano italiano” –el célebre tema del mundial de fútbol 1990, cuyo estribillo le presta el nombre a la película–, un automóvil de lujo sale disparado desde un puente romano y ameriza con escasa elegancia sobre las aguas del Tíber. Dada la decepcionante coyuntura futbolística, muy poca gente en la terraza del bar cercano le presta atención al extraño objeto volador. Así comienza Notti magiche, el más reciente largometraje del toscano Paolo Virzì, fecundo realizador de quien en la Argentina se ha conocido una buena parte de su filmografía, incluidas Loca alegría, Tutti i santi giorni y El capital humano. Fecundo y ecléctico: sus películas suelen alternar el humor y el drama humano y social, muchas veces en un mismo relato. Estas “noches mágicas” se enrolan conscientemente en la tradición de la commedia all’italiana, con sus dardos venenosos aplicados, en esta ocasión, a la industria del cine. O, mejor dicho, al ocaso definitivo de sus épocas doradas, en la prehistoria del reinado de Berlusconi. El descubrimiento del cadáver de Leandro Saponaro, otrora un poderoso productor –tanto del más reputado cine autoral como de decenas de exitosos poliziotteschi– provoca la detención de tres jóvenes aspirantes a guionistas. También a un largo flashback que describe los acontecimientos y detalles que llevaron a la muerte del produttore (un Giancarlo Giannini al borde de la histeria, con guiños al muy real Cecchi Gori padre), en esencia un macguffin narrativo, al menos hasta los tramos finales. Lo que más parece preocupar a Virzì y a sus dos coguionistas es construir una sátira de ambientes, personajes, usos y costumbres, en ocasiones atinada e hilarante, en otras no tanto. Antonino, Luciano y Eugenia –los ternados para un concurso nacional de guiones cinematográficos, cada uno de ellos con características y rasgos de carácter muy definidos– hacen las veces de ventanas hacia un extraño microcosmos de escritores, realizadores y productores veteranos que llevan la marca del cinismo en cada frase que le prodigan al mundo. “Buona notte, va’ a fanculo”, se despide el sceneggiatore interpretado con alta gracia por el gran Roberto Herlitzka, un tal Fulvio Zappellini, homenaje encubierto a Furio Scarpelli, legendario creador de guiones, desde las primeras películas de Totò a Il postino. Por cierto, las decenas de referencias directas e indirectas a los grandes nombres ocultos del cine italiano –aquellos que trabajaban sentados delante de la máquina de escribir– pueden pasar desapercibidos para una parte importante de la audiencia, aunque no así la inclusión entre sombras de un Marcelo Mastroianni (llorando desconsoladamente por el enésimo abandono de la Deneuve, esa “stronza”) o de un Federico Fellini rodando la última escena de su canto de cisne, La voz de la luna. El trío de jóvenes, algo ingenuos en cuanto a las prácticas reales del oficio, intenta insertarse profesionalmente con sus creaciones, pero lo que encuentran son grandes nombres venidos a menos, “autores” dispuestos a conceder toda clase de libertades y un estado general de desesperanza. Entre apunte y apunte, la trama avanza a velocidades nada desdeñables, saltando de una escena a otra, y si algo no le falta a Notti magiche es ritmo. Esa cualidad de sketches contenidos en sí mismos puede ser entendida como un demérito general, pero en ocasiones se transforma en virtud. Los mejores momentos del film se imponen como aguafuertes de un mundo en decadencia que insiste en hacer gala de los lauros pretéritos, falsos espejos de los oropeles presentes.
La mejor película de Pedro Almodóvar en mucho tiempo es también la demostración cabal del talento de Antonio Banderas a la hora de componer personajes con aristas y múltiples detalles. El actor malagueño encarna a Salvador Mallo, un cineasta retirado desde hace bastante tiempo, primer indicio de que los posibles componentes autobiográficos deDolor y gloria tienen sus límites: el director de La ley del deseo y¡Átame! nunca cejó en su movimiento creativo. La vida cotidiana de Salvador está aquejada por las mil y una dolencias físicas y psicológicas: a unos terribles dolores de cabeza y de espalda se les suman unos extraños atragantamientos y la posibilidad siempre latente de la depresión. La historia lo encuentra discutiendo los detalles de una presentación especial de su largometraje "Sabor", producido tres décadas atrás y recientemente restaurado por la Filmoteca Española, punto de arranque de un acercamiento con el actor protagónico de esa película -con quien no ha tenido contacto desde aquellos tiempos, consecuencia de un desaire- y la primera y tardía relación con el "caballo", la heroína, esa sustancia ubicua en tiempos de juventud, durante la movida madrileña de la cual formó parte. No será el único reencuentro, físico o emocional: los recuerdos de infancia junto a sus padres en un pueblo blanco de Valencia, la compleja relación con su madre, el retorno de un amante signado por las casualidades, la posibilidad de retomar la carrera, son algunos de los elementos que movilizan la historia y sus reverberaciones. Resulta difícil no reconocer enDolor y gloria una suerte de 8 ½almodovariano, un repaso y puesta a punto de ese universo artístico que, a fuerza de presencia y personalidad, ha transformado un nombre propio en adjetivo. En esta ocasión, el realizador ha optado sabiamente por un tono reposado, melancólico, con escasos tintes humorísticos. De estructura imbricada pero siempre diáfana, el relato circula hacia atrás y hacia adelante, va y viene en el tiempo, dibujando con cada nueva escena otra capa del protagonista. No faltan momentos genuinamente emotivos: si bien la idea de melodrama -tantas veces acariciado por el manchego- está disponible entre los pliegues para quien quiera encontrarla, las instancias más emotivas de la película no son tanto consecuencia de los excesos sentimentales como de la comprensión de las complejidades del alma humana. ¿Alma humana? "Los días que tengo dos o más dolores creo en Dios; aquellos en los que solamente me afecta uno solo soy ateo", afirma Salvador, palabras más, palabras menos, respecto de sus afinidades religiosas. De una gran elegancia y clasicismo formales, Dolor y gloria termina de cerrar el círculo durante las escenas finales. Es entonces cuando la vida real y la ficción, el universo artístico y el cotidiano, los recuerdos vívidos y la fantasía creativa terminan de darle forma a una estupenda parábola sobre la vida, la muerte, el arte, la pasión, las pérdidas, el duelo y varias cosas más. Temas grandes, gigantes, transitados con simpleza y humildad, sin solemnidades ni impostaciones. Los últimos dos planos de la película, de una contagiosa luminosidad, perfectos en su simpleza y más potentes aún por esa razón, reelaboran la idea de obra-testamento e indican el camino de un palpable resurgimiento.