"Los locos Addams": volver a empezar La versión 2019 ofrece un nuevo comienzo, previa pulida generacional y con una lectura políticamente correcta. Si hay algo que no puede negársele al animador y realizador Greg Tiernan es su habilidad para alternar proyectos de lo más variados: luego de años de dedicarse casi exclusivamente a la serie de tevé preescolar y ferroviaria Thomas y sus amigos se unió a su colega Conrad Vernon (Shrek 2, Madagascar 3) para comandar el largometraje de animación para adultos La fiesta de las salchichas. De nuevo juntos, la dupla es la encargada de llevar a las pantallas, por enésima vez, la creación historietística de Charles Addams para The New Yorker, transformada en hito cultural luego de la celebérrima adaptación televisiva de los años 60. Franquicia reconocible y económicamente viable nunca muere: luego de al menos tres versiones cartoon para la TV y el reinicio cinematográfico de los años 90, Los locos Addams versión 2019 ofrece un nuevo comienzo, previa pulida generacional y políticamente correcta. Aquí los teléfonos celulares son ubicuos –siempre fuera de los confines de la mansión Addams, desde luego– y el mensaje es claro como el agua desde el minuto uno: no hay nada de malo en el hecho de ser diferente. El prólogo de diez minutos describe el apurado casamiento entre Morticia y Homero y su expulsión del pueblo a manos de un enfurecido grupo de ciudadanos armados con palos, antorchas y horquetas, primera en una serie de referencias directas al Frankenstein de James Whale. Luego llegará el descubrimiento de un manicomio abandonado y la “adopción” de Largo, coronada por la composición en vivo del popular tema musical de la vieja serie. Títulos y elipsis. Pericles, el menor de los Addams, practica tiro al blanco con minas explosivas y su hermana Merlina se solaza en un solitario nihilismo montada en las ramas de un árbol movedizo. Todo tranquilo en la zona, excepto que una decoradora de interiores y estrella de la televisión –creadora de un pueblo rosado y de habitantes eternamente felices– descubre la sombría presencia del castillo familiar en el fondo del paisaje urbano, génesis de uno de los conflictos centrales de la trama. El otro desacuerdo esencial es el de la púber Merlina, quien comienza a manifestar un anhelo irrefrenable por abandonar el encierro y comenzar una vida allá afuera. No hay nada excesivamente horrible en el film de Tiernan-Vernon y el tétrico diseño de los personajes es realmente bueno, pero todo parece haber sido concebido bajo los designios de la repetición de fórmulas, conceptos y tipologías, con referencias culturales fácilmente reconocibles (entre las musicales, Green Onions y Everybody Hurts, utilizadas sin demasiada imaginación) y una obsesión por el movimiento constante, una suerte de “efecto Minions” un tanto molesto. El resto es tan previsible como claramente diseñado para los más chiquitos de la platea: acción, una pizca de peligro, gags visuales a granel y la felicidad a la vuelta de la esquina, cuando los habitantes del pueblo descubren que los “raros” tal vez sean ellos y no esos locos y excéntricos vecinos.
"Desertor": western mendocino La película protagonizada por Santiago Racca (del grupo Fuerza Bruta) es un intento, logrado a medias, por trasladar la ética y algo de la estética de las películas del Oeste a nuestra geografía. La imagen de un hombre a caballo con imponentes montañas desérticas de fondo, sumada a una banda de sonido diáfanamente evocativa, revelan sin retrasos la fijación de Desertor –ópera prima del realizador Pablo Brusa– con algunos de los rasgos iconográficos más representativos del western. Sólo el uniforme militar, moderno y característico de estos pagos, certifica que la historia no tendrá como telón de fondo el auténtico Lejano Oeste, aunque sí se pondrán a punto varios de sus códigos cinematográficos recurrentes, incluido el duelo final. Al protagonista, un joven militar de nombre Rafael que pasa sus días estudiando medicina en un regimiento de montaña (el debutante Santiago Racca, miembro de la compañía Fuerza Bruta), el pasado se le viene encima cuando un ex colega de su padre regresa a la institución para hacerse cargo del mando. La palabra “desertor” escrita en un espejo empañado no deja lugar a duda: el destino de su progenitor, dado de baja y desaparecido una década atrás, no dejará de hacerle sombra en el presente. La aparición sorpresiva de una mochila, sin embargo, funge como metáfora de todo lo que permanecía oculto y que ahora ha comenzado a resurgir, como un muerto vivo saliendo de la tumba. El viaje y la aventura como recorridos geográficos literales le ceden velozmente una porción del espacio a lo simbólico: desoyendo las órdenes de la superioridad –encarnada por un Marcelo Melingo al límite de la villanía de manual–, el muchacho monta en su caballo y parte a una cita con lo desconocido, con apenas un par de pistas polvorientas como única ayuda para la misión. Los planos aéreos de la región montañosa de Uspallata, en Mendoza, donde la película fue rodada, adquieren por momentos la cualidad de las postales turísticas, casi lo opuesto de aquello que Alejandro Fadel había logrado plasmar en la reciente Muere, monstruo, muere: que lo bello troque en ominoso y lo familiar en silueta irreconocible. No hay aquí elementos fantásticos, aunque la aparición de una joven mapuche, conocedora de ritos y códigos antiguos, y el roce con señales y sueños aciagos permite avizorar que lo que vendrá tiene que ver (y mucho) con el choque de culturas, con heridas nunca cicatrizadas, con viejas opresiones y matanzas. Desertor suma paladas de cal y de arena de forma alternada y a un diálogo impostado, con alma de recitación, puede seguirle un momento de tensión genuina, en particular luego del encuentro con el ermitaño interpretado por Daniel Fanego. Ciertas “explicaciones” bajo la forma de un embrujo psicotrópico –en realidad, un flashback disfrazado de ensueño– pueden provocar alguna risa involuntaria, aunque el enfrentamiento final, cuando todas las cartas están ya echadas sobre la mesa, vuelve a encarrilar los minutos finales de la historia. El de Pablo Brusa es un intento, logrado a medias, por trasladar la ética y algo de la estética de las películas del Oeste a nuestra geografía, nuevo recordatorio de que los realizadores argentinos aún se deben la oportunidad de contar el nacimiento de la nación con armas cinematográficas.
"Steven universe": exploración de la fantasía La película mantiene la cruza de diseño cándido, traumas personales y familiares, ciencia ficción y defensa irrestricta del derecho a ser diferente. “Somos… las gemas de cristal…” Cualquier madre, padre, abuelo, tía y un largo etcétera de familiares y acompañantes de pequeños en edad de irrefrenable consumo televisivo conoce la melodía y la letra de memoria. La serie Steven Universe es uno de los caballitos de batalla de la programación de Cartoon Network y los 160 episodios de sus cinco temporadas circulan y se repiten en la señal en altísima rotación. Un adulto atento y alejado del prejuicio de englobarlo todo bajo el despectivo mote de “dibujitos animados” sabe, además, que la creación de la productora y animadora Rebecca Sugar ofrece un puñado de bondades narrativas y visuales para el espectador que ha pasado la mayoría de edad hace rato. La cohabitación, en una casa frente al mar, de los personajes principales –el niño Steven, hijo de un humano y una criatura llegada del espacio, Rosa Cuarzo, y las “gemas” Garnet (Granate), Perla y Amatista– rompe con todos los esquemas tradicionales de grupo familiar, de los Picapiedras a los Simpsons, y la interacción entre algunos de ellos ha sido celebrada justamente como una sensible y poco común (más aún en el universo de la animación infantil) representación de la comunidad LGBT. Si bien los capítulos de la serie, de poco más de diez minutos de duración, pueden ser vistos de manera independiente, la evolución y crecimiento de los personajes, en particular los de Steven, sólo pueden comprenderse en su totalidad si se sigue a pie juntillas la cronología. En todos esos relatos, además, la línea narrativa central (la llegada desde algún lugar del universo de otra gema, casi siempre en son de guerra; el viaje a un universo paralelo lleno de peligros; el hallazgo y desarrollo de poderes hasta ese momento desconocidos) no es otra cosa que una excusa para el desencuentro y ulterior acercamiento de los personajes. El episodio en el cual Steven cae en la cuenta de que Garnet es, en realidad, la fusión amorosa de dos criaturas tan opuestas como el agua y el aceite, Rubí y Zafiro, es una de las más emocionantes de toda la saga. Esta extensa introducción es necesaria para el no iniciado y todo aquel que se acerque a Steven Universe: la película será capaz de disfrutarla aún más si cuenta con algunos capítulos en su bagaje televisivo, aunque ello no implique obligatoriedad alguna. El debut de los personajes en el formato de largometraje –diseñado para su lanzamiento en sistemas de streaming, pero que en nuestro país disfruta de un pequeño estreno en salas– ofrece un arco narrativo autosuficiente. Y una novedad formal: si bien la serie siempre contó con elementos musicales (Sugar es también compositora), los ochenta minutos de metraje pueden ser entendidos como un musical hecho y derecho, a la manera de los clásicos, con sus números de canto y baile comentando la trama, ampliando a su vez los límites de la historia. La llegada a Beach City de Spinel, una gema-mascota relegada durante centurias a la más absoluta soledad, demuestra que hasta el ser más entrañable puede transformarse en una bomba atómica de rencor e inquina. Guiño para entendidos, Spinel fue dibujada y animada como si se tratara de una pariente lejana de algún personaje de cartoon de los años 20 o tempranos 30, lo que los especialistas llaman “animación rubber hose”. Ya no es sólo la ciudad sino todo el planeta Tierra el que está en peligro de extinción y Steven quedará solo frente al enorme desafío luego de que sus tres queridas gemas son “reseteadas” a un estadio primitivo –de alguna manera, vueltas a nacer–, sin recuerdos, emociones ni, desde luego, capacidad de fuego súper poderoso. Como en la serie, la cruza de diseño cándido, traumas personales y familiares, ciencia ficción y defensa irrestricta del derecho a ser diferente, es una nueva y bella exploración de la fantasía y la imaginación, un producto que está en las antípodas de la animación mainstream, en casi todos los casos formateada en la grafía hiperrealista.
"La carrera de Brittany": manual didáctico del empoderamiento La ópera prima del dramaturgo estadounidense Paul Downs Colaizzo intenta “complacer a la audiencia” todo el tiempo y de diversas maneras. No es extraño que La carrera de Brittany haya ganado el premio del público en el Festival de Sundance: en su ADN pueden hallarse fácilmente los genes de aquello que la crítica cinematográfica suele llamar crowdpleaser. Es que la ópera prima del dramaturgo estadounidense Paul Downs Colaizzo intenta “complacer a la audiencia” todo el tiempo y de diversas maneras. En principio, con un personaje construido para generar alternativamente simpatía y un ligero rechazo, abrazando finalmente todas y cada una de sus zonas erróneas y luminosas. Basada libremente en una compañera de cuarto del realizador durante sus años de estudio, Brittany es una neoyorquina por adopción de 27 años que un buen día, luego de una visita al médico, cae en la cuenta de que su vida se parece en poco y nada a todo lo que había soñado. Tampoco es que el día a día sea un desastre absoluto, pero su carrera profesional se encuentra estancada, la vida nocturna y las borracheras de fin de semana han comenzado a pesarle, y el sobrepeso que acaban de diagnosticarle le confirma clínicamente lo que ya pensaba sobre su aspecto y estado físico. “Todos los cuerpos son hermosos”, responde la protagonista, a la defensiva, previniendo al doctor (e, indirectamente, al espectador) de que esta no será una película “incorrecta”. Brittany tiene razón, desde luego, pero la presión arterial, el colesterol y la posibilidad de un hígado graso indican que la masa corporal está definitivamente fuera de los rangos normales. Corte a un primer entrenamiento físico, en el cual trotar cien metros se transforman para la heroína en poco menos que un calvario. En su debut en un papel protagónico, la comediante Jillian Bell, exguionista de SNL y actriz secundaria en varias docenas de títulos, le pone garra y emoción a un personaje cuya transformación –física y emocional– la lleva de ser una “gordita divertida” (Brittany dixit) al borde de la depresión a una joven en control de su vida. Ayudada por algunos retoques prostéticos, Bell atraviesa los primeros dos trimestres del cambio con una seguidilla de recaídas y golpes; es en esta primera etapa que el guion del propio Colaizzo logra dar algunas de las mejores notas, en particular cuando recurre a los personajes secundarios como motor para el humor. Luego llegará la crisis: Brittany tiene un problema grave y es la imposibilidad de dejarse ayudar por aquellos que la quieren bien, ya sea por autoindulgencia o soberbia disfrazada de otra cosa. Ya transformada en una runner “de verdad”, un problema físico le impide participar de la ansiada Maratón de Nueva York, excusa para el regreso al terruño y a su familia cercana. A partir de ese momento, la historia parecería haber pasado por el tamiz de algún software automático de escritura de relatos: todos y cada uno de los pasos previsibles hacia el final feliz y aleccionador –“inspirador”, esa palabrita– se cumplen a rajatabla, eliminando los elementos de frescura que el film había sabido conseguir. Esa sensación de marcha en piloto automático, sumada a las ostensibles tildes en varios casilleros de la corrección política (el matrimonio de hombres con hijos, las parejas interraciales, la tolerancia entendida como forma de autocontrol), terminan transformando a La carrera de Brittany en una suerte de manual didáctico de empoderamiento que llega a la imprenta con el furor del converso.
"Rosita": ¿qué es ser una buena madre? La apuesta de la realización es a todo o nada: a un realismo urbano de ciudades y suburbios, pero también de ámbitos íntimos. En su cuarto largometraje, Verónica Chen amaga con hacer una película que, finalmente, no será. En el camino, logra desmontar más de un prejuicio del espectador. Si en su esfuerzo anterior, Mujer conejo, la directora jugaba con diversos tonos, géneros y mecanismos narrativos,en Rosita la apuesta es –a todo o nada– a un realismo urbano de espacios abiertos y cerrados, de ciudades y suburbios, pero también de ámbitos íntimos, de dormitorios, livings y, sobre todo, cocinas donde se juegan algunas verdades del presente, el pasado y el futuro. Para construir a su protagonista, Lola, una joven de unos treinta años con tres hijos de diversas edades, Chen confió en el talento de la actriz Sofía Brito, responsable de cargar sobre los hombros el punto de vista casi total de la historia. Primer prejuicio, de orden social, que Rosita pone en tensión: Lola es rubia, de ojos claros y vive en la localidad norteña de Florida, pero está bien lejos de tener un buen pasar. Su trabajo como masajista en un salón de belleza es estable, pero apenas alcanza para subsistir; la posibilidad de salir de la casa del abuelo de los chicos, donde vive “de prestado”, y mudarse con sus hijos parece estar lejos en el horizonte. La primera escena (un plano-secuencia extenso, calculado al milímetro) encuentra a Lola en pleno “mañanero” con su novio (Javier Drolas), y la confesión tardía de que sus tres hijos son de padres distintos pone en primer plano otro clásico menoscabo de orden machista. “¿Qué es ser una buena madre?”, se pregunta la directora, sin una pizca de ingenuidad, en la carta de intenciones compartida con la prensa. Esa tarde termina con una noticia preocupante: el abuelo Omar (intenso Marcos Montes), sereno nocturno en el Puerto de Olivos y un hombre con algunos problemas emocionales, salió a la tarde con su pequeña nieta Rosita y todavía no volvió. Sólo al día siguiente, luego de una noche de pesadillas y malos augurios, ambos regresan a casa sanos y salvos; los pensamientos de Lola comienzan a girar en un torbellino de emociones oscuras, rencores del pasado y elucubraciones del orden de lo criminal. ¿Qué ocurrió esa noche? ¿Dónde estuvieron Omar y Rosita? ¿Acaso el padre de Lola, alguien que supo abandonar a su familia tiempo atrás, es capaz de lastimar a su propia nieta, de escapar a otro país y venderla? No es casual que la trama incorpore referencias diegéticas al asesinato de Ángeles Rawson, aunque en última instancia ese elemento se sienta como algo excesivo, innecesario incluso. Los descuidos y olvidos de Lola –quizás producto de su situación actual, algunos de ellos peligrosos – y la revelación de que Omar tiene problemas para comprender los signos que tiene por delante incorporan una nueva capa al drama, ya de por sí complejo. Allí es cuando aparecen otros prejuicios, centrales al relato: los de la propia protagonista, quien sólo es capaz de atar cabos a partir de un esquema deductivo marcado a fuego por la intensidad de sus emociones. En última instancia, Rosita es la historia de una difícil pero posible reconciliación: la ciudad podrá ser una jungla hostil, pero no todos sus habitantes son monstruos, parece decir Chen, quien finalmente entrega una película en contra de la crudeza y la crueldad de tanto cine social contemporáneo.
"Sólo una mujer": femicidio por honor La película narra los hechos que llevaron al homicidio de una joven berlinesa de origen turco-kurdo asesinada por uno de sus hermanos. A la manera de El ocaso de una vida, el último largometraje de la realizadora alemana Sherry Hormann es narrado post mortem por su protagonista. Más allá de tratarse de un film de ficción, el hecho de estar basado en un acontecimiento muy real (y muy terrible) hace que esa narración en off incorpore de entrada un elemento de denuncia concreto, transparente. Sólo una mujerreconstruye los hechos que llevaron al homicidio de Hatun "Aynur" Sürücü, una joven berlinesa de origen turco-kurdo asesinada por uno de sus hermanos en 2005, en un típico ejemplo de “asesinato por honor”. Un caso poco conocido por aquí, pero muy recordado en Alemania: las imágenes reales de noticieros de la época que Hormann incluye durante los primeros minutos reflejan su inmediata mediatización. El mismo femicidio dio origen, hace casi una década, a otro largometraje estrenado en nuestro país, La extraña, de Feo Aladag, en el cual, curiosamente, Almila Bagriacik, la encargada de darle nueva vida en la pantalla a Aynur, debutó como actriz en un rol secundario. Los modos narrativos de Hormann son frontales, a tono con los tiempos del “Ni una menos”, corriendo por momentos el riesgo de caer en subrayados dramáticos: la voz de la narradora se transforma en metáfora de todas esas voces acalladas, aquí y allá, antes y ahora. Con el hiyab cubriendo prolijamente el cabello, Aynur, una chica de dieciséis años, camina por las calles de Berlín, a sabiendas de que en breve deberá regresar a Turquía para desposar a su primo, en un casamiento arreglado desde tiempos inmemoriales. Conservadora como sus padres, aunque con una tibia rebeldía que no logra salir a la superficie, la chica acata a rajatabla las estrictas reglas culturales. Tiempo después, con un avanzado embarazo y las marcas de la violencia en el cuerpo, la protagonista se aparece en la casa paterna, a miles de kilómetros de distancia de su marido. Primera afrenta a las tradiciones, que Sólo una mujer irá repasando, una por una, como motivos suficientes para acabar con la vida de una mujer “infiel”, en el sentido más religioso de la palabra. Con el correr de los años, Aynur romperá varios de esos códigos de conducta: se irá a vivir sola junto a su hijo, dejará de usar velos y polleras largas, comenzará a fumar, se enamorará de un muchacho alemán. Tironeada entre dos mundos, el de las nuevas libertades obtenidas y el de su crianza y educación religiosa, Aynur transita los primeros años de la adultez con una férrea división interna, estigmatizada por los suyos pero aun así imposibilitada de cortar esos vínculos. A fin de cuentas, no se trata de otra cosa que de la crónica de una muerte anunciada, la ilustración audiovisual de un salvajismo muchas veces relativizado por tratarse de “diferencias culturales”. Lo más interesante del film de Hormann, sin embargo, es precisamente el retrato de la difícil existencia cotidiana de Aynur, ansiosa por sacarse de encima los dictados del mega patriarcado al que fue sometida desde pequeña pero, al mismo tiempo, incapaz de lanzarse por completo a una nueva existencia. Ayuda, y mucho, la potente presencia de la turco-germana Bagriacik, quien a pesar de su juventud ya es dueña de una prolífica filmografía en el cine y la televisión alemanas.
"Pistolero": un western mendocino Ambientada durante el Onganiato, la opera prima de Galvano tiene un protagonista a quien comparan con Robin Hood, aunque él mismo reconoce que está bastante lejos del “robarles a los ricos para darles a los pobres”. La apuesta del guionista y productor Nicolás Galvagno en su debut como realizador es transparente desde el minuto uno: las referencias al imaginario del western (luego se sumarán aquellas ligadas al cine de gangsters) comienzan a repiquetear en la memoria del espectador antes incluso de que la trama comience a desarrollarse. De hecho, las primeras escenas de Pistolero no terminan de anclar temporalmente la historia y, de no ser por un tanque de agua en un plano fugaz, el encuentro del niño y el forajido podría ocurrir en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX. Algunos minutos más tarde, la radio dejará escuchar un discurso del presidente de facto Juan Carlos Onganía y la fábula de Isidoro Mendoza (Lautaro Delgado), su hermano Claudio (Sergio Martínez) y el resto de la banda de asaltantes quedará inscripta en un tiempo concreto. El espacio, mientras tanto, resulta claro desde la secuencia de títulos: el film fue rodado en locaciones del departamento mendocino de Lavalle, utilizadas por la cámara como espacios de una construcción mítica. A Isidoro lo comparan con Robin Hood, aunque sus acciones reales, como él mismo se encarga de confirmar, están bastante lejos del “robarles a los ricos para darles a los pobres”. Si la pugna entre la pandilla y el inspector de policía encarnado por Juan Palomino remite a las leyendas del Lejano Oeste –aunque la cualidad escurridiza de los cacos impida el mano a mano del duelo–, la estructura general de la película no escapa de las fórmulas establecidas por aquel viejo género cinematográfico dedicado al ascenso y la caída de los malandras más carismáticos, del Caracortada seminal a la banda de Bonnie y Clyde. El Isidoro de Delgado es un antihéroe sufrido, un tipo que comenzó a robar de grande luego de una crisis matrimonial y nunca más pudo dejar de hacerlo. Alguien a quien el pasado y la sangre derramada le pesan. Y mucho: la imagen fantasmagórica de un muerto reciente –un peón, según su propia definición– se le aparece cada vez más seguido. El encuentro con una joven docente recién llegada de Buenos Aires (María Abadi, prolijamente vestida y peinada “como en los 60”) permite un breve interludio romántico que, como en tantas películas del Oeste, ofrece un la posibilidad de una conversión hacia una vida sedentaria, menos sangrienta, más “normal”. Pistolero descree de la necesidad de ahondar en los personajes y se entrega a la reiteración de formas y códigos narrativos inmediatamente reconocibles como principal enlace con el público. En ese derrotero, se desliza en más de una oportunidad hacia la simple repetición de clichés (algunos diálogos resultan particularmente sentenciosos y falsos: “Las acciones no marcan necesariamente tu destino, porque son constantes y el poder está en nosotros, no en el pasado”). Cuando confía en el poder de las imágenes, por el contrario, el film de Galvagno suma un puñado de porotos y logra crear una silueta imaginaria para un género inexistente: el western argentino.
"Pavarotti", un retrato público y privado Pavarotti ríe. Pavarotti habla. Pavarotti ama. Pavarotti (desde luego) canta. El documental de Ron Howard recorre y desglosa vida y obra del tenor nacido en Módena, desde sus primeros pasos en el mundo operístico hasta su consagración como superestrella internacional, condimentando el núcleo hagiográfico con pinceladas de ligera oscuridad. En tanto homenaje a la figura del cantante lírico más famoso del mundo –junto a Enrico Caruso–, el mismo equipo de producción responsable de la reciente The Beatles: Eight Days a Week tira la casa por la ventana a la hora de ofrecer material de archivo, tanto el público y reconocido como el íntimo e inédito. Pero Pavarotti, a lo largo de casi dos horas, no sólo destaca las más que evidentes dotes vocales de su protagonista y sus logros artísticos a lo largo de los años, resumiendo una carrera que supo alejarse, por elección propia, de los claustros de la ópera para lanzarse a los escenarios de la música popular. También destaca los picos y mesetas de la vida privada, haciendo hincapié, en más de una ocasión, en el incomparable carisma del hombre a la hora de ser entrevistado o, simplemente, dar un apretón de manos. El mismo Howard, director de títulos como Apolo 13, Una mente brillantey El código Da Vinci, ha destacado en entrevistas periodísticas ese aspecto particular, describiendo un fugaz encuentro con el cantor en un evento promocional de los Globos de Oro, a comienzos de los años '80. Siguiendo la estructura tradicional de la cronología, las imágenes de un joven Luciano –en la playa, con su primera esposa y sus hijos; sobre el escenario, con ropajes y maquillaje a tono–, y la descripción de su crianza y entorno familiar le ceden el espacio al primer hito profesional: la presentación de La bohème en el teatro Romolo Valli de Reggio Emilia en 1961. A partir de allí, el documental avanza rápidamente en la enumeración de presentaciones alrededor del mundo hasta su consagración definitiva como excelso practicante de las artes del tenor, incluido un destacado segmento donde se describe su capacidad para llegar al do sobreagudo sin esfuerzo ni caer en el falsete, en varias ocasiones y en una misma velada. De allí, desde luego, su mote de “Rey del do de pecho”. Más allá de la técnica excelsa y las performances antológicas, tal vez la mayor virtud de la película sea la descripción, sin subrayados, de algunas de las contradicciones de su vida pública y privada. Aunque era un católico confeso, los amoríos fueron apilándose con el correr de los años y su último romance (y posterior casamiento) con una joven tres décadas más joven que él se transformó, previsiblemente, en un escándalo mediático. Por otro lado, la búsqueda de una masificación de la ópera lo llevó, primero, a la realización de los muy populares conciertos de Los Tres Tenores –junto a Plácido Domingo y José Carreras–, para poner luego en marcha una serie de recitales con fines caritativos junto a figuras del rock y el pop como Sting, Stevie Wonder y U2, un corrimiento al mainstream de la música popular que muchos amantes de la ópera nunca le perdonaron. Resulta extraña la ausencia de algún fragmento de Si, Giorgio, de Franklin J. Schaffner, su única actuación en un film de ficción, aunque su constante deseo por ser tratado como una vedette es referida por algunos excolaboradores. Sobre el final, dejando de lado ese inglés que el cantante nunca logró pulir del todo, las tiernas palabras en la lengua materna, dedicadas en video a su joven esposa, destacan al hombre detrás del mito. En ese mortal enamorado a los 70 años, el brillo de sus ojos señala, indisimulablemente, una edad interior mucho menor.
"Presidente bajo fuego": el enemigo interno La película es heredera de aquellas películas de acción de los 80, aunque sus imágenes disten mucho de la magia cinematográfica de un Duro de matar. La saga de acción más grasienta del Hollywood contemporáneo (con la excepción de los rápidos y furiosos de ocasión) está de regreso. Luego de Ataque a la Casa Blanca y Londres bajo fuego, el guardia de seguridad presidencial y experto en tiros, piñas y puñaladas Mike Banning (el escocés Gerard Butler) vuelve a meterse en problemas. Tanto o más graves que en las otras entregas: en esta ocasión, el presidente de los Estados Unidos se mantiene en grave riesgo de muerte y el principal sospechoso de haber atentado contra su vida no es otro que él mismo. Desde luego, Mike es más leal que Lassie y más patriota que George Washington, por lo que la situación es realmente el resultado de una sofisticada trampa diseñada para desviar la atención y cargarle toda la culpa al pobre muchacho y al gobierno ruso, de manera de poder llevar a cabo lo que siempre se ha hecho y el nuevo Mr. President quiere evitar: la guerra y, con ella, suculentos contratos en armamento. El presi ya no es Aaron Eckhart sino Morgan Freeman, en cuyo rostro sereno y confiable parecen esculpirse los rasgos del hombre de estado ideal. La primera secuencia de acción anticipa las (casi) únicas bondades de Angel Has Fallen (el título original sigue la línea de las “caídas” de los films anteriores). Esto es, el nervio y la brutalidad de las escenas donde los diálogos brillan por su ausencia y lo que se pone de relieve son las explosiones, caídas, tiroteos y peleas mano a mano. Antes de ponerse detrás de las cámaras, el realizador Ric Roman Waugh (Snitch) hizo del oficio del doble de riesgo su profesión central y es evidente que aquí el énfasis no está puesto en la progresión dramática del relato o los recovecos de la psicología de los personajes como en aquellos momentos donde la acción física es ama y señora. Al fin y al cabo, Presidente bajo fuego es heredera de aquellas viejas y queridas películas de acción de los años 80, aunque sus imágenes y sonidos disten mucho de la magia cinematográfica de un Duro de matar. Así dadas las cosas, el ataque al presidente Freeman durante una sesión de pesca, con una bandada de drones explosivos, anticipa las persecuciones en auto y en camión, el avance militarizado sobre una cabaña perdida en el bosque y el sitio a un hospital en plena ciudad, set pieces de acción pura y dura que van marcando las dos horas de proyección de manera casi matemática. A diferencia de los dos films previos, donde un grupo terrorista norcoreano y otro “islámico” intentaban cargarse al líder del gran país del norte, aquí el enemigo es interno, lo cual hace mucho más difícil conocer su verdadero rostro. Será la tarea de Banning descubrirlo y ponerlo en evidencia, al tiempo que huye, como El fugitivo décadas atrás, de quienes deberían ser sus aliados. En el camino, la pantalla se llena de fuego y sangre, como corresponde a una película que nunca pretende ser más de lo que es. Nick Nolte ofrece una tardía aparición como el padre del héroe y su aspecto desaliñado eleva al linyera de Un loco suelto en Beverly Hills como un modelo de elegancia. Y Freeman… bueno, Freeman siempre cumple y dignifica, sea presidente o no.
Entre la sorpresa y el placer cinematográfico El film es un divertimento que nunca tiene vergüenza de serlo, pero también es capaz de emocionar inesperadamente al espectador. Si algo no se le puede negar a Amante fiel, ganador del premio a Mejor Director en la última edición del Bafici y segundo largometraje como realizador del actor (e inevitable “hijo de”) Louis Garrel, es su capacidad para generar sorpresa y placer cinematográfico en partes iguales. La primera escena es un ejemplo inmejorable de ello: como todos los días, Abel se prepara para salir a la calle y a una nueva jornada laboral cuando su pareja y conviviente le confirma que está embarazada de otro hombre, un amigo en común, con quien viene manteniendo una relación paralela desde hace más de un año. Eso no es todo: sin que se le mueva un pelo, le anuncia que en un par de semanas se casará con él y que, posiblemente, lo mejor sea que Abel comience a sacar sus pertenencias del departamento esa misma noche. La precisión de los cortes que marcan el juego de planos y contraplanos, el manejo del cuerpo y el rostro delante de cámara de Abel/ Garrel ante las novedades, el remate bajo la forma del gag cómico fuera de campo anticipan las formas sintéticas y tonos efectivos de la película que acaba de comenzar. Título principal, corte y elipsis. Nueve años más tarde, ese “otro” que logró pasar de la periferia al centro fallece súbitamente y el reencuentro de Abel con su ex, Marianne (Laetitia Casta, su esposa en la vida real), se produce precisamente en el entierro. A partir de ese momento comienza el desarrollo de una enorme cantidad de acontecimientos, muchos de los cuales no conviene revelar aquí, pero es indudable que Garrel y la leyenda viviente del guion Jean-Claude Carrière (mano derecha de Luis Buñuel en su etapa francesa, por citar apenas una de sus colaboraciones más celebradas) deben haberse divertido de lo lindo escribiendo las idas y vueltas de la historia, compacta con sus 75 minutos de duración total, pero repleta de hitos, giros y desvío. Si bien el punto de vista será esencialmente el del personaje masculino, otras dos voces aportan sus miradas de manera alternativa: la de la propia Marianne, cuyo inteligente y sensible hijo tiene ya unos 8 o 9 años, y la más jovencita Eve, hermana del difunto, obsesivamente enamorada de Abel desde la pubertad (papel interpretado por Lily-Rose Depp, la hija de Vanessa Paradis y Johnny Depp). La voz en off del trío de personajes es literaria y concisa, seria pero nunca grave, y transforma la descripción sucinta en otro apoyo para empujar la trama sin dilaciones. L'homme fidèle, título original menos juguetón pero un poco más ambiguo e irónico que el local, parte de la sensibilidad de un François Truffaut para deslizarse hacia las formas del cine de Phillipe Garrel –padre, mentor y una de las fuentes creativas de Louis– y recorrer luego los territorios cinematográficos de Claude Chabrol, regresando finalmente al punto de partida con breves paradas en el universo de Eric Rohmer. Sin encarnar en pastiche ni -mucho menos- demandar de la audiencia un conocimiento previo de esas influencias, la película es una suerte de batido de temas y tonos nuevaoleros que utiliza todos esos elementos para construir una fábula moral (en el sentido rohmeriano del término) con pasajes de suspenso, otros de comedia y varias instancias de educación sentimental. Un divertimento que nunca tiene vergüenza de serlo y un relato con aires conscientemente afrancesados que, de golpe y porrazo, es capaz de emocionar al espectador, de sacarle una lágrima de emoción genuina cuando el concepto de adopción aparece a la vuelta de la esquina más inesperada.