Cómo salir de la depre tirándose a la pileta ¿Qué puede tener de atractivo un grupo de hombres de mediana edad haciendo la gran Esther Williams? El modelo Full Monty trajo cola. Dejando de lado el poco agraciado y ¿ganchero? título de estreno local, el segundo largometraje como realizador del actor francés Gilles Lellouche tiene poco y nada de original. De hecho, el mismo hecho real -un conjunto de cuarentones suecos amantes del nado sincronizado, conocidos como los Stockholm Art Swim Gents- ya fue el centro de atención de un proyecto documental, Men Who Swim (2010), además de la inspiración de no uno sino dos tratamientos ficcionales en tiempos recientes: The Swimsuit Issue (2008), en la misma Suecia, y la película británica Swimming With Men, estrenada en Europa casi al mismo tiempo que Nadando por un sueño. ¿Qué puede tener de atractivo un grupo de hombres de mediana edad haciendo la gran Esther Williams? Lo mismo que un grupo de hombres de la misma franja etaria practicando el berretín del estriptís para ganarse la vida y, de paso, liberarse de ciertas ataduras. El modelo The Full Monty trajo cola, con al menos una decena de imitaciones/ variaciones/extrapolaciones y Le grand bain no es la excepción. Para Bertrand (Mathieu Amalric en plan híper relajado) la crisis de los cuarenta no vino sola: el desempleo lo ha sumido en una depresión de envergadura y el hecho de que la familia esté sostenida económicamente sobre los hombros de su esposa no ha hecho más que disminuir todavía más su percepción de valía personal, familiar y social. Corte al encuentro casual con un puñado de muchachotes que practican a duras penas las artes del nado sincronizado, un método para combatir situaciones similares o equiparables: quien no tiene problemas de dinero no anda bien en el amor o sigue viviendo en una casa rodante destartalada. La entrenadora del imposible equipo –con sus panzas escasamente aerodinámicas al aire y escasa retención de oxígeno bajo el agua– es una joven ex estrella en ese campo que no pudo evitar caer en las trampas del alcoholismo luego de un apresurado retiro (la belga Virginie Efira). Más que a un team de deportistas, la pandilla se asemeja a un grupo de autoayuda, sensación que las actividades post nado no hacen más que confirmar: un cálido encierro en el sauna que, con la ayuda de un porro, se transforma en una improvisada sesión de terapia. Montaje paralelo mediante, Nadando por un sueño descorre el velo de las vidas individuales del improbable equipo, cuyo última incorporación es el cada vez más frágil Bertrand, permitiendo algunos pasos de drama humano y un ligero pathos. De allí en más, la película tildará los ítems esperables de todo relato sobre losers empeñados en lograr un sueño imposible: la medianía como punto de partida, la posibilidad de competir seriamente, las primeras crisis, el riesgo de quiebre del espíritu grupal, un viaje iniciático y la secuencia climática final, con baile acuático a tono e instantánea y delirante mejora en las técnicas deportivas. Todo es un poco tonto y ridículo pero, más allá de algunos desvíos innecesarios del guión –como una secuencia de robo de mallas de baño realmente caída del catre–, la presencia de un reparto de experimentadas figuras de la pantalla francesa (Jean-Hugues Anglade, Benoît Poelvoorde, Guillaume Canet) logra que un producto crasamente industrial y cinematográficamente populista levante la cabeza por encima del agua y no se ahogue, aunque por poco.
En pueblo chico, el infierno es grande El caso del realizador Tate Taylor es bastante atípico. O, cuanto menos, curioso. Luego de la comedia sub-farrellyana Pretty Ugly People, su carrera tomó impulso en la temporada de premios 2011 con un caballo ganador, Historias cruzadas, y vio confirmada su pendiente hacia el prestigio con la biopic Get On Up (basada en la vida de James Brown e inédita en nuestro país) y la muy fallida adaptación del bestseller La chica del tren. Ahora, en un extraño pero bienvenido paso hacia una dimensión desconocida, el director nacido en Mississippi se mete de lleno en el terreno del suspenso y el terror psicológico. Ma cuenta con el sello de la compañía Blumhouse, especializada en horrores de presupuesto bajo y moderado –aunque últimamente se la ha visto incursionar en otros menesteres, como el último largometraje de Spike Lee, Infiltrado del KKKlan– y, en más de un sentido, la película es un thriller a la vieja usanza, con un calculado y pausado crescendo que evita la caída en efectismos desde el primer minuto de proyección. De hecho, la sangre recién comienza a correr avanzado el tercer acto, y en esa ética y economía narrativas la película remite a otras décadas en la historia del cine (de género). El otro caso extraño vinculado a Ma es el de su productora ejecutiva y villana titular, Octavia Spencer, una movida particular si se tienen en cuenta sus tres nominaciones a los premios Oscar, con una estatuilla obtenida precisamente por el rol en Historias cruzadas. Sea para devolverle el favor a Taylor, por una fascinación personal con las historias truculentas o como correctivo a la falta de personajes afroamericanos de fuste en el cine de terror, la actriz está insuperable como Sue Ann, alias Ma, una mujer de apariencia apacible y reservada que, sin embargo, tiene escondida en el ropero una colección envidiable de esqueletos. Su sonrisa afable y mirada cándida –marcas de estilo de su persona cinematográfica– sientan las bases del personaje, reversión moderna de la bruja de Hansel y Gretel, sin casa de caramelos pero con un enorme y acogedor sótano en el cual puede acomodar a varias docenas de adolescentes en plena explosión hormonal. Es así cómo termina conociendo y entablando amistad con un quinteto de chicos y chicas, estudiantes de la escuela secundaria de su pueblito de Ohio: ayudándolos con la compra de botellas de alcohol y ofreciendo el subsuelo de la casa como escenario de las fiestas más divertidas del lugar. Las marcas derivativas no son pocas, pero el guion se las arregla para que parezcan remozadas: la llegada al pueblo de una mujer y su hija (una reaparecida Juliette Lewis y la casi debutante Diana Silvers, como la heroína Maggie), la adaptación a una nueva vida en otro lugar, cómo hacer amigos en la escuela, la posibilidad del romance. Y la salida nocturna con el único plan aparentemente disponible en el lugar: emborracharse alrededor de una fogata, en un descampado, lejos de las miradas adultas. Cuando la relación entre Ma y los adolescentes se afianza, la trama avanza en tres niveles simultáneos: los traumas de juventud de Sue Ann –quien de a poco va adquiriendo actitudes similares a las de la Annie Wilkes de Misery–, ciertas historias del pasado que comienzan a encajar en el presente como piezas de un rompecabezas y la creciente intuición de Maggie de que algo huele mal en ese sótano y, aún más, en el comportamiento de su dueña. Los tópicos del suspenso psicológico le ceden finalmente el lugar al dolor y el terror físicos, aunque la incursión de Ma en los placeres de la mutilación explícita aparenta ser más poderosa de lo que realmente es, consecuencia de la construcción previa de la tensión y la reticencia a liberarla precozmente. Entrelíneas y no tanto, el guion dispara algunos comentarios sobre la vida en pueblos chicos como antesala de varios infiernos y la tensión racial, siempre dispuesta a eclosionar más allá de las correcciones del comportamiento social cotidiano.
Una ficción narrada como autoparodia Comedia dramática matrimonial y burguesa, o falso thriller, o comedia sin chistes, todo vale como ejercicio del director francés. A esta altura de la carrera de Olivier Assayas, una obra que incluye títulos como Irma Vep, Los destinos sentimentales o la subvalorada Carlos, podría pensarse que una película como Doubles vies resulta “menor”, en el sentido de escasamente relevante. Es posible argumentar esa idea y proponer que esta comedia dramática matrimonial y burguesa, radicada en ambientes cultos y literarios, con sus juegos de ficciones, realidades y “auto ficciones” (no casualmente el título internacional es Non-Fiction), es un divertimento algo superficial. El problema con esa aseveración, como parece indicarlo la gracia misma del film, es doble. Por un lado, porque deja de lado las aristas más lúdicas, usualmente ligadas a los juegos narrativos y formales, de una buena parte de la filmografía del ex crítico y realizador francés, de Demonlover a la reciente Personal Shopper. Por el otro, porque cierra los ojos ante una evidencia: la autoconsciencia reflexiva, la historia que se narra a sí misma como autoparodia. Entre otras cosas, Doubles vies es un falso thriller, un engañoso acercamiento al género abortado por la escasez de raíces, principal impedimento para que ese universo fácilmente reconocible termine de desarrollarse (en Boarding Gate el resultado era equiparable, pero siguiendo el camino opuesto: la saturación de lugares y situaciones comunes). El cuarteto de personajes centrales está integrado por dos parejas. Alain (Guillaume Canet), el editor de una prestigiosa editorial literaria, indeciso a la hora de cruzar definitivamente la frontera del papel y la encuadernación tradicional y lanzarse hacia el mundo digital, y su esposa Selena (Juliette Binoche), una actriz que en los últimos tiempos ha conocido algo parecido a la fama, gracias a su participación en una serie televisiva policíaca. Por el otro, Léonard (Vincent Macaigne), escritor de moderado éxito que no logra escapar de las trampas de la novela semiautobiográfica, y su novia Valérie (Nora Hamzawi), la asistente de un político de izquierda en pleno ascenso. La historia no se desarrolla sobre la superficie de ese cuadrilátero. Más bien, las líneas que le dan forma se cruzan –a veces casual y tangencialmente; en otras ocasiones, de manera muy íntima– y se solapan, admitiendo asimismo el ingreso de otras siluetas secundarias, que adquieren una relativa influencia en las acciones de los personajes principales. Es así que la descripción de la dinámica de las dos parejas, muy diferentes entre sí, corre en paralelo a una enorme cantidad de conversaciones –profundas algunas, otras triviales– sobre las formas contemporáneas de la trasmisión de noticias y conocimientos, la escritura y las formas de crear textos, el acceso analógico y digital a la literatura o la obsesión actual (exacerbada por la virtualidad de las redes sociales) de elevar los sentimientos y los actos de fe ideológicos por encima de la reflexión y el análisis de hechos concretos. En un simposio sobre libros digitales, Alain los describe al pasar como “libros desmaterializados”, toda una definición filosófica de la palabra escrita sin soporte físico. En el fondo, Double vies no es otra cosa que una comedia costumbrista a la cual se le han eliminado todo el humor directo y explícito y los rastros del vodevil, entendido como retrato cómico de tipos y situaciones. A la angustia de los personajes, evidenciada en parte por el exceso verbal que parece consumir sus vidas cotidianas, la película comienza a administrarle ligeras dosis de humanidad, una frescura que, lentamente, comienza a envolverlos de diversas maneras. Hacia el final del viaje, resulta claro que Assayas logró nuevamente transportar al espectador a otro de sus cuentos mentirosamente simples y directos, en un film que se permite coquetear con el absurdo en una escena y desnudar miedos y fragilidades humanas en el siguiente. O incluso hacer un chiste sobre felaciones públicas en referencia oblicua a La cinta blanca, nada más y nada menos que la quintaesencia del cine europeo circunspecto e importante.
Del escenario a la pantalla grande El de Dóberman es un caso representativo: todo aquello que puede funcionar como una máquina perfectamente engrasada sobre las tablas no necesariamente deja la misma estela en la pantalla de cine. La autora de la pieza original, la actriz y directora Azul Lombardía, traslada directa y (casi) literalmente los diálogos que pudieron escucharse en el Centro Cultural Rojas hace algunos años –donde la obra formó parte del ciclo “Óperas Primas 2013”–, repitiendo delante de cámara las performances centrales de las actrices Mónica Raiola y Maruja Bustamante. Mercedes y Mirna son los únicos dos personajes en la obra (y en la película), con la excepción de un pequeño tercer rol que anticipa los motores del conflicto central bajo la forma del chisme. El sitio donde se desarrolla el drama y la comedia hiriente es el mismo: una casa grande con patio a la vereda, en algún lugar del conurbano, aunque aquí, lógica cinematográfica mediante, la locación real reemplaza a la organización del espacio escénico. La pintura femenina que dibuja Lombardía no es precisamente amable. Separada, “superada” y con un hijo ya grande, Mercedes fuma como una chimenea mientras cocina un tuco y habla por teléfono con una amiga. En esa conversación se dispara tal cantidad de lugares comunes que pondrían colorada a la chusma de barrio más inveterada: descripciones crudas y dañinas de otras mujeres, cotilleos sobre cuernos y maternidades imperfectas, descripciones de hombres que encarnan en arquetipos banales. Envidias, celos, soledades y frustraciones también forman parte del combo. El juego que propone la autora gira alrededor de los estereotipos, por lo que no debería llamar la atención lo que está a punto de ocurrir: Mirna llega con su bicicleta y “toca el timbre” (bajo el método de batir palmas) de la casa de Mercedes, punto de partida de una conversación que irá derivando de la complicidad a la discusión y de allí a un enfrentamiento verbal y físico que surge de una sospecha de traición sentimental transformada en convicción. Madre de seis hijos y con problemas psicológicos de envergadura, la Mirna de Maruja Bustamante es una enervante máquina de hablar lentamente, como si cada palabra y frase se arrastrara hacia su destino sonoro. Ello no impedirá que, más temprano que tarde, la verdadera razón de la visita quede al descubierto. Aquí no hay boquitas pintadas, pero la influencia lejana de Manuel Puig se hace notar. Con la intención de evitar el tan temido teatro filmado (sin reflexión sobre el choque o cruce entre ambos medios), Lombardía echa mano al montaje paralelo y los movimientos de cámara constantes, recursos que no hacen más que acentuar el origen de la historia. Resulta claro que Dóberman no le teme al grotesco, pero las formas propias del cine transforman los temas y reflexiones de la obra en un relato gritón y declamatorio.
Autores y personajes en busca de una reposición El documental registra los preparativos para el reestreno de la famosa pieza teatral. La creación más exitosa del dramaturgo y director teatral Carlos Mathus, homónima de la célebre pintura de Rembrandt, no necesita presentaciones: desde su estreno original en 1972 –causa de no pocas polémicas, gracias a una breve escena en la cual actores y actrices aparecen en escena completamente desnudos– fue representada ininterrumpidamente en la Argentina durante más de tres décadas, viajando asimismo a diversos lugares del mundo. El documental de Agustín Kazah y Pablo Arévalo, que se estrena comercialmente luego de un reciente paso por el Bafici, encuentra al propio Mathus y a su colaborador más cercano, Antonio Leiva –actor en ese mítico primer ensamble hace más de 45 años y pareja del director–, iniciando un largo proceso de audiciones para la reposición de la pieza en 2017. Con una técnica de rodaje aledaña al concepto de “mosca en la pared”, la cámara de los realizadores pasa en gran medida inadvertida durante las pruebas y ensayos, al tiempo que los micrófonos individuales captan los comentarios circunstanciales de Mathus y Leiva durante los encuentros con los aspirantes. Una extensa escena con una joven actriz define el nivel de obsesión de la apuesta artística, aplicado a un pequeño gran detalle de la performance: los pies no deben desplazarse hacia atrás durante un falso “footing” sino hacia arriba, como en un salto. Al mismo tiempo, la letra del monólogo debe pronunciarse de manera clara, a un nivel audible en toda la sala y con la intensidad adecuada. Los candidatos son conscientes de que detrás de ellos se ubican varias generaciones de intérpretes que han formado parte de los diferentes elencos, forjadores, con el correr de infinitas funciones, del nivel de excelencia que requiere la representación. Algunos/as de ellos/as comenzaron anónimamente su carrera en La lección de anatomía y serían luego figuras del teatro, el cine y la televisión: Carlos Calvo, Esther Goris, Gustavo Garzón, Eusebio Poncela, Virginia Innocenti y Daniel Fanego, entre muchos otros nombres. Kazah y Arévalo toman desde un primer momento una inteligente decisión formal: expulsar las entrevistas tradicionales a antiguos miembros de la troupe o a especialistas en historia teatral describiendo procesos y anécdotas, como así también la exposición de material de archivo, excepto algunas fotografías manipuladas en el plano. Todo es tiempo presente y ansiedad por el futuro. La lección de anatomía, el film, sólo registra los preparativos para el estreno de la nueva puesta y algunos momentos de la intimidad de Leiva y no pretende transformarse en una narración didáctica sobre los alcances y límites artísticos de la creación contenida en el relato. A mitad de los ensayos Carlos Mathus enferma y muere. ¿Qué sucede cuando el sujeto central en un proyecto documental abandona el proscenio de manera definitiva? Luego de las despedidas y elegías, tanto colectivas como personales, y con el duelo a flor de piel, los realizadores continúan indagando en los preparativos de la puesta, a los cuales se suman temporalmente un par de antiguos participantes, cada uno de ellos con ideas diferentes acerca del ritmo y la vehemencia que debería marcar determinado parlamento o movimiento. Con el regreso de Leiva como nuevo director, las necesidades contractuales de llegar en tiempo y forma al reestreno se transforman también en una celebración y homenaje de la pulsión creativa del autor de la pieza. Una obra que, a pesar del tiempo transcurrido desde que vio la luz de los reflectores por primera vez, todavía parece tener un par de cosas que decir acerca de las formas en las que la familia y la sociedad en su conjunto establecen prioridades, deseos y ambiciones.
El regreso de Juan José Campanella al cine con actores de carne y hueso luego de Metegol es también su primera remake. O, mejor dicho, su primera relectura oficial: si bien la esencia de Los muchachos de antes no usaban arsénicoestá presente desde el comienzo hasta la última escena de su nueva película, el guion de El cuento de las comadrejas toma una buena cantidad de rutas alternativas a la hora de contar el cuento de la diva retirada y los viejitos asesinos. Cuando el largometraje de José A. Martínez Suárez se estrenó en abril de 1976, el gobierno de facto llevaba un mes de existencia y su historia de encierros, defensa inquebrantable del statu quo y cuerpos "desaparecidos" adoptó una posible lectura con terribles ribetes coyunturales. La historia de Mara Ordaz, la estrella de la era de oro del cine argentino encerrada en su casa con sus recuerdos, sus fragmentos de viejos films y tres hombres a los cuales detesta -el marido, el médico, el administrador-, adoptaba desde la secuencia de títulos un tono humorístico negro. La película en sí misma se transformaría simbólicamente, con el correr de los años, en uno de los últimos clavos de un ataúd imaginario, cuyo cadáver descompuesto no era otro que el de la cinematografía nacional. Campanella adopta una configuración que no expulsa por completo la oscuridad original, aunque purifica sus aires. Priman ahora, más que antes, los gags verbales ingeniosos, auspiciados por uno de los cambios más evidentes: los personajes interpretados por Narciso Ibáñez Menta y Mario Soffici se transfiguran en un ex director de cine y un guionista retirado (Oscar Martínez y Marcos Mundstock), ambos responsables de los éxitos en la carrera de Ordaz. El marido en silla de ruedas, interpretado acá por Luis Brandoni, es el sufriente compañero de la figura eclipsada por el paso del tiempo, un personaje mucho más ingenuo y pasivo que su par de 1976. Finalmente, el personaje encarnado por Mecha Ortiz regresa a la vida gracias a la única actriz capaz de generar el mismo halo de leyenda viviente: Graciela Borges. La excusa que pone en marcha la trama sigue siendo la misma: la venta del terreno dispone a los hombres a llevar a cabo un plan extremo que no excluye la posibilidad del crimen. Pero los tiempos han cambiado y allí donde habitaban la misoginia y el cinismo se produce una transformación ya clásica en el cine del director de El secreto de sus ojos: el Mal late en el corazón de la modernidad, en ese dúo de aparentes agentes inmobiliarios (Nicolás Francella y la española Clara Lago, con impecable acento porteño), caras visibles de una corporación, portadores del virus de la ley del más fuerte. Como ocurría enLuna de Avellaneda, el enfrentamiento entre dos órdenes y estilos de vida se transforma en el núcleo del relato. Campanella abandona en gran medida los juegos narrativos y formales de sus películas previas para concentrarse en el registro del sexteto de intérpretes, entronizando el plano/contraplano como amo y señor de la puesta en escena. Sin la negrura angustiante del film seminal y con una cámara funcional escasamente dispuesta al juego, El cuento de las comadrejas elabora y entrega, a pesar de sus ríspidos temas, un relato amable, un cuento de salón con moraleja servida en bandeja.
Boceto de un hombre La biopic del autor de El señor de los anillos, dirigida por Dome Karukoski, resulta tan esquemática como adocenada. Nuevo peldaño en la sobrepoblada escalinata del film biográfico, Tolkien refleja varias de las falencias del cine entendido como ilustración de toda una vida sin ofrecer casi ninguna de sus posibles virtudes. De producción estadounidense, realizador finlandés y locaciones británicas de pura cepa, esta aproximación a los años fundacionales en la vida personal y creativa de J.R.R. Tolkien –mucho antes de la publicación de El hobbit y la trilogía de El señor de los anillos– resulta tan esquemática como adocenada, a pesar de los esfuerzos de Nicholas Hoult por componer un personaje a escala humana. Desde los primeros minutos de proyección, la estructura central del guion alterna una instancia determinante en la vida del futuro filólogo y escritor –la participación como soldado en la Primera Guerra Mundial– con diversos momentos de su vida, antes de la conformación de una familia propia y el comienzo de su carrera como literato. La biopic al uso suele pergeñar momentos de revelación e instalarlos como bisagras de la historia, elemento narrativo que no es obligatorio aunque sí útil. Su uso y abuso ha generado decenas y decenas de relatos cinematográficos en los que un recuerdo de infancia o juventud marca a fuego el desarrollo del adulto, su universo y su creación. En Tolkien esa idea es llevada a los últimas consecuencias, como si cada una de las experiencias del personaje fueran simples anticipos del mundo literario aún en gestación. En el campo de batalla, el muchacho sufre de una momentánea locura de las trincheras e imagina dragones que echan fuego por sus fauces, mientras los soldados con máscaras antigás adoptan la forma de espectrales nazgûl; en el Reino Unido, en tiempos de estudio y paz, la profunda amistad con sus compañeros da origen a una cofradía con nombre propio, una “hermandad”. Hay un Sam que acompaña al protagonista en los horrores de la guerra e incluso una función teatral del ciclo del Anillo de los Nibelungos que, previsiblemente, señala la forma circular de un objeto unívoco. Casi, casi un fan service por vía indirecta. Todo relato de ficción basado en personas y hechos reales no es otra cosa que una creación independiente de ese origen. En Tolkien, el realizador Dome Karukoski y los guionistas David Gleeson y Stephen Beresford construyen un mundo unidimensional, ilustrativo en el peor sentido de la palabra, el boceto de un hombre y sus circunstancias. No se trata de pedirle a una típica producción “de prestigio” de Hollywood que se aplique a la investigación de las aristas más polémicas del homenajeado (en el caso de Tolkien, por caso, el conservadurismo religioso o su anticomunismo radical, manifestado tempranamente en su apoyo a Franco), sino de crear una silueta un poquitín más compleja, alejada de la figurita de colección audiovisual.
¿Quién engañó al peluche amarillo? En tiempos de universos cinematográficos, fan service a la carta y secuelas y reinicios al por mayor, era lógico que la galaxia Pokémon tuviera una traslación al cine de gran presupuesto. Más allá de estar basada en el largo historial de video games de Nintendo (especialmente en el que aporta el nombre de la película) y no tanto en los mangas y animés creados a partir del éxito de los juegos de consola, los avances publicitarios permitían imaginar una versión centennial y un poco más aniñada de ¿Quién engañó a Robert Rabitt?, cruza de animación y cine con actores reales montada sobre una trama pseudo policial aderezada con humor. Y algo de eso hay. Los primeros treinta minutos del largometraje de Rob Letterman –cuyo dudoso CV incluye Monstruos vs. Aliens y Los viajes de Gulliver– se anclan en una relectura ligera de los usos y costumbres del noir clásico y sus derivados post Blade Runner, al tiempo que los protagonistas tienen la oportunidad de conocerse: Tim, un joven cuyo padre detective acaba de morir en un extraño accidente en la ruta, y el más lenguaraz de los pikachus, aunque el único capaz de comprenderlo sea el muchacho. La reunión de cuatro guionistas en una película de producción de grueso calibre suele indicar una buena cantidad de borradores, lecturas y reescrituras y ese parece ser el caso de Detective Pikachu. La química entre humanos y monstruitos tiene su encanto y funciona hasta cierto punto (la acción transcurre en Ryme City, verdadero oasis para la convivencia entre seres tan diversos) y los gags físicos y verbales se suceden con relativa gracia, al tiempo que la trama comienza a avanzar, definiendo héroes y villanos y haciendo visibles elementos ocultos. En algún momento, sin embargo, y como una bola de nieve, la película comienza a adquirir cualidades elefantiásicas, las mismas que todo blockbuster moderno –sea o no de animación– parece requerir para su “correcto funcionamiento”: escenas de persecución y peligro, explosiones y cuasi desastres, todas grandotas y en fila india, esperando su momento triunfal de aparición. La obsesión por mantener el horror al vacío narrativo a distancia acarrea una acumulación de vueltas de tuerca y revelaciones de último momento capaces de marear al más inveterado de los conocedores del universo Pokémon. Tal vez los monstruos de bolsillo más famosos del mundo merecían algo un poco mejor o, por el contrario, esta película es precisamente el producto que los fans estaban esperando: al fin y al cabo, la trama está repleta de guiños, meta-referencias y vasos comunicantes con los treinta años de historia del peluche amarillo. El cine bien, gracias.
Una historia de amor y desamor Ambientada en San Pablo, esta coproducción brasileño-argentina describe la conflictiva relación de una pareja a lo largo del tiempo. Historia de amor y de desamor, pero también de deseos insatisfechos y dolores irreprimibles, el primer largometraje de ficción del brasileño (nacido en los Estados Unidos) Daniel Barosa describe la relación entre los dos protagonistas a lo largo de casi una década, dividiendo el relato en cuatro capítulos. No se trata de una estrategia novedosa en la historia del cine, aunque las marcas personales de las criaturas y su devenir en conjunto no le deben mucho a la tradición del melodrama clásico. Barosa estudió cine en la muy porteña Universidad del Cine y esa doble nacionalidad creativa se extiende tanto a la forma de producción de Boni Bonita, con aportes brasileños y argentinos, como a su reparto central. La argentina Ailín Salas nació en Brasil y su fluido manejo del portugués le permite pronunciar los diálogos sin mayores problemas; el resto, fiel a un estilo de actuación elaborado a lo largo de más de una veintena de títulos, está más relacionado con el cuerpo, las miradas, los silencios. Ella es Beatriz o simplemente Bea, una chica argentina recientemente mudada a San Pablo junto a su padre, una adolescente de quince o dieciséis años que parece estar transitando un período de mucho dolor. Tal vez de duelo. El actor y realizador paulista Caco Ciocler es Rogelio, un músico treintañero que al comienzo de la historia está a punto de atrapar algo parecido al éxito. El primer y más extenso de los episodios, rodado en un 16mm desteñido, en ocasiones fuera de foco y atravesado por las típicas rayas y manchas de la emulsión, marca el encuentro entre la muchacha y el hombre, una relación con mucho de groupie y su objeto de fascinación, aunque la agenda de Bea –tan inteligente como emocionalmente quebrada– no se acaba en la simple admiración de una figura del mundo de la música. El marco es una casa de campo con pileta y río cercano, un ambiente bucólico y liberador que, sin embargo, irá perdiendo para los personajes casi todas esas cualidades veraniegas. Un intento de separación fallido, el sexo y las marcas de la violencia autoinfligida por la huésped le ceden el lugar, en el segundo episodio –dos años más tarde–, a la aparición de los celos y la desatención, pero también, irónicamente, al comienzo de una comprensión más profunda entre ambos. Tal vez algo parecido a la amistad. Boni Bonita es también un relato sobre paternidades, maternidades y orfandades, literales y metafóricas. El padre de Rogelio es un famoso músico popular, al tiempo que el de Bea encarna en una figura ausente en gran medida. Es una suerte que el guion de Barosa nunca explicite con mecanismos “psicologistas” los vínculos que intenta representar, aunque en los últimos tramos un dejo de romanticismo formal comienza a empañar el relato. En los segmentos finales la imagen se estabiliza y su definición comienza a ser nítida y estable; si bien la película fue rodada intermitentemente a lo largo de tres años, resulta difícil dilucidar si esas alteraciones en la cualidad visual se deben a una decisión estética (en tal caso, algo caprichosa, aunque atendible) o a un cambio en los elementos técnicos durante la producción. A medida que las peleas anticipan una nueva separación, la relación entre Bea y Rogelio comienza a revelarse como única e insustituible, con matices amorosos pero también evidentes rasgos de toxicidad. La melancolía será finalmente el tono definitorio de la fábula, subrayada en pantalla por una fugaz aparición de Ney Matogrosso, vehículo para la descripción de una época que fue hermosa pero también terrible.
Muy pocas cosas en el cine argentino de hoy se parecen al segundo film de Alejandro Fadel. En parte thriller policial, en parte película de terror cósmico, en parte retrato sobre la locura,Muere, monstruo, muere comienza con una muerte y termina con una transformación física que es también una evolución hacia otra condición mental. Las mujeres de un pueblo son asesinadas de forma sanguinaria, y un dúo de agentes de la policía -un efectivo y su jefe- comienzan a imaginar que el homicida podría tener una forma diferente a la humana. Las ambiciones del director de Los salvajes, que rodó el film en su Mendoza natal, no son pocas: aquí conviven las ligazones con la literatura de H. P. Lovecraft y la creación de un clima de pavor creciente. Además de ofrecer notables interpretaciones de Esteban Bigliardi y Jorge Prado, la película encuentra en el debutante Víctor López el espejo ideal para cruzar la frontera de la insanía, donde las palabras no alcanzan para describir el horror.