La bondad diáfana de los personajes La nueva película del codirector de La Tigra, Chaco está dedicada al titiritero cordobés Rufino Martínez, quien interpreta en la ficción el papel clave del padre del protagonista. A esta altura, no resulta temerario declarar la existencia de una “Trilogía del regreso”. La apuesta del guionista y realizador Juan Pablo Sasiaín en su segundo largometraje en solitario vuelve nuevamente al punto de partida de su debut, La Tigra, Chaco(codirigida junto a Federico Godfrid), y de su siguiente esfuerzo, Choele: un personaje masculino regresa a la tierra de origen, en algún lugar del interior del país, para reencontrarse con su padre y poner a prueba varias de sus certezas, dudas y miedos personales. Los cambios en cada caso tienen que ver con la geografía, la edad del personaje principal y, desde luego, los pormenores de la trama, además del oficio del patriarca que permaneció en el terruño. Traslasierra está dedicada al titiritero cordobés Rufino Martínez, que el realizador conoció al interesarse por el mundo de los títeres y quien, además, terminó interpretando en la ficción el papel clave del padre del protagonista. Esa cualidad especular entre personaje y persona se duplica asimismo en la decisión de Sasiaín de interpretar él mismo a Martín, un joven que, como su progenitor, también se dedica al arte de animar muñecos con las manos y la voz, y que está de regreso en su lugar de crianza, en el Valle de Traslasierra, sitio donde anualmente tiene lugar un importante Festival de Títeres. La visita no es solitaria: el muchacho llega acompañado de su novia Juli (la actriz venezolana Ananda Troconis), una chica de Mérida con la cual ha compartido sus viajes recientes como artista nómade. Traslasierra impone desde el primer momento un tono reposado y amable, que seguirá siendo la marca de estilo más evidente incluso en los momentos de crisis, que gradualmente comenzarán a hacer eclosión. El reencuentro de Martín con una noviecita del pasado, interpretada por Guadalupe Docampo, no hace más que complicar aún más las incertidumbres del protagonista, en particular luego de que una inesperada novedad no puede sino implicar un cambio radical en su vida. Si la trama gira alrededor de temas tan universales como la paternidad, las decisiones de vida y la cercanía de la muerte, la forma elegida por el realizador es la misma que empapaba Choele: un naturalismo construido en base a los diálogos y los pequeños gestos, enmarcados por la belleza natural de las locaciones y una bondad diáfana en los personajes que, en más de una ocasión, rozan el pintoresquismo cinematográfico. Las bondades del film hay que buscarlas en los detalles, en la manera en la cual el realizador logra obtener de su troupe de profesionales y actores debutantes un sentido de genuina humanidad, en el humor cómplice y las miradas que dicen más que una línea de diálogo. Las reflexiones y confesiones campechanas del veterano titiritero -que tal vez tengan más de un punto de contacto con el Rufino Martínez real, fallecido poco después del rodaje, en el año 2013-, le aportan al guion un elemento de verdad. Como los títeres y su relación con aquellos que les dan la vida, un personaje puede a veces ser el reflejo fiel de quien lo interpreta.
¿Qué es ser mujer? Es la propia voz de la directora, en primerísima persona, la que hace las veces de guía de un viaje individual, colectivo y también geográfico. El tercer largometraje documental de la realizadora Marina Zeising (Habitares, Lantéc Chaná) la encuentra en el centro del relato: es su propia voz, en primerísima persona, la que hace las veces de guía de un viaje individual y colectivo (y también geográfico). ¿Qué es ser mujer? ¿Qué es ser madre? Dos preguntas, pero no las únicas, que Zeising intenta no tanto responder como poner en discusión, a partir de distintos segmentos que tienen como disparador original un confeso miedo al embarazo y el parto y su deseo de “liberarse”, tanto de los mandatos patriarcales como de las imposiciones culturales. Ese periplo la llevará a Roma -donde la famosa estatua de la Luperca, la loba romana que alimentó a Rómulo y a Remo, bautiza a esa “lupa” del título- y a Oslo, la capital de Noruega, el país de sus ancestros maternos. El uso irónico de un par de fragmentos de noticieros cinematográficos de antaño, donde la golosa voz del locutor describe a la mujer como el “ser que nació para el sacrificio y el sufrimiento, nutrida desde muy pequeña en el rol maternal”, ponen de relieve las bases patriarcales que el feminismo ha logrado resquebrajar luego de una extensa lucha. La organización del material filmado por la propia Zeising no es caprichosa, aunque muchas veces cierta desprolijidad narrativa es morigerada en el montaje por textos con evidentes afanes poéticos. En otras instancias, como el extenso segmento en el cual la directora conversa con su madre -la artista plástica Margit Ljosaa- acerca de su experiencia como mujer, esposa y madre, la película logra transmitir sin esfuerzo la compleja dialéctica entre deseo y coerción. Más tarde, la visita a una familiar noruega y las circunstancias de su matrimonio con un hombre nacido en Gambia plantean un paralelo con esa historia familiar de inmigración, vínculo indirecto que permite una reflexión sobre las múltiples maneras de entender los conceptos de pareja y maternidad/paternidad. La lucha por el aborto legal y gratuito en Italia y Argentina, las diferencias en el mercado laboral entre hombres y mujeres -en particular, durante los momentos críticos del embarazo y la lactancia-, las particularidades de la adopción, el parto domiciliario con asistencia médica y la violencia obstétrica son otros de los temas que el film analiza a través de entrevistas y reflexiones de la propia directora. La crisis de los viejos esquemas se ve reflejada en la necesidad de inventar nuevas formas de ser mujer y de ser madre (nuevas formas de “ser”, en definitiva), reflejada por la aparición de neologismos o anglicismos verbales que se repiten constantemente en La lupa: “deconstruir”, “empoderar”, “maternar”. “Lo personal es político”, afirma Zeising, y tiene toda la razón. La subjetividad, sin embargo, no siempre es la mejor aliada y una breve escena sobre el final resulta gráfica al respecto: una joven en un grupo de lactancia afirma que su hijo comenzó a descansar bien por las noches cuando decidió desoír las recomendaciones del pediatra respecto de la importancia de que su bebé durmiera boca arriba. La peligrosa “decisión personal” de no vacunar a los hijos también parte de una convicción, de un deseo íntimo.
“Habría que desenterrar la tierra” La fecha de estreno de la nueva película del docente y realizador platense es todo menos casual: un día después del 24 de abril, fecha en la cual el calendario nacional fija el “Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos”, recordatorio del inicio del genocidio armenio en el año 1915, con la detención del primer par de centenares de habitantes de ese origen en la ciudad de Estambul. Pero Acá y acullá dista mucho de ser un documental formalmente clásico; mucho menos una conmemoración oficial del Gran Crimen. El director de Las sábanas de Norberto no recurre a la voz en off o al material de archivo y todo aquel espectador que pretenda encontrarse con contextos políticos, cifras y datos históricos deberá echar mano a otras fuentes. El origen de la película no es otro que un taller cinematográfico dictado por el realizador en un colegio armenio (aunque abierto a toda la comunidad) de Valentín Alsina, hace exactamente cuatro años, cuando se cumplió un siglo del comienzo del exterminio. “Habría que desenterrar la tierra”, afirma la escritora argentina Ana Arzoumanian –y ex alumna de esa institución– cerca del final del viaje. La referencia es a una anécdota personal ligada a un viaje al país de sus ancestros, pero puede extenderse de manera metafórica al que posiblemente sea el tema central de Acá y acullá: la construcción personal y colectiva de la memoria, con sus laberintos y callejones sin salida, sus imágenes concretas y tangibles y sus fantasmas difíciles de exorcizar. Las palabras de Arzoumanian se escuchan en más de una ocasión a lo largo de la proyección, su voz y su rostro disueltos u ocultos entre otros planos visuales y sonoros, procedimiento con dejos godardianos (del Godard videasta) que Khourian utiliza de manera constante, como si se tratara de un palimpsesto audiovisual que remitiera formalmente a la propia temática del film. ¿Qué saben los chicos de sexto año de primaria sobre el genocidio, tanto los que pertenecen a la comunidad armenia como los que no? ¿Qué piensan sus padres y sus abuelos, aquellos que recibieron de primera o segunda mano la trasmisión de los recuerdos? El trabajo concreto del taller –la investigación intrafamiliar y comunitaria, el proceso de construcción de un guion– es reconvertido por el realizador en material para su propia película, que incluye algunas de las entrevistas realizadas por los alumnos. Algunas viejas fotografías en blanco y negro conservadas por familiares de sobrevivientes son desempolvadas y exhibidas en clase como parte del proyecto. “¿Qué es el cine para vos?”, escribe bazinianamente un chico en un papelito, antes de que Khourian proyecte un fragmento de un film de Flaherty. Sobre el final, algunos de los alumnos responden a la simple pregunta “¿cómo te imaginás Armenia?”. Las respuestas van de lo aprendido por la fuerza de la costumbre (el Monte Ararat como símbolo máximo) a lo imaginativo y sorprendente, en un cierre que refuerza uno de los conceptos centrales de la película: en palabras de Arzoumanian, la imaginación como práctica primordial “para hacer aparecer lo humano”.
Intensidad del realismo El director de El precio de un hombre vuelve a convocar a Vincent Lindon para internarse en un cine social “a la europea” que da cuenta de los conflictos sociales más urgentes. La nueva película del francés Stéphane Brizé es problemática, por designar suavemente su carácter más sobresaliente. Por un lado, el director de El precio de un hombre (traducción internacional del mucho más acertado título original La loi du marché, “la ley de mercado”) vuelve a imprimir en pantalla la construcción de un realismo intenso; esa clase de realismo que, merced a su capacidad de remitir a las realidades más urgentes, suele llamarse, erróneamente, semi documental. De manera constante y a intervalos casi regulares, el montaje recurre incluso a la aparición de falsos fragmentos de noticieros televisivos para reafirmar esa intencionalidad realista, casi coyuntural. Por el otro, en su búsqueda de un equilibrio entre lo narrativo y lo descriptivo, entre lo particular y lo general, La guerra silenciosa (otro título local mentiroso: no hay nada silente en esta batalla campal entre patrones y empleados) termina ingresando de lleno en los terrenos del cine social “a la europea” menos apegado a las sutilezas: aquel que señala claramente a buenos y malos y requiere de un signo trágico para subrayar aún más sus intenciones. Gran parte de las virtudes del film descansan en la notable presencia de Vincent Lindon como Laurent, un líder sindical poco dispuesto a dejar que el cierre de una fábrica de autopartes deje en la calle a unas mil familias. Se trata de uno de esos roles tan acertados en su construcción general y detalles psicológicos y emocionales que logran difuminar los rasgos del histrión, permeados por completo por la criatura de ficción. La primera escena lo muestra, junto a sus compañeros en la lucha, argumentando a viva voz con los representantes de la patronal, que acaba de traicionar un acuerdo firmado un par de años atrás con el fin de sostener los empleos. Las discusiones internas entre los trabadores en plena toma de la fábrica –y las inevitables escisiones que no tardan en acechar al grupo– y las tentativas de llegar a una solución con representantes tanto del estado francés como de la compañía (multinacional, para más datos) conforman el núcleo dramático de los primeros dos tercios del metraje. A pesar de ello, una subtrama sobre el inminente nacimiento del nieto de Laurent comienza a anticipar el derrotero del último acto, la construcción del héroe y mártir de la causa, elemento que, en términos narrativos e incluso formales, parece borrar con el codo una parte de lo escrito con la mano. A diferencia de lo que ocurría en la reciente A Fábrica de Nada, el notable largometraje del portugués Pedro Pinho y el colectivo Terratreme –en el cual las complejidades del desempleo global eran reconfiguradas en un imaginativo relato con más incógnitas que certezas–, Brizé opta por un camino que va haciéndose cada vez más angosto y que lleva a sus personajes/héroes, inevitablemente, a un camino sin salida. Las intenciones de La guerra silenciosa son interesantes y, para muchos espectadores, entrarán de lleno en el conjunto de lo loable; no deja de ser cierto que en varias escenas la película logra reconstruir, con una mirada que cruza lo universal con lo microscópico, las intensidades de una situación excepcional y la necesidad de defender aquello que es propio: el trabajo y la dignidad. Pero luego de que un intento de negociación, en apariencia definitivo, termina en un acto de violencia, todo comienza a derrumbarse rápidamente: la posibilidad de un acuerdo para los empleados despedidos y la película misma. La última escena funciona como un deus ex machina a la inversa y no es tanto abyecta (esa muletilla tantas veces sobreactuada) como innecesaria y torpe, confirmación de ciertos problemas de construcción dramática e ideológica que el film ya venía presentando desde mucho antes. No es casual que Brizé decida cambiar radicalmente el formato audiovisual de ese último plano, consciente tal vez de que se le está yendo un poco la mano.
La vida sobre cuatro ruedas El mundo visto por un taxista rosarino es otro ejemplo de ejercicio dramático enraizado en un cine que tiene su origen en la modernidad de los años '50 y '60. La tentación es poco menos que inevitable, pero bautizar a 1100, largometraje debut del realizador Diego M. Castro, como “el Taxi Driver rosarino” es bastante injusto. En principio, porque las diferencias con la célebre película de Scorsese -más allá de sus logros y deméritos- son demasiadas para sostener la equivalencia. El título numérico remite a la cifra de la licencia de taxímetro del automóvil que Leo maneja durante el día y una parte de la noche. Chofer empleado sin auto propio, el comienzo del film lo encuentra al volante, trasladando a un pasajero cuyo arranque de tos deja de ser molesto para transformarse en preocupante. En esos primeros minutos de proyección, durante los cuales Castro alterna planos de los dos hombres, las miradas por el espejo retrovisor y algunas imágenes del ingreso a Rosario, revelan una de las mejores armas de la película: la construcción de una tensión generada por detalles particulares que, a la vez, son el reflejo de nerviosismos y angustias globales, marcadamente urbanas. Un paquete olvidado en el asiento trasero, cuyo contenido es incierto pero definitivamente sospechoso, se transformará en un eje narrativo falso, un típico Macguffin a partir del cual el realizador desarrolla su descripción de personajes, espacios y conflictos, muchos de ellos del orden de lo social: sin caer en lo excesivamente enfático, la historia describe la interacción de clases en el ámbito de la ciudad, sus anhelos de ascenso, los miedos y sospechas ante la presencia de un otro diferente. La relación de Leo con su novia no parece estar atravesando el mejor momento y en esas escenas cotidianas la película refuerza su intencionalidad observacional, en desmedro de una construcción narrativa más clásica. Por ese camino, 1100 se transforma en un ejemplo de ejercicio dramático enraizado en cierta clase de cine que tiene su origen en la modernidad de los años 50 y 60 y que en las últimas dos décadas ha ganado tantos adeptos que sería posible, con algo de esfuerzo e imaginación, pensarlo como género cinematográfico en un sentido estricto. El guion de 1100 -que contó con el asesoramiento del realizador Juan Villegas- se esfuerza por extender una pátina descorazonada a cada una de las escenas, mientras las imágenes y sonidos de los noticieros en los televisores pasan revista a diversas situaciones conflictivas y crímenes. El mundo de la película -cuyo reparto y equipo técnico y artístico es casi por completo santafesino- es triste y roído, marcado por signos de descomposición individual, familiar y social y un malestar generalizado. Diego M. Castro esquiva el sentido del humor como si se tratara de una peste y es esa particular línea de solemnidad -algo impostada, aunque disfrazada de dureza realista- la que evita que la película dé un paso más en sus logros generales.
Reencuentro que es también un homenaje En el abordaje de su tía-abuela de 90 años el realizador utilizó las armas del registro documental, aunque el espectador se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. “Todo lo que yo quería me lo llevaron. ¿Quién? La vida, hijo”. Eso dice, medio en serio, medio en broma, Flora Schvartzman en un momento de Flora no es un canto a la vida, primer largometraje del actor y realizador Iair Said. Iair es el sobrino-nieto de Flora, una señora de unos noventa años que, en más de una ocasión, afirmará a cámara que su muerte está cerca. Podría decirse que todos o casi todos tenemos en nuestra familia de sangre o en la política a alguien como Flora, una mujer quejosa y malhumorada (aunque dueña de una extraña simpatía) que nunca tuvo hijos y que, a determinada edad, ha perdido a gran parte de sus seres más cercanos. Said, avezado cortometrajista, encaró el proyecto, personal en todo sentido, con las armas del registro documental –por momentos, de guerrilla, con imágenes semi amateurs–, aunque el espectador constantemente se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. A poco de comenzar la proyección, el director/coprotagonista aclara, sin pelos en la lengua, que la recientemente reiniciada relación con la anciana, alejada durante un tiempo por peleas familiares, tiene un fin claro: heredar el departamento de Flora en pleno barrio de Flores luego de su muerte. El problema es que el piso ya tiene un futuro dueño: un instituto israelí dedicado a la investigación científica. ¿Podrá el joven, que todavía vive con su madre, convencer a la propietaria de cambiar su testamento y legarle el cuatro ambientes con balcón a la calle? En su carrera como actor, Iair Said ha creado –a partir de personajes ligeramente tímidos, ligeramente torpes, a veces enormemente acomplejados– una suerte de persona cinematográfica fácilmente reconocible (ver Mi Primera Boda, de Ariel Winograd, o Acá adentro, de Mateo Bendesky). Algo de eso permanece en Flora no es un canto… y, nuevamente, vale la pena preguntarse cuánto hay aquí del Said real y cuánto de creación para la cámara. Es parte del juego que propone el film, que, a pesar de coquetear constantemente con el humor negro, nunca termina de caer en sus garras. En los últimos tramos, cuando un geriátrico se transforma en la única alternativa para el cuidado de la tía, el relato comienza a transformarse en una despedida, una suerte de réquiem cinematográfico tan íntimo en sus particularidades como universal en sus resonancias. “No puedo creer que esté tan vieja”, dirá Flora un poco más tarde, ya como una forma de memento mori audiovisual. En ese momento aparece la humanidad detrás del vínculo, que hasta ese momento había sido presentado en pantalla de manera algo brutal y, en más de una ocasión, incómoda. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, reza una placa al comienzo. Más allá de la veracidad de esa afirmación y de la suerte del departamento, el resultado final de la película se parece más a un homenaje que al registro del intento de una toma, sea esta emocional o edilicia.
La vuelta de tuerca que Henry James no imaginó El biógrafo Leon Edel pasó una buena parte de su carrera investigando y escribiendo acerca de la vida del gran escritor estadounidense Henry James. En algún momento de ese proceso debe haberse sentido como el protagonista innombrado de Los papeles de Aspern, una de las novelas breves más reconocidas del autor de Otra vuelta de tuerca: un crítico literario obsesionado con los detalles biográficos de su amado y fallecido poeta, un tal Jeffrey Aspern. Esta afectada, por momentos grotesca traslación cinematográfica del texto literario -publicado originalmente en 1888- toma además elementos de la puesta teatral de Jean Pavais, a su vez deudora de la versión de 1959, adaptada y producida por Michael Redgrave. Pero más allá de tratarse de un asunto de familia, Los papeles de Aspern, el debut como realizador del actor y modelo francés Julien Landais, no le hace los honores a nadie: ni a Papá Redgrave ni a su hija Vanessa ni a su nieta Joely Richardson (madre e hija, protagonistas femeninas de la película). Ni siquiera a los biógrafos obsesivos como Edel. Mucho menos, al propio James. Los temas centrales, como el incipiente culto a la celebridad, y el esqueleto narrativo del libro dicen presente: la vida privada de un personaje famoso y la confianza depositada en aquellos que lo conocieron y sobrevivieron son puestos a prueba cuando el biógrafo en cuestión (aquí llamado Morton Vint) se acerca a la pequeña mansión veneciana de Juliana Bordereau (Redgrave) y su sobrina Tina (Richardson) con la secreta intención de obtener una serie de cartas íntimas escritas de puño y letra por el extinto bardo, utilizando para ello toda clase de estratagemas y métodos de presión y seducción. Como Vint, Jonathan Rhys Meyers no podría estar peor: las morisquetas y aspavientos con los cuales acompaña cada uno de sus parlamentos parecen una parodia del estereotipo de “cine de época prestigioso”. Posiblemente no sea enteramente su culpa, ya que los personajes secundarios están a tono con ese irrisorio grado de intensidad. Confinadas a un espacio escénico más reducido, las dos actrices centrales tiran un ancla en las aguas de la respetabilidad actoral, pero no es suficiente para evitar que el barco siga a la deriva hasta las escenas finales. Y así avanza el relato, con una absoluta falta de imaginación para hacer de las locaciones reales del palacete algo más que un set “bonito”, las líneas de diálogos simples herramientas sin vida propia. Sin embargo, nada prepara al espectador para el ridículo de los flashbacks a los años mozos de Juliana y su relación con Aspern y otro joven poeta, cruza entre publicidad de artículo de lujo, videoclip con estética del Romanticismo y toques anacrónicos (¡esos reflejos en el cabello de Aspern!) y el más berreta erotismo softcore circa 1990. Mientras suben los títulos de cierre es imposible no imaginar qué hubiera ocurrido si el proyecto hubiese quedado completamente en manos de James Ivory, uno de los productores ejecutivos del film.
Un mensaje desde el pasado y el presente Abogado, actor, activista, compositor, cantante pero, por sobre todas las cosas, salsero, Rubén Blades recibe el tratamiento oficial (y con aires de documento definitivo) de la mano del realizador panameño Abner Benaim, confeso admirador del músico y, según se desprende de varias entrevistas periodísticas, amigo personal desde el momento en el que le mostró su primer largometraje, la comedia Chance (2009). Esa comunión entre director y homenajeado es un arma de doble filo. Por un lado, la cercanía y la confianza del autor de “Pedro Navaja” con el responsable de retratar su vida en pantalla es el elemento que, con toda seguridad, permitió que el simple anecdotario le ceda el lugar a la autorreflexión. Incluso a la confesión. Por el otro, son esas mismas virtudes las que acercan a este documental, en ciertos momentos, a la hagiografía. Pero son las instancias menos “santificadas” las que permanecen en la memoria, como cuando Blades afirma sin tristeza que tiene más pasado que futuro, una frase que no muchos artistas serían capaces de articular y hacer pública. “Yo no me llamo Rubén Blades”, afirma en otro momento, poco después de visitar el edificio donde vivió durante una parte de la infancia, en la ciudad de Panamá. Acompañado por la cámara y el equipo de rodaje, el cantante se detiene en un rellano e improvisa una versión a capella de “All the Way”, el clásico de Frank Sinatra, escena emotiva que, a la vez, confirma el amplio espectro sonoro de su voz. A partir de allí, la película recorre su carrera de manera más o menos cronológica, desde la grabación de una de sus primeras composiciones a finales de los años 60 hasta sus giras más recientes. Incluyendo, desde luego, el punto máximo de popularidad, cuando “Plástico” convocaba a decenas de miles de fans y la unión creativa con Willie Colón le aportaba complejidad musical y política a un género hasta ese momento asociado con el baile y la distención. Amante obsesivo de la historieta (la película exhibe en todo su esplendor una inmensa colección de comics y figuras de acción, con más de un incunable), Blades ha sido un neoyorquino de pura cepa desde su mudanza a los Estados Unidos hace varias décadas. Según afirma en uno de los momentos más reflexivos, las paradojas de una vida sin dificultades económicas -lograda merced a las letras de algunas de sus canciones, descripciones de la pobreza y la marginalidad- le han generado más de una contradicción ética. “Por escribir sobre las dificultades de la gente estoy ganando dinero y viviendo mil veces mejor que Pablo Pueblo”. Allí es donde entra en juego el concepto de “servicio público” y el documental describe, sucintamente, la fundación del Movimiento Papá Egoró en los años 90, poco antes de presentarse como candidato a presidente en su país natal. Un paso hacia la esfera de la política profesional que no pocas estrellas de la música o la actuación han dado a lo largo y a lo ancho del mundo, de punta a punta del espectro político. La aparición de un hijo de 37 años que nunca había sido reconocido es completamente blanqueada por la película, aunque su desarrollo no excede los tres o cuatro minutos de metraje. “Éramos como los Beatles”, exclama el músico al recordar un recital a pleno en el Capitol Theatre, del cual puede apreciarse un extenso fragmento. No será el único: Yo no me llamo Rubén Bladesno defraudará al seguidor del panameño en ese departamento, aunque los comentarios de otros famosos músicos internacionales como Sting o Paul Simon se sienten demasiado breves y de compromiso, como si hubieran sido “robados” en algún alto de otra actividad. Hacia el final, Rubén Blades confirma una intuición: el documental de Benaim es parte de su testamento, un mensaje desde el pasado y el presente hacia las generaciones futuras. Un colega suyo, más cercano geográficamente, podría haberlo titulado “Salsa para vivir”.
Relato de iniciación y descubrimiento Los paisajes de Islandia suelen ser tan particulares que, para una mirada extranjera, sólo pueden ser contemplados como exóticos. La realizadora Ása Helga Hjörleifsdóttir aprovecha esas características topográficas y la altura del sol cerca del horizonte durante las noches para envolver su ópera prima con una capa de extrañeza, elementos que le sirven para apuntalar el tono de fábula realista de El cisne. “Había una vez una niña que vivía en una casa en la costa”, afirma la voz en off al comienzo de la historia, reforzando así el concepto de cuento infantil y definiendo, al mismo tiempo, el punto de vista casi excluyente de la película. Sól debe tener unos diez años y sus padres han decidido enviarla a la casa de campo de sus tíos durante una temporada. Las razones nunca se explicitan (se habla al pasar de un hurto), pero es evidente que el comportamiento de la niña deja bastante que desear y es posible que la dura y exigente vida en una granja enderece un poco su carácter. Tampoco resulta evidente al principio, pero la película dejará en claro que Karl y Ólöf han recibido a jóvenes problemáticos con anterioridad. A poco de instalarse en el nuevo hogar, la falta de señal en el teléfono anticipa no pocos cambios en la vida de la recién llegada, quien observa aquello que la rodea en silencio y con un semblante que denota enojo y desilusión. Luego, la casa irá poblándose. Primero llegará un muchacho veinteañero, un viejo conocido de los dueños de casa, obsesionado con la escritura. Más tarde será el turno de la única hija del matrimonio, cuyos problemas personales e inestabilidad emocional son aún mayores que los del joven. El cisne está construida desde el guion como un relato de crecimiento y de descubrimiento, no sólo de conceptos como la vida y la muerte -graficados de forma diáfana en el nacimiento y sacrificio de un novillo- sino también de las complejidades del mundo adulto. Y de la sexualidad, que Sól lógicamente no logra comprender del todo, aunque su sensibilidad le permita intuir que se trata de otro aspecto complejo en las relaciones humanas. “Me gusta inventar historias”, le dice Sól a su compañero de cuarto, que se pasa las noches escribiendo en sus cuadernos o paseando bajo la tenue y perenne luz crepuscular de la madrugada. No serán almas gemelas, pero esas ansias por algo indefinido (y cuya ausencia causa dolor) los hermana, transformando ese vínculo en el más fuerte y transformador del relato. Basada en la novela homónima de Guðbergur Bergsson (traducida al español y publicada hace más de dos décadas), El cisne describe visualmente los cambios de su protagonista a mitad de camino entre la descripción naturalista y el esbozo de un impresionismo onírico, que el film reserva para pasajes que funcionan narrativamente como bisagras. La leyenda local de un cisne capaz de hipnotizar a quien lo mira se convierte así en el símbolo de los cambios que Sól ha comenzado a transitar en su vida.
¿La reencarnación de David Bowie? El reconocible logotipo de Orion Pictures, marca resucitada en tiempos recientes, envuelve al cinéfilo melancólico en un aire de familiaridad. Pero no tanto como lo que sigue: el título original The Prodigy impreso en la pantalla en una tipografía y color rojizo que remedan a los de El exorcista. Y por ahí van, en parte, los tiros, aunque el nuevo largometraje del especialista Nicholas McCarthy –cuyos esfuerzos previos, El pacto y Home, ya transitaban por senderos bastante desgastados– también buceará por las aguas de clásicos como La mala semilla o La profecía y títulos no tan conocidos por el gran público como la notable y olvidada Joshua, de George Ratliff, entre muchos, muchísimos otros. Escrita con esa intencionalidad derivativa como horizonte por Jeff Buhler (responsable del guion de la inminente remake de Cementerio de animales), la secuencia de apertura describe en imágenes lo que se explicará con palabras más adelante: un asesino serial con predilección por la tortura y la mutilación cae ante las balas de la policía y su alma o espíritu o fuerza vital es absorbida, en ese preciso instante, por un niño a punto de nacer. Llámese posesión, usurpación de un cuerpo ajeno o “reencarnación”, como la denomina un especialista en esas lides interpretado por el canadiense Colm Feore, lo cierto es que el pequeño Miles comienza a hablar a los cuatro meses y a los cinco años ya demuestra tener una inteligencia muy superior a la media. Además de un ojo marrón y otro azulado, “como David Bowie”, según afirma su orgullosa madre. Con ocho abriles recién cumplidos, el niño también comienza a desarrollar un patrón de conductas extremadamente agresivas, lógico motivo de preocupación de sus padres (Taylor Schilling y Peter Mooney), que inicialmente sólo pueden imaginar una seria enfermedad de orden psicológico o neurológico. A pesar de todas las evidencias que parecen indicar otro origen para el mal, como los extensos soliloquios en húngaro –con marcado acento de una región particular– que el pequeño farfulla mientras está dormido. No pasará mucho tiempo antes de que la mascota de la casa aparezca despanzurrada y la pobre madre decida tomar al toro por las astas. Aunque, claro, ¿quién puede matar a un niño? Menos aún si se trata de la propia descendencia. Producción típica de molde seriado, en su vertiente “horror infantil”, Maligno se sostiene en parte por la seguridad actoral del reparto adulto (al niño se lo dirigió para que sobreactúe un poco su maldad intrínseca), aunque la previsibilidad de actos y consecuencias se ve venir, valga la redundancia, a varios kilómetros de distancia. En última instancia, se trata de otro cuento de terror producido en la cadena de montaje, con profesionalidad pero escaso ingenio. Y menos aún interés por generar algo diferente a los dictados del manual de instrucciones estándar de la industria, sección sustos.