Piluso reducido al bronce Al modo de un documental televisivo, pero con extensas recreaciones ficcionales, la produción familiar del clan Olmedo se conforma apenas con apelar a las anécdotas y la nostalgia. El martes 5 de marzo se cumplieron 31 años de la inesperada y trágica muerte de Alberto Olmedo, uno de los comediantes más populares en la historia del teatro, la televisión y el cine argentinos. Olmedo, el rey de la risa, dirigida por uno de sus hijos, Mariano Olmedo, se estrena a tiempo para conmemorar esa fecha, confirmando a la vez el tono general del proyecto: la celebración total del homenajeado. Más cerca del documental televisivo -con extensas recreaciones ficcionales de una parte de su vida- que de cualquier formato cinematográfico conocido, la película pone primera con un fragmento de uno de sus últimos ciclos en la televisión, ejemplo del carisma y la picardía del comediante, como así también de su reconocida capacidad de improvisación, de poder transformar la famosa cuarta pared en un vidrio tan translucido como quebradizo. Lo que sigue es bien diferente: la conductora Marcela Baños interpreta a una periodista (un alter ego de ella misma o alguien más, da lo mismo) notablemente feliz por haber conseguido una entrevista con Mariano Olmedo. Hacia el domicilio de su empresa productora se dirige de inmediato, donde una “entrevista” con el hijo del capocómico da inicio al recorrido biográfico. Las imágenes de Mar del Plata, ciudad eternamente ligada a la vida profesional y privada de Olmedo, le ceden el lugar a un puñado de escenas de ficción que intentan describir su infancia y primera juventud. Con un cuidado en el diseño de arte que no se condice con la más que convencional puesta en escena, la película dentro de la película recorre las primeras changas de Olmedo siendo apenas un niño, en una verdulería y una carnicería de su Rosario natal, inevitable apoyo económico a la familia luego de la muerte de su padre. La elipsis no tarda en llegar y el joven da sus primeros pasos en la comedia teatral, poco antes de dar el salto y viajar hacia la conquista de Buenos Aires. La silueta que se dibuja es cercana al bronce, similar a la descripción somera de un prócer en una revista infantil de aquellos tiempos. El tono celebratorio continuará luego con el aporte fugaz de figuras como Moria Casán, Diego Capusotto, Dady Brieva y Guillermo Francella. Sólo Palito Ortega se anima a correrse un poco de ese sesgo marmóreo, describiendo indirectamente una era, con sus luces y algunas de sus sombras. Pasando revista al hiper popular Capitán Piluso y a las primeras experiencias cinematográficas junto a Jorge Porcel, a sus peleas con Alejandro Romay y al éxito de No toca botón, entre otros ciclos televisivos, El rey de la risa va tildando los casilleros obligatorios sin atreverse a raspar la superficie de una vida tan agitada como llena de zonas grises. Los otros hijos de Alberto Olmedo acercan anécdotas familiares, en su mayoría poco trascendentes, al tiempo que el material de archivo aporta momentos de legítima nostalgia. Es muy probable que el hecho de haber sido gestada y producida en el seno de su propia familia haya impedido acercarse a las aristas menos amables o más misteriosas del comediante, pero los trazos finales que dibuja la película son tan insustanciales como un aguafuerte que ha quedado inconcluso.
En las antípodas Las dificultades de todo tipo (lingüísticas y económicas, además de aquellas ligadas al desarraigo) que el protagonista sufre en carne propia del otro lado del planeta comienzan a acercarlo, cada vez más, hacia aquellos a quienes consideraba sus enemigos naturales. Lo logrado por Federico Marcello y Pablo Zapata -director y productor, respectivamente, de De acá a la China; ambos protagonistas- es destacable por partida doble. Por un lado, su largometraje ultra independiente, que anduvo circulando por el país en la mejor tradición de los cines ambulantes de comienzos del siglo XX, vuelve a demostrar que -no sin esfuerzos de por medio- es posible producir cine en nuestro país siguiendo caminos alternativos. Por el otro, aquello que, en un primer momento, aparentaba ser apenas un relato costumbrista y superficial sobre un particular método de venganza deviene en una fábula sobre los dolores de los migrantes que aterrizan en tierras extrañas para comenzar una nueva existencia, signada por el trabajo arduo y el sacrificio personal y familiar. La vida de Facundo (Marcello) está envenenada por un trauma del pasado: el almacén de su padre en el barrio de Saavedra, otrora floreciente en sus propios términos, debió cerrar durante los años 90, cuando los supermercados chinos comenzaron a florecer de forma exponencial. Dos décadas más tarde, el muchacho intenta algo imposible y, ciertamente, absurdo: viajar a las antípodas junto a su mejor amigo y poner en marcha un mercadito argentino en Xiamen, en la provincia de Fujian, lugar de origen de la gran mayoría de los inmigrantes chinos instalados en nuestro país. Un dibujo de Maradona en la marquesina invita al descubrimiento de lo exótico y productos nac&pop como la yerba mate y el dulce de leche se transforman en los cimientos de la imposible invasión. El recuerdo de Fuckland, la película de José Luis Márques que imaginaba una recuperación de las Islas Malvinas a partir del embarazo masivo de isleñas, puede llegar a presentarse como una desafortunada sombra durante los primeros minutos de proyección. Minutos después, resulta claro que el tono y las intenciones de De acá a la China son bien distintos: las dificultades de todo tipo (lingüísticas y económicas, además de aquellas ligadas al desarraigo) que Facundo sufre en carne propia del otro lado del planeta comienzan a acercarlo, cada vez más, hacia aquellos a quienes consideraba sus enemigos naturales. Y lo hace con humor y una capa de melancolía que le suma profundidad a la historia. A poco de instalarse, el dúo de argentinos sale a matear a la vereda con la intención de llamar la atención de los posibles clientes. En momentos puntuales, el protagonista entra en una suerte de trance, al tiempo que el ciudadano chino más cercano le recita algún retazo de sabiduría confuciana. Cerca del final, poco antes del desenlace, uno de los personajes secundarios -un chino algo bohemio al cual todos llaman Momo- termina zapando una versión en mandarín de “El país de la libertad”, de León Gieco, puente metafórico entre dos culturas muy diversas. Rodada con un reparto binacional de actores no profesionales -incluido, desde luego, el propio Federico Marcello-, la película, que comenzó como un proyecto de largometraje documental sobre la inmigración china en nuestro país, fue transformándose lentamente en otra cosa, un relato ficcional que nunca llega a ocultar por completo su carácter de fantasía bajo una capa de realismo formal. Si algo le sobra a De acá a la China, verdadero objeto artesanal, es honestidad intelectual y ganas de hacer cine.
¿Qué se habrán fumado? La película dirigida por Steven Knight empieza como una versión moderna de Moby Dick, con un atún gigante en lugar del famoso cachalote, sigue como un neo-noir y deriva luego hacia una cruza entre el drama familiar, el thriller erótico y la fantasía sci-fi. Cabe preguntarse qué extraña sustancia pudo haber consumido el guionista y realizador británico Steven Knight a la hora de gestar y dar a luz a Obsesión. Sus dos largometrajes previos como director, Redemption y Locke, habían demostrado cierto nervio de raíces clásicas y los guiones de películas como Aliados, Himno de libertad y Promesas del este confirman, por otro lado, una versatilidad profesional a prueba de balas. Pero Obsesión… Obsesión es otra cosa. Lo que parte del casillero uno como una versión moderna de Moby Dick, aunque reemplazando al famoso cachalote por un atún gigante, se introduce velozmente en el terreno del neo-noir para derivar luego hacia una cruza entre el drama familiar, el thriller erótico en su vertiente más ochentosa y la fantasía sci-fi con universos encapsulados, al mejor estilo Nolan. Todo junto y al mismo tiempo, en la (peor) tradición del pastiche cinematográfico, como un océano de aguas embravecidas por la ingente cantidad y origen de sus afluentes. Sobre esa superficie poco estable navega Baker (Matthew McConaughey, dueño de un bronceado envidiable), el capitán de un pequeño yate de pesca -el Serenity del título original-, un hombre que parece haberse escondido del mundo y con varias vidas previas enterradas en el pasado. Entre paseos con turistas y clavados en el mar transcurren sus días y noches y lo único que parece sacudirlo un poco de su estado catatónico, potenciado por el alto consumo de alcohol, es un enorme atún que se resiste a ser pescado. Eso y algunas tardes en la cama con la vecina, interpretada por la siempre descollante Diane Lane. La rutina se ve alterada de manera notable cuando a la pequeña Isla Plymouth llega Karen, una ex que supo abandonar a Baker luego de su periplo militar en Irak para casarse con un millonario afecto a las humillaciones y las golpizas. La joven no es otra que Anne Hathaway, en plan Veronica Lake (o Jessica Rabbit, da lo mismo), con una larga melena rubia tapando la mitad del rostro y un plan para terminar de una vez por todas con los maltratos. En otras palabras, una femme fatale de pura cepa. De allí en más, Obsesión caminará tantos senderos y ofrecerá al espectador tantas vueltas de tuerca -que, en su mayoría, pueden anticiparse varios minutos antes- que resulta imposible resumirlas en tan pocas líneas. Baste decir que el relato incluye una conexión a distancia, mental o espiritual, con el hijo del protagonista (que puede ser simbólica o muy real) y un precoz programador de videojuegos que esconde un as narrativo bajo la manga. Todo se ve bastante ridículo y cada nueva capa de sentido no hace más que potenciar esa sensación. La película es consciente de ello, pero no de manera lo suficientemente clara y honesta como para dar el gran salto y tomarse todo literalmente a la chacota. En su lugar, triunfan la solemnidad, la falsa gravedad y la posibilidad de que en el fondo todo sea una tomadura de pelo. Cabe preguntarse qué hubiera pasado si Knigh hubiese fumado un poco más de esa extraña sustancia antes de sentarse a escribir.
Una cosmovisión milenaria Fábula realista sobre un mundo en peligro de extinción, Wiñaypacha (que quiere decir "esperanza" en aimara), vuelve a plantear la vieja antinomia entre culturas originarias y la civilización blanca. Según declaraciones del director Óscar Catacora durante el estreno mundial de Wiñaypacha en el Festival de Lima, sus abuelos paternos estuvieron a cargo de su crianza en las alturas montañosas del distrito de Ácora, en el sur del Perú, durante un par de temporadas. Fue en ese momento que el idioma aimara (el único que se escucha en la película) le fue transmitido oralmente al futuro realizador, que abandona el estilo de sus anteriores esfuerzos, El sendero del chulo y La venganza del Súper Cholo -coqueteos con el cine de gangsters y el de superhéroes en plan conscientemente poco refinado-, para escribir y dirigir un largometraje que es deudor tanto de las enseñanzas del neorrealismo como de los tiempos y la estética de ciertos “cines periféricos” contemporáneos. Un film que, en parte por ello mismo, evidencia unas incontenibles ansias de participación en festivales internacionales. Wiñaypacha es también un proyecto familiar: un repaso por los títulos de cierre confirma el apellido Catacora en los más diversos roles, incluida la actuación central de Vicente Catacora, abuelo materno del director y actor debutante. Más allá de los elementos autobiográficos que la historia pueda o no contener y de la presencia de una pareja de ancianos como únicos protagonistas, lo cierto es que la historia de Wiñaypacha (traducido al español como “eternidad”) es tan universal como únicas sus particularidades geográficas, lingüísticas y culturales. Willka y Phaxsi viven en una tradicional casita de piedras y paja en un lugar aislado, en medio de las montañas. Su estilo de vida, marcado por la circularidad de una cosmovisión milenaria, escasamente contaminada por la modernidad, podría hacer pensar que la historia transcurre hace cincuenta, cien o doscientos años. Sólo la presencia de una caja de fósforos y el recuerdo constante de un hijo que se marchó a la gran ciudad -y que no los visita desde hace demasiado tiempo- traicionan esa sensación de atemporalidad. Willka y Phaxsi (Sol y Luna en aimara) llevan a pastar a las cabras, mastican coca para combatir el cansancio, celebran el legado de sus antepasados en una ceremonia, se pasan mutuamente un ovillo de lana que servirá para tejer un nuevo poncho, arreglan el techo que ha comenzado a dejar pasar el agua de la lluvia. Eso mismo que vienen haciendo desde hace décadas, desde pequeños -como lo hicieran también sus padres y abuelos-, sólo que ahora con algunos achaques lógicos de la edad. Durante los primeros minutos de proyección, al tiempo que la cámara registra acciones y objetos con un lente antropológico, resulta difícil no advertir cierto pintoresquismo, favorecido en parte por la belleza natural de los paisajes andinos y la cualidad fotográfica de los planos, fijos y usualmente extensos. Ese cuidado primoroso en los encuadres choca a veces con la tosquedad de las actuaciones y una tendencia a explicitar las emociones de los personajes a través de los diálogos. Es algo que, de a poco, va perdiendo fuerza frente a la lógica interna de la narración, que va construyéndose como una fábula realista. La idea de un mundo en peligro de extinción y la antinomia entre visiones diferentes, representadas por la pareja y su hijo “perdido” en la civilización, se entrelazan con las señales de los dioses y los malos augurios, transformados en golpes reales en la vida cotidiana de los protagonistas. Es allí cuando Catacora, como Phaxsi cuando le pide al viento que deje su flojera, parece invocar a los espíritus de la parábola para intentar detener el abandono y el deterioro de aquellos que están más cerca de la muerte: los ancianos y las culturas originarias.
Al modo de los hermanos Dardenne Como en el cine de los autores de El hijo, la protagonista de La boda también tiene que tomar decisiones difíciles, pero la película termina poniendo el acento en el choque cultural y religioso entre las distintas generaciones de inmigrantes. Cuando el reconocido actor belga Olivier Gourmet hace su primera aparición --que será, apenas, secundaria--, bien avanzada la proyección de la película de su compatriota Stephan Streker, la ligazón con el cine de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne queda simbólicamente confirmada. Es que La boda, con su joven protagonista obligada a tener que tomar no una sino dos difíciles decisiones personales, posee algunas de las marcas del cine de los directores de El hijo y El niño, ambas protagonizadas por Gourmet. Streker, sin embargo, no adhiere por completo al estilo seco dardenneniano y su tercer largometraje forma parte de una cierta tendencia del cine europeo contemporáneo: la descripción del choque cultural y religioso entre las distintas generaciones de inmigrantes, entre aquellos que llegaron tiempo atrás desde un país remoto y sus hijos e hijas nacidos en suelo adoptivo. Una convivencia cotidiana -en el hogar y afuera, en el mundo- con usos y costumbres no siempre compatibles y, en más de una ocasión, indisimulablemente enfrentados. Zahira Kazim, hija de inmigrantes paquistaníes -y, por lo tanto, musulmanes- afincados en un suburbio de Bruselas, acaba de cumplir los dieciocho años y todavía se encuentra cursando el último año de la escuela secundaria cuando se entera de un embarazo no buscado. Ya la primera escena la ubica entre la espada y la pared: practicarse un aborto, como desean sus padres y su hermano mayor, de manera de poder mantener las apariencias, o seguir adelante con la gestación a espaldas de la familia. Zahira (la muy expresiva actriz debutante Lina El Arabi) duda, reflexiona y vuelve a dudar, y es entonces que la situación se complica aún más cuando se le anticipa, sin lugar a pataleos, que deberá elegir entre tres pretendientes paquistaníes y casarse en la madre patria siguiendo al pie de la letra las costumbres. No sólo Papá (el iraní Babak Karimi) y Mamá resultan extremadamente conservadores; también su hermano está dispuesto a convencerla de que lo único correcto es seguir las reglas de la tradición. Si hasta su hermana mayor, quien pasó en su momento por un trance similar y llega desde el extranjero para ayudar en el asunto, le comentará que una cirugía de reconstrucción de himen y tener mucha paciencia son la solución para todos sus problemas. La boda alterna los diferentes puntos de vista de los personajes principales, pero durante casi todo el metraje Streker se concentra en la joven heroína, en sus conflictos interiores, sus rebeldías y también sus culpas. Y si bien no quedan dudas -durante gran parte del trayecto y, en particular, luego de la no tan imprevisible escena final- dónde están depositadas las simpatías, la película intenta esquivar la denuncia simplista de la violencia, literal y metafórica, de una cultura patriarcal y machista. En cambio, el guion pone en constante tensión dos maneras casi opuestas de comprender las relaciones sentimentales, el matrimonio y el lugar de la mujer en la sociedad. La misma Zahira, al fin y al cabo una chica que apenas comienza a transformarse en mujer, se mantiene indecisa entre los deseos más íntimos y el respeto y obediencia al clan. El rector de la familia Kazim, lejos de encarnar en un monstruo violento y unidimensional, es retratado como un hombre tan anclado en los dogmas culturales y el orgullo personal y familiar que no logra darse cuenta a tiempo de que está a punto de perder lo que más ama.
La repetición y la pérdida de la magia original ¿Quién hubiera pensado, hace apenas algunos años, que los más famosos ladrillos de juguete tendrían no una sino varias “adaptaciones” para la pantalla grande? Lego, la casi octogenaria marca registrada de origen danés que nunca dejó de estar de moda, continúa ampliando sus horizontes y, luego de la magnífica La gran aventura Lego y dos spin offs de diverso calibre creativo, acerca una secuela oficial de la película que le dio origen a su propio universo cinematográfico. A las franquicias hay que exprimirlas, podría decir el inefable Señor Negocios, que –nuevamente animado por la voz de Will Ferrell– tiene esta vez muy poco que hacer: apenas aterrizan unos enormes Lego Duplo en el equilibrado mundo de Emmet Brickowski, el hombre de traje se toma el raje a un supuesto partido de golf. ¿Será nuevamente el turno de El Elegido y sus amigos –Estilo Libre, Batman, Ultrakitty et al– de cargarse el desafío sobre los hombros? Una placa informa rápidamente que no: cinco años más tarde, el resultado se asemeja bastante a la tierra distópica de Mad Max, con edificios y locales semiabandonados, un territorio desértico, gatos mutantes y el sálvese quién pueda como regla de supervivencia primordial. De allí en más, una misión llegada del espacio con un objetivo aparentemente funesto –aunque disfrazado de invitación a una boda– se lleva de sopetón al quinteto de amigos de Emmet, el héroe más inopinado que, como es de prever, deberá arremangarse el mameluco una vez más. Alejados de la dirección, que esta vez le correspondió al especialista Mike Mitchell (Trolls, Shrek para siempre), la dupla integrada por Phil Lord y Christopher Miller intenta desde el guion superar –o al menos empardar– la originalidad y capacidad de generar sorpresa y diversión del film seminal. Pero una parte de la magia se ha perdido y La gran aventura Lego 2 nunca logra alcanzar esas cotas, a pesar de (o justamente a causa de) su constante apelación a la acumulación de adrenalina y gags, muchos de estos últimos dirigidos a la platea adulta, a partir de mil y una referencias culturales. Por supuesto, varios de ellos funcionan muy bien, pero la enésima repetición del chiste recurrente dedicado a Bruce Willis y el regreso del gag de la caída (aunque con otro personaje, aún más torpe que el protagonista) terminan agotando la posibilidad de la sonrisa. La enorme calidad técnica de la animación –que, nuevamente, apuesta a la escasa posibilidad de movimientos de los bloques de construcción–, y el talento para crear un universo multicolor y atractivo siguen presentes, pero el efecto sorpresa del Hombre de Arriba y su hijo se ha perdido y la apelación a un nuevo personaje humano (una hermana menor), y sus disputas por el uso y abuso de los ladrillos, nunca logra encastrar del todo en la narración. Lo que va sedimentando a lo largo de la proyección es una sensación de repetición, de escenas similares apiladas con astucia pero escasa imaginación, atravesadas a su vez por una serie de números musicales no del todo agraciados. Pero si bien no todo es increíble en la segunda parte de La gran aventura Lego, al menos la historia no termina de caer en la moralina del amor entre hermanos y el valor de crecer sin traicionar al niño que todo el mundo lleva dentro. Aunque... por muy poquito.
Abrazar la posibilidad del misterio Este documental, que sigue a una pareja de ancianos en Tucumán, se aleja de las formas tradicionales del género. El cielo estrellado del campo, lejos de poluciones lumínicas y el asedio de otras distracciones, ofrece un espectáculo irresistible a la vista y se transforma en un punto de contacto con la infinita inaccesibilidad del universo. Así parece también entenderlo Nicolás Torchinsky: su ópera prima se abre y se cierra con una serie de imágenes de la esfera celeste, su giro –es decir, el del planeta– replicado a alta velocidad gracias a los efectos especiales de posproducción. El sentido es doble, al mismo tiempo realista y poético, y sus implicancias remiten al paso del tiempo cósmico, tan distinto al humano. Poco antes de eso, una respiración grave, tal vez un ronquido, se deja escuchar en la banda sonora. ¿Es producto del sueño de un ser humano o acaso ese caballo, que parece observar atentamente a la cámara, está practicando una nueva forma del relincho? La nostalgia del centauro, lejos de los trazos del documental tradicional, abraza la posibilidad del misterio, de la trascendencia oculta en sus imágenes cotidianas, al tiempo que registra una forma de existencia que parece estar al borde de la desaparición. Rodada en Tucumán, con una pareja de ancianos como protagonistas (casi) excluyentes, la película –que tuvo su paso por algunos de los festivales internacionales más prestigiosos dedicados al cine documental, como el suizo Visions Du Réel– no podría estar más alejada de la antropología cinematográfica, a pesar de que varios de sus pasajes detallan costumbres y objetos cotidianos, estilos de vida y formas del lenguaje y del canto. Juan Armando Soria, gaucho resistente a pesar de su crecientes achaques, recita coplas como si en ello se le fuera la vida; su mujer Alba Rosa Díaz, en tanto, murmura palabras incomprensibles o recita el Padre Nuestro en su versión íntegra frente a una cruz de hierro. Recién muy avanzada la proyección hablarán en sendas entrevistas, más o menos formales, cada uno por su lado, con el realizador. En ese momento la mujer dirá que su marido siempre estuvo atento a los caballos, que los animales definieron en más de un sentido su vida. “A veces se iba cuatro, cinco meses y yo tenía que pedirles comida a mis vecinos”. “Yo le ofrecí a ella mi apellido –afirmará poco después Juan– y ella me dio algunos hijos y sus atenciones: colgar la ropa, la comida”. A tal punto existe en La nostalgia del centauro una preponderancia de lo visual y lo sonoro –que se impone por sobre cualquier clase de discurso descriptivo o narrativo–, que la secuencia de títulos incluye dos roles usualmente inexistentes: la “dirección de montaje”, a cargo de la experimentada realizadora Ana Poliak, y la “dirección de sonido”. A una imagen de alto contraste y definición extrema de la casita de la pareja, rodeada por un grupo de cabras por delante y la inmensidad de los cerros tucumanos al fondo, puede seguirle una serie de postales en penumbras de rostros, cuerpos y paisajes, disueltas unas en otras gracias al fundido encadenado. En el terreno sonoro, el registro de los versos o alguna de las escasas conversaciones es sobrepasado en la memoria por la cacofonía del balar de las cabras o el concierto de animales nocturnos, transformados por la mezcla en una densa capa semi musical de tonos expresionistas. Esa compleja elaboración audiovisual da como resultado un film evocativo, cuyas intenciones parecen estar siempre un poco más allá de lo evidente, conjugando la belleza con cierta sensación de alejamiento, una suerte de extranjería respecto de los protagonistas que socava en parte sus evidentes virtudes.
Costumbrismo y teatro filmado Un departamento, cuatro personajes, conflictos cruzados, secretos, revelaciones. Dos parejas, una de ellas separada, la otra a punto de cumplir dos años de existencia. El tiempo real de una única noche como marco para el relato. Adaptación de la obra del mismo título escrita por Paula Manzone, Anoche ostenta desde el minuto uno todas las marcas de aquello que suele denominarse, usualmente de forma despectiva, teatro filmado. La autora y el codirector Nicanor Loreti (Kryptonita, 27: El club de los malditos) –dupla que además conforma una pareja en la vida real– parecen hacerse cargo de ello con una iluminación del espacio definidamente artificiosa, “teatral”. Pero a poco de comenzar a desenrollar el hilo de la historia cualquier atisbo de reflexión sobre la interacción de ambos espacios –el escenario y el set cinematográfico– es rotundamente dejada de lado para concentrarse exclusivamente en la palabra: la cámara, el micrófono y el montaje transformados en simples herramientas puestas a su servicio exclusivo. En otros términos, teatro filmado. Lo cual no es algo necesariamente malo, pero… Comedia costumbrista elevada a la enésima potencia, con rasgos de puesta en escena televisiva que se suman a la ecuación de origen escénico, Anoche retrata la interacción entre la dueña de casa (Gimena Accardi), su novio (Benjamín Rojas), la hermana de la anfitriona (Valeria Lois) y su ex y padre de su hija (Diego Velazquez). Anfitriona inesperada, ya que el inicio del primer acto la encuentra disfrutando de la soledad de sus dominios personales, a excepción de la voz vehemente, machona, infinita de Mamá a través del teléfono (cortesía sonora de Mirta Busnelli). El teléfono volverá a sonar, como así también el portero eléctrico, sumando uno por uno los personajes necesarios para llegar al cuarteto. Muy pronto el espectador caerá en la cuenta de que el noviazgo de la pareja más joven ha comenzado a mostrar fisuras y que la separación de partes de la otra no ha logrado apagar todos los fuegos, todo ello explicitado por las líneas de diálogo, las miradas o ambas cosas a la vez (la música puntea y subraya cada uno de los gags, por las dudas). Y si bien la película (posiblemente, también la pieza original) parece abrazar a conciencia el concepto de personaje como macchietta unidimensional -arquetipos fácilmente reconocibles, espejos grotescos de zonas grises y negras universales-, no existe ningún elemento formal o temático que reelabore esa categoría y la transforme en posibilidad creativa. Inofensiva y previsible, la revulsión en cualquiera de sus modos no forma parte del juego de caracteres de Anoche, a pesar de algunos de sus temas. La autora declaró tiempo atrás que la obra teatral había sido escrita pensando en el disfrute del actor. Lo mismo podría afirmarse de la película y la secuencia de títulos de cierre -con sus pifies y momentos de tentación actoral- no hace más que reafirmarlo. Es una verdadera pena que ese goce apenas logre transmitirse al espectador.
Sin lugar para los Coen No es casual que el primer diálogo de Los últimos románticos invoque una referencia al universo de los hermanos Coen: el segundo largometraje del uruguayo Gabriel Drak absorbe y recrea temas y tonos de ciertas películas de los directores de Sin lugar para los débiles. Esa ascendencia/homenaje, sin embargo, será apenas epidérmica. “En algún lugar del Río de la Plata”, reza una placa al comienzo de la proyección, aunque la historia va a transcurrir en un sitio imaginario de la costa marítima (las locaciones reales pertenecen al país vecino, la geografía ficcional es indiscernible). Allí, en un pueblito perdido que apenas si acomoda a un puñado de turistas durante el verano, viven Perro y Gordo, dos perdedores y fumones empedernidos que sobreviven con sus precarios trabajos como corta pastos y sereno de un hotel en desuso, respectivamente. Amén del amoroso cultivo (música de Bach incluida) de un grupo de plantitas de marihuana. Nestor Guzzini (Mr Kaplan, El 5 de Talleres) y Juan Minujín –ejemplo primordial de un reparto oriundo de ambas orillas rioplatenses– encarnan a los protagonistas con rasgos y pinceladas de la comedia popular: vagos aunque entradores, torpes pero confiados en sus virtudes, cinematográficamente carismáticos. Tampoco parece azaroso que los muchachotes (soltero el Gordo; esposo y padre de dos chicos, aunque a los ponchazos, el otro) sueñen con escribir un guion exitoso que no parece ir para ningún lado, al margen de su rimbombante título. Drak enlaza su película en el largo collar de las buddy-movies y las comedias policiales y aquello que, en principio, parece un acercamiento al costumbrismo local se desliza velozmente hacia una trama de golpes de suerte, botines, intrigas, lealtades y, por supuesto, todo lo contrario. La situación se complica con la aparición de un tercer personaje que el film presenta desde un primer momento, gracias a las bondades del montaje paralelo: un detective obligado a recluirse en Pueblo Grande (otra de las ironías del guion) luego de una desavenencia con su jefe en la fuerza policial. El carácter derivativo, tanto del relato como de la construcción y evolución de los personajes, es evidente al punto de resultar problemático y la lucha de la dupla Minujín/Guzzini por aportarle carácter y musculatura a sus criaturas resulta por ello aún más notable. El inconveniente esencial de la creación de Drak –exdirector publicitario de larga trayectoria internacional– es la falta de tensión dramática, un escollo que, a pesar de la constante sucesión de causas y efectos, atenta contra la aparición de cualquier clase de emoción. La representación en pantalla de dichos y hechos -tan funcionales a la trama como esquemáticos en su resolución- casi nunca logran superar el estadio del esbozo. Sobre el final, Los últimos románticos intenta salvar el juego con una serie de vueltas de tuerca y revelaciones ocultas, pero el deseo de erigir algo similar a una mirada bañada en misantropía (esa gruesa cobertura que los Coen han pulido hasta sacarle brillo) no llega mucho más allá de la caricatura superficial.