"Reparo", la historia de un regreso Hay muchos planos de ballenas en Reparo, ópera prima de la realizadora Lucía van Gelderen. Es lógico, ya que fue filmada en Puerto Pirámides, en la península Valdés, uno de los lugares ideales para el avistamiento de la ballena franca. Van Gelderen nació en Buenos Aires pero se crió en esa localidad chubutense, por lo que es de suponer que la inspiración del relato posee algún componente autobiográfico, al menos en términos geográficos. En cuanto a las idas y vueltas de la historia, Reparo recurre a un clásico del regreso al terruño, aunque en este caso la protagonista, Justina, una veinteañera interpretada por Florencia Torrente, no es una lugareña en sentido estricto, sino alguien que pasó largas temporadas en el lugar desde la infancia o, al menos, la adolescencia. Todos la conocen y saludan con afecto, aunque entrelíneas las dudas aparecen: ¿por qué volvió de visita fuera de temporada, habida cuenta de su profesión como grafóloga en Buenos Aires, donde ha instalado su vida y su carrera? Ayudando a su tía (María Ucedo) en las tareas cotidianas de un pequeño restaurante, la charla íntima surge de inmediato, como así también uno de los ejes centrales de Reparo. Es que Patricio (Luciano Cáceres), con quien estuvo involucrada románticamente durante muchas temporadas vacacionales, está a punto de casarse con otra mujer y, como reza el dicho, donde hubo fuego… Así dadas las cosas, la historia recorrerá ese interregno emocional en la vida de Justina, en el cual nada parece demasiado claro, apuntalada por la aparición de unos diarios íntimos escritos por su madre antes de morir y la presencia de un turista chileno que podría transformarse en un nuevo interés amoroso. El guion de la propia realizadora, en colaboración con el experimentado Salvador Roselli (coautor de los guiones de Livepool, Las acacias y Sofacama, entre otros), se apoya en los tópicos y códigos de tantas otras películas recorridas por personajes que retornan a un sitio con algo de mítico y lo habitan durante un tiempo específico, como si se tratara de un limbo, a la espera de resoluciones personales que podrían marcar a fuego el futuro. Hay algo amable y terso en los ritmos de Reparo, virtud que es atacada por un enemigo de fuste. El relato se convierte por momentos en algo blando y previsible, atado a una lógica naturalista de diálogos algo sobre-escritos (la lectura en voz alta de los cuadernos maternos es otro recurso poco feliz, aunque evitan la maldita voz en off). A Torrente y a Cáceres se los ve un poco maniatados por los corsés de esos diálogos y es entonces cuando la película deja de respirar, a pesar de los enormes espacios abiertos que rodean a los personajes. Si algo se agradece es la falta de crueldad con los personajes, evitando así la manipulación del espectador a partir de arquetipos virtuosos y malvados virados al melodrama. Daniel Melingo encarna a un viejo pescador que todo lo ve y todo lo escucha, que aconseja y acompaña, y que se transforma en el centro de atención después de una regia paella sacándole unas melodías a su guitarra.
"Los tres mosqueteros: D’Artagnan", la amistad a prueba de sables La propuesta de Martin Bourboulon intenta revitalizar la famosísima historia de espadachines volviendo en parte a las fuentes y erradicando los elementos más “aptos para todo público” de otras versiones edulcoradas. Intentar aquí un repaso de las innumerables adaptaciones fílmicas de la novela de Alexandre Dumas, de Hollywood a su Francia natal, de las versiones más o menos fieles al libro a las parodias y cruzas con otros géneros, acapararía la totalidad del espacio disponible. Este nuevo acercamiento del francés Martin Bourboulon llega con la marca de la superproducción marcada a fuego en la frente, con un notable reparto de figuras galas en los papeles centrales y un formato narrativo inexorablemente parcial: la historia se completará a finales de este año con el estreno de Los tres mosqueteros: Milady. Primera parte de un díptico, entonces, Los tres mosqueteros: D’Artagnan recorre el comienzo de las aventuras heroicas, cuando el joven gascón del título, interpretado por François Civil, llega a París armado de coraje y el deseo de convertirse en un espadachín al servicio del rey Luis XIII (Louis Garrel). Del breve prólogo al triple duelo imaginado por Dumas, rápidamente reconvertido en el comienzo de una amistad a prueba de sables. Mientras dos de los mosqueteros, Porthos y Aramis, ayudados por el joven discípulo, comienzan a investigar un extraño y brutal asesinato que pone en riesgo la vida de Athos, encarnado con algo de picardía por Vincent Cassel, la reina Ana de Austria (siguen los grandes nombres: Vicky Krieps) cae en las maquinaciones del cardenal Richelieu y su adlátere Milady de Winter (Eva Green). Un plan desestabilizador que incluye la presencia secreta del Duque de Buckingham y que podría poner en riesgo el mismísimo reinado. Así, cruzando los tejes y manejes del cine de intrigas palaciegas, la acción coreográfica a pura capa y espada y un poquito de romance, Los tres mosqueteros cosecha 2023 intenta revitalizar el clásico de la literatura volviendo en parte a las fuentes y erradicando los elementos más “aptos para todo público” de otras versiones edulcoradas. Atractiva y noble en varios sentidos, la nueva versión contrasta con el pastiche de Paul W. S. Anderson estrenado en 2011, con esos barcos voladores, sobreabundancia de efectos digitales y luchas propias del cine de artes marciales. Bourboulon sostiene el ritmo durante dos horas sin apelar a montajes frenéticos, operaciones anacrónicas ni guiños innecesarios, y hay algo ligeramente clásico en la manera en la cual se despliegan las diversas líneas paralelas de la narración. El viaje a través del Canal de la Mancha y la recuperación de un objeto indispensable para mantener la paz social, el enfrentamiento con la bella villana y el rescate de último minuto que involucra un vistoso collar disponen los elementos para un falso cierre: los últimos planos de D’Artagnan regresan al viejo truco de los seriales de antaño y, con un “continuará” gigante en pantalla, reconstruye el concepto de cliffhanger. Hasta la próxima entrega.
"Air: la historia detrás del logo": un cuento de hadas capitalista hecho realidad Con buen ritmo y rigor narrativo, el film da cuenta de la estrategia de marketing de Nike que en los años 80 cambió las reglas del juego para siempre. Una aclaración necesaria: a pesar de lo que indica el título local, la nueva película de Ben Affleck como director no reconstruye la historia de la compañía de indumentaria deportiva Nike desde sus inicios. De hecho, el personaje interpretado por el propio Affleck, Phil Knight, mandamás de la empresa cuyo logo es reconocible de inmediato en todo el mundo, hace en cierto momento un chiste referido al ínfimo valor pagado en 1971 por el diseño del chirimbolo en cuestión. Air: la historia detrás del logo transcurre casi tres lustros más tarde, en 1984, cuando Nike intentaba imponer sus diseños de calzado en un mercado dominado por las gigantes Adidas y Converse, en particular en el terreno del basquetbol. Allí entra Sonny Vaccaro (Matt Damon), cuyo rol en la compañía es difícil de definir con un cargo pero muy sencillo de describir: el rastreo de jóvenes deportistas que consientan en exponer su figura como emblemas de la compañía. Las ventas de zapatillas no van del todo bien, excepto en el universo del naciente running, y se hace necesario aplicar algún tipo de estrategia novedosa. Es entonces cuando Vaccaro grita ¡Eureka!, a sabiendas de que gastar todo el presupuesto anual en una única figura no entra dentro de las posibilidades financieras y comerciales de sus empleadores. Pero el protagonista es testarudo y confía en su olfato, que no por nada disfruta y sufre el berretín de las apuestas y el juego. Así comienza un largo y tortuoso camino de seducción cuyo fin último es lograr que el jugador estrella Michael Jordan, recién fichado por los Chicago Bulls, se transforme en el rostro visible de una nueva línea de calzado, que eventualmente será bautizada Air Jordan y cambiará las reglas de juego del negocio de una vez y para siempre. Basada en hechos muy reales, Air, la película, ofrece un relato en principio poco atractivo para el común del público –las idas y vueltas de un grupo de hombres intentado llegar a un acuerdo comercial, con una gran mayoría de escenas dentro de oficinas y aledaños–, utilizando las armas del clasicismo narrativo, del cual Affleck parece ser uno de sus últimos exponentes en actividad, como lo confirman algunas de sus películas previas, entre ellas Argo y Vivir de noche. En otras palabras, un ritmo que no decae, la aparición del humor como contrapunto a los momentos más dramáticos, personajes secundarios atractivos. Jason Bateman completa el trío de actores centrales, mientras que Viola Davis encarna a la madre de Jordan y feroz guardiana de sus intereses, en tanto que el propio jugador aparece siempre fuera de campo o bien de espaldas, una inteligente decisión del guion. En el fondo, la historia de Air es algo así como un cuento de hadas capitalista hecho realidad, una epopeya comercial en la cual todos y cada uno de los involucrados terminan ganando, metafórica y literalmente (mucho dinero). En ese sentido, podría pensarse que el proyecto no es otra cosa que una glorificación de la compañía Nike y su emprendedurismo en tiempos de crisis. Algo de eso hay, pero no deja de ser también una fábula realista en donde el statu quo sufre un giro de radical importancia, y cuyo principal corolario es el reparto un poco más equitativo de las ganancias, que hasta ese momento iban a embolsar exclusivamente los bolsillos de los directorios. Esa aparente paradoja forma parte del torrente sanguíneo narrativo del film de Affleck, que transforma una serie de datos históricos en un relato siempre apasionante, apoyado en notables actuaciones de todo el reparto y una excelente banda de sonido que alterna hits del American Top 40 con canciones bastante olvidadas de aquella era.
"Asfixiados": dos a la deriva. De la maestría hitchcockiana en Ocho a la deriva a la opera prima de Roman Polanski, El cuchillo en el agua, pasando por Terror a bordo, del australiano Phillip Noyce –por nombrar apenas tres títulos muy diversos en la historia del cine–, la apuesta de encerrar a un grupo de personas en una pequeña embarcación en altamar ha rendido sus frutos cinematográficos. Más allá de la figura octogonal, triangular o de cuántos lados se desee, la ecuación suele favorecer la aparición de enconos y pactos, traiciones y empatías, además de potenciar cualquier clase de conflicto previo que existiera entre los personajes, ya sea de índole personal, social o una mezcla de ambas. Asfixiados, salto del realizador Luciano Podcaminsky al mainstream, viene a sumarse a esa lista de relatos opresivos en los cuales las condiciones meteorológicas suelen acompañar las turbulencias interiores de las criaturas humanas. La asfixia del título, entonces, señala no sólo una posibilidad literal y concreta, sino también una condición existencial que la particular situación de encierro al aire libre no hace más que elevar varios escalones. Leonardo Sbaraglia es Nacho, un productor de cine y televisión que está a punto de cerrar un delicado acuerdo con Natalia Oreiro –a quien puede verse a través de un par de videoconferencias dentro de la ficción, interpretándose a sí misma–, con la intención de protagonizar una serie de alto perfil y presupuesto. Su mujer Lucía (Julieta Díaz) hace rato que no está demasiado feliz con su profesión de dueña de un restó de categoría, y los sueños de dedicarse a la fotografía artística regresan con fuerza desde el pasado. El matrimonio, de larga data, tiene una hija a punto de dejar la adolescencia atrás, y un par de secretos que el viaje en velero terminará de poner sobre la mesa. Así se embarcan Lucía y Nacho, junto con un amigo y su nueva novia (Marco Antonio Caponi y Zoe Hochbaum), para disfrutar de un viaje de varios días lleno de sol, vino espumoso, comida gourmet y, por supuesto, conflictos a flor de piel. De más está decir que nadie parece tener problemas económicos, aunque… El guion, escrito a ocho manos, refleja con un poco de humor y no demasiada malicia las zonas grises (y también las ridículas) del nuevo rico, el esnobismo cultural y otras yerbas contemporáneas o eternas. Todo es bastante superficial y las reflexiones sobre la vida conyugal y sus miserias no superan el estadio de lo elemental, aunque las vueltas de la trama son relativamente eficaces en términos narrativos y el profesionalismo del reparto mantiene las cosas a flote. Previsiblemente, cuando la tormenta real acecha al velero con riesgo de fatalidad (y el rodaje en locación le cede el lugar al set con efectos visuales), los trapitos ya no pueden secarse al sol, tan húmedos como las olas que golpean el navío cada vez con mayor virulencia. Asfixiados es un producto funcional a sus ideas, ni más ni menos. Profesional, como solía decirse en otros tiempos de acabados técnicos menos estandarizados.
"1976": recuerdos de la dictadura chilena La película nunca deja de ser un drama histórico e íntimo, pero las reglas de la narración también se amoldan en varias secuencias al cine de suspenso. La señora anda de compras por Santiago. La casa de descanso en la costa atraviesa una serie de renovaciones y hay que elegir el color correcto para una de las paredes del living comedor. En el local, la mezcla de rojo terracota está a punto de lograrse cuando unos gritos y disparos en la calle sobresaltan a clientes y vendedores. Unas pocas gotas manchan el impoluto zapato azul de Carmen y no es necesario pensar demasiado para asimilar esas pequeñas manchas de pintura mate con las de la sangre derramada (el título en pantalla cubriéndose del mismo color reafirma la metáfora). De esa manera, desde el primer minuto, 1976, la opera prima como realizadora de la actriz Manuela Martelli –rostro inconfundible del cine chileno, presente en producciones de su país como Machuca y en films argentinos como Dos disparos– entrelaza de forma inseparable dos mundos en principio escindidos. Por un lado, el universo cotidiano de una señora “bien”, esposa, madre y abuela ocupada de las tareas hogareñas, acompañante de su marido médico en cenas y reuniones, y el terreno de lo social y político, en un Chile que cumple tres años desde el golpe que derrocó a Salvador Allende. Cuando Carmen (Aline Küppenheim, otra actriz trasandina de extensa trayectoria) llega a la pequeña comunidad balnearia fuera de temporada, semanas antes que su esposo, hijos y nietos, para ocuparse de los arreglos edilicios, la visita de un párroco amigo de la familia le acerca un cambio de rutina inesperado. Hay un joven convaleciente, un delincuente común que, dicen, robaba para comer cuando fue herido con un arma de fuego en una pierna. Mucho tiempo atrás Carmen fue enfermera de la Cruz Roja y esos escasos pero valiosos conocimientos pueden venir bien para curar al enfermo. Pero el pedido de silencio del cura y la ubicación secreta del cuarto en la parroquia no dejan lugar a duda: Elías no parece tanto un ladrón como uno de esos jóvenes “extremistas” que se andan enfrentando en las calles con los carabineros. ¿Qué es lo que hace que esa mujer deje de lado el confort de las tradiciones familiares y sociales y se ponga en movimiento para proteger a Elías, tomando incluso riesgos mayúsculos cuando se impone la necesidad de una mudanza? Ese es el eje central de la película de Martelli, en tanto su protagonista comienza a dejar de lado la pasividad indicada para su condición social y género. 1976 nunca deja de ser un drama histórico e íntimo, pero las reglas de la narración también se amoldan en varias secuencias al cine de suspenso: Carmen (alias Cleopatra) comienza a transitar una clandestinidad temporal y el miedo y la paranoia a apoderarse de su vida cotidiana. Hay ecos de La mujer sin cabeza, el film de Lucrecia Martel, en la manera en la cual la realizadora registra la doble vida de su heroína, mientras las actividades públicas y las secretas van desdibujando y reescribiendo su identidad. El horror llega de la mano del cadáver de una joven en la playa, que Carmen observa junto a sus nietos durante un paseo, y los nuevos miedos se ven aguzados por la simple presencia de un policía en la ruta o un discurso de Pinochet en la televisión. Con la excepción de una escena explicativa y verborrágica, que parece más acorde a un film de la vuelta de la democracia filmado décadas atrás, 1976 logra sostener la tensión entre lo personal y lo colectivo, el confort de la neutralidad y la inmersión en la resistencia, por pequeña que esta fuere, utilizando una estrategia narrativa inteligente y sutil, elementos sostenidos por la banda de sonido disruptiva de la brasileña Mariá Portugal, que utiliza la mezcla de trombones y el sintetizador Minimoog para reforzar un clima crecientemente enrarecido. Como el del propio país en aquellos años.
Prolífico e inquieto, luego de su ópera prima codirigida junto a Vera Fogwill, Las mantenidas sin sueños (2007), el argentino Martín Desalvo comenzó a acercarse a los géneros populares a través de un prisma personal y casi siempre estimulante, ya sea el cine vampírico con El día trajo la oscuridad (2013), la comedia sentimental en El padre de mis hijos (2017) o el drama carcelario con trasfondo histórico en Unidad XV (2018). A la notable El silencio del cazador (2019), suerte de western misionero protagonizado por un guardabosques, una película habitada por tensiones y violencias siempre a punto de estallar, se le suma ahora Hija, cuya historia también transcurre en el interior de la provincia de Misiones. Las marcas del suspenso están presentes desde un primer momento, aunque la protagonista es ahora una muchacha adolescente enfrentada a un trauma del pasado, que permanece enterrado en la familia como como si se tratara de un tabú ancestral. Taciturna, con el rostro tan enojoso que su amigo más cercano le pregunta constantemente si le está pasando algo, Juana (Jazmín Esquivel) ayuda a su padre en las faenas del horno de carbón enclavado en medio del paraje agreste, único sostén económico de ese clan de dos. Es que la madre de Juana murió cuando esta era pequeña, en circunstancias que alguna gente del pueblo sigue considerando sospechosa. El padre y una amiga de ambos (Mora Recalde, favorita del realizador) le confirman que su madre estaba muy enferma y por eso tomó la decisión de quitarse la vida. Pero la chica, que anda de malas en la escuela y parece cruzada con todo y con todos, comienza a desconfiar del relato oficial. La trama de Hija gira en gran medida alrededor de esa desconfianza, a la cual se suma una irresistible atracción por una pequeña construcción en ruinas ubicada en plena selva. ¿Acaso esas paredes derruidas esconden alguna pista de la tragedia ocurrida tiempo atrás? Mientras el padre, cada vez más inmerso en una depresión alcohólica, intenta ahuyentar al joven amigo de su hija, además de otros monstruos interiores menos específicos, la protagonista se acerca cada vez más a un fuego invisible que parece capaz de quemarla por completo. Con una cámara nerviosa que sigue a los personajes de cerca y la sensación de amenaza constante graficada por elementos visuales (la cabeza cortada de un animal, la cercanía de una motosierra, los vidrios rotos de una botella), la historia avanza hacia su desenlace echando mano al centenario recurso del flashback, retazos de esa crisis pretérita cada vez más presentes en la mente de Juana. Hija se siente por momentos como un ejercicio de estilo, como si se tratara de un film de tránsito hacia otro proyecto, pero en sus mejores escenas la tensión dramática, apoyada en la fiereza de la presencia y performance de Esquivel, ayuda a sostener el relato hasta el súbito desenlace.
"La ballena", Darren Aronofsky en clave naturalista Bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos, el actor justifica su nominación al Oscar en una película que evita toda sutileza. Desde su estreno mundial en el Festival de Venecia, La ballena es señalada como el regreso de Brendan Fraser a las pantallas. En realidad, el actor estadounidense nunca se fue de allí, aunque durante la última década su carrera se había reducido a participaciones en papeles secundarios, tanto en largometrajes como en series de televisión. Algo es cierto: lejos parecían haber quedado sus años dorados como ídolo juvenil en la saga La momia o performances más “serias” como la de Dioses y Monstruos, el film de Bill Condon. En ese sentido, su expansiva (nunca dicho de manera más literal) y sufrida actuación en la nueva película de Darren Aronofsky presupone un salto cuantitativo respecto de lo que venía haciendo. La confirmación de esa idea no tiene espejo más reluciente que la nominación como Mejor Actor en la inminente entrega de los premios Oscar. Sepultado bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos (en la vida real Fraser podrá estar algo panzón, pero no tanto), el ex Jorge de la selva se transforma en Charlie, un hombre cuya obesidad mórbida le impide realizar actividades como pararse o agacharse para recoger un objeto caído. La primera escena de La ballena es sintomática del encierro literal y simbólico del personaje: docente de literatura retirado de las aulas, sus clases online lo encuentran siempre con la cámara apagada. La excusa es un problema técnico que nunca tiene tiempo para resolver, pero lo cierto es que Charlie no desea que nadie vea su condición física extrema. Todavía en duelo por la muerte de su exnovio, que paradójicamente dejó de alimentarse hasta provocar su muerte, la única persona que ingresa al recinto atestado de cajas de pizza y envoltorios de comida chatarra es su amiga Liz (Hong Chau), casualmente enfermera de profesión. Que la obesidad no es cosa para tomarse a la ligera en términos clínicos lo confirma, entre otros síntomas, una simple toma de presión arterial, que dispara las estratosféricas cifras de 240/130. No hace falta ser médico para intuir que, si sigue por ese camino, a Charlie no le queda mucho tiempo de vida. Con ese planteo de base, el film –basado ostensiblemente en una obra teatral, escrita por el dramaturgo Samuel D. Hunter– incorpora tres personajes de relevancia más: un joven religioso que anuncia la llegada del fin de los tiempos puerta a puerta, la hija adolescente de Charlie y su ex esposa, recordatorio de aquellos tiempos como hombre hetero encerrado en el placar. Aronofsky nunca fue demasiado amigo de las sutilezas, y aquí les dedica bastante tiempo a los monumentales esfuerzos del protagonista a la hora de dar unos pasos con la ayuda de un andador o durante la tortuosa ceremonia de la ducha. Desde luego, debajo del ingente patetismo, de la superficie de ese hombre abandonado a la soledad y la autodestrucción, brilla el deseo de corregir los errores del pasado. Al menos uno de ellos. Léase, el vínculo con su hija, quebrado por completo. Podría pensarse que La ballena es un típico “estudio de carácter”, pero en el fondo no hace más que replicar el descenso a algún tipo de locura presente en Réquiem por un sueño y El cisne negro, aunque en clave naturalista y con un hálito de humanidad inyectado a presión en la trama. Lo repetitivo toma posesión de la historia desde muy temprano, amenizado con algunas volteretas del guion y un creciente carácter melodramático, que tiene su punto culminante en el último plano, un paso de fantasía (o de realismo mágico o como quiera definírselo) que, debe decirse con todas las letras, genera un poco de vergüenza ajena. ¿Merece Fraser la nominación al premio mayor de la industria de Hollywood? Tal vez: sus ojos, sus miradas, además de ser el único elemento real debajo de las gruesas capas de maquillaje, es lo único que logra transmitir emociones genuinas.
"Carbón", fábula farsesca sin anestesia Tras un comienzo que parece mostrar un cine realista de raigambre social, se revela una sátira cuyo humor permanece agazapado sin mostrar nunca sus dientes. Las primeras escenas de Carbón, ópera prima de la brasileña Carolina Markowicz que tuvo su lanzamiento mundial en los festivales de Toronto y San Sebastián, remiten inmediatamente al cine latinoamericano de raigambre social. Una familia empobrecida de un sector rural de Joanópolis, en el estado de San Pablo, intenta parar la olla con su horno de carbón y algunas changas. Irene (Maeve Jinkings) y su marido tienen un hijo de nueve años y en el minúsculo cuarto del pequeño también descansa el padre de la mujer, postrado luego de un ACV y absolutamente dependiente de un tubo de oxígeno. Las gallinas entran cada tanto en la construcción de madera y el hombre de la casa le dedica tanto tiempo al carbón como a la cachaza (y otras actividades que no conviene adelantar en estas líneas). Cuando ese tono realista, con un dejo de denuncia, ha calado en el espectador, el guion introduce un giro insospechado: Miguel, un narco de origen argentino (César Bordón) se ve obligado a simular su muerte y a guardarse durante una larga temporada. Al mismo tiempo, la pareja brasileña decide aceptar una jugosa propuesta económica y tener de invitado bajo su techo al “capo” en cuestión. Lo que sucede inmediatamente antes de eso es brutal y demuestra más temprano que tarde que Carbón echará a correr una vena ácida que no abandonará en ningún momento. De hecho, el film –heredero indirecto y lejano de la commedia all'italiana más oscura– bien podría considerarse como una sátira cuyo humor permanece agazapado sin mostrar nunca sus dientes. No es fácil para un hombre poderoso acostumbrado a los lujos dormir en un catre vencido y permanecer encerrado noche y día. Tan aburrido está que la única bolsita con cocaína que logró manotear antes del viaje le sirve para dibujar la silueta de animales en un pizarrón de mano antes de aspirarla. Menos sencilla aún es la dinámica entre el huésped y los anfitriones, cuyos conflictos personales de larga data se suman a los nuevos, provocados por el recién llegado. La realizadora se interesa por la interacción entre Miguel y el pequeño, que parece ser el único que logra comprender los dolores del invitado, y entre Miguel e Irene, quien mantiene con él un vínculo de atracción y rechazo, más allá de la simple operación económica que permite acumular esos tan necesarios reales. Coproducción brasileño-argentina, el idioma mayoritario es aquí el portugués, aunque a Bordón se le permite expresarse cada tanto en español, incluidas unas buenas puteadas en porteño. Carbón se extiende demasiado a lo largo de 108 minutos y no todas las líneas narrativas resultan pertinentes, pero es indudable que la realizadora desea plasmar en pantalla algo diferente a lo usual con una fiereza particular. A tal punto que, cuando los conflictos se suavizan y el cierre parece estar acercándose a una resolución salomónica, la historia vuelve a pegar un volantazo tan radical como violento. La fábula farsesca llega a su fin sin anestesia, con un sabor amargo que permanece largo rato en la boca.
"Ant-Man and the Wasp: Quantumania", hiperrealismo fantástico y prepotencia visual El film de Peyton Reed es un festín de actuaciones graves frente a pantallas azules, ilustración de un guion tan elemental como poco efectivo en términos dramáticos. La fatiga de material digital se deja ver muy temprano en Ant-Man and the Wasp: Quantumania, tercera entrega de la saga dedicada al hombre hormiga y su colega himenóptera, a su vez subsidiaria del multiverso Marvel, a esta altura más complejo que la historia del imperio romano. El realizador Peyton Reed había logrado zafar en los dos primeros largometrajes del gigantismo solemne y el exceso de digitalización animada, pero aquí la tortilla se da vuelta para ofrecer un festín de actuaciones graves frente a pantallas azules, ilustración de un guion tan elemental como poco efectivo en términos dramáticos. ¡Dios salve a los fans de leer algo parecido a un espóiler!, por lo que corresponde señalar apenas lo que puede verse en los anticipos. Paul Rudd, Evangeline Lilly, Kathryn Newton, Michelle Pfeiffer y Michael Douglas –en la ficción, la hormiga, su hija, la avispa original, su esposo científico y la descendencia de ambos– meten la pata como suele ocurrir cuando no se tiene demasiado respeto por la ciencia y terminan achicados y chupados por el así llamado reino cuántico, donde habitan seres increíbles y un nuevo supervillano tiene todo el tiempo del mundo para hacer de las suyas. El seguramente muy oneroso diseño de arte digital resulta despampanante durante los primeros minutos, pero rápidamente comienza a hacer estragos en el paladar, al punto del empalagamiento. Un hiperrealismo fantástico que no es consciente de su costado kitsch, corriendo en paralelo a la creciente seriedad del relato (hay chistes, sí, pero son apenas momentos de “alivio cómico”). Ahí empiezan las referencias sfi-ci bien altas en el cielo, desde Duna (Janet Van Dyne estuvo atrapada en el reino cuántico unos cuantos años y supo liderar revoluciones y hacer amigos en el desierto) hasta la saga Star Wars (escena de bar multiétnico incluida) y algún guiño a Avatar. Se corre, se salta, se dispara y se vuelve a correr, a saltar y a disparar, mientras el “malo”, autoproclamado Kang el Conquistador (Jonathan Majors) detiene a unos y luego a otros ayudado por su adláteres, aunque los prisioneros siempre se le terminan escapando. Y, sobre todo, hay muchas lucecitas de colores, como en una fiesta infantil repleta de tubos de color fluorescente. Hasta una potencial escena interesante, en la cual se representa una versión literal de la paradoja del Gato de Schrödinger, termina aplastada por la prepotencia visual de los CGI. Ant-Man and the Wasp: Quantumania es un poco como el experimento del comienzo del film: todo se va de las manos, todo el tiempo, en un aturdimiento bombástico que nunca se ríe de sí mismo, acumulando escenas, muchas veces unidas con cinta adhesiva vencida. Y lo peor de todo: un sentido de la aventura prácticamente inexistente, un relato en el cual no hay un solo momento en el cual el espectador pueda imaginar, mucho menos sentir, que sus héroes están en peligro de muerte.
"Las preñadas": potencia de dos actrices La presencia en pantalla de Merlino y Salas, en particular esta última y su interacción en los momentos de ansiedad y miedo, es la virtud más patente de la película rodada en la provincia de Misiones. “En la lengua de hoy, se prefiere ‘embarazada’ cuando se trata de una mujer y ‘preñada’ en referencia a la hembra de un animal, pero ambas son válidas”, responde la Real Academia Española ante la consulta de un usuario. No parece una casualidad que el realizador argentino Pedro Wallace haya elegido el segundo de los términos para referirse a las protagonistas de su nuevo largometraje, dos mujeres con gestaciones avanzadas obligadas a atravesar una pequeña odisea para que una de ellas sea atendida por una médica obstetra. Como si no fueran seres humanos y se tratara de animales que pueden parir en cualquier lugar y situación. Rodada en ciudades de frontera de Argentina y Brasil (el film es una coproducción entre ambos países), Las preñadas recorre sus primeros minutos bajo la luz agresiva de una mañana misionera, reflejada en la tierra roja de las calles sin asfaltar. A través de la ventana de una pequeña casa de madera, Juana (Ailín Salas) observa a su vecina Carmela (la brasileña Marina Merlino) mientras esta intenta calmar a su pareja. “Ya está gritando otra vez”, le dice Juana a su marido, evidencia de una violencia si no cotidiana al menos recurrente. La vida no es sencilla, como lo deja en claro un breve diálogo entre Juana y su esposo, en particular cuando se trata de parar la olla y llenar las panzas. Del otro lado de la calle, la vecina podría afirmar lo mismo; en su caso, la situación es aún más complicada por la presencia de dos hijas de un matrimonio previo, el pequeño bebé que llora y el que está en camino. De pronto, Carmela se siente mal, manda a llamar a Juana y juntas se van caminando a la salita cercana, dejando a los pequeños a su propio cuidado. Pero no hay nada que hacer: los médicos están de paro otra vez y no hay especialista que pueda atenderla. Mejor buscar otro lugar rápido, porque la dilatación anda por los cuatro centímetros. Bajo los hirientes rayos solares, las mujeres se meten en terrenos selváticos y cruzan la frontera para intentarlo nuevamente del lado brasileño. Las preñadas, cuyo relato transcurre en menos de veinticuatro horas, aprovecha la potencia de las dos actrices para ocultar algunas de las falencias de un guion por momentos demasiado esquemático. Las intenciones son, como suele decirse, buenas, pero el derrotero de las protagonistas se revela velozmente como la puesta en marcha de la demostración de una tesis: sólo la sororidad es capaz de atenuar los golpes de la desidia institucional, la pobreza y la escasez de empatía. La falta de tensión narrativa –más allá del uso del montaje paralelo, que intenta producir suspenso a la manera clásica– atenta contra las expectativas que la película intenta generar. La presencia en pantalla de Merlino y Salas, en particular esta última, su interacción en los momentos de ansiedad y miedo, es la virtud más patente de Las preñadas.