"Quiero bailar con alguien": las vueltas de la vida Largometraje biográfico de manual, autorizado por los herederos familiares y discográficos de la cantante Whitney Houston, Quiero bailar con alguien se suma a la extensa lista de grandes íconos musicales cuyas vidas han sido llevadas a la pantalla durante las últimas décadas. La afirmación puede reescribirse de la siguiente manera: la película de Kasi Lemmons (Harriet, Eve’s Bayou) es una sucesión de viñetas que delinean el ascenso, caída, regreso y muerte de The Voice (La voz), como la definió la prensa al escuchar su maleable rango vocal. Hija, prima y ahijada profesional de tres grandes cantantes en el mundo del r&b, el soul y más allá –Cissy Houston, Dionne Warwick y Aretha Franklin, respectivamente–, la futura estrella fue nutrida musicalmente por su propia madre hasta que llegó el momento ideal para lanzar su carrera. Al menos eso es lo que da a entender el film, que las encuentra ensayando una pieza de gospel en una iglesia, la veterana enseñando que “se canta con la cabeza, el corazón y las tripas”, leitmotiv visual que se repetirá varias veces con el correr de las dos horas y media de metraje. Gran parte de los temas que recorren la biografía están presentes en esos primeros minutos: la relación tensa pero cariñosa entre madre e hija, el coqueteo con las drogas, todavía dentro de los límites de lo recreativo, el deseo de jugar más allá de las reglas con su instrumento musical, las cuerdas vocales. La película blanquea la relación sentimental de Houston (mimética Naomi Ackie) con su amiga Robyn Crawford, quien estaría a su lado –por lo general entre las sombras– durante toda casi toda la vida, más allá de casamientos y maternidades formales. Y así llega la escena del “descubrimiento”, representado gracias a un clásico recurso dramático de guion. A mediados de los 80 Cissy, todavía activa como cantante, simula un problema vocal y deja que sea su hija quien abra el recital en el un club nocturno, a sabiendas que escondido entre el público está presente Clive Davis (el siempre cumplidor Stanley Tucci), poderoso productor musical y fundador de Arista Records. De ahí al primer single y el batacazo del segundo álbum hay un par de pasos. Whitney se transforma en la primera artista afroamericana en ir mucho más lejos del simple crossover entre la audiencia negra y la blanca. A partir de ese momento, el guion de Anthony McCarten –autor de otra biopic reciente de características similares, Bohemian Rhapsody– apretuja instancias altas y bajas de su carrera y vida personal. Enamoramientos, separaciones, giras, enfrentamientos (el vínculo con el padre, conflictivo y eventualmente virado a lo judicial, tiene una presencia importante), su paso por el cine a partir de El guardaespaldas y el comienzo del declive. Y las drogas, desde luego, que el montaje ATP deja siempre fuera de cuadro. Pura sumatoria de momentos, pegoteados cronológicamente sin mucha lógica dramática, de cine poco y nada. Si el gran legado de la Houston es la música (Ackie mueve los labios a la perfección mientras la pista de sonido deja escuchar la voz original de la cantante) mejor volver a escuchar los discos.
El neoyorquino Damien Leone viene practicando las artes del terror extremo desde hace años, siempre en los márgenes de la industria y, con una única excepción, dedicando sus esfuerzos a los despanzurramientos pergeñados por Art, un payaso con aires de mimo y una bolsa de basura llena de elementos cortantes, entre otras armas de destrucción corporal. Comenzando con un par de cortometrajes y el largo Terrifier (2016), que por estos pagos puede verse en Prime Video, el personaje interpretado bajo gruesas capas de maquillaje por David Howard Thornton pegó el batacazo en su país de origen hace algunos meses. Producida con un presupuesto que haría sonreír de ternura a cualquier director de cine con ambiciones hollywoodenses, Terrifier 2 –que aquí se lanza con el subtítulo El payaso siniestro– se convirtió en un enorme éxito de público, recaudando una millonada y provocando (al menos según la campaña publicitaria) desmayos y vómitos en las salas. Si hasta el mismísimo Stephen King tuiteó un elogio señalando sus “asquerosidades de la vieja escuela”. Es que Leone, fanático del subgénero slasher (las películas de locos sueltos que cometen crímenes a rolete, territorio favorito de los Freddies y Jasons de este mundo) y especialista en efectos especiales, descree de la digitalización de la sangre y apoya los FX de látex, bombas de vacío y glóbulos rojos vegetales que poblaron el horror cinematográfico durante las décadas del 70, 80 y 90. Poco puede decirse de la trama, excepto que Art, que parecía haber muerto hacia el final de la primera entrega, reaparece en esta secuela con bombos, platillos, trompetita de juguete y una amiga que quizá sea imaginaria. ¿Para qué? Bueno, para seguir matando gente a diestra y siniestra, como lo demuestra la primera escena, en la cual un pobre médico termina con uno de sus ojos extirpado a dedo limpio y sus sesos desparramados por el piso de la salita. La protagonista es Sienna, una estudiante con alma de artista que se encuentra preparando un sofisticado disfraz para la noche de Halloween, siguiendo un diseño de su difunto padre, tal vez como homenaje filial. La estructura de Terrifier 2, autoconsciente en todo momento de los mecanismos narrativos y referencias al pasado del género que la sostienen, es deudora de clásicos como Noche de brujas y las sagas Pesadilla y Scream, entre muchos otros títulos, aunque el nivel de gore (sangre, mutilación, tripas y cosha golda) se acerca a una cruza entre las ambiciones realistas de Lucio Fulci con el exceso irónico del primer Peter Jackson, todos ellos descendientes indirectos del pionero Herschell Gordon Lewis. En otras palabas, la violencia en pantalla puede parecer por momentos cercana al torture porn, pero los límites están tan corridos que el disparate gran-guiñolesco termina haciendo triunfal aparición. Parte de la gracia está dada por la fisonomía y las actitudes del asesino: sin pronunciar palabra ni sonido alguno, sonriente y dispuesto a los mohínes, como si fuera un primo lejano y desagradable de Marcel Marceau, el cuchillo siempre se clava con cierta distancia irónica (ni qué decir cuando una cabeza, cercenada por abajo y por arriba, hace las veces de tétrico reservorio para los clásicos caramelos de Halloween). El otro exceso evidente, tal vez mayor que el de las amputaciones explícitas, es la duración, que se acerca a los 140 minutos, casi una excepción en la historia del terror de bajo presupuesto y sin pretensiones de “elevarse” artísticamente. Hay cal y hay arena en Terrifier 2, pero en su desembozada apuesta a la diversión pura y dura (aunque muchos espectadores no compartirán el concepto y se verán asqueados o aburridos), su afición al mal gusto entendido como una de las bellas artes (John Waters dixit) y la creación de un par de reinas del grito modernas Damien Leone logra entregar con creces lo que se propuso. Habrá que ver si la ya anunciada tercera parte, probablemente coproducida por alguna compañía de mayor envergadura, termina sosteniendo la antorcha de la independencia creativa o cae en las garras de otra clase de cortes: los de la autocensura ante la posibilidad de una distribución masiva.
"Un vecino gruñón", el largo adiós a la misantropía El actor es ideal para el papel: desde el primer minuto puede apreciarse cierta humanidad oculta detrás de la máscara de amargura, desprecio y odio a todo el mundo. Había una vez una novela escrita por el sueco Fredrik Backman, Un hombre llamado Ove, la historia de un anciano misántropo y cascarrabias a quien los residentes del barrio llaman “el vecino amargo que vino del infierno”. El éxito del libro se elevó hasta la estratósfera gracias a la primera adaptación cinematográfica, producida en Suecia con guion y dirección de Hannes Holm, que llegó a ser una de las cinco nominadas a los premios Oscar en la categoría de habla no inglesa del año 2015. Sobre ella escribió en estas páginas el crítico Juan Pablo Cinelli: “Holm parece empecinado en darle a Ove (y a cada espectador) una lección de vida en la que el dolor es siempre el camino por el que el personaje es obligado a transitar”. Material ideal para una típica remake hollywoodense. Y así fue, nomás: Ove muta en Otto, el actor Rolf Lassgård en Tom Hanks y el tranquilo vecindario sueco en una apacible calle suburbana de los Estados Unidos, pero las bases, recorridos y destino final de A Man Called Otto (Un vecino gruñón en el mercado local, título genérico si los hay) son esencialmente los mismos. Dice la leyenda que Tom Hanks quedó prendado de la historia y no es casual que su nombre aparezca en el doble rol de protagonista y productor del proyecto. El actor es ideal para el papel: desde el primer minuto puede apreciarse cierta humanidad oculta detrás de la máscara de amargura, desprecio y odio a todo el mundo. Tan desagradable es Otto que, siguiendo la máxima de que el cliente siempre tiene la razón, es capaz de armar flor de lío en un local por una diferencia de apenas 33 centavos. Que la soga que acaba de comprar tenga como destino su propio cuello es otra cuestión. Resulta claro que la muerte reciente de su esposa lo tiene a mal traer, cosa que los flashbacks –iluminados como una publicidad de los años 80 de algún perfume o desodorante y protagonizados por el hijo de la estrella, Truman Hanks– dejan en claro una y otra vez. Pero el intento de suicidio, el primero de varios, como ocurría en el film original, no llega a buen puerto. Algo o alguien, tal vez el Destino con mayúscula, quiere que Otto siga viviendo. Luego de la mudanza de una familia de inmigrantes “latinos” justo enfrente de su casa, la soledad del protagonista, la hosquedad sempiterna y los planes para acabar con su vida comienzan a desbaratarse, horadando de a poco esa coraza aparentemente indestructible. Así barajadas las cartas, la previsible historia se encamina sin apuro (son 126 minutos de metraje) a un tercer acto en el cual Otto verá nuevamente la luz de la bondad y la esperanza. Amenizando la espera hasta esa instancia, el guion incluye una moneda de plata que hace las veces de memento mori, un gatito callejero esperando un nuevo dueño, un chico trans que termina de cumplir la cuota de diversidad y el clásico recurso de la empresa inmobiliaria dispuesta a quedarse con la vieja cuadra para un proyecto de renovación. Apenas sostenida por el talento del reparto, la rutina se apodera de Un vecino gruñón. Una pregunta queda flotando en al aire, sin embargo: ¿ese tipo se transformó en un ogro de un día para el otro o acaso el guion oculta que siempre fue un pesado de aquellos?
"El rostro de la medusa": cara a cara. Premiada en el reciente Festival de Mar del Plata, la nueva película de la directora de "Las lindas" se interroga por aquello que hace a la identidad. “Con todos los ojos ve la criatura lo abierto. Pero nuestros ojos están como al revés, y completamente en torno suyo, la cercan como trampas, alrededor de su libre salida. Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal”. La cita de Rainer María Rilke, perteneciente a la octava de sus Elegías de Duino, en el comienzo de El rostro de la medusa refleja en cierta medida el oxímoron del título de la película. Forjada en el fragor del cine documental –sus cortometrajes Aquí y allá y Patio y el largo Las lindas recorrieron gran cantidad de festivales internacionales–, la primera aproximación de Melisa Liebenthal al terreno de la ficción tiene sin embargo un punto de partida y de llegada híbrido, en el cual el registro de lo real y la construcción de una realidad cinematográfica que parte de una imposibilidad física caminan de la mano sin soltarse nunca durante el recorrido. En el texto escrito para el catálogo del Festival de Mar del Plata, donde el film tuvo su estreno mundial y obtuvo el premio (ex aequo) a la Mejor Dirección de la Competencia Internacional, la realizadora recuerda que el concepto central del proyecto “nació de tomar imágenes en zoológicos y acuarios. Comencé a preguntarme por la importancia de la cara y su vínculo directo con la identidad, al tiempo que observaba la ausencia de rostro en muchos animales, como las medusas. ¿Qué pasa cuando no hay rostro? ¿Se puede no ser nadie? ¿Qué hay de liberador en no tener identidad?” Esas mismas preguntas son las que se hace, sin explicitarlas, la protagonista, Marina (la actriz Rocío Stellato), una docente universitaria que anda pisando la treintena y un día descubre que su rostro ha cambiado por completo (el anterior, el de nacimiento, como puede verse en cierto momento, es el de la propia Liebenthal). Luego de una consulta médica poco efectiva, dictar clases, salir a hacer las compras, renovar el DNI –sumun de la identidad en términos legales– e incluso encontrarse con su novio se transforman en circunstancias complejas, inquietantes. Los padres parecen acostumbrarse rápidamente al cambio, pero su abuela se muestra fastidiada. Es que, ¿acaso se puede seguir siendo la misma persona ante los demás cuando es imposible reconocer las facciones de quien se tiene delante? Ese mismo punto de origen narrativo podría sentar las bases de películas muy diferentes: las de una comedia romántica o un relato de ciencia ficción que reflexione sobre la identidad y sus límites. Aquí, en cambio, la realizadora opta por la cruza permanente entre ficción y ensayo, atravesando el registro documental de animales en distintos zoos del mundo –y el de aquellos humanos que los observan– con las escenas de ficción pura y dura, además de otras secuencias que podrían describirse como collages audiovisuales. El rostro de la medusa es original, fresca, por momentos lúdica, y sostiene la capacidad de sorpresa cuando el espectador supone que ya ha aprehendido todas sus formas e ideas. Pero, como ocurre con el rostro de algunos animales, los rasgos del largometraje de Liebenthal mutan de manera constante y resultan difíciles de clasificar.
"Paula", de Florencia Wehbe: adolescencia y mandatos estéticos. La directora evita transformar la historia en un drama con moraleja y se interesa más en la interacción entre los personajes, con un naturalismo que no es sencillo de construir. Paula está por cumplir 15 años, pero el deseo de tener la fiesta perfecta ya no está entre sus prioridades. Hay un tema que ha comenzado a ocupar su mente todo el día, todos los días: las calorías que consume, el peso, las formas de su cuerpo. Comienza un nuevo año de clases y el reencuentro con las amigas, pucho compartido de por medio, se ve abortado por el timbre de entrada. Las clases en la escuela religiosa son como siempre, algo aburridas pero nada grave. Ya en casa, el vestido de la hermana mayor –flaquita, a quien la ropa siempre le queda “llovida”, según sus palabras– se transforma en la prueba de fuego que marca el inicio de una nueva y dolorosa etapa. El traje con lentejuelas se estira pero no pasa, y el sonido inconfundible de una rasgadura detiene el proceso frente al espejo. La realizadora cordobesa Florencia Wehbe observa a Paula y a su grupo de amigas mientras la primera lidia con una problemática universal y recurrente: la obsesión por la delgadez, los mandatos del cuerpo ideal, la mirada de los otros y la propia. El segundo largometraje de Wehbe es la segunda película argentina en pocos años titulada Paula, pero no debe confundirse con el film homónimo de Eugenio Canevari estrenado en 2016. Esta Paula no sería la misma sin la participación de Lucía Castro en un papel que demanda ambigüedades y sutilezas: no es fácil ser una chica adolescente y tampoco es fácil interpretar a una. Sin estridencias –más allá de los lógicos gritos y encerronas en el cuarto después de una riña familiar–, su rostro transmite la ansiedad por esa balanza que no se digna a ofrecer un dígito más amable, oculta por la máscara de las risas ante una broma compartida o los brillitos del maquillaje obligatorios en las salidas nocturnas. A Paula, desde luego, le gusta un chico que no le da mucha bola, aunque en cierto momento el acercamiento se produce, precedido por un “Estás un poco más flaca, ¿no?”. Una red social específica para personas con problemas de peso y el consumo de pastillas para adelgazar se convierten en los secretos mejor guardados de la protagonista, cuya vida social cada vez más activa es reflejada en decenas de espejos –en el boliche, en el baño, en el cuarto, en el probador– y en la cámara para sacar selfies. El guión de Daniela De Francesco y la propia Wehbe esquiva las altisonancias y evita transformar la historia en un drama con moraleja, mucho menos en un cuento para prevenir a incautos ante el acecho de la anorexia y la bulimia. Tampoco señala con el dedo a culpables y villanos en una problemática compleja, de múltiples causas y efectos. Los temas están presentes, desde luego, y en un lugar central, pero afortunadamente a la realizadora parece interesarle más la interacción entre los personajes, entre las cinco integrantes del grupo de amigas, entre Paula y su hermana, su madre y su padre. Y lo hace con un naturalismo que no es sencillo de construir y un gran cariño por los personajes, sin crueldades ni reduciendo todo a arquetipos didácticos.
"Expuesta", sobre Andy Cherniavsky: la gran fotógrafa del rock nacional. No hay mucha fibra cinematográfica en el documental dirigido por Eduardo Raspo, que utiliza mecanismos audiovisuales estándar con eficacia pero escasa inventiva. Lo que se cuenta, sin embargo, es sabroso y nutritivo. Tres lustros después de que se diera a conocer en las salas argentinas Tatuado (2005), el realizador argentino Eduardo Raspo se encuentra terminando su tercer largometraje de ficción y estrena el documental Expuesta, dedicado a la vida pero, sobre todo, a la obra de Andy Cherniavsky, la gran fotógrafa del rock nacional durante las tres décadas más importantes y ricas de su historia. El concepto y ejecución de la película es directo y tradicional: es la propia homenajeada quien relata a cámara su biografía, deteniéndose en hitos y anécdotas, placeres y dolores, todo ello ilustrado por imágenes icónicas y también las otras, las inéditas. El comienzo es íntimo: la relación de la joven con su padre, el productor cultural Daniel Cherniavsky, director del recordado Centro de Artes y Ciencias de Buenos Aires, y su madre psicóloga, con quienes mantuvo una relación al mismo tiempo cercana y distante, por razones diversas y algunas veces dolorosas. “Así fue como Charly García se vino a vivir a mi departamento”, rememora en cierto momento, mostrando una de las pocas imágenes en conjunto de ambos, tomada a mediados de los 70, los dos sentados en el piso rodeados de plantas y almohadones. Andy tomaría miles de fotografías del músico, junto a sus colegas de Serú Girán y en solitario, desde la célebre imagen raquítica que luego ilustraría la tapa del disco de Fito Paez “Rock and Roll Revolution” hasta el Charly plateado de la portada de la Rolling Stone número 15. Gran parte de Expuesta está dedicada a la narración de la propia Andy de la evolución de su carrera, con paradas dedicadas a cada uno de los músicos que posaron consciente o inconscientemente para el lente de la cámara: Charly y Fito, claro, pero también Soda Stereo, Los Twist, Celeste Carballo, Los abuelos de la nada, Mercedes Sosa, los Redondos, Sumo y las firmas siguen hasta el infinito. Parada frente a una enorme mesa, rodeada de copias positivas en papel y contactos, la memoria no falla y las anécdotas cobran vida. Si al film de Raspo le falta música –casos y cosas de los derechos, que muchas veces se transforman en un problema insalvable–, definitivamente no ocurre lo mismo con las imágenes. El film cierra con la exposición “Los ángeles de Charly”, realizado hace algunos años junto a sus compañeras fotógrafas Nora Lezano e Hilda Lizarazu. Pero esa es apenas la punta del iceberg de un acervo fotográfico de valor incalculable. En medio del recuerdo de los viajes para cubrir recitales en el interior del país, la visita a camerinos de músicos amantes del secretismo y el relato de los vaivenes políticos que atravesaron el país, surge la narración de una mujer que se abrió camino en un universo –el del rock– ostensible y ostentosamente masculino. No hay mucha fibra cinematográfica en Expuesta, que utiliza mecanismos audiovisuales estándar con eficacia pero escasa inventiva. Lo que se cuenta, sin embargo, es sabroso y nutritivo.
"Hasta los huesos": amor y dolor. El director de "Llámame por tu nombre" está decidido a seguir su propio camino sin abrazar formatos preestablecidos, jugando con los géneros sin regalarse a ninguno. Amado por algunos y no tanto por otros, el italiano Luca Guadagnino vuelve a demostrar que su cine no es fácil de domesticar, aunque los rasgos de su última película resulten familiares. El director de Llámame por tu nombre, la personalísima reversión de Suspiria y la notable serie de HBO We Are Who We Are, lleva a la pantalla la novela Bones and All de Camille DeAngelis, publicada en 2016, y encuentra un tono ajustado para cruzar el romance adolescente, la road-movie y el film de terror. Pero primero lo primero: en otras manos, la historia de la parejita de jóvenes caníbales podría haber derivado en un subproducto cercano en sensibilidad a la famosa saga crepuscular con vampiros y lobizones. Y si bien algo de eso hay, al menos en los papeles, lo cierto es que la carga de violencia pero, sobre todo, de amor y dolor desesperados la alejan por completo de la superficialidad ingenua. El tono de Hasta los huesos queda establecido bien temprano, cuando Maren (Taylor Russell), una chica de pueblo que acaba de cumplir dieciocho años, es invitada a una pijamada. Entre confesiones y comentarios sobre esmaltes de uña, la protagonista se mete en la boca uno de los dedos de una compañera y lo muerte rápidamente hasta dejar el hueso casi limpio. Parece ser que Maren mostró por primera vez su afición por la carne humana a los tres añitos, y al llegar a la mayoría de edad el padre la abandona, dejando como único souvenir un cassette (corre la década de los 80 o comienzos de los 90) lleno de tristeza y deseos de bienaventuranza. Maren compra un pasaje en micro y sale a la ruta en busca de los orígenes, esa madre a quien nunca llego a conocer y que, tal vez, es la fuente primigenia de sus males. En Hasta los huesos caníbal se nace: no se trata de una pulsión psicológica sino de una necesidad biológica, incluida en el ADN e imposible de resistir. El viaje iniciático de la chica produce rápidamente una epifanía: no está sola, y si bien su raza no deja de ser una minoría, repartidos en el país (y, es de suponer, en el resto del mundo) hay muchos como ella, lidiando como pueden con el imperioso deseo de masticar carne no animal lo más fresca posible. Así es como conocerá a Sully (Mark Rylance), un veterano antropófago que pergeñó un particular método para comer sin asesinar y quien le enseña algunos trucos de la profesión, además de un muchacho raquítico y pálido llamado Lee (Timothée Chalamet, rostro favorito del realizador). El amor surge y también las discusiones acerca de qué hacer con la vida que les tocó en suerte, que por momentos se asemeja a una intensa y permanente adicción. Matar o no matar, esa es la cuestión. O una de ellas. Guadagnino vuelve a utilizar muchas de las estrategias formales de sus films previos, vistosas y pertinentes en parte por su anacronismo (paneos con zoom, cortes secos a planos más cercanos), y una obsesión por el paisaje del interior “americano” que no puede sino recordar al cine estadounidense de los años 70 (la hora mágica del atardecer recibe más de una ofrenda). Maren y Lee atraviesan estados y, cuando no pueden resistir el impulso, sus dientes penetran la piel y la carne de otro ser humano, cruzándose por el camino con familiares y desconocidos. Incluido un congénere de aires siniestros y, nuevamente, Sully, que parece haber adquirido una obsesión por su joven protegida. Oportunidad para que el realizador prodigue papeles secundarios a nombres recurrentes en su obra como Jessica Harper, Chloë Sevigny y el también cineasta David Gordon Green. Hasta los huesos es demasiado “romántica” para el fan enceguecido del terror puro y algo perturbadora para quien pretenda una historia de amor con toques ligeros de horror (el gore no es tan frecuente pero, cuando pasa al frente, estalla en la pantalla y los parlantes). Esa es precisamente la intención de Guadagnino: seguir su propio camino sin abrazar formatos, jugando con ellos sin regalarse a ninguno. No es, definitivamente, una de sus mejores creaciones, pero se juega a las búsquedas personales sin miedo al fracaso. Tampoco es la mejor película sobre caníbales como metáfora de infinitas lecturas (probablemente el trono lo siga ocupando Trouble Every Day, de Claire Denis), aunque en este relato de amor contra todos los obstáculos del mundo no escasean las bondades.
"Matadero": entre la ficción y la realidad. El terror como género cinematográfico sobrevuela las casi dos horas del film de Fillol, inspirado en el relato de Esteban Echeverría, pero nunca toma la delantera. El primer largometraje de ficción del argentino radicado en España Santiago Fillol hace gala, desde los primeros minutos, de un grado de ambición poco frecuente en el cine local realizado por debutantes. Claro que Fillol viene desarrollando una colaboración como guionista junto al realizador franco-español Olivier Laxe, una de las voces más radicales del cine ibérico contemporáneo, en películas como O que arde y Mimosas. La lectura de la sinopsis oficial podría hacer pensar en una adaptación más o menos libre de El matadero, el relato seminal de Esteban Echeverría publicado de manera póstuma en 1871. Pero en la trama del film se entrelazan tres niveles históricos, que corren en paralelo de manera evidente. Por un lado, los avatares de la insurrección que refleja de manera no lineal los hechos del texto de Echeverría, y que la ficción dentro de la ficción reconstruye con las armas del cine. Por el otro, el presente que abre el relato, cuando un veterano cineasta se aparece en una sala de cine para presentar, por primera vez, una obra literalmente maldita, rodada en los años 70 y que nunca vio la luz del proyector. Finalmente, el rodaje de esa película en una estancia bonaerense, a finales de 1974, que ocupa la mayor parte del metraje. Esa película secreta en la cual, se dice, murieron personas, nunca será vista por el espectador de Matadero. Un poco como ocurría con la maldición fílmica de Cigarette Burns, la magnífica entrada de John Carpenter en la serie de unitarios Masters of Horror. El terror como género cinematográfico sobrevuela las casi dos horas del film de Fillol, pero nunca toma la delantera. En la figura de Jared Reed, el cineasta interpretado por Julio Perillán (actor convenientemente bilingüe) conviven el Dennis Hopper de La última película y el Jodorowsky de los años 70. Tal vez, incluso, una pizca de Michael Findlay (sí, aquí también hay una “Roberta” que lo acompaña en sus virtudes y delirios). ¿Acaso esos rollos de celuloide esconden un ejemplar de snuff movie, ese mito fundante de la violencia y la muerte reales dispuestas para el lente de la cámara? Lo cierto es que a Reed, el Reed de 1974, su productor acaba de cerrarle la canilla monetaria, y el proyecto de “Matadero” debe reencauzarse como film ultra independiente, de presupuesto casi nulo. Allí es cuando aparece un pequeño reparto de actores de teatro político que, a pesar de coquetear con la posibilidad de pasar a la clandestinidad, decide apoyar la epopeya del artista “yanki”. Ellos y un grupo de peones rurales serán los protagonistas de la película, que a poco de (re)comenzar su rodaje –ya sin grúas que permitan amplios planos panorámicos de ganado y seres humanos entreverados– comienza a estar plagada de problemas de todo tipo. Fillol pone en tensión constante lo que se cuenta en los diferentes niveles narrativos, destacando con especial énfasis los choques entre los personajes (a pesar de su aplicada militancia, el grupo de actores no permite que uno de los trabajadores duerma en el mismo cuarto que ellos). Finalmente, cuando la política estatal de desapariciones llega hasta esa estancia aislada, las reglas de la violencia real terminan por impactar con fuerza en la violencia recreada para la cámara. Con sus múltiples referencias a la realidad y la ficción, los guiños al western clásico y el terror slasher y la interpretación de las “grietas” originales como péndulo ubicuo en los distintos pasados y el presente, Matadero es más potente cuando se piensa en su concepto y ambiciones que cuando se asiste a la proyección. Elegante, con un trabajo de fotografía realmente notable, por momentos el desafío intelectual que delinea el corazón de la película se impone a la factura de las escenas, que en más de una ocasión muestran desfases actorales, en particular pero no exclusivamente cuando se habla en inglés (¿o acaso se trata de un sutil trabajo de distanciamiento no evidente en un primer vistazo?). Ailín Salas y Malena Villa sobresalen, la primera como una expansiva actriz dispuesta a casi todo a la hora de realzar artísticamente la dialéctica entre poder y opresión, la segunda como una aspirante a cineasta de clase acomodada que termina siendo testigo del horror en primer plano.
"Cuando oscurece", padre e hija en fuga. La continuación de "36 horas" acusa cierto desgaste del material narrativo pero de todos modos construye una historia atractiva, con la pequeña actriz Matilde Creimer Chiabrando como gran sorpresa. Extraño caso nacional de “secuela”, Cuando oscurece sigue los pasos de Pedro tiempo después de los hechos de 36 horas, estrenada hace aproximadamente un año. En aquel largometraje, el protagonista, interpretado por César Troncoso, se veía enfrentado al pago de una importante deuda de negocios ligada a su productora audiovisual en el mismo día del cumpleaños número seis de su hija, generando de paso nuevas rispideces con su ex (Andrea Carballo) y socia en el negocio. Una película tensa y definitivamente urbana. Cuando oscurece –que a pesar de esa ligazón puede verse de manera independiente– mantiene en gran medida la tensión dramática, pero traslada la acción a ámbitos del “interior” del país mucho más agrestes. No se sabe cuánto tiempo ha transcurrido desde el final de los hechos del film previo; tampoco cómo ha terminado el asuntillo de la deuda, pero es claro que la separación de Pedro y Érica sigue firme. El hombre acaba de pasar unas vacaciones con su hija Flor y está a punto de “devolvérsela” a la madre, pero algo ocurre, una decisión intempestiva o, quién sabe, quizás reflexionada con tiempo. Lo cierto es que Pedro y Flor continúan de viaje ya en tiempo de descuento y terminan en una cabaña agreste alquilada por tiempo indeterminado. Las pistas de que algo no está del todo bien son evidentes: ante el encargado de la posada Pedro afirma que no encuentra los documentos en los bolsos, y cuando Flor le pide el teléfono para llamar a Mamá la respuesta es que Érica está trabajando unos días en un lugar sin señal. El espectador cae rápidamente en la cuenta de que Pedro está embarcado en un clásico intento desesperado por asirse a algo que se ha perdido. O tal vez una venganza. O ambas cosas y otras más entreveradas. Troncoso vuelve a repetir un personaje que parece siempre a punto de quebrarse, aunque aquí el origen del nerviosismo y el malestar tienen orígenes diversos. No es casual que Néstor Mazzini haya bautizado la que será una trilogía (la saga se completa con la futura La mujer del río, según afirma la gacetilla de prensa) como Autoengaño: si alguien cree que puede salirse con la suya a pesar de todas las evidencias en contra es justamente Pedro. Cuando oscurece es un relato mínimo y, a lo largo de sus casi noventa minutos, suele notarse el desgaste del material narrativo. A pesar de ello, y más allá de la vuelta de tuerca final –que parece un tanto excesiva teniendo en cuenta aquello que la antecede–, la dinámica entre padre e hija, los cambios sutiles en la relación, la creciente sospecha de la niña de que su padre no está haciendo las cosas bien, mantienen el interés hasta el desenlace. La gran sorpresa de la película es la actuación de Matilde Creimer Chiabrando, quien no sólo logra salir airosa cuando tiene que procesar las líneas de diálogo más difíciles sino que aporta un nivel de frescura naturalista notable a lo largo de todo el relato. Con apenas cuatro películas en su filmografía –las dos de Mazzini y Nuestros días más felices y Mamá, mamá, mamá, ambas de Sol Berruezo Pichon-Riviére– la jovencita Creimer Chiabrando es ya toda una actriz consumada.
"Ella dijo": el final de un pacto de silencio. La película recrea la odisea profesional de las periodistas de The New York Times que develaron el "Caso Weinstein", El efecto dominó fue imparable y la caída estrepitosa. Luego de la publicación en las páginas de The New York Times, en octubre de 2017, de la primera de una serie de notas sobre Harvey Weinstein y sus conductas aberrantes hacia las mujeres durante al menos dos décadas, el otrora mandamás de la productora Miramax se transformó en símbolo de las humillaciones y actos criminales tolerados en la industria del cine y, por extensión, otros ámbitos laborales. El pacto de silencio se quebró y las compuertas de las denuncias se abrieron para nunca más cerrarse, iniciando el imparable movimiento #MeToo. Como afirma una placa al final de Ella dijo, el largometraje de la actriz y realizadora alemana Maria Schrader (la directora de Stefan Zweig: Adiós a Europa, la reciente El hombre perfecto y varios episodios de la serie Poco ortodoxa) Weinstein cumple actualmente una condena de 23 años de prisión, y su caso ayudó a muchas mujeres a contar por primera vez experiencias traumáticas guardadas bajo las llaves del dolor, la vergüenza y/o los acuerdos de confidencialidad extorsivos. La clave del guion de Rebecca Lenkiewicz (Ida, Desobediencia) es de índole clásica. Retomando las enseñanzas de títulos como Todos los hombres del presidente o la más reciente The Post: Los oscuros secretos del Pentágono, la trama encuentra a las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey (impecables Zoe Kazan y Carey Mulligan) trabajando bajo el mismo techo pero separadas en la redacción del famoso periódico neoyorquino. Profesionales, esposas, madres, la línea de sus investigaciones previas las pone detrás de los pasos del productor cinematográfico, partiendo de una serie de denuncias olvidadas y anécdotas de difícil verificación. Más aún cuando ninguna de las supuestas víctimas de acoso y, en más de un caso, flagrante abuso sexual deseaba exponerse públicamente, ante la posibilidad cierta de las represalias de una figura tan poderosa como temida. El punto de partida de las heroínas es entonces la punta de un ovillo cuya circunferencia es por completo desconocida. De (casi) cero a la publicación de la nota, Ella dijo acompaña esa odisea profesional con pinceladas de la vida privada de las periodistas, rodeadas por la presencia constante de personajes secundarios de relevancia, fuera y dentro de la redacción, otro aceitado elemento narrativo tan caro al cine estadounidense. Sobria, alejada de cualquier clase de sensacionalismo, fiel al punto de vista de las protagonistas, sin abusar de los flashbacks, la película de Schrader vuelve a señalar la importancia de una profesión que está en peligro de extinción: el periodismo de investigación de campo, lejos de las redes sociales como origen de las noticias, afincado en el doble y triple chequeo de datos, imbricado en el tejido de la sociedad y sus instituciones. Twohey y Kantor visitan por sorpresa a sus posibles fuentes, intentan acercarse a documentación confidencial de difícil acceso, toman aviones para entrevistar a mujeres que, en un primer momento, no desean revolver el pasado. Es la insistencia, aunque siempre manteniendo las reglas del off the record y la reserva de identidad, la que termina germinando y ofreciendo sus frutos. “Se robó mi voz justo cuando estaba a punto de encontrarla”, afirma uno de los personajes con lágrimas en los ojos. Es probable que la pesquisa real haya tenido otras complejidades y el recorrido no fuera tan lineal, pero sólo se trata de ofrecer una versión ficcional que no traicione ni las causas ni las consecuencias ni las formas de la investigación. En un toque de gran potencia dramática, que destaca de manera notable el famoso “basado en hechos reales”, la actriz Ashley Judd, la primera figura en hablar públicamente de Weinstein y sus malditas costumbres, se interpreta a sí misma en un par de escenas, recordatorio de que detrás de la ficción hay mujeres de carne y hueso que siguen intentando vivir de su profesión.