Romance en busca de final feliz Primero lo primero: resultan absolutamente inentendibles las razones por las cuales la distribuidora local optó por pergeñar un título en italiano –que sería más apropiado para una confitería especializada en diversos tipos de infusiones– en lugar de traducir la bella gracia original, “El color escondido de las cosas”. De hecho, detrás de esas palabras se ocultan algunos de los elementos centrales de este drama romántico dirigido por el veterano Silvio Soldini, célebre por un par de obras de alto perfil internacional (Pan y tulipanes, Sonrisas y lágrimas) y a su vez dueño de una extensa filmografía que llega hasta comienzos de los años 80. Emma (notable, como siempre, Valeria Golino, la actriz greco-italiana que alguna vez estuvo instalada en el seno de Hollywood) es una mujer de 40 y algo de años, independiente, osteópata de profesión y no vidente. Pero el guion de L’amore con te, ingeniosamente, retrasa la presentación de ese personaje y decide arrancar en cambio con Teo (Adriano Giannini, hijo del famoso Giancarlo), un exitoso creativo publicitario con tendencias narcisistas más que evidentes, una enorme facilidad para inventar excusas y mentiras para justificarse, y un gen de donjuanismo difícil de erradicar. Teo está dividido entre los encuentros con una mujer casada y la relación con una novia con la cual no parece demasiado convencido de querer convivir; atado, además, como buen adicto al laboro, a los constantes mensajes y llamados de su teléfono celular. El encuentro casual con Emma deriva en una sesión de masajes y posterior trago en un bar, pasos previos de una primera vez en la intimidad. Que no será tan así, a pesar de esa foto que Teo le muestra a su compañero de trabajo como si se tratara de un trofeo de caza: la película le revelará al espectador, algunos minutos más tarde que, alcohol o inhibiciones de por medio, “la cosa” no terminó de funcionar correctamente. Es en esos pequeños detalles del uso del fuera de campo, en la deriva no del todo funcional a la idea de romance cinematográfico de la primera parte del film, que L’amore con te encuentra sus virtudes. La gran interpretación de Golino, perfecta como una mujer ciega fuerte y decidida que, sin embargo, no logra esconder varias fragilidades, sirve de apoyo esencial a una trama que, en su porción temprana, prefiere una estructura de viñetas descriptivas al concepto de progresión dramática de hierro. Más tarde, cuando la amistad con beneficios comienza a entrar en terrenos emocionales más ligados a la atracción, el deseo y eso que suele llamarse amor, la trama comienza a tropezar con la obsesión por el romance trunco de manual: las confusiones, mentiras, defraudaciones y frustraciones derivadas de la idea del triángulo amoroso. Al tiempo que las zonas erróneas de Teo –quien mantiene una relación distante con su familia, al punto de no participar en los funerales de su padrastro– son expuestas a flor de piel durante el tercer acto. Punto para Emma, que en más de una ocasión llama al caballero stronzo, con absoluta justeza, aunque parece siempre dispuesta a comprender y quizá perdonar sus ofensas. Por cierto, los personajes secundarios están construidos de manera conveniente: la novia de Teo no es un mal bicho, pero nunca logra generar la simpatía total del espectador, al tiempo que la mejor amiga de Emma –una mujer con severa hiposivisión– es heredera de la vieja tradición del “alivio cómico”. Y así se llega al cierre con papel de regalo y moño, más atento a las convenciones del final feliz que a las contradicciones y asperezas de dos personajes que sólo podrían ser capaces de complementarse a la perfección en alguna publicidad craneada por la agencia de Teo.
Reflexiones sobre el paso del tiempo La filmografía de Francesca Comencini está marcada por tantos vaivenes artísticos como desvíos temáticos, aunque si hay algo que siempre ha parecido interesarle son las causas y consecuencias de los cambios en las relaciones entre los personajes, en particular las amorosas. Tal vez el título en el cual esos reflectores mejor iluminan a las criaturas sea Mi piace lavorare (Mobbing) (2004), donde los conflictos interpersonales se veían zarandeados aún más por la problemática de la pérdida del empleo. Nada de esto último parece acuciar a Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), dos profesores universitarios de literatura cuya cambiante pero siempre turbulenta relación de pareja, que atraviesa siete años de sus respectivas vidas, es analizada por Amores frágiles a través de una estructura no cronológica, pautada por los recuerdos, las ansias nunca consumadas y la necesidad de replantearse cómo seguir con la vida luego del fin de un vínculo que ocupaba ostentosamente el centro de la escena. Ni comedia romántica, ni drama psicológico bergmaniano, ni sumersión en las agitadas aguas de la memoria –o bien todo eso junto y revuelto–, las aguas y aceites diseminados por Comencini en el relato nunca terminan de aglutinarse: su último film puede ser visto como un experimento a todas luces fallido. Aunque, definitivamente, nada plácido. Los movimientos febriles de Claudia al despertar y (re)descubrir que Flavio ya no está a su lado en el lecho matrimonial anticipan la silueta de un personaje invadido por ansiedades y miedos, en varias instancias extremos. El primer flashback entrelaza su primer encuentro, casi una década antes, durante una ponencia universitaria sobre el nacimiento de la literatura moderna. “Paciencia, un catzo”, le gritará a la moderadora, cansada de escuchar sus interrupciones, en un paso de comedia ligera que, por un instante, parece remitir a Luigi Comencini, el famoso director de comedias all’italiana y padre de Francesca. Fiel al viejo adagio “los que se pelean se aman”, la posterior charla y discusión en un bar llevará a la pareja de supuestos enemigos al primer paso en su recorrido como amantes. Si por momentos Amores frágiles parece una comedia dramática “femenina” al uso, con sus reflexiones algo superficiales sobre el paso del tiempo, el peso de la maternidad como obligación/deseo personal y el erotismo como forma de expresión no verbal, en otros el guion escrito a seis manos parece derivar hacia zonas cercanas al cine de Lina Wertmüller, incluida una escena onírica en blanco y negro que reubica algunas armas del feminismo radical en franco terreno burlesco. Una tardía experimentación amorosa con una mujer mucho más joven –como la nueva novia de su ex– termina por darle forma final a un personaje que se intuye mucho más complejo (y menos abiertamente celoso e “histérico”) que lo que el mismo relato parece dar a entender. El hecho de que Flavio, en cambio, esté construido en base a una estabilidad y certeza emocionales bastante más firmes –más allá de los lógicos temblores de la mediana edad– termina por erigir, irónicamente, los mismos estereotipos que la película parecía dispuesta a destruir desde los cimientos.
Había una vez un pueblo llamado Mariano Miró... que desapareció completamente de la faz de La Pampa.” Así podría comenzar el nuevo documental de Franca González, de no ser por la ausencia absoluta de una voz en off que regule el relato. Las que sí se escuchan son las voces de aquellos que todavía son capaces de rememorar los recuerdos de sus abuelos, como así también las de la gente que recorre ese campo de soja y aledaños recolectando pequeños fragmentos del pasado. González acompaña a un pequeño grupo de arqueólogos al tiempo que un trozo de copa o una astilla de un plato de comienzos del siglo XX son desenterrados del simbólico camposanto. Nacido a la sombra del tendido férreo pampeano, Miró creció durante un par de décadas y fue eliminado de un plumazo por los dueños de las tierras, sus habitantes desperdigados en dos pueblos cercanos, el único resabio visible de esos tiempos es la típica estación de trenes, hoy mantenida como casa de alquiler. Esa es la historia de este documental apasionante que, de manera indirecta, relata un pedazo de historia de una Argentina no tan lejana: la de los inmigrantes que llegaron de Europa para poblar aquellos territorios del país que todavía necesitaban ser domados.
Todas las fichas a Natalia Oreiro “Llegó la hora de mandar a todos al carajo” reza el afiche, la frase escrita sobre placas multicolor justo arriba de una Natalia Oreiro a media sonrisa y haciendo el tradicional gestito del dedo del medio. Y vaya que se putea en Re loca, a tal punto que la metralleta de malas palabras puede ser considerada como una de las estrategias centrales para general las carcajadas de la audiencia. Los modismos del español argentino (en su variante porteña) señalan una de las diferencias esenciales entre el largometraje del debutante Martino Zaidelis (ganador de un Martín Fierro por la dirección de la serie El hombre tu vida) y la película original en la cual se basa, la chilena Sin filtro. O bien con cualquiera de sus primas cercanas, las remakes mexicana Una mujer sin filtro y la española Sin rodeos, dirigida por Santiago Segura y estrenada en la Argentina hace algunas semanas con el título Sin filtros, en plural. El casillero de arranque es idéntico en todos los casos y las tres reversiones pueden entenderse como variaciones tópicas y localistas de la original sin excesivos desvíos creativos, como si se tratara de puestas teatrales simultáneas de una misma y exitosa pieza. Una mujer que está a punto de cruzar el umbral de los cuarenta abriles, en este caso llamada Pilar, cansada del maltrato en el trabajo, el hogar e incluso durante el camino entre un lugar y otro -usualmente a manos de una serie de hombres, pero no exclusivamente- decide someterse a una terapia particular (ésta varía de film en film; en Re loca incluye el consumo de un par de líquidos poco apetitosos) que termina transformándola en una máquina de decir lo que realmente piensa y hacer lo que desea en todo momento, sin ningún tipo de criba, caiga quien caiga. El viejo truco del cambio total de personalidad/actitud/físico, todo un clásico en la comedia cinematográfica. Es en este punto en el que debe afirmarse que las dotes actorales y carismáticas de Oreiro son las que sostienen en gran medida el interés por la historia una vez pasado el punto de no retorno, ya que la repetición con variaciones de la misma situación -el enfrentamiento con la pareja, el jefe, la mejor amiga, la hermana, el exnovio, un taxista, etcétera- comienza a resultar cómicamente irrelevante más temprano que tarde. Como también ocurre en las otras tres versiones de la historia, por otro lado. El empoderamiento, esa palabrita tomada del inglés que llegó para quedarse, está a la orden del día, al menos nominalmente. Al fin y al cabo, el escueto arco dramático llevará a Pilar a enemistarse con su nueva condición súper poderosa y a considerar algo así como una hibridación que contemple lo mejor de dos mundos. La risa estentórea y algo publicitaria de Oreiro en la escena final, mientras canta a dúo con Celeste Carballo “Me vuelvo cada día más loca”, parece ir en ese sentido: un poquito loca, pero en el fondo sensata. No como la nueva mujer de su ex (Gimena Accardi), que incluso durante el casamiento continúa disminuyendo y humillando a su marido (Diego Torres). De impronta televisiva y un acabado profesional que ya es la norma de estos tiempos, Re loca es un típico y apenas digno exponente de la comedia mainstream argentina, elevado un par de escalones por la explosiva presencia de Oreiro. Más que una buena opción de casting, una excelente decisión conceptual.
Retrato a bordo de un auto Valiéndose de la anécdota de un padre y un hijo que deben repartir una caja de invitaciones, Jacir describe a la vez una historia familiar y la situación política y social de la tierra palestina, con buen pulso pero sin poder evitar que se vean ciertos hilos narrativos. Un locutor de voz adusta enumera en la señal radial los últimos avisos fúnebres –la ubicación de las procesiones, la dirección de las mezquitas e iglesias donde tendrán lugar las ceremonias– mientras Abu Shadi fuma en silencio sentado en su auto. El regreso de su hijo con una caja llena de invitaciones de casamiento recién impresas lo saca del trance y lo obliga a apagar el cigarrillo de apuro; nadie sabe que a los sesenta y pico de años ese maestro jubilado todavía sigue fumando a escondidas. En la breve secuencia de apertura de la tercera película de Annemarie Jacir –cuya ópera prima Salt of This Earth (2008) se transformó en el primer largometraje en la historia dirigido por una mujer palestina– se ponen en juego de manera anticipada varios de los elementos narrativos y formales esenciales a la estructura de Invitación de boda: condensación de tiempo y espacio, puntilloso naturalismo a la hora de describir la relación entre padre e hijo, información de la situación política y social en la banda sonora gracias al aparato de radio de un automóvil que, a partir de ese momento, nunca dejará de estar en constante movimiento. Abu Shadi y Shadi a secas (los actores Mohammad Bakri y Saleh Bakri, padre e hijo en la vida real) deben entregar personalmente cada una de las invitaciones a la fiesta de casamiento de la hija menor de la familia, aparentemente una costumbre entre los árabes cristianos de Nazaret que ha adquirido la fuerza de la obligación, del deber. El “wajib” del título original. Shadi Jr., un joven arquitecto que vive lejos de los territorios palestinos, ha regresado de Roma especialmente para el evento y, a diferencia de su progenitor, mantiene contacto con su madre, una mujer que inició una nueva vida en los Estados Unidos. Como el film irá revelando gradualmente, esa escisión en el pasado del núcleo familiar se ha transformado en origen de fuertes conflictos. Nacida en Belén, criada y educada en Arabia Saudita y Nueva York, Jacir propone en su último largometraje (multi premiado en el Festival de Locarno y presente en la última edición del festival marplatense) un relato que –como una parte importante del cine internacional contemporáneo “de autor”– es deudor del neorrealismo tardío, no tanto rosa como atento a las señales de la idiosincrasia cultural más allá de la coyuntura que intenta describir. A pesar de concentrar la narración en apenas un día y con un recorrido geográfico que nunca saldrá de los límites de la ciudad, Wajib no deja de ser una road movie en pleno derecho: el derrotero de esa extensa jornada, las visitas a personajes de lo más variopintos (con una tendencia a la excentricidad ligera), las discusiones a bordo del automóvil van delimitando las novedades y posibles cambios en una relación que vuelve a ser física luego de un tiempo de separación. “¿Qué hacen acá?”, pregunta el joven, señalando a un par de soldados israelíes que almuerzan en un bar de un barrio árabe. “Vienen siempre”, responde el padre, restándole importancia a una cohabitación que quizás, a la distancia, parezca poco menos que imposible. Más tarde, ambos observarán a la novia probarse diferentes vestidos y deberán correr contra el reloj luego de descubrir un no tan evidente error de la imprenta, una de las instancias en las que Jacir echa mano al recurso del suspenso. Los elementos de comicidad se entrelazan así con los apuntes culturales y ese doble carácter de crítica suave y aguafuerte de los usos y costumbres de la sociedad palestina –en realidad, de una parte de ella– le dan carácter a una película de impronta humanista a la que, sin embargo, se le notan demasiado los hilos narrativos: esa estructura que conduce casi sin desvíos al clímax emocional y a una coda con vista a la abigarrada arquitectura de Nazaret, cigarrillo en mano y finalmente al descubierto.
Al hombre hormiga lo picó una avispa El relato se hace cargo de su propia ligereza y nunca intenta hacer pasar las relaciones y enfrentamientos entre los personajes por una cosa diferente de la que, en esencia, nunca ha dejado de ser: la adaptación multimillonaria de una historieta. Que las películas superheroicas constituyen el género más popular y económicamente victorioso de estos tiempos es algo que nadie en su sano juicio pondría en discusión. Parte de ese éxito descansa en eso que los estudiosos del marketing llaman fidelización: los “universos cinemáticos”, como el habitado por las criaturas marca Marvel, están cimentados sobre una super-ficción meticulosamente construida que los enmarca y contiene, entrecruza e hibrida, como si se tratara de un infinito serial en constante desarrollo y dilatación, un continuo work in progress sin clausura a la vista pensado para generar la adicción y dependencia del espectador. La referencia al serial, el extinto formato cinematográfico que fue amo y señor de las funciones vespertinas en los cines estadounidenses (y gran parte del mundo) entre fines de los años 10 y comienzos de los 50, no es gratuita, en particular cuando se habla del universo Marvel en general y, en particular, de Ant-Man, el Hombre Hormiga (2015) y su secuela, que se estrena por estas costas con el título original en inglés Ant-Man and the Wasp. Las dos entregas de la saga dirigida por Peyton Reed, un realizador forjado a la sombra de la comedia, potencian no sólo la aventura en el sentido más lúdico de la palabra –con sus cliffhangers relativos y literales, estos últimos durante las secuencia de títulos finales– sino también un sentido de la ironía y la autoconsciencia que no necesariamente está presente en otros títulos de la franquicia madre. Nuevamente con los rasgos de Paul Rudd (a su vez, uno de los cinco guionistas oficiales), Scott Lang pasa los últimos días de su arresto domiciliario, consecuencia de un par de macanas cometidas en tierra extranjera y registradas en Capitán América: Civil War, el primer indicio de que ese traje especialmente diseñado no sólo es capaz de miniaturizarlo sino de llevarlo a tamaños gigantescos. Por supuesto, no pasará demasiado tiempo hasta que el Hombre Hormiga deba despertar del forzado letargo. La brillante y bella Hope Van Dyne, alias La Avispa (Evangeline Lilly), y su padre, el Dr. Hank Pym (Michael Douglas), necesitan de su ayuda ante un nuevo descubrimiento que podría devolver del vacío cuántico a la primera persona en la historia en cruzar esa frontera. Su madre y su esposa, respectivamente. Ese punto de partida da inicio a un relato que potencia e incluso enriquece algunas de las características del film original, en particular en lo referente a la originalidad y vistosidad de las escenas de acción (traccionadas por el centenario arte del montaje paralelo) y un sentido del humor que morigera la seriedad de algunos pasajes, evitando que se transforme en gravedad. Aunque a veces se le vaya un poco la mano, como en cierta secuencia en la cual un llamado telefónico inconveniente deja al descubierto los trucos del guionista (el hecho de que Lang haya estudiado prestidigitación durante su encierro se mueve en un sentido opuesto: como todo buen mago sabe, si se ven los cables, no hay truco posible). El resto es una carrera contra el tiempo con múltiples y nuevos enemigos, entre ellos un mercachifle sureño interesado en el desarrollo de la tecnología cuántica (nueva oportunidad de Walton Goggins para crear una caricatura de la maldad banal) y una joven con átomos demasiado blandengues capaz de aparecer y desaparecer de improviso y a quien todos llaman, lógicamente, Ghost, “Fantasma”. Si los seriales sci-fi de antaño eran el terreno del bajo presupuesto, los dinerales invertidos en la posproducción de Ant-Man brillan en las secuencias de persecución –con sus vehículos multi-tamaño e himenópteros XXL– y en el viaje hacia el interior de la materia que le da forma al apogeo del tercer acto. En este caso, y a diferencia del breve trip de la película anterior –con su veloz guiño a la instancia lisérgica de 2001, odisea del espacio–, los recuerdos del espectador se retrotraen al Viaje fantástico de Richard Fleischer o a su secuela de los años 80, el microcosmos transformado en ámbito dificultoso para la supervivencia humana. Lo realmente provechoso del caso es que la película nunca se contagia del gigantismo del que a veces hace gala su protagonista. El relato se hace cargo de su propia ligereza y nunca intenta hacer pasar las relaciones y enfrentamientos entre los personajes por una cosa diferente a la que, en esencia, nunca ha dejado de ser: la adaptación multimillonaria de una historieta cuyos autores –dibujantes y guionistas de los tiempos de Tales to Astonish– jamás imaginaron que alguien podía tildar de pretenciosa
Reconstrucción sin ortodoxia A partir del libro El misterio de la caridad de Juana de Arco, de Charles Péguy, el director Bruno Dumont concibe uno de los films musicales más extraños y extremos de la historia del cine, con un fuera de tiempo en el que aparecen el metal, el pop y el rap. “¿Cómo puede un alma no quedar ahogada por la tristeza?”, sentencia una jovencísima Juana ante la visión de dos niños hambrientos, en un pasaje temprano de El misterio de la caridad de Juana de Arco, uno de los tres “misterios” escritos en forma de prosa poética por el escritor Charles Péguy a comienzos del siglo XX. Según afirma el experto en filología francesa Javier del Prado Biezma –en la introducción a la última edición en español de la obra–, el de Péguy es un texto extemporáneo en la doble acepción del término. Por un lado, porque es difícil no apreciarlo como una obra fuera de su tiempo y, quizá, de cualquier época; por el otro, porque su relato se ubica en un fuera del tiempo absoluto, una temporalidad inconcreta que va más allá del período histórico real. Ese que abarca los primeros años de vida de un personaje histórico y de un símbolo en muchos niveles: el de esa jovencita aguerrida que luego sería bautizada como la Doncella de Orleans, antes de la famosa traición, juicio y condena en la hoguera, para finalmente alcanzar la santificación. Algo similar, si no idéntico, puede afirmarse respecto de Jeannette, la infancia de Juana de Arco, el último largometraje de Bruno Dumont, que recorre y señala los pasajes más relevantes del libro de Péguy (un socialista convertido al catolicismo) para construir a partir de ellos uno de los films musicales más extraños y extremos de los últimos tiempos. Tal vez, incluso, de la historia del cine. Enmarcada por una tradicional ventana de proyección casi cuadrada que Dumont justifica con algo de humor y una oculta cinefilia (ver entrevista), la niña con futuro de guerrera y mártir política y religiosa se cruza, en las afuera del pueblo de Domremy, con esos dos chiquitos hambreados por la guerra. Unos minutos antes, completamente acapella, la actriz debutante Lise Leplat Prudhomme, de apenas 8 años al momento del rodaje, disparaba la primera de una serie de canciones que atraviesa casi la totalidad de la película. “Catorce años de cristianismo y aún no hay nada”, afirma con vehemencia en esas rimas, mientras levanta la mirada hacia el cielo, los pies hundidos en las aguas de un río con mucho de bautismal. Las profundas dudas respecto de qué actitud es la correcta ante la opresión de los ingleses en tierras galas –inquietudes que, en el fondo, no son otras que cuestiones existenciales llevadas a un plano pragmático– la llevarán a “conversar” en medio de un cruce de caminos con Madame Gervaise, duplicada para la ocasión en dos seres escindidos aunque dueños de una misma individualidad. Las hermanas Gervaise –como ocurre con la totalidad del reparto– fueron interpretadas por actrices no profesionales, dos hermanas gemelas que además estuvieron a cargo de componer las melodías básicas para los temas musicales. A esa altura de la proyección de Jeannette (unos veinte minutos), con las monjitas moviendo las cabezas en una coreografía naif, el espectador ha caído en la cuenta de que el film distará mucho de las representaciones cinematográficas previas de Juana de Arco: ni el minimalismo de Dreyer, ni el ascetismo de Bresson, ni el materialismo de Rivette ni la espectacularidad de Fleming o Besson, aunque una pizca del espíritu de las tres primeras versiones asome la cabeza en diversos pasajes. Alejándose cada vez más de ese naturalismo falso que era una marca de estilo de sus primeros títulos (La infancia de Jesús, La humanidad), Dumont lleva su empresa al límite del artificio y la teatralidad, elaborando con paciencia, y pericia técnica y artística, un proceso de registro directo del sonido durante el canto (con sus notas falsas, tonos imperfectos y gorjeos bien presentes en la pista sonora) completados luego por las grabaciones en estudio del músico de death metal Igorrr. No es casual entonces que el headbanging, el clásico revoleo de cabeza metalero, se transforme, por obra y gracia de la historia y el contexto, en un gesto de rebeldía social y político. Una seña feminista, incluso. La niña se transformará en una joven adolescente a punto de abandonar para siempre la vida en el campo, dando sus primeros pasos hacia el encuentro con Carlos VII, el delfín de Francia, acompañada por su joven tío, un muchacho que, a diferencia de la Pucelle –que alterna el metal con composiciones cercanas a la chanson y al pop adolescente–, prefiere el fraseo y el ritmo entrecortado del rap. ¿Hay algo ofensivo o blasfemo en Jeannette, la película, cuyo afiche local presenta a Juanita haciendo el gesto de los cuernos sobre su cabeza? Muy por el contrario, Dumont conversa con la obra literaria de origen y la actualiza de una manera poco ortodoxa, reconstruyendo al mismo tiempo el misterio de la construcción religiosa (mística) de esa leyenda francesa y universal. En determinadas manos, el cine es el ámbito ideal para echar nuevas y movedizas luces sobre aquello que el dogma religioso ha convertido en algo inamovible. Confirmando, de paso, que si el cine no es el Diablo –como afirmaba Jean Epstein– sino Dios, entonces Juana de Arco es una de sus santas patronas.
Celebración de la libertad del cuerpo Corren los años 50 y en una casona de clase acomodada del interior chileno la que tiene los pantalones puestos es la matriarca Matilde, heredera de una genealogía familiar que oculta los mil y un secretos, incluyendo todo tipo de deseos prohibidos. Las primeras dos o tres escenas de Calzones rotos - Revancha de mujeres, adaptación de la novela del chileno Jaime Hagel Echeñique, hacen temer lo peor: diálogos expositivos, actuaciones físicamente sobrecargadas, el peso del diseño de arte en cada milímetro del fotograma digital y un denso aire a grotesco latinoamericano. Y si bien esa descripción acompañará a los personajes hasta el mismísimo desenlace, lo cierto es que la película del italiano (radicado en Chile) Arnaldo Valsecchi –en los papeles, una coproducción entre el país vecino y Argentina– termina desarrollando una táctica para que ese tono general se transforme en un sirviente de la historia y no lo devore todo a su paso. Los “calzones rotos” del título pueden inducir a engaño de este lado de la cordillera: similares a nuestros buñuelos, aunque de forma menos esférica, se trata de un típico platillo dulce de media tarde, aunque un posible segundo sentido está claramente presente en el relato. La “revancha de mujeres”, en tanto, no ofrece confusión alguna: corren los años 50 y en esa casona de clase acomodada del interior chileno la que tiene los pantalones puestos es una mujer, la matriarca Matilde, interpretada por Gloria Münchmeyer, una veterana de las telenovelas trasandinas. Desde luego, esto no siempre fue así. En la primera de una extensa serie de flashbacks a los años 30 y 40, la figura de Alfonso (Patricio Contreras, presente además en otro estreno de esta semana, Dry Martina) adopta el lugar central de la casa, amo y señor de las habitaciones, de las tierras y de su esposa. Enganchado hasta el delirio con una joven prostituta recién llegada al burdel del pueblo y reservorio de un batallón de enfermedades venéreas (como se las llamaba en aquel entonces), el personaje de Contreras –siguiendo a grandes rasgos los hechos de la novela– comienza a desenrollar el ovillo de una genealogía familiar que oculta los mil y un secretos, incluyendo maternidades y paternidades desconocidas, deseos prohibidos e incluso algún que otro crimen. De nuevo en el presente, la inminente muerte de Matilde reúne a una serie de visitantes a su alrededor, hijos, sobrinos y una nuera llegados de otras partes del país y del mundo, como así también el párroco del pueblo, receptor de un terrible secreto de confesión que pondrá a disposición del film nuevas llaves que abrirán otras puertas del relato. “¿Y? ¿Acabaste?”, pregunta una de las tres hermanas a la menor, que recién ha confesado, sin eufemismos, que durante la noche salió al porche a masturbarse. Si en Belle Epoque, la película de Fernando Trueba, era el deseo por un joven el que despertaba las pasiones de las muchachas, aquí el sexo parece movilizar a todos (o a casi todos) los personajes. Nada extraño si se tiene en cuenta la fuerte impronta represiva de las costumbres y la religiosidad de manual, que parecen recubrir a la finca como un velo, rechazada en la película por las fuerzas del humor vodevilesco. Muerto el patriarca, la hipocresía sigue flotando en el aire solamente ante la presencia de extraños. Calzones rotos se transforma así en una suerte de celebración de la libertad del cuerpo (y de la mente), aunque para ello debe recurrir necesariamente a ciertos anacronismos culturales. Lo picaresco nunca termina por hacerle un lugar a aquello que late debajo de lo superficial, pero la película de Valsecchi tampoco pretende ser mucho más que un aguafuerte costumbrista. En este caso, se agradece.
Una humanidad frágil y reconocible A través de una historia que se desarrolla en un pueblo de Bulgaria, la cineasta va instalando tópicos, gestos y accidentes de la topografía del gran género cinematográfico estadounidense en un universo actual y globalizado. En una de las escenas más potentes y emotivas de Western, el estupendo tercer largometraje de la cineasta alemana Valeska Grisebach, dos hombres adultos que no comparten el mismo idioma logran comunicarse mutuamente el intenso dolor de la pérdida de un ser querido. En ese preciso momento, el hálito del Jean Renoir de La gran ilusión flota, inconfundible, en el aire. Poco importan las diferencias culturales y lingüísticas e, incluso, el hecho de que los personajes puedan verse en algún momento en posiciones diametralmente enfrentadas. Aquello que los une es más fuerte: la relación cotidiana con el trabajo manual, un sentido de la existencia y de la relación con los otros, una determinada visión del mundo. El alemán recio y callado que ha llegado a ese pueblo de Bulgaria, cerca de la frontera con Grecia, como mano de obra transitoria para la construcción de una planta hidroeléctrica derrama algunas lágrimas mientras apura el último trago de licor. Su nuevo amigo, el búlgaro, un pequeño comerciante dedicado al material para la construcción, lo observa y comprende todo, a pesar de no entender ninguna de las palabras pronunciadas durante la confesión. Es una verdadera suerte y también un pequeño milagro de la distribución que la nueva película de la directora de Mein Stern y Sensucht –ninguna de ellas estrenada comercialmente en la Argentina– llegue a la cartelera local. Estrenada en Cannes hace dos ediciones, Western potencia varias de las virtudes de sus films previos y encuentra nuevos desafíos creativos, de los cuales sale airosa. La mera descripción de la historia contendida en las dos horas de proyección parece ofrecer pocos eventos dramáticos, de esa clase de hechos de los cuales muchos guionistas suelen enorgullecerse. Un grupo de operarios germanos comienza los preparativos del trabajo de envergadura que los espera allí, en tierras extranjeras. Son tipos rudos y directos y más de uno demuestra ser dueño de actitudes chauvinistas y machistas típicas: uno de ellos planta la bandera tricolor de su país como una provocación; otro se excede en el “piropeo” hacia una mujer que anda de paseo por el río cercano. PUBLICIDAD Entre esos hombres se destaca Meinhard, de unos cincuenta años, lacónico, de rasgos y mirada dura, más silencioso que el resto. Alguien que, en el pasado, pudo o no haber sido un legionario y que, fundamentalmente, nunca termina de encastrar en esa cofradía de trabajadores temporales. Es así como comienza a dar algunos paseos por la zona, acercándose cada vez más a las calles y a los habitantes del pueblo. Meinhard, el forastero. Y un caballo blanco suelto por los campos, aunque con dueño. Y la posibilidad de una amistad con Adrian, alguien nacido y criado en ese lugar, y su grupo de colaboradores y amigos. Y las conversaciones con dos mujeres, una de ellas bastante más joven. Y la posibilidad latente de un enfrentamiento a puro puñetazo, con un coterráneo o un lugareño. Y, desde luego, un rifle, que aparecerá bien avanzada la historia. Con esos elementos, Grisebach justifica el título de la película: de forma microscópica, la cineasta va instalando tópicos, gestos y accidentes de la topografía del gran género cinematográfico estadounidense en un universo actual y globalizado. En ese sentido, Meinhard resulta ser una nueva encarnación del héroe solitario enfrentado a un universo en el cual no termina de sentirse a gusto. Un individualista en el sentido más íntimo del término: sus códigos de conducta, su ética, su manera de moverse en el mundo no necesitan formar parte de un consenso ni, mucho menos, requieren de la aprobación de los demás. La delicada pero rotunda estrategia narrativa de Grisebach va dando sus frutos a medida que aquello que parecía una simple observación de situaciones y tipologías –con una cámara en plan seguimiento de personajes y la precisa utilización de actores no profesionales– comienza a desenrollarse como una telaraña. Es luego de un hecho circunstancial cuando la trama parece comenzar a espesarse, pero es sólo un falso señuelo: todo fue y sigue siendo importante, nada se radicaliza. Lo que surge con fuerza, en definitiva, es la humanidad de las criaturas, tan frágil y reconocible. La última, extraordinaria secuencia durante una fiesta en el pueblo, en la cual todos los personajes –hombres y mujeres, aldeanos y visitantes– parecen formar parte de una coreografía improvisada por el azar y el deseo, termina de confirmarlo.
El director brasileño narra días y noches en la vida de algunos personajes de una San Pablo agitada pero melancólica. A pocos minutos de comenzar, el tercer largometraje de ficción del brasileño (nacido en Londres y criado en Roma) André Ristum deja bien en claro su filiación cinematográfica. Descendiente directo de los mosaicos narrativos corales reinventados por Robert Altman en su Ciudad de ángeles –y transformados por Alejandro González Iñárritu y Paul Haggis en escenarios sobre los cuales pontificar sobre el estado del mundo y la condición humana–, La voz del silencio despliega en pantalla algunos pocos días y noches en la vida de un puñado de personajes, habitantes de una San Pablo agitada y colorida, pero no por ello menos melancólica. Siguiendo las reglas nunca escritas del género, casi todos ellos se tocarán o cruzarán en algún momento de la trama –directa o indirectamente, circunstancial o profundamente–, infiriendo de allí no tanto un efecto mariposa emocional como una red narrativa interconectada con pretensiones de fresco urbano contemporáneo. Los mandatos de la coproducción parecen haber dictado la inclusión de un par de inmigrantes argentinos en Brasil, aunque en esta ocasión esos personajes no llegan a sentirse artificiales: el hombre mayor y algo resquebrajado interpretado por Ricardo Merkin y la vendedora de inmuebles y madre de un hijo encarnada por Marina Glezer (ambos muy duchos en el idioma portugués) son tan verosímiles como el resto de las criaturas. Uno de los puntos más fuertes de La voz del silencio es, precisamente, la dirección actoral, que logra en casi todos los casos –incluidos los más extremos, como esa mujer depresiva abierta a la alucinación televisiva– un tono acertado y parejo, lo cual ayuda, en no poca medida, a ocultar los hilos que van moviendo las historias. Incluso en sus momentos más previsibles, cuando ciertas situaciones amenazan con transformar a la película en un decálogo de miserias, culpas e intentos de expiación. Retratados alternativamente bajo el clásico manto del montaje paralelo, allí están esa mujer obsesionada con las postales que su hijo le envía desde Nueva Zelanda, el hombre que lleva a domicilio órdenes de desalojo y trata a las mujeres como objetos, el muchacho callado y triste que deja pasar sus días en un call center, todos ellos representantes de ciertos arquetipos inmediatamente reconocibles, tanto en la vida real como en el cine. La historia más potente, aquella que logra hacer sonar una cuerda emocional no tan evidente a los ojos, parece ser la de una aspirante a cantante que se ve obligada a sostener su economía con la práctica del baile del caño en un club nocturno de escasa categoría. No hay aquí ningún terremoto o lluvia de ranas que reúna física o simbólicamente a todos los peones del tablero, pero sí un eclipse lunar que aspira, quizás innecesariamente, a transformarse en metáfora de los choques y cambios emocionales en la vida de todos y cada uno de ellos.