Thriller industrial El actor, productor y guionista Dean Devlin da su segundo paso como realizador con Latidos en la oscuridad, un típico exponente del thriller industrial contemporáneo, con todas sus luces y sombras a flor de piel. La carrera como guionista del neoyorquino incluye títulos como Día de la independencia y la versión 1998 de Godzilla (el contacto Roland Emmerich) y, como productor, su CV incorpora largometrajes de alto impacto como El patriota. Su tránsito por el centro neurálgico del negocio del cine, por lo tanto, parece garantizar un conocimiento profundo de “aquello que quiere la gente”. En su ópera prima, Geo-tormenta, estrenada el año pasado, ese resbaloso concepto estaba ligado a la tradicionalmente catastrófica destrucción del mundo. En este caso, se trata de otra vuelta de tuerca del clásico juego de gatos y ratones, con un punto de partida que reutiliza con mil y un aditivos el viejo truco de La ventana indiscreta: la circunstancia casual que transforma al protagonista en testigo de un crimen y, como consecuencia directa, en víctima de un enemigo devenido incansable perseguidor. Sin yeso inmovilizador, el joven Sean (el irlandés Robert Sheehan), junto a un amigo y colega convenientemente latino, aprovecha su trabajo como empleado de valet parking de un restorán para una práctica tan arriesgada como provechosa: meterse en casas ajenas mientras los dueños cenan en el local. Es durante uno de esos raids delictivos que el muchacho se topa con la imagen menos esperada, la de una mujer golpeada, atada de pies y manos, la boca tapada para evitar sonidos indeseables. El propietario tiene todas las marcas del psicópata marcadas a fuego en el rostro, cortesía del actor de carácter David Tennant, enésimo exponente del asesino serial cinematográfico con un coeficiente intelectual estratosférico. A pesar de su cualidad algo mecánica, sería injusto no destacar el aceitado funcionamiento del primer acto de Latidos en la oscuridad: el suspenso actúa y los “¿logrará salir antes de que llegue?” logra atrapar e incluso inquietar con armas legítimas. El problema, desde luego, es sostener esas zozobras durante casi dos horas, en particular cuando la lista de personajes se amplía considerablemente y los giros, desvíos y situaciones cada vez más inverosímiles se acumulan de manera desenfrenada. El guion de Brandon Boyce, otro profesional de Hollywood, transforma lo que podría haber sido un poco original pero efectivo paseo por las delicias del suspenso cinematográfico en un modelo copycat de decenas de relatos similares, que va menguando su interés a medida que se acerca el enfrentamiento final y desenlace.
En busca de un instante de la realidad La película final de Kiarostami, que trabaja sobre la idea de fotografías en movimiento a través de la manipulación digital, se suma a la porción de su obra más cercana a la experimentación, para buscar las posibilidades infinitas del concepto de narración. En ciertos casos, la contemplación le cede el lugar al desarrollo de una historia con giro inesperado. ¿Qué ocurre inmediatamente antes y después de tomar una fotografía, de congelar un instante de la realidad?, se pregunta indirectamente Abbas Kiarostami al comienzo de su último proyecto, cuyo estreno mundial se produjo de manera póstuma en el Festival de Cannes, casi un año después de su muerte, en julio de 2016. Para el mayor cineasta jamás surgido de tierras iraníes y uno de los más grandes realizadores internacionales de las últimas cuatro décadas, la pregunta se asemeja no tanto a un intríngulis filosófico (como tantos otros que atravesaron una parte de su filmografía) como una excusa formal, con algo de lúdico, para dejar volar la imaginación sin perder de vista el rigor creativo. El resultado, 24 cuadros, se suma a la porción de la obra audiovisual de Kiarostami más cercana a la idea de experimentación –de la cual forman parte títulos como Shirin, Ten y Five– para ensayar una investigación sobre la imagen en movimiento y las posibilidades infinitas (desde lo macro a lo micro) del concepto de narración, poniendo en tensión la idea del espectador como sujeto pasivo de un evento/espectáculo que se desarrolla frente a sus ojos. Quizás Five, con sus cinco planos fijos de playas, lagunas y sus inquietos habitantes –amorosamente dedicados a Yasujiro Ozu–, sea el antecedente más directo de 24 Frames. Al mismo tiempo, el parentesco de aquel film con la obra de realizadores como James Benning desaparece en gran medida: aquí, la manipulación digital de las imágenes es tan relevante como la idea de captura. Ya el primero de los cuadros –que, como los veintitrés restantes, tendrá una duración exacta de cuatro minutos y medio– parte de un doble registro: el que la cámara de cine hace de una de las más famosas pinturas de Brueghel el Viejo. A partir de allí, la magia de los efectos visuales hace aparecer humo de las chimeneas, al tiempo que un pájaro cruza el cielo y un perro comienza a corretear sobre la nieve. La banda de sonido acompaña: viento, ladridos, graznidos. La nieve o la lluvia serán testigos y protagonistas de la mayoría de los segmentos (o, si se quiere, mini películas). En la número 2, por caso, un grupo de caballos trota y luego pasta tranquilamente sobre la superficie de un desierto blanco, mientras un tango de Canaro se escucha en la banda sonora. ¿Recuerdos del paso de Kiarostami por la Argentina, allá por 1998, cuando fue jurado del Festival de Mar del Plata? En ciertos casos, la contemplación le cede el lugar al desarrollo de una historia con giro inesperado y remate: los cazadores de la nieve del pintor holandés parecen haberse trasladado a otro de los cuadros, dándole caza y muerte a un ciervo. En otros, la observación de las más mínimas alteraciones de la imagen –las ramas de un arbolito mecidas por el viento, los giros y sacudones de un pájaro posado en un alféizar– habilitan la posibilidad de la ensoñación, al mismo tiempo homenaje al cine más primitivo (el de los hermanos Lumière, el de la era las moving pictures, las “fotografías en movimiento”) y, por vía de la manipulación en la posproducción, juego de creación moderno. El único segmento en el cual los seres humanos tienen una activa participación en cuadro presenta de manera transparente la idea de universos de imágenes, ligados por la observación de alguien que, a su vez, en contemplado: seis personas, inmovilizadas por la tecnología, observan una ¿fotografía? de la Torre Eiffel, mientras un grupo de transeúntes pasa delante de la cámara de Kiarostami, mirando hacia un lado y hacia el otro. El espectador, a su vez, observa esas diversas capas, mientras un preciso proceso de iluminación y contraste altera las tonalidades, transformando el día en noche y el aire limpio en nevada. Frame es cuadro, fotograma, pero también marco. En varios de los segmentos las puertas, ventanas, verandas y verjas hacen las veces de límite visual de una pantalla imaginaria. En el último cuadro, ese marco es doble: el del ventanal que deja ver los árboles sacudidos por un fuerte viento y el de una computadora que, cuadro a cuadro, revela el final de un film del Hollywood de la era dorada, un beso apasionado y el cartel de The End, el cine clásico y la experimentación reconciliados. Como en Primer plano, la representación y la realidad se confunden y disuelven. Algunos cuadros antes, a una distancia que los deja reducidos a un tamaño minúsculo, un grupo de pelícanos se roba mutuamente un sitio de privilegio en alguno de los cuatro palos enterrados en el arena. Una lejanía visual similar a la de los enamorados de A través de los olivos, cuyo plano-secuencia final se transformó es una de las escenas más célebres en toda la obra del director iraní. Por momentos, la belleza del cine de Kiarostami resulta inconmensurable.
La dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat (los responsables deEl vecino de al lado y El ciudadano ilustre) vuelve con otra “comedia incómoda”, como alguien definió alguna vez su estilo. Con dirección en solitario de Duprat, guion de su hermano Andrés y producción de Cohn, Mi obra maestra narra la relación entre un galerista moderadamente exitoso (Francella) y un pintor (Brandoni) que supo ocupar un sitial de honor en el mundo del arte pop local de los 80, pero que el tiempo transformó en un hombre recluido, amargado y dueño de una extensa lista de deudas. La posibilidad que le brinda su amigo de realizar un mural por encargo termina de la peor manera, pero las vueltas de tuerca del guion no se acaban allí en esta crítica al mundillo de las artes plásticas, apoyada en el carisma y la interacción de la dupla central (Brandoni acapara la atención cómica con sus modales groseros y misantropía a prueba de alabanzas). Menos radical que la celebrada El ciudadano ilustre en su dosis de veneno –es decir, más alejada del cinismo–, Mi obra maestra es incluso más ligera de lo que aparenta, y se sostiene gracias a esa cualidad de comedia de opuestos que no lo son tanto.
Un río musical con múltiples orillas La película, que reúne unos cuantos nombres famosos, surfea por la creatividad musical de estos pagos y sus versiones de algunos clásicos ofrecen más de una agradable y emotiva sorpresa. “No hacemos la música que queremos, hacemos la música que tenemos adentro”, afirma uno de los entrevistados de Charco - Canciones del Río de la Plata, el documental de Julián Chalde que ansía abrazar un imposible: describir orígenes, evoluciones, desvíos, márgenes y posibles núcleos de aquello que, a falta de un término superador, suele llamarse “música rioplatense”. Claro que el film es consciente de esa imposibilidad y, a cambio de un registro minucioso que podría ocupar un tomo de varias toneladas de peso, ofrece en cambio un muestrario de ideas, conceptos, ejemplos y anécdotas de la canción popular a ambos márgenes del Río de la Plata, con epicentro en Buenos Aires y Montevideo. Cumbia, tango, candombe beat, el rock sinfónico de Manal, la figura rectora de Spinetta, la payada, la milonga y otros tantos estilos e intérpretes musicales son expuestos en palabras, letras y melodías a lo largo de poco menos de ochenta minutos, con el acompañamiento —en parte didáctico— del compositor y trovador Pablo Dacal, quien se interpreta a sí mismo y hace las veces de personaje viajero/guía de las diferentes entrevistas y mini-recitales que vertebran la película. “Es un juego o una invocación. Escucho la música de esta tierra. La música de los mayores”, afirma Dacal en off al comienzo del recorrido, mientras la cámara panea sobre una mesa ratona repleta de libros y discos, entre los cuales se destaca Blonde on Blonde, de Bob Dylan (a quien, curiosamente, nadie menciona en momento alguno). Si serán consignados, lógicamente, The Beatles como fenómeno bisagra para muchos músicos rioplatenses, una puerta de entrada a la posibilidad de la apropiación de tradiciones y folclores propios y ajenos. Y si algo no le falta a Charco son personalidades, famosas y/o relevantes, del escenario local: Fito Paez cuenta a cámara cómo Charly García cambió su manera de tocar el piano; Jorge Drexler canta y toca la guitarra en un Luna Park vacío, reversionando una canción de Fernando Cabrera; Jorge Serrano, de Los auténticos decadentes, relata anécdotas del inicio de la carrera de la banda, antes de cantar “Cuestión de egos” junto a Onda vaga; el mítico Mandrake Wolf toma soda en el bar Hollywood de Montevideo –hoy triste y definitivamente cerrado– antes de mencionar árboles genealógicos, influencias y genialidades a ambos lados del charco. No alcanza para hacer de la película algo más que un surfeo por las superficies de la creatividad musical de estos pagos, aunque los breves “clips” que registran reversiones de clásicos remotos o recientes ofrecen más de una agradable y emotiva sorpresa. Dos ejemplos de muestra: Vera Spinetta canta uno de los temas de su padre, “Quedándote o yéndote”, y Dolores Solá entona a la perfección la tradicional y anónima “Oh pajarillo que cantas”, luego de una compacta lección de musicología local dictada por Acho Estol. El film vuelve a la idea del café como centro de atracción de artistas y polo irradiador de novedades. “Creo que heredamos la tradición de los bares desde la época de Macedonio”, afirma Pipo Lernoud sentado en una mesa de Los 36 billares, antes de repasar algunos nombres de tangueros y terminar en Tanguito y Miguel Abuelo. Quizás no tenga la fama y no goce de la precisa descripción de bosques, árboles y ramas de la vecina bossa nova, pero la canción rioplatense merece la misma admiración y respeto, parece decir todo el tiempo Charco. Difícil estar en desacuerdo con la idea.
Sobre el mito de origen de una tierra baldía Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country recupera algunos de los temas, tópicos y constantes visuales del western y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo. Entendido como género cinematográfico popular, el western lleva muerto y enterrado más de cuatro décadas. Sin embargo, cada tanto –como un espectro inquieto que se niega a dejar de recorrer la pantalla– sus usos y modales reaparecen, incluso bajo los ropajes más inesperados. Dulce país, la más reciente película de Warwick Thornton –el director australiano, de origen kaytetye, de la notable Sansón y Dalila– recupera algunos de sus temas, tópicos y constantes visuales y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo. ¿Pastiche, lectura posmoderna, parodia? En lo más mínimo. El aparente clasicismo del relato está más cerca del revisionismo histórico y narrativo que atravesó las películas del Oeste producidas en los Estados Unidos en las décadas del 60 y 70 que de cualquier atisbo de reapropiación contemporánea. Como tal, su visión sobre las injusticias, violencias y dominaciones del hombre por el hombre se transforma –como en todo buen western– en un relato universal y atemporal, más allá de las marcas más visibles de la superficie. Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country comienza con un plano detalle de la preparación de café, a la usanza tradicional: sobre una fogata, en una cacerola los granos se disuelven en el agua hirviendo. En la pista sonora, golpes y gritos, en inglés y en uno de los más de cien idiomas indígenas hablados en el territorio australiano. Las tensiones raciales que formarán parte central de la historia se ponen de manifiesto de manera directa, sin dilaciones, en una breve escena que bien podría pertenecer al pasado o al futuro (el film utiliza ese algo olvidado recurso, el flashforward, para anticipar eventos, a veces de manera conscientemente engañosa para el espectador). A continuación, la imagen de un aborigen adulto, sentado en el áspero suelo, encadenado, a la espera de un juicio y condena que se intuye firme e intransigente. Finalmente, el comienzo de la fábula: en un paraje que aún no ha sido bautizado como Alice Springs (el lugar de nacimiento del realizador), un puesto desértico en el cual el siglo XX no parece haber terminado de establecerse, un recién llegado le pide en préstamo a su nuevo vecino, apenas por un par de días, una parte de su “blackstock” (livestock es ganado en inglés; del juego de palabras pueden sacarse algunas conclusiones). Hacia allí se dirigen Sam Kelly y su mujer, aborígenes “domesticados” –aunque no tanto como otros “negros fieles” de la zona–, sobrevivientes empobrecidos de la conquista del continente, protegidos por un hombre piadoso en el sentido más religioso de la palabra (un papel secundario, pero esencial, de esa institución del cine australiano llamada Sam Neill). Lo que sigue es un acto de violencia original, una confusión potenciada por el racismo y el abuso del alcohol y un acto de legítima defensa que termina con un whitefella muerto, Kelly y su esposa obligados a un escape hacia el interior del desierto, donde el concepto de civilización es bien distinto. Y una partida que les da caza, compuesta por un puñado de hombres y guiada por el único militar afincando en el lugar (Bryan Brown, otro veterano actor de la tierra de los dingos). El cambiante paisaje –a veces montañoso, en ocasiones drásticamente llano, un lugar donde todavía habitan tribus sin mayor contacto con los blancos– es registrado en pantalla ancha en la mejor tradición del western de espacios abiertos: como un personaje más, tan imprevisible y arisco como los hombres que lo recorren. Lejos del melodrama –el tono general es más bien seco–, haciendo gala de un evidente talento para destilar el sentido de las escenas, sin caer en la denuncia de trazo grueso, la película de Thornton guía al espectador en ese viaje hacia el interior salvaje, acompañando intermitentemente a perseguidos y perseguidores, exponiendo sus miedos, deseos y transformaciones sin necesidad de sobre-explicarlos. El regreso al pueblo encuentra a un exhibidor nómade en plena proyección de The Story of the Kelly Gang, uno de los primeros largometrajes de la historia, del cual sólo se conservan fragmentos. Producido en Australia en 1906, su anacrónica inclusión en los tiempos de la ficción produce dos filiaciones nada casuales. Una de ellas es cinematográfica: la historia del cine australiano entre ese film y aquel que lo contiene recorre más de un siglo. La otra es más profunda: el apellido compartido por el famoso bandolero Ned Kelly y el protagonista de Dulce país, la cara y una de las tantas contracaras de la Historia, el mito y la crónica nunca contada, el punto de vista del conquistador y la mirada del otro.
Luis Ortega abandona ¿momentáneamente? su lugar de realizador ultraindependiente y se pone a la cabeza de una producción de alto perfil que debutó en el Festival de Cannes. Pensada y creada para un público masivo, El ángel no deja de ser una película ciento por ciento Ortega: provocadora, por momentos incómoda, incluso sorprendente, a pesar de estar basada en hechos muy conocidos de la historia argentina reciente. Esta reconstrucción de las mil y una fechorías del joven criminal y asesino serial Carlos Robledo Puch es, en el fondo, una relectura muy personal del cine de gangsters y una no tan encubierta alegoría de una sociedad –la argentina– que se preparaba para atravesar sus años más oscuros. El debut en la pantalla grande de Lorenzo Ferro no podría haber sido más potente: su Robledo Puch es un jovencito rubio y algo andrógino que debajo de sus rasgos angelicales esconde los colmillos más afilados del sociópata. La gran secuencia de apertura, mientras suena “El extraño de pelo largo”, el clásico de La Joven Guardia, anticipa algunos de los placeres y angustias del film: el atractivo brillo del crimen cinematográfico y su contracara, el horror de la violencia y la sangre reales. Daniel Fanego, Mercedes Morán y Chino Darín componen una familia de chorros temible e inolvidable.
La pasta dulce de poroto como metáfora Gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, la directora de Shara consigue su film más accesible para el gran público, a lo cual debe sumarse ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la comida como alegoría de la vida. La pasta dulce de poroto (anko) le obsequia el título original, en su forma genérica an, al octavo largometraje de ficción de Naomi Kawase, que se estrena en Argentina con tres años de retraso, luego de su presentación en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Más allá de su gracia culinaria, Una pastelería en Tokio resulta un tanto atípica si se la compara con el resto de la filmografía de la cineasta japonesa. En primer lugar, el guion está basado en una obra preexistente (la novela homónima de Durian Sukegawa, traducida a varios idiomas, aunque no al español), algo poco frecuente en la obra previa de la directora de Shara. En parte por esa razón, en parte gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, tal vez se trate de su film más accesible para el gran público, a lo cual debería sumarse obligatoriamente ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la cocción de un plato como metáfora de las mil y una experiencias y emociones de la existencia humana. Sentaro (el experimentado Masatoshi Nagase, visto fugazmente en el final de Paterson, de Jim Jarmusch) pasa sus días atendiendo un puesto callejero dedicado a la venta de dorayakis, un dulce japonés consistente en dos masas rellenas de pasta de poroto endulzado. El local no es tanto una pastelería, entonces, como un establecimiento de comida rápida al paso. Atado a la rutina de la confección de esos “alfajores” como si se tratara de un castigo autoimpuesto (algo de eso hay, como se revelará en algún momento de la historia), el relleno es cortesía de la pasta más industrial que pueda imaginarse, pero la llegada de una particular anciana que anda en busca de trabajo cambiará de un día para otro la calidad del producto. A pesar de las reticencias iniciales del dueño del lugar, Tokue (la veterana actriz Kirin Kiki) le enseña a Sentaro cómo cocer el auténtico anko: con paciencia, esfuerzo, amor, “escuchando lo que los porotos tienen para decir”, según sus propias palabras. El día después grafica a la perfección las preferencias de la clientela y el boca a boca garantiza una larga fila de comensales, pero también la posibilidad de un peligro latente: alguien ha identificado las profundas marcas en las manos de Tokue como secuelas de una enfermedad infecciosa, cargada de una historia de vergüenza y estigma. Kawase toma las ideas centrales de la novela y transforma algunas de ellas en potentes imágenes: la primera escena contrapone el alambicado y cansino recorrido del protagonista al comienzo de un día como cualquier otro con la serena belleza de los cerezos en flor. Lo particular de Una pastelería en Tokio respecto de otros films de Kawase no elimina lo fácilmente identificable: un dolor silencioso pero profundo cuyo origen proviene de las malas decisiones personales, el paso del tiempo y la vejez, la cercanía de la muerte; también la regeneración a través de una nueva vida, la alegría como estado transitorio que puede ser estudiado y practicado. El maquillaje de la actriz que interpreta a Tokue recuerda a las imágenes documentales de Tarachime, el film en el que la realizadora filmó a su anciana madre adoptiva durante los últimos meses de vida. Ciertos acontecimientos que ocurren en An no hacen más que ratificar esa filiación, que también se reúne con algunos de los temas de Hotaru (2000), uno de sus títulos más recordados. Kawase reúne los tránsitos de la mujer septuagenaria y los de ese hombre callado y taciturno y les suma el de una adolescente atrapada en una vida cotidiana que parece llevar el sello de la insatisfacción. Más allá de cierta previsibilidad en la segunda mitad del relato y de algún que otro traspié dramático diseñado para generar la empatía inmediata del espectador, Una pastelería en Tokio busca y encuentra en varios pasajes esa emoción de orden profundo que la cineasta transformó en norte creativo a partir de su ópera prima, Suzaku (1997). Una intensidad lírica que suele estar presente en las experiencias aparentemente más obvias y sencillas de la vida y que el cine –Kawase siempre lo creyó posible– es capaz de recrear y transmitir. Puede ser el paso de un tren a la distancia (allí están los ecos audibles de Ozu), la fragilidad de las flores o el cambio de las estaciones. Y, desde luego, el sabor de un dulce fabricado amorosamente, como si en ello radicara una parte del sentido esencial de la vida.
Una película sobre los cuerpos En un marco familiar marcado por el judaísmo ortodoxo, el reencuentro entre dos mujeres jóvenes, que habían sido algo más que amigas en su adolescencia, no sólo reaviva viejos conflictos sino que desata una disyuntiva entre la libertad individual y los mandatos patriarcales. Primer paso del chileno Sebastián Lelio en el cine angloparlante antes de la remake de su propia Gloria, Desobediencia confirma la mudanza de algunos de sus rasgos de estilo e intereses temáticos hacia una geografía y ambiente muy diferentes. También la permanencia de las virtudes de sus films previos –la mencionada Gloria y la más reciente Una mujer fantástica–, como así también algunas de las limitaciones de una estructura formal que oscila entre el naturalismo sutil y las instancias expositivas. Basada en una novela de la escritora británica Naomi Alderman y apoyada, en no escasa medida, en la rotunda presencia del trío protagónico, el nuevo largometraje de Lelio vuelve a plantear la difícil situación de una mujer (dos mujeres, en este caso) en una sociedad (aquí un microcosmos dentro de una sociedad) que minimiza su libertad de acción y movimiento y la empuja a dejar que sean otros quienes tomen las decisiones por ella. No se trata, como en Una mujer fantástica, de la intolerancia hacia una mujer transexual o del machismo de la clase media alta chilena, sino de las prácticas culturales y religiosas en el seno del judaísmo ortodoxo de un barrio londinense. La noticia de la muerte del padre de Ronit Krushka (Rachel Weisz), un célebre y respetado rabino, casi un padre espiritual de la comunidad, llega a la fotógrafa –neoyorquina por adopción– de forma súbita e inesperada. Más aún si se tiene en cuenta que el contacto se cortó tiempo atrás y de manera radical. Esa información y algunos detalles del entramado familiar se hacen evidentes luego de que un típico taxi inglés la deposita nuevamente en la vereda de la casa paterna y se produce el reencuentro con Dovid Kuperman (Alessandro Nivola), protegido del rabino y casi un hermanastro de Ronit, además de heredero natural de su posición en el grupo social, y Esti (Rachel McAdams), compinche de la infancia y adolescencia y actual esposa de Dovid. El hecho de que ambas mujeres hayan compartido algo más que una simple amistad en el pasado es, al mismo tiempo, el origen de nuevos conflictos (en realidad, viejos conflictos reavivados) y el germen de una dicotomía personal entre la libertad individual y las obligaciones hacia los demás. Que, en el caso de un grupo marcado por el dogmatismo, la adhesión rigurosa al protocolo religioso y una evidente endogamia, no hacen más que potenciar la socialmente peligrosa naturaleza de esa relación. Aunque pueda no parecerlo en una primera mirada superficial, quizás demasiado enfocada en las palabras, Desobediencia es una película sobre los cuerpos. Sobre cómo contener y doblegar sus impulsos, domesticar algunas de las posturas y movimientos –es decir, hacer uso de un esperable recato– ocultar ciertas partes a las miradas ajenas (abundan aquí las polleras largas y cuellos apretados, como así también las obligatorias pelucas, o sheitels, que, paradójicamente, resultan tanto o más atractivas que el pelo natural). Es por esa razón que el momento del encuentro íntimo entre Ronit y Esti se siente tan poderoso, una estupenda escena que se ubica en las antípodas del sensacionalismo y que logra transmitir, sin necesidad de palabras, la idea de comunión entre dos personas. Y, en términos más sexuales, del orgasmo no tanto como pequeña muerte sino como luminosa resurrección. En una película en la cual la sutileza del rendimiento actoral resulta esencial, las dos Rachel se lucen sin aparente esfuerzo, tal vez uno de los más evidentes talentos de Sebastián Lelio: la dirección de actrices. A esa altura de las circunstancias, promediando el relato, resulta evidente que la protagonista no es tanto la liberada y rabiosamente soltera Ronit –con sus faldas cortas y pelo natural al viento– como su amiga, quien no puede evitar mover la cabeza y tararear “Lovesong”, de The Cure, con algo de rebeldía mezclada con culpa. Desobedienciatoca sus márgenes con toda una tradición melodramática del cine clásico, el otrora llamado women’s film. Lelio, sin embargo, reencauza el film hacia territorios menos explosivos, hacia una confrontación y desenlace moldeada por los dictámenes del drama psicológico. Allí comienzan a sobrar algunas palabras y los cuerpos pasan a un segundo plano, aunque también es cierto que el personaje de Nivola, marcado hasta ese momento por un rol secundario e inamovible en sus convicciones, aparentemente ciegas, comienza a reflejar contradicciones, dudas e indecisiones que no parecían siquiera existir. Otro signo de inteligencia de la película, cuyo título hace gala finalmente de una saludable diversidad de significados.
Cómo leer a Foucault en la cárcel Una mano se asoma a través de los barrotes, un cigarrillo humeante entre los dedos; una ametralladora descansa, apoyada contra la pared, en uno de los miradores; en una canchita descuidada un grupo de hombres deja pasar el tiempo despuntando el vicio del fútbol. Se trata, puede suponerse, de imágenes comunes, cotidianas, en cualquiera de las dependencias que los servicios penitenciarios desperdigan a lo largo y ancho del país. Lo que sigue no es tan típico. Más aún, la primera impresión impacta por su apariencia extemporánea, moldeada en gran medida por décadas de ficción audiovisual: un grupo de presos discute acalorada, pero armoniosamente, sobre algunos pormenores de la filosofía hegeliana. El profesor anticipa un tema de futuras clases, el pensamiento de Michel Foucault, pero admite que todavía es necesario seguir ahondando en la obra del gran filósofo alemán. Más tarde, ese mismo docente escuchará atentamente la producción literaria de otro grupo de reclusos, cuyos relatos vuelven una y otra vez, obsesivamente, al ámbito tumbero y a todo aquello que se dejó atrás, del otro lado de la jaula. En otro momento de Pabellón 4, el nuevo documental dirigido en solitario por el realizador Diego Gachassin, Alberto Sarlo –abogado platense que dedica todos los miércoles de su vida, de manera absolutamente voluntaria y ad honorem, a organizar y dictar esos cursos dentro de la cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela–, ofrece algunas lecciones básicas de boxeo. “Esto es disciplina, no es violencia” dirá más tarde Carlos Mena, el otro protagonista esencial de la película, un ex presidiario conocedor de la vida dentro del pabellón que hace las veces de mano derecha de Sarlo en los talleres intramuros. A su vez boxeador amateur, dibujante, poeta y eventual hiphopero, Mena parece encarnar esa posibilidad que mucha gente, incluidos algunos de sus antiguos compañeros de encierro, apenas si ven como una expresión de deseos utópica: la posibilidad de salir a la luz y arrancar de cero. Gachassin, cuya filmografía se inició hace ya tres lustros con el film de ficción Vladimir en Buenos Aires y prosiguió un par de años después con el notable documental colectivo Habitación disponible, se interesó por el tema durante el rodaje de Los cuerpos dóciles (2015), que ahondaba en la relación entre un abogado defensor de casos difíciles y uno de sus clientes, un joven acusado del robo a una peluquería de barrio. La preparación y publicación de un segundo tomo de la colección de cuentos “La filosofía no se mancha” (que puede descargarse gratuitamente en el sitio web http://cuenterosyverseros.com.ar/) delimita las fronteras temporales de los 70 minutos de duración de Pabellón 4, que, a pesar de concentrarse en los detalles y posibles consecuencias de la enseñanza dentro de la cárcel, le dedica varios pasajes a la vida familiar de sus protagonistas. El registro es estrictamente observacional: no hay aquí entrevistas a cámara o descripciones en off que organicen o describan prolijamente el material, tan caótico e imprevisible como la vida carcelaria. Una discusión sobre la pena de muerte deriva en conclusiones inesperadas, sorprendentes incluso, para varios de los prisioneros. Antes, en plena clase, el docente habla con vehemencia: “Yo no hago esto para que se reinserten, vengo para hacer literatura, filosofía. No hay moral, no juzgo. No tengo una receta, no soy mago”. Las palabras de Sarlo definen a la perfección los alcances y límites de su faena: lejos de las prescripciones de la asistencia social a control remoto o el voluntarismo biempensante, lo suyo es más bien un trabajo de hormiga que, tal vez, esté destinado al fracaso, aunque no por ello deja de contrarrestar, en alguna medida, la idea fatalista de un destino de reincidencia criminal consumado siempre antes de tiempo. El realizador y la película observan y ordenan esos retazos de la dura realidad. Y, como el mismo Sarlo, nunca juzgan.
Dos o tres pequeños secretos El realizador de Soldado asistió al complejo rodaje de Zama, pero evitó todos los tópicos del “making-of” para privilegiar el retrato. El formato del making-of suele estar pautado por los condicionamientos del marketing y los tiempos y la estética del registro audiovisual más estandarizado, aunque a lo largo de la historia del cine se han producido varias y notables excepciones. Años luz pertenece a esta última raza: ni sus tiempos, ni sus planos, ni el énfasis en los pequeños detalles –en algunos casos, microscópicos– del rodaje de un largometraje pertenecen a la categoría del backstage como material extra publicitario. En primer lugar, la idea de la película no surgió en el espacio interior de la producción de Zama –el film de Lucrecia Martel cuyo proceso de filmación es registrado– sino desde el exterior, a partir de un interés personal del documentalista Manuel Abramovich (Soldado, Solar) por la figura de la cineasta salteña y sus métodos creativos. “Hola, Lucrecia. ¿Cómo estás? Me pasó tu contacto una amiga en común. Me gustaría filmar una película en donde vos seas la protagonista”. Así comienza Años luz, con la reproducción de un email que Abramovich le envió a Martel en junio de 2014, un año antes del comienzo del problemático y extenso rodaje de Zama. La respuesta fue un encuentro, un café y la posibilidad de que esa película paralela tomara forma. Los primeros diez minutos del documental presentan algunos momentos previos al grito de “acción”: la aplicación de un maquillaje especial en uno de los párpados de la actriz catalana Lola Dueñas, la puesta a punto de un traje de época de Don Diego de Zama con las últimas puntadas de una aguja, la discusión sobre qué clase de muebles y espejos deben utilizarse en determinada escena. Luego llegarán los ensayos, las infinitas repeticiones, los cambios de posición de un actor o de una fuente de luz. La cámara de Abramovich no se despega del rostro de Martel, quien a pesar de cierto nerviosismo nunca abandona un tono amable, campechano. La espera antes de la toma es eterna, comparable a la del protagonista de la novela de Di Benedetto, y el avance del rodaje es tan parsimonioso que, por momentos, resulta exasperante. Quizás la magia del cine radique precisamente en eso: la transformación de una suma de errores, fiascos, decepciones y esperas interminables en una narración coherente y estimulante. Algo similar parece decir Abramovich, sin hacerlo nunca frontalmente. Un avión pasa y deja una estela sonora que hace imposible el rodaje, justo cuando todo estaba listo y a punto. Una llama se mete en el plano –interior día– y el espectador que asiste a esa realidad dentro de la ficción que se está representando se pregunta si fue algo pactado de antemano o el azar hizo que el animal quedara registrado para la posteridad como un actor más (definitivamente histriónico, por otro lado). La sintonía fina de la dirección actoral es puesta de relieve: otra vez, con un poco más de intensidad, sin moverse, con una sonrisa más evidente, mirando hacia el costado. Una y otra vez. Algunos problemas de producción quedan en evidencia gracias a un breve diálogo sobre el presupuesto del film. “Manuel, tenés los días contados”, dice Martel en un momento. Queda implícito que el pacto entre ambos realizadores implicaba la no intromisión del equipo documental en los asuntos del otro grupo. Abramovich opta por una sabia decisión: equipar a la directora con un micrófono corbatero y filmar desde cierta distancia, pasando así lo más desapercibido posible. De allí surge, en parte, el título de la película. Sin embargo, en cierto momento del rodaje el extranjero será expulsado y sólo regresará al set luego de alguna reestructuración. O una nueva alianza no explicitada. Quizás lo más notable de Años luz sea su método, que el director viene afinando y aplicando con variaciones: paciencia, observación, constancia, destilación. El sonido es, nuevamente, tan esencial como la imagen y, junto con su sonidista habitual, Sofía Straface, Abramovich captura fragmentos de audio y los reelabora en la mezcla final, en algunos casos replicando o haciendo las veces de espejo del trabajo sonoro de la propia Zama. “Me gustó mucho tu película”, escribirá luego Martel, al tiempo que vuelve admitir que le incomoda estar todo el tiempo en pantalla y propone algunos cambios. La reticenciap del sujeto no impide que Años luz revele dos o tres pequeños secretos de la directora de La ciénaga, entre ellos los pelos y señales particulares de su obsesión por lograr un equilibrio entre aquello que ocurre delante de la cámara y la forma en la cual eso ocurre. La obsesión de todo cineasta.