Historia no tan mínima Por méritos propios, consecuentes con el paso de los años y las obras, los términos “Patagonia” y “Sorín” pueden convocar en la mente la figura retórica del pleonasmo. El director de La película del rey, Historias mínimas y La ventana regresó una vez más al sur de la Argentina para rodar su nuevo largometraje, tocando esta vez el límite más meridional en toda su filmografía: Tolhuin, una localidad de 6000 habitantes en la provincia de Tierra del Fuego. Podrá pensarse que la geografía es un dato, si no menor, al menos secundario en sus películas, pero cada uno de esos relatos confirma exactamente lo opuesto, ya que solo pueden desarrollarse dramáticamente de determinada manera en ciertos contextos. Joel no es la excepción: si bien la historia de una pareja que decide adoptar a un chico de ocho años –con los consecuentes miedos, desafíos, satisfacciones y frustraciones– puede ser mudada a cualquier otro ámbito, las características sociales de un pueblo pequeño, sumadas a un clima extremo que conjuga la belleza con la desolación, aplican tal presión sobre los personajes y sus dilemas que terminan delimitando una singularidad difícil de trasplantar. “Llamaron del juzgado. Tienen un nene”, le dice Cecilia (Victoria Almeida) a Diego (Diego Gentile), luego de ubicar a su esposo en medio de un pequeño bosque, interrumpiendo con las buenas nuevas su jornada laboral. En ese momento y en el diálogo que sigue a bordo de la camioneta, camino a casa, se intuye que la espera ha sido extensa, más de lo deseable. Por otro lado, existe un detalle nada menor, delicado incluso: la edad del chico no coincide con la esperada, más cercana a los tres o cuatro años, esos dígitos mágicos que suelen coincidir con el inicio de la memoria total. Los primeros minutos de Joel, con su viaje al centro urbano más cercano y una charla con la jueza encargada de entregar al chico en pre-adopción (el paso previo a la adopción plena, literalmente una etapa de prueba) confirman la confianza de Sorín en una clase de construcción narrativa que comenzó a afianzarse en la mayor parte de su obra luego de Historias mínimas: el naturalismo de las actuaciones como brújula estética y la construcción de un verosímil realista que empapa las psicologías, las formas del habla y los trasfondos sociales. El problema más profundo de esa búsqueda –un riesgo del cual la película no siempre logra escapar– es la transformación del relato en una ilustración didáctica de ciertas ideas. En este caso, las dificultades de los trámites de adopción en nuestro país y la necesidad de la comprensión y la empatía como primeros pasos en la consecución de ese ideal tan difícil de alcanzar llamado inclusión. De no ser por una férrea seguridad a la hora de mantener bajo control las emociones (las de los personajes y las que la película intenta transmitirle al espectador), la película corría el riesgo de derrapar y perderse por completo en la mera declamación de las más bellas intenciones. Son Almeida y Gentile quienes sostienen en gran medida el equilibrio, aunque no es nada menor la presencia del debutante Joel Noguera, ese chico cuya mirada triste y actitud silenciosa –apenas cortada por algunos monosílabos– desnudan rápidamente un pasado complicado. Y una perspectiva de futuro que su escasa pero dura experiencia de vida le impiden ver con optimismo. Cecilia, una profesora particular de piano, comienza a adquirir un lugar central en la trama cuando la escuela le hace saber que su hijo, algo atrasado en los estudios, no podrá seguir cursando diariamente. Un comentario sobre pequeños crímenes supuestamente cometidos en aquella vida previa –algún hurto, el uso de la palabra “paco”– disparan la preocupación e indignación de un grupo de padres y madres, dispuestos a enfrentar a las autoridades escolares, si ello es necesario, para deshacerse de una posible mala influencia. A partir de ese momento –con el apoyo casi único de otra madre, interpretada por la actriz Ana Katz–, Cecilia ingresa en un universo narrativo y ético semejante al de los hermanos Dardenne: la heroína deberá visitar a algunos de sus vecinos y convencerlos de la impertinencia, hipocresía e injusticia de su accionar, antes de que una reunión en la escuela defina el futuro inmediato de Joel. Luego de una decisión consensuada por los padres llegará otra –personal, íntima–, que dibuja la silueta de un personaje y de una manera de pensar y sentir. De la defensa de una ideología como forma de construcción individual, familiar y comunitaria.
Relación lejos de la luz del sol De Love Story a la reciente Todo, todo –por citar apenas un par de ejemplos made in Hollywood–, los romances adolescentes truncados por alguna temible enfermedad configuran un espacio con reglas (y formas de producir lágrimas) propias. El caso de Amor de medianoche es particular: se trata de una remake de un exitoso film japonés, dirigido por Norihiro Koizumi en 2006, que elimina de la ecuación dolencias más o menos comunes, confrontando en cambio a los jóvenes amantes a las consecuencias de la xeroderma pigmentosum, una rara condición genética que impide que el organismo repare los daños generados en la piel por los rayos ultravioletas (los números afirman que su incidencia poblacional es un poco mayor allí en Japón). Consecuencia narrativa: la protagonista no puede salir de su casa durante las horas de sol, confinada a su castillo de vidrios polarizados como Rapunzel en eras pretéritas, a la espera de que algún muchacho caballeresco la rescate de ese pozo insondable llamado soledad. Allí se acaban las particularidades: la película de Scott Speer (el realizador de Step Up 4: La revolución, otro largometraje teledirigido al público teen) tilda todos y cada uno de los ítems de un típico producto masivo fabricado con normas de calidad profesional, y un formato de molde único. Vehículo para la actriz y cantante Bella Thorne –que con 20 años cumplidos ya tiene una extensa carrera en las pantallas de cine y tevé–, el relato pasa de la descripción de la vida cotidiana de la pobre Katie, siempre apoyada por un padre súper comprensivo y una amiga del alma de pura cepa, al primer encuentro con Charlie, el chico dulce y sensible que debió abandonar una carrera en la natación profesional por un accidente (Patrick Schwarzenegger, el hijo de Arnold). Conversación va, conversación viene (siempre de noche, claro está), y luego de algún primer beso bajo la luz de las estrellas... se ha formado una pareja, marcada por el ocultamiento de la dolorosa verdad. Katie no se atreve a confesar su enfermedad, temerosa de perder todo aquello que acaba de descubrir: el amor. Por supuesto, la chica no sólo toca la guitarra, sino que además canta bastante bien, y la película desparrama tres o cuatro momentos musicales a la vieja usanza, con notorio lip synching y planos de reacción de terceros incluidos. Más temprano que tarde la Cenicienta vampírica deberá gritar “A correr que sale el sol”, dando inicio al tercer acto y poniendo en funcionamiento la parte agria del romance, cuando las cartas se van revelado y los estudios médicos comienzan a indicar una aceleración de los síntomas poco promisoria. Hay planos “bellos” de los chicos abrazados en la playa (¿quién prendió esa improvisada fogata si ninguno de ellos fuma?), otra subtrama de amor que parece diseñada para rebajar el fulgor carilindo de la dupla central, y una obsesión –que sólo puede ser definida como publicitaria– por evitarles a los personajes la posibilidad de transitar el dolor y el duelo: el llanto es obligatoriamente cortado en seco por el mensaje “inspirador” y un legado musical que, más allá del voluntarismo emocional, no puede ser sino efímero.
El mal chiste del rabino, el cura y el imán Comedias populares y/o populacheras hay en todos lados. Francia no es la excepción, aunque el recorte parcial de esa cinematografía que llega hasta estas costas suele hacer pensar lo contrario. El caso de Dios los cría y ellos... (ampuloso e inconcluso título local para el mucho más simple Coexister, “coexistir”) es paradigmático en más de un sentido: premisa o concepto de alto impacto, reparto de comediantes reconocidos por el gran público en su país de origen, una historia que echa mano a varias incorrecciones políticas para resguardarse finalmente en un mensaje de armonía universal y familiar bastante conservador. Un equilibrio que, en este caso, está ligado al ecumenismo interreligioso, esa práctica constantemente mentada a nivel teórico pero pocas veces efectiva en términos prácticos. En realidad, la coexistencia aquí no pasa de ser una posibilidad concreta en términos creativos y, fundamentalmente, comerciales: Moncef, un productor musical sin brillo (Fabrice Eboué, director, guionista y coprotagonista del show) descubre que la mala estrella reciente puede hacerle perder su empleo, a menos que logre sacar un as de la manga. Por esas cosas del guión, el ancho de espadas llega bajo la forma de un acto imposible, aunque lógico en términos humorísticos: el trío de música popular “Coexister”, integrado por un sacerdote católico, un rabino y un imam. Que el segundo de ellos haya abandonado su posición luego de una circuncisión definitivamente malograda (y bastante sangrienta) y el tercero sólo sea un líder religioso bajo la luz de los reflectores es lo de menos. O lo de más: las cualidades cómicas, bajo la forma del gag, vienen recubiertas en el envoltorio de la descripción primaria seguida del choque con las circunstancias. Por caso, el guía espiritual musulmán, interpretado por el comediante francés de origen argelino Ramzy Bedia, no puede evitar caer en el consumo inmoderado de alcohol, entre otras prácticas concupiscentes, mientras que el cura de parroquia (Guillaume de Tonquédec, en un rol poco frecuente) no logra esquivar todas las tentaciones terrenales, más allá de las constantes referencias a los cuarenta días de Jesús en el desierto. Convenientemente arquetípico, el ex rabino sólo logra calmar su ansiedad existencial aspirando chorritos de agua del Mar Muerto, reconvertidos en otra clase de sustancia por obra y gracia de un productor desesperado. Lejos de reflejar un ascendente ligado al vodevil tradicional, la estructura y el tono general de Dios los cría y ellos... refiere directamente a cierta comedia estadounidense contemporánea. De hecho, algunos de los momentos más graciosos de la película adoptan la forma del gag físico o verbal más elemental, pero efectivo, cierta gracia ligada a una u otra forma de la grosería o la ofensa: el remate de un chiste sobre la cantidad de estrellas de un hotel demuestra que todo puede ser objeto de humor y sólo el contexto o la (mala) intención generan el agravio. El resto es comienzo, nudo y desenlace de manual, una notable escasez de matices, revelaciones y descubrimientos de último momento. Las composiciones del trío no parecen tener mucho gancho comercial y sólo la fuerza de voluntad del guionista puede ser capaz de transformarlas en éxitos de venta masiva.
El largo plano secuencia que abre el segundo largometraje de Armando Bó (hijo de Víctor y nieto del más famoso de los Armandos de la familia) no deja lugar a duda: los Decoud son una tradicional familia de clase media acomodada marplatense. Aunque también es indudable –como la misma historia revelará luego– que los sacrificios realizados para disfrutar de esa casa de dos plantas no fueron pocos. Antonio, el padre, es gerente de un frigorífico, un hombre amable que –según su descripción– pasó gran parte de su vida siguiendo las reglas. Bajo la piel de Guillermo Francella, la identificación es inmediata. Y lo que le pasa es tan inesperado como injusto, siguiendo la lógica de sus pensamientos más profundos, mientras se somete a la enésima sesión de diálisis: solo un trasplante de riñón puede detener el deterioro de su cuerpo. Cuando todo falla –un donante cercano, la lista de espera–, Antonio da el primer paso en un terreno que le parecía marciano: la ilegalidad. En parte policial negro, en parte comedia grotesca, Animal no es tan salvaje como podía suponerse y promete más de lo que entrega, en particular en el desarrollo de los personajes, aunque el pulso de Bó para domar la intriga logra mantener el interés.
La chica que decía hablar con la virgen “Esto no es el juicio a Juana de Arco”, le dice un sacerdote al protagonista y narrador indirecto de La aparición, abriendo preventivamente el paraguas ante Jacques Mayano, el periodista parisino que acaba de llegar a un pueblito del sur de Francia para formar parte de un particular grupo de investigadores. La cuestión ha quedado más o menos clara en los veinte minutos de proyección previos, cuando Jacques regresa de una durísima misión en algún lugar de Medio Oriente –durante la cual falleció un fotógrafo, colega y gran amigo personal– y casi de inmediato recibe un llamado para visitar de urgencia el Vaticano. Resulta ser que Anna, una adolescente cándida, de mirada pura y sincera, afirma haber visto y escuchado nada menos que a la Virgen María, y la procesión de devotos hacia el (ya no tan) tranquilo poblado ha comenzado a poner nerviosos a los popes de la Santa Sede. Hacia el lugar se dirige entonces el periodista, con su reciente trauma en carne viva y un aspecto de derrota general que, bajo la máscara del actor Vincent Lindon, parece una cruza de detective hard boiled tradicional y un típico héroe de los best sellers de alta intriga que, desde los años 70 hasta Dan Brown, vienen tomando por asalto las librerías de todo el mundo. “¿Qué negocios se ocultan detrás del movimiento de fieles y el merchandising que atiborra las estanterías de los locales? ¿Qué hechos del pasado de Anna están siendo resguardados bajo siete llaves? ¿O acaso todo sea real, el resplandor que anticipa la visita de la Virgen y la misma existencia de Dios incluidas?” Para un agnóstico confeso como Jacques, las piezas desparramadas del rompecabezas adoptan en principio el aspecto de la confabulación, la manipulación con fines estrictamente económicos de una pobre muchacha criada a lo largo de los años por diferentes padres, algunos de ellos muy creyentes. Tomándose su tiempo (los 140 minutos de metraje pueden sentirse un poco excesivos), el realizador francés Xavier Giannoli repite con variaciones una fórmula narrativa que le supo dar éxito artístico y comercial en el pasado, con películas como El cantante, Marguerite o La mentira: un universo realista verosímil construido sobre el clásico molde de tres actos, una sumatoria de acciones y reacciones constantes y la exposición verbal de hechos presentes y pasados como motor a reacción narrativo. El tono es, en líneas generales, grave, gravísimo incluso, con una banda de sonido que regresa una y otra vez a la composición “Fratres para violín, orquesta de cuerdas y percusión” del estonio Arvo Pärt como apoyo emocional. Giannoli encuentra en las facciones de Galatéa Bellugi un contrapeso momentáneo a esos lastres; el realizador registra y edita la primera entrevista entre Anna y sus “inquisidores” sosteniendo en el tiempo la imagen del rostro de la joven, evitando el recurso del plano/ contraplano que podría haber sido de rigor. Es uno de los pocos momentos donde La aparición parece respirar libremente, anticipando incluso una película que nunca llegará a ser. A partir de ese momento reinarán los conflictos entre las partes, alternando escenas de enfrentamiento con otras de duda, y una investigación detectivesca que dilucidará actos y hechos, revelando en el camino una serie de casualidades que –dependiendo de quién y cómo se los mire– podrían configurar la silueta de un designio superior. A esa altura de la trama el espectador podrá haberse convertido a la práctica religiosa, pero difícilmente siga interesado en el camino de Jacques hacia la revelación.
A dos décadas del cortometraje 2 en 1 auto y a diecisiete años del largo Sábado, el realizador Juan Villegas vuelve a la ficción con este relato costero filmado en Villa Gesell. Pilar Gamboa interpreta a la madre de un adolescente que, a poco de llegar al típico edificio que le presta su nombre al título del film, se encuentra con su ex esposo (Santiago Gobernori) y su nueva novia. Los choques con los inquilinos del piso de abajo habilitan un retrato multigeneracional en el que, no tan previsiblemente, vuelven a surgir emociones que parecían olvidadas. Entre el registro naturalista y la súbita aparición del gag recurrente (el personaje de Gamboa parece destinado a romper cosas en momentos inesperados), Villegas juega con las piezas de la comedia romántica sin caer en lugares comunes, encontrando emoción en el aparentemente simple descubrimiento de que el paso del tiempo cambia algunas cosas. Y a otras las reviste de nuevos significados. Paternidades, maternidades, deseos nuevos y antiguos son las materias primas del film. Las Vegas marca el debut de Valentín Oliva –más conocido como Wos, campeón de la Batalla de los Gallos 2017– como el hijo de la pareja protagónica, un rol para nada secundario.
El universo de los chicos según Pescetti Músico, cantante y escritor, el argentino Luis María Pescetti ha venido publicando en las últimas dos décadas una gran cantidad de libros destinados a los lectores más pequeños. Entre ellos, la saga de nueve tomos dedicada a Natacha –una nena de 8 años muy curiosa y dueña de cierta tendencia a generar desastres menores– logró transformarse en un éxito de ventas, tanto aquí como en el resto del mercado hispanófono. Curiosamente, el arribo de Natacha al cine no fue encarado a partir de una producción de alto presupuesto sino, por el contrario, mediante un concepto de pequeña escala industrial que parece sentarle bien a los personajes y a sus aventuras cotidianas. La debutante Fernanda Ribeiz y el experimentado realizador Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Corralón) –con la participación muy activa del propio Pescetti– recrean libremente algunas anécdotas puntuales de los dos primeros libros protagonizados por la niña, encarando un relato costumbrista en miniatura en el cual el universo de los chicos, como suele ocurrir en el mundo real, se roza constantemente con el de los adultos. Y a veces, claro, choca frontalmente. No es fácil trasladar al medio cinematográfico, con actores de carne y hueso, el cosmos de los cuentos infantiles, en particular cuando no existen elementos fantásticos que hagan las veces de alegoría. La reciente película uruguaya AninA demuestra que los modos de la animación son generalmente más generosos con ese traspaso de un formato a otro. En Natacha, la película conviven el deseo de mantener el espíritu de los textos originales con las imposiciones naturalistas de un hábitat muy diferente al de la letra impresa. Es por esa razón que no todos los diálogos se sienten frescos: por momentos, los pequeños actores y actrices están atados a ciertas líneas que no terminan de funcionar correctamente al estar despegadas del formato literario. En otras, en cambio, la magia dice presente, y no es nada menor el hallazgo de Antonia Brill, una Natacha cuyo rostro inquieto transmite el espíritu revoltoso del personaje original. Julieta Cardinali, Joaquín Berthold y Ana María Picchio (Mamá, Papá y la Abuela, respectivamente) enfrentan el desafío de equilibrar la historia y el casting con sus miradas y actitudes de adultos. La anécdota es sencilla y sin demasiadas complicaciones dramáticas: una feria de ciencias escolar y el hallazgo de un perrito perdido (de allí en más, El Rafles) cruzan sus caminos y terminan anudándose en una misma trama, aderezada con líneas secundarias como el furioso intercambio de cartas donde los chicos y las chicas se “declaran”. La villana titular de la película es, previsiblemente, la directora de la escuela, a quien los alumnos apodan “La bigotuda”, por razones no tan evidentes en pantalla. El notorio uso de varias cámaras durante el rodaje transmite por momentos la sensación del típico efecto televisivo de “ponchar”, apoyado por una estructura hilvanada de situaciones/sketches, con sus tres actos resueltos antes de seguir camino hacia la siguiente. Quizás esa era la idea: que Natacha, la película no fuera un ente definidamente autónomo sino una ilustración viva –y con canciones reflexivas a tono– de las peripecias contenidas en los libros.
Una proto femme fatale de pura cepa Los crímenes de la protagonista permiten tensar las discusiones de género pero también cuestiones ligadas a la idea clase y “raza”. No es la primera ni será la última vez que Lady Macbeth de Mtsensk –la novela corta del ruso Nikolai Leskov que, décadas después de su publicación en 1865 en la Rusia zarista, supo ser llevada a las tablas musicales por el mismísimo Shostakovich– llega de una forma o de otra a las pantallas de cine. Quizá la más famosa de las adaptaciones cinematográficas sea la particular coproducción polaco-yugoslava dirigida por Andrzej Wajda en 1962, con su pantalla scope en blanco y negro haciendo las veces de telón de fondo de alto contraste para los horribles crímenes de Katerina Lvovna Ismailova, una mujer cuya naturaleza “nunca es capaz de recordarse sin un escalofrío”, según la acerada definición de Leskov. Que este notable spin-off shakespeareano llegue ahora de la mano de un director británico debutante, la historia trasladada al interior profundo del norte inglés, casi en tierras escocesas, no debería llamar la atención: la anécdota central del relato original es lo suficientemente diáfana como para soportar toda clase de viajes y las lecturas posibles sobre el personaje habilitan miradas muy diversas acerca de su temible accionar. Los chismes corren rápido y todo aquel que haya oído hablar de Katerina (Katherine en esta nueva versión, comandada por el director teatral William Oldroyd) conoce los datos esenciales: apasionada por un empleado de la finca en la que pasa sus días, una mujer de clase acomodada asesina a su suegro a sangre fría, punto de inicio de una serie de correrías homicidas diseñadas para mantener el statu quo, tanto el amatorio como el social. En Lady Macbeth, Oldroyd y la guionista Alice Birch llevan al límite algunos de los conceptos expresados entre líneas en la novela: la jovencísima y bella esposa de un comerciante, “comprada” por su padre junto a un lote de tierra, atraviesa la noche de bodas como un experimento en frustraciones y humillaciones, su lugar en el mundo absolutamente prefijado a partir de esa unión comercial travestida de connubio. El momento del doloroso peinado de su cabello, la literalidad asfixiante del corsé, y las horas y lugares de la mansión en los cuales le es permitido caminar o sentarse preparan el terreno para dos posibilidades: la lógica sumisión luego de una ligera resistencia o la mucho menos usual rebeldía, total y absoluta. Ese es el camino elegido por Elizabeth luego de un primer encuentro con Sebastian, un mozo a cargo de los animales de la casa cuyo carácter un tanto bestial es, precisamente, lo primero que llama la atención de la joven. Ayudan en gran medida las ausencias del esposo y su padre, en viaje de negocios por tiempo indeterminado; la prisionera comienza así a ocupar aquellos lugares que siente le corresponden por derecho propio. De allí al primero de los crímenes hay apenas un par de pasos y la única testigo indirecto del hecho es una empleada doméstica de piel negra que tendrá un rol importante en el desarrollo de la intriga. Esta reluciente Lady Macbeth elige tensar las discusiones de género, pero también bucea en las profundidades de algunas cuestiones ligadas a la idea clase y “raza”, aunque lejos del terreno de la corrección política. El personaje de Elizabeth podrá ser en un primer momento el peón de identificación para el espectador, pero esa empatía se verá empañada inexorablemente por los acontecimientos que no tardarán en ocurrir. Las acusaciones de academicismo que el film recibió desde su estreno mundial en el Festival de Toronto hace casi dos años tienen sus fundamentos, pero no es menos cierto que por cada plano perfectamente iluminado y compuesto (hay aquí una proliferación de simetrías casi pictóricas), por cada mota de polvo en flotación puesta de relieve por la fotografía, hay también una rabia y rebeldía casi punk, un descenso a cierta categoría de purgatorio personal que sólo puede gestarse como reacción a un infierno infligido por terceros. En ese sentido, es más que notable la caracterización central de la casi debutante Florence Pugh, quien hace de sus rasgos casi aniñados el reservorio de una pulsión de vida y de muerte inextinguibles. El final de Lady Macbeth, libre de las ataduras del texto original y del recuerdo de la versión de Wajda, no hace más que guiñarle el ojo al espectador contemporáneo, transformando literalmente a la anti-heroína, con broche dorado, en lo siempre se imaginó que era: una proto femme fatale de pura cepa.
Una “road movie” que no deja consecuencias Cerca del final de Un nuevo camino se produce uno de los pocos momentos genuinamente emotivos de la película: un policía de Los Ángeles, interpretado con gigantesca humanidad por Patton Oswalt, logra entablar contacto con la protagonista –una chica autista, por momentos con características usualmente asociadas al síndrome de Asperger– hablando en la más pura lengua klingon. Nada extraño si se tiene en cuenta que Wendy acaba de recorrer un buen trecho de rutas y calles suburbanas en el estado de California, a pesar de sus más bien escasas habilidades para la interacción con otros seres humanos, con la férrea intención de hacerle llegar a los estudios Paramount su guion para un largometraje de la saga Star Trek. Wendy, un rol elaborado por Dakota Fanning a partir de la imposibilidad de mirar a sus interlocutores a los ojos, entre otras características poco comunicativas para con aquellos que la rodean, es la trekkie más insospechada y otro personaje más en la galería hollywoodense –en este caso, en su vertiente indie– de seres especiales por partida doble: incapacitados para cumplir con prácticas sociales básicas y sencillas, inteligentísimos en algún área en particular, en este caso la creación artística. Basado en una obra teatral de Michael Golamco –a su vez guionista de esta adaptación–, el largometraje del veterano Ben Lewin (El amor es un golpe de suerte, Seis sesiones de sexo) dispone los elementos para la cocción de la empatía desde el minuto cero: una amorosa terapeuta interpretada por Toni Collette, un perrito chihuahua que hará las veces de compañía en las buenas y en las malas, una hermana que, a pesar de adorar a la protagonista, se siente incapaz de sobrellevar el día a día de la enfermedad. Y, por supuesto, el gran desafío, la Misión con mayúscula: cruzar por primera vez una populosa avenida, tomar un ómnibus de larga distancia y recorrer cientos de kilómetros para alcanzar la Meca y entregar su creación en mano. ¿Por qué no enviar el mamotreto de más de 400 páginas por correo? Cosas de los guionistas: lo impiden la obsesión por las correcciones infinitas y un día feriado absolutamente inapropiado. La chica sigue a pie juntillas una serie de rutinas diarias para ordenar su existencia y estabilizar su espíritu, pero, contra todo pronóstico, decide escapar de la seguridad de esa casa-instituto y enfrentarse un mundo real del cual apenas si conoce su capa más superficial. La amabilidad es aquí una de las características más notorias: a pesar de toparse con algún que otro peligro –incluida una pareja de ladrones–, el relato esquiva cualquier posible desliz en la violencia o la sordidez, prefiriendo en cambio un derrotero marcado por la seguridad de que todo saldrá razonablemente bien. Es un apuesta posible e incluso noble, aunque la tensión le cede muy rápidamente el lugar a la repetición de una fórmula, aquella que hace de Wendy una heroína entrañable, entre otras cosas, por su obcecamiento a prueba de balas. En última instancia, Un nuevo camino es una particular road movie en la cual la evolución del paisaje no genera cambio alguno en los personajes, apenas una reafirmación de que la protagonista es dueña de muchos recursos a la hora de perseguir su meta, a pesar de sus obvias limitaciones.
El infierno de las relaciones Sin los excesos a los que podría haber invitado su temática, la película francesa relata una tormentosa separación conyugal. El debut del francés Xavier Legrand como guionista y realizador de largometrajes (su corto Avant que de tout perdre recorrió decenas de festivales e incluso estuvo nominado a un premio Oscar) muestra a un narrador que no sólo sabe contar bien una buena historia sino, que, además, parece tener muy claro por qué hacerlo de una manera y no de otra. La secuencia de apertura describe con lujo de detalles –administrativos y de protocolo legal– una instancia más de lo que puede imaginarse una larga batalla judicial por la tenencia del hijo de un matrimonio (la hija mayor de los Besson está a punto de cumplir los 18 años y queda completamente afuera de la discusión, con la excepción de algunos detalles relevantes del pasado). La mirada dura y sin contemplaciones de la jueza se pasea de abogada en abogada y gira del padre hacia la madre y viceversa. Sus oídos están atentos a las características de cada método de defensa y ataque, al tiempo que sus manos recorren las páginas de una ficha médica, la declaración de un testigo o las cuentas financieras de las partes en disputa. Disuelta la pareja, el padre pide la custodia compartida del pequeño Julien, de unos once años; la madre, en cambio, exige que la tenencia sea exclusivamente de su competencia, aduciendo comportamientos poco apropiados e incluso violentos del progenitor. Lo que puede verse y oírse en esa oficina y lo que sigue después –el regreso de Miriam a la casa de los abuelos maternos de Julien, la visita de Antoine a sus padres– no parece dejar lugar a dudas: Custodia compartida analizará las duras consecuencias para todos los involucrados en un típico caso de separación conyugal, en el cual ambos extremos parecen tener una porción significativa de la razón. Más aún: en esos primeros tramos, los intentos de la mujer por impedir que su ex pueda encontrarse con el hijo suenan un tanto excesivos, marcados tal vez por un desprecio u odio menos racional que visceral. Para lograr todo eso, Legrand utiliza las herramientas del realismo cinematográfico, esa construcción tan artificial como cualquier otra que, sin embargo, en sus mejores exponentes, logra transmitir una sensación de mímesis total con el universo existente de este lado de la pantalla. Resuelto el caso judicial, la custodia es dividida de manera clásica: fines de semana alternados, vacaciones a medias, dinero para alimentación y educación. La relación entre padre e hijo dista de ser amable y, luego de un par de encuentros, poco a poco –mediante algún gesto o palabra apenas entredicha–, la película comienza a transmitir la sensación de que el carácter de Antoine (sutil composición del experimentado Denis Ménochet) tal vez no sea tan equilibrado como había querido demostrar delante de la jueza. A partir de ese momento, Jusqu’à la garde derivará primero hacia una situación de violencia contenida, en estado larvario, para entrar luego de lleno en el terreno de la brutalidad doméstica. Al realizador no le tiembla al pulso a la hora de utilizar los mecanismos del cine de suspenso, clausurando el film con dos secuencias de notable concepción y ejecución. En la primera, el fuera de campo juega un rol esencial y logra transmitir, casi sin palabras, el temor a la recurrencia de una persona que ha sido víctima de algún tipo de abuso. En la segunda, que coincide con el cierre de la película, la historia establece parentescos con el thriller psicológico, aunque aquí no se trate de defenderse de un asesino serial sino del más íntimo y familiar de los enemigos. Al tiempo que va desnudando un caso de violencia de género y familiar, desafortunadamente similar a tantos otros en la vida real, de manera metódica pero nunca clínica, Custodia compartida –que terminó llevándose el León de Plata a la mejor dirección en el Festival de Venecia– intenta y logra poner al espectador en un rol nada pasivo, imponiendo la necesidad de reflexionar sobre generalidades y casos particulares, discusiones legales y realidades cotidianas, la descripción periodística y el horror de la violencia real. Vale la pena rastrear el ya citado cortometraje previo de Legrand, Avant que de tout perdre, que presenta a los personajes de Miriam y a sus dos hijos huyendo de ese esposo y padre, el hombre al que parecen temer más que a cualquier otra cosa en el mundo.