Cómo sobrevivir en una selva virgen En Gabriel e a montanha, el film del brasileño Fellipe Barbosa que pudo verse recientemente en el Bafici, el cadáver de su protagonista, un joven llamado Gabriel Buchmann, era hallado al comienzo del relato, anticipando el final de un extenso recorrido por el continente africano, víctima en parte de un autoengaño: la fe en las supuestamente ilimitadas capacidades como ser humano. El hecho de que la película esté inspirada en hechos reales no hace mella en un corolario (no tan) oculto detrás del homenaje: el turismo de aventura puede ser peligroso, en particular cuando la propia insignificancia ante la inmensidad de las fuerzas naturales es dejada de lado. El nuevo largometraje del australiano Greg McLean (especialista en horrores naturales y humanos, como lo demuestran las anteriores Río de Sangre y El cazador de Wolf Creek) también toma elementos de la realidad para narrar un relato de supervivencia en circunstancias poco menos que imposibles. La historia es esencialmente la de Yosseph Ghinsberg, escritor, emprendedor, aventurero y orador motivacional –según afirma su propio sitio web– que, en 1981, a la edad de 21 años, anduvo perdido en medio de la selva boliviana durante casi un mes, luego de una fallida expedición junto a otros tres compañeros. El hecho de que Yossi haya sobrevivido no es un detalle menor a la hora de imaginar una película más cercana a los estándares narrativos del cine popular. De todas formas, Jungla no es tanto un relato “inspiracional” en el sentido corriente como un cuento de aventuras tradicional. Al menos durante su tramo central. Con ese norte atractivo como meta se suceden ataques de víboras y jaguares, peligrosos rápidos que desembocan en un cañón lleno de rocas y el riesgo siempre latente de morir de hambre o a merced a alguna enfermedad infecciosa. Esa es la faceta más interesante del film, el elemento al que McLean arriba rápidamente luego de tildar la presentación de su héroe y el encuentro con los otros tres miembros del grupo. Tan rápido que las primeras escenas parecen más un trámite que debe sacarse de encima, paquete de planos ilustrativos del carnaval paceño incluido (evidentemente adquiridos en un banco de imágenes audiovisuales). En la piel de Yossi, Daniel Radcliffe es el típico muchacho ilusionado con sus viajes de descubrimiento por el mundo; alguien que ha dejado atrás un destino conservador, como afirma al comienzo su voz en off, con un denso acento que luego irá puliendo y perdiendo. De allí que el llamado de sirena de un aventurero alemán (interpretado con algo de malicia por Thomas Kretschmann) sea demasiado tentador para ser pasado por alto. El periplo selvático incluye desavenencias entre los miembros del grupo, una separación consciente y otra inesperada y la consiguiente soledad del protagonista, cada vez más débil y amenazado por elementos externos e internos, incluida la posibilidad de un descenso en la locura total. McLean pisa el acelerador de la aventura y reduce los elementos más gráficos que son moneda corriente en su cine, aunque se permite algunos detalles sanguinolentos de origen animal, en particular durante una escena en la cual una larva cutánea tamaño XXL es auto-extraída con una pincita de depilar. Jungla comienza luego a perder interés, en particular cuando la fiebre amazónica pone en primer plano no sólo algunas alucinaciones sino también una serie de cansinos flashbacks que poco aportan a la construcción del personaje. El camino hacia el desenlace y su festejo de la más férrea amistad es un sendero harto transitado y es entonces que la película olvida su costado más visceral para caer en la banquina del mensaje motivador, abandonando su gen Ozploitation por las lentejuelas del drama humano convencional.
Una tragedia moderna La desaparición logra transmitir el dolor de la pérdida y hacer sentir el aguijón de la culpa, al mismo tiempo que analiza el complejo entramado entre sociedad e individuo. El término tupí-guaraní pororoca designa un fenómeno de macareo común en el río Amazonas y algunos de sus afluentes, un choque de agua marina y fluvial capaz de generar olas de hasta varios metros de altura. Ninguno de los personajes de la película rumana La desaparición menciona ese poderoso evento de la naturaleza, pero el título original (y muy metafórico) del tercer largometraje en solitario de Constantin Popescu no podría ser más apropiado: una fuerza comparable a la de la pororoca parece haberles pasado por encima sin previo aviso, sus devastadoras consecuencias cada vez más evidentes, a medida que el agua comienza a bajar, dejando a la vista todo lo que arrastró la corriente. El planteo, como en una parte importante del cine rumano contemporáneo, no podría ser más tramposamente sencillo en términos narrativos. Tudor, un hombre casado y de clase media que anda por los cuarenta años, sale a pasear durante una mañana de sábado con sus dos hijos, una típica escapada a la plaza más cercana. De pronto, durante un instante infinitesimal, frente a él y a otras decenas de personas, su pequeña de cinco años desaparece, como si la tierra se la hubiese tragado. La escena en cuestión, un extensísimo plano-secuencia que el director consigna como el resultado de un laborioso proceso de rodaje (ver entrevista), es un prodigio de suspenso sostenido que juega con la información previa con la cual el espectador llega a la sala de cine y comienza a transmitir el tono general de lo que sobrevendrá en las siguientes escenas, una desesperación que es casi palpable. Lo cierto es que hay pocas películas recientes más angustiantes que La desaparición, angustia construida a partir de un concepto de naturalismo que Popescu trabaja hasta el más mínimo detalle, tanto en la dirección de los actores (excelentes Bogdan Dumitrache e Iulia Lumanare) como gracias a una cámara que se hace más invisible a medida que transcurren los minutos de proyección. Previsiblemente, a esa angustia le seguirá la desazón esperanzada, un sentimiento de fatalismo que nunca abandona el profundo deseo de cualquier padre ante una situación semejante: volver a encontrarse con el ser querido. Los días transcurren sin novedad alguna, a pesar de los esfuerzos de la policía, y el propio Tudor se embarca en una búsqueda personal que incluye la inspección microscópica de algunas fotografías tomadas con un teléfono celular y la puesta en circulación de carteles con la imagen de la niña. El de Pororoca, sin embargo, no es un relato detectivesco y el realizador ilumina de manera cada vez más nítida el proceso de descomposición de ese matrimonio, a pesar de los intentos por aparentar la existencia de algo parecido a la normalidad, en particular delante de su otro hijo. Algo deseable, pero prácticamente imposible: la culpa nunca explicitada, pero a flor de piel, de Tudor es cada vez más fuerte y la sensación de agotamiento de su mujer, Cristina, deriva en la imposibilidad de dar un paso en una o en otra dirección, una inmovilización que es tanto física como mental. La separación temporaria de la pareja también tendrá sus corolarios: la caída en una profunda depresión que, paradójicamente, no impide, sino que potencia la prosecución de la pesquisa. El encuentro y posterior caza de un posible culpable derivará en obsesión personal, el inicio de un tercer acto cuyo tono oscuro parece diseñado para poner al público en una situación sumamente incómoda, por los planteos de su desenlace. Si el culpable de la desaparición no es hallado por la policía, ¿no es acaso lógico intentar algo por cuenta propia? Si las pruebas no son suficientes para la sospecha legal, ¿es lícito buscarlas a título personal? Como ya lo había demostrado en su anterior Principles of Life, a Constantin Popescu parece interesarle menos el funcionamiento de algunas instituciones de su país –una marca temática de muchos cineastas coterráneos– que los mecanismos psicológicos que hacen que sus personajes terminen enfrentados a un abismo: el final de esa construcción llamada orden cotidiano y la posibilidad cierta de la locura personal y social. La desaparición logra transmitir el dolor de la pérdida y hacer sentir el punzante aguijón de la culpa de manera intensa, densa, agotadora, al tiempo que analiza el complejo entramado que conecta a la sociedad, la familia y el individuo. En ese sentido, la película no es otra cosa que una tragedia moderna.
Marcas sociales de un taller literario Una profesora de literatura y sus alumnos alimentan la descripción realista de un ámbito portuario en Francia, con una estructura que toma prestados elementos del thriller. Elegir ciertas palabras y no otras: esa es la cuestión central en la vida profesional de cualquier escritor. Y, desde luego, decidir cuál es la historia que se desea contar. Eso es lo que desea transmitirles a sus alumnos Olivia Dejazet, la escritora y circunstancial docente interpretada por Marina Foïs en El atelier, el último largometraje de Laurent Cantet que, a casi diez años del estreno de Entre los muros, es también su primera película rodada en Francia en mucho tiempo. Pero Olivia no es una profesora cualquiera y el grupo de jóvenes que asiste a sus clases no pertenece a una elite cultural. El lugar es La Ciotat, cerca de Marsella, una ciudad portuaria que supo ser en el pasado un centro de construcción de grandes navíos y que ahora, luego del cierre de una gran cantidad de empresas durante las últimas dos décadas, ha debido reconvertirse y dejar de lado esa idea de pertenencia a un sitio a partir de la ligazón con los pormenores del oficio. Los estudiantes del atelier de madame Dejazet son los hijos y nietos de esos trabajadores de puerto, constructores y artesanos marítimos –varios de ellos, a su vez, hijos y nietos de inmigrantes de países africanos–, habitantes de una Europa muy distinta a aquella conocida por las generaciones anteriores. Nuevamente con un guion coescrito junto a su habitual colaborador Robin Campillo (el director de 120 pulsaciones por minuto), Cantet intenta cruzar en El atelier –como ya lo había hecho en El empleo del tiempo– la descripción realista de un ámbito social, la preocupación por el estado de ciertas cosas y una estructura que toma prestados elementos del thriller o, si se quiere, del film de suspenso. En este caso, asimismo, la cuestión de la creación literaria adquiere un peso de enorme relevancia y es reflejo a su vez de la construcción narrativa de la película. Muchas preguntas. ¿Cómo crear un relato de tintes policiales que incluya una mirada política sobre ciertos hechos del pasado, como la férrea resistencia de los trabajadores portuarios al desguace de sus fuentes de trabajo? En esa creación colectiva de los alumnos, ¿puede incluirse la acuciante cuestión de los conflictos generados por las corrientes migratorias contemporáneas? ¿Y qué decir del resurgimiento de los nacionalismos más endurecidos y de su primo cercano, la xenofobia? Las discusiones entre los jóvenes –muchas veces intensas y, en algunos casos, hirientes–, la mirada colectiva sobre ese grupo de personajes (interpretados por actores sin experiencia previa en la pantalla) comienza a cederle el lugar a la relación entre la docente y uno de sus alumnos, Antoine (el también debutante Matthieu Lucci), un muchacho de tez blanca sumamente inquieto que, en algunos de sus ratos libres, se reúne con amigos a beber, a jugar a la videoconsola y a practicar tiro con un arma de fuego. La visita nocturna y sigilosa de Antoine y compañía a un campo de refugiados impone una primera nota inquietante, que a partir del momento en el que el muchacho comienza a seguir y a observar de cerca a Olivia adquiere tintes hanekianos (a pesar de ello, Cantet nunca echará anclas en las aguas crueles en las que suele bañarse el cineasta austríaco). El atelier alternará el punto de vista de ambos personajes –la mujer parisina y el muchacho de La Ciotat– al tiempo que el interés de la primera por el segundo –en principio como sujeto de investigación para una futura novela– comienza a tornarse un tanto peligroso. Más allá de la construcción de las jugosas escenas de discusión en clase –durante la cuales se debaten cuestiones formales, pero también se habla sobre el ataque terrorista en el club Bataclan– y de una excelente secuencia en la cual los estudiantes recorren los abandonados talleres portuarios, El atelier nunca termina de forjar su objetivo autoimpuesto, esto es que el choque entre la escritora parisina de clase media y el joven de familia trabajadora encarne en una dialéctica donde se pongan en tensión distintas miradas sobre el mundo. Hay algo superficial e incluso trivial en la manera en la cual el film termina describiendo a esos dos personajes: la pequeñoburguesa que escribe novelas violentas, pero no logra comprender las motivaciones de determinadas reacciones más allá de lo puramente literario, y el muchacho obsesionado con el culto al físico y los cuerpos militares de elite que parece estar a un par de años de ingresar a un partido de extrema derecha. La escena climática es el mejor ejemplo de esa imposibilidad simbólica, a tal punto que termina pareciéndose al texto amateur de los alumnos de un taller literario.
¿Comedia hippie-chic o hípster-palermitana? Según afirma la página oficial, el grupo creativo Cine Humus está “abocado a la realización de producciones cinematográficas”, declaración de principios que el estreno de su segundo largometraje –luego de un par de cortos previos– no hace más que confirmar. Bernardo Francese, Ignacio Laxalde y Agustín Gregori ya habían presentado en la sección Baficito del festival porteño, hace casi una década, Básicamente un pozo, cuyo título y excusa narrativa no hacían más que confirmar la relación con la sustancia de origen orgánico que solemos llamar coloquialmente “tierra”. Con Los hermanos karaoke el trío abandona la temática infantil de su ópera prima, aunque no las aristas más absurdas e ingenuas de aquella otra película. Ya la música que se deja escuchar durante la secuencia de títulos anticipa una filiación con ciertos modos naif de entender la relación entre los personajes, su evolución y la manera de encarar la narración, con algún lejano regusto wesandersoniano. En la pantalla es otro trío, integrado por dos cantantes (Agustín Gregori y Maru Zapata) y una suerte de gurú que mezcla sin grumos la filosofía naturista con los recursos de la autoayuda empresarial (Bernardo Francese), quienes cruzan sus caminos en las afueras de un pueblo de provincia. Hacia allí habían partido los “Hermanos karaoke”, que no son realmente hermanos, aunque sí intentan hacer una carrera en el negocio de la música, partiendo del más insólito de los primeros pasos: participar de concursos de karaoke amateur para poder vender in situ algunos de sus cds. El humor de baja intensidad –en ocasiones basado en el contraste entre lo dicho y aquello que puede verse; en otros, a partir de los silencios acompañados por significativas miradas; finalmente, en el choque entre ambiente y acciones– deja de lado los hoteles dos estrellas con desayuno incluido para trasladarse a un ámbito más salvaje, un pequeño bosque cercano a una laguna donde el maestro deja caer sus enseñanzas en contacto directo con el suelo (léase: descalzo), aunque vestido con riguroso traje de dos piezas. Una parte sustancial de la historia gira alrededor de las charlas acerca del “packaging de las flores” o la necesidad del dueto de ampliar los horizontes artísticos y su plan de negocios, hasta que la aparición del deseo transforma la interrelación entre los personajes en triángulo de atracción amoroso. Por momentos genuinamente risueña, en más de una instancia poco eficaz en términos de relato cinematográfico (y más cerca del breve sketch cómico), Los hermanos karaoke termina siendo algo parecido a lo que intenta parodiar: es casi tan hippie chic (o hípster-palermitana) como el personaje del gurú de la foresta. Eso sí: la película nunca se ríe groseramente ni mira con desprecio a ningún personaje, lo cual no es poca cosa.
Cuando la amistad desafía fronteras El nuevo film del director de Mediterránea vuelve a sumergirse en el duro mundo de los inmigrantes que forjan nuevas identidades. En Mediterranea (2015), la ópera prima de Jonas Carpignano, un joven de Burkina Faso iniciaba un largo y peligroso viaje hacia el continente europeo, periplo que culminaba con el arraigo en un poblado de gitanos de Calabria, donde entablaba una relación de amistad con un niño romaní. Aquella película reelaboraba y ampliaba algunos de los conceptos de un cortometraje previo, A Ciambra (2014), ideas que ahora reciben un nuevo tratamiento en el largometraje del mismo nombre, estrenado mundialmente hace casi un año en el Festival de Cannes. No se trata, de todas maneras, de una remake; tampoco de una saga de películas con una filiación narrativa en común, entendida ésta de manera literal. Sin embargo, la visión completa de los dos largos y el corto pone de relieve varias de las obsesiones temáticas del director, nacido y criado en Nueva York pero afincado desde hace muchos años en Italia: las causas y consecuencias de las corrientes inmigratorias provenientes de países africanos; las nuevas generaciones de romaníes, que han abandonado sus tradicionales raíces nómades; la delincuencia como método de subsistencia, fuertemente enraizada en esas comunidades empobrecidas. El nuevo film –que disfrutó del aporte de Martin Scorsese como uno de sus productores ejecutivos– cuenta por tercera vez con la participación de los actores no-profesionales Pio Amato y Koudous Seihon, quienes interpretan a un adolescente de catorce años llamado Pio y a un inmigrante africano, Ayiva, respectivamente. Con una impronta formal deudora tanto del neorrealismo más clásico como del cine de los hermanos Dardenne, La Ciambra –el nombre con el cual los pobladores designan familiarmente al barrio marginal Gioia Tauro– es un relato de crecimiento, una pintura descriptiva de ciertos ambientes y formas de vida, además de un retrato sobre una amistad que va más allá de cualquier etiqueta. Los miembros del clan Amato viven en una casa de dos plantas de construcción semi precaria, iluminados gracia a la electricidad que toman prestada del tendido general. El abuelo, la madre, el padre y los hijos e hijas viven de algunas changas y, sobre todo, de actividades delictivas varias, en particular el robo de autos. A veces para vencer individualmente sus partes, en otros casos como particular método de secuestro automotor. Alguna cena familiar puede traer el recuerdo de los feos, sucios y malos de Ettore Scola, aunque si hay algo que al film de Carpignano no le interesa es moldear a sus personajes con la arcilla del grotesco. A pesar de ello, todos –desde el mayor hasta el más pequeño– beben, fuman y manejan vehículos, por más peligroso que parezca ver a un chiquito de seis o siete años detrás del volante. Qué relación existe entre los Amato de la vida real y aquellos que pueden verse en la pantalla permanecerá envuelto en el misterio, aunque es evidente que el realizador utiliza la materia prima de la realidad para construir a los personajes y darle forma a la historia. Un atraco fallido y la detención del hermano mayor de la familia terminan disparando los cambios que comienzan a ocurrir a velocidad crucero en Pio, quien demuestra un enorme coraje y temeridad al cometer algunos pequeños robos y tomar prestada una patrulla policial. En esencia, el muchacho parece determinado a crecer de golpe, a tomar las riendas de la casa, a ser adulto de una vez por todas. Carpignano construye pacientemente una historia que, al menos durante los primeros dos tercios de metraje, escapa de los lugares comunes dramáticos del cine social estandarizado, prefiriendo en cambio la descripción detallada de los vínculos entre los miembros de la familia, la relación entre Pio y Ayiva (en una escena memorable, el chico es prácticamente adoptado como mascota de un grupo de migrantes de Senegal y Kenia) y también la mutua dependencia entre los Amato y un grupo de mafiosos de la zona, a quienes apodan “los italianos”, transformando su condición nativa en una suerte de particular extranjería. La aparición de lo onírico como alegoría libertaria introduce tardíamente un elemento disruptivo que opaca algunas de las virtudes de La Ciambra, al tiempo que la película se concentra en los conceptos de fidelidad –a la sangre, a las amistades–, permitiendo incluso un pequeño paso de suspenso. En esos momentos la película coquetea con la posibilidad de encarnar en fábula, aunque la última escena termina por dejar completamente afuera esa posibilidad: la vida sigue y es tan real y dura como antes.
La subjetividad como plan estético “Las orejas de los caballos de pie se recortan sobre el amanecer cerrado. Una chica patina en rollers sobre el parquet de un departamento vacío. En el jardín con color de lluvia, un rosal blanco con rocío”. Así, con una cadencia descriptiva cercana a las ambiciones poéticas, comienza la breve sinopsis de Borrá todo lo que dije del amor porque no sabía bien quién era, la ópera prima de la pampeana Guillermina Pico, que se estrena exclusivamente en la sala Gaumont luego de circular por festivales cinematográficos durante casi dos años. De manera similar comienza también la película: imágenes de caballos enmarcados por el amanecer, seguidos por otras de árboles, plantas y flores, registradas en planos detalle que bien podrían haber sido encuadrados por alguien que, luego de comprar una cámara de video, se esmera en probar las características de su lente y las posibilidades de su foco. Y si la experimentación es aquí el eje formal más evidente, no lo es tanto como en un caso típico de prueba y error audiovisual. Lo de Pico es más cercano a la idea de búsqueda, como si se tratara de un diario íntimo que reemplazara el collage de recortes, trazos, garabatos y frases anotadas al pasar por fragmentos de videos familiares, clips de viajes y estadías en el extranjero y la observación paciente de aquello que la rodea, lo natural y lo humano. De esa manera, más que una intención transparente o, mucho menos, un relato, lo que parece querer transmitir la realizadora (que viene de dirigir varios cortometrajes, entre ellos El pasito de onda y Yo, Natalia, este último ganador del premio a Mejor Corto en el Bafici 2009) es una serie de impresiones, de sensaciones, de sensibilidades. Que no por personales dejan de tener un alcance universal o, al menos, más amplio que el de la propia subjetividad. No todas las instancias de la película logran dar en las teclas sensibles que intentan hacer sonar y reverberar y, en más de una ocasión, lo evidente no logra trascender su propia silueta (un travelling es, a veces, sólo un travelling, lejos de cuestiones morales e incluso estéticas). En otros, en cambio, el choque de las imágenes de algunos de los miembros de su familia durante una reunión, tomando el sol de la tarde o bailando al lado de la pileta convocan a ese entramado de instantes y huellas que solemos llamar memoria. Porque lo de Pico es, también, un asunto de familia: en las charlas y en algún que otro juego, en el ensayo de una canción o en la compra de una nueva planta para el jardín, se vislumbran vínculos profundos, en particular con su hermana. “No sabía que tenía que aprender algo del tiempo”, reza una placa, como si se tratara de una entrada importante de ese diario. La mirada de una abuela, recostada sobre la cama, parece reafirmar ese nuevo conocimiento. O quizás iluminación: el tiempo, como el amor, no es un concepto estático y es necesario apre(he)nderlo varias veces en el transcurso de una vida.
Cómo lograr la empatía en el matrimonio La crisis matrimonial, ese pozo insondable y materia prima fecunda para las artes narrativas, es también el punto de partida de Mujer y marido, cuya inversión del orden clásico (y por cierto machista) en la presentación de los partenaires es no tanto un indicio de las prioridades de la historia como un rasgo de corrección política. Afortunadamente, la película del italiano Simone Godano nunca termina de resbalar en el terreno del cuidado extremo de las formas, aunque tampoco logra escapar a las decenas de lugares comunes sobre los roles de la mujer y el hombre contemporáneos, más allá de algún apunte acertado aquí y allá. Y si gran parte de la comicidad es el resultado de un intercambio de mentes y cuerpos (suerte de Hay una chica en mi cuerpo con pasajes cruzados, con un representante del sexo masculino ocupando también un envase biológico femenino), la mayoría de las reflexiones que el film intenta transmitirle al espectador no logra ir mucho más allá de ideales obvios: igualdad, fraternidad, comprensión. Y amor, desde luego, esa gran abstracción. Lo de “chica” es un decir: Sofia (la polaco-italiana Kasia Smutniak, vista recientemente en la versión original de Perfectos desconocidos) y Andrea (Pierfrancesco Favino, figura popular en Italia por derecho propio) hace rato que dejaron atrás los primeros veinte abriles. Matrimonio con dos hijos pequeños que ha atravesado recientemente la barrera de los cuarenta, la película los presenta en plena sesión de una típica terapia de pareja. Tan típica como las quejas que la terapeuta escucha con algo de fastidio: “no me escuchás”, “estás todo el tiempo enojada”, “no te ocupás de tus hijos”, “casi no tenemos sexo”, etcétera. El hecho es que Andrea, neurólogo para más datos, además de atender a sus pacientes en el hospital, está abocado al desarrollo de una tecnología que podría permitir leer la mente de pacientes que han perdido el habla. Típico artilugio cinematográfico, lucecitas intermitentes incluidas, el malfuncionamiento del cachivache es lo que, inesperadamente, habilita la transferencia de uno en el cuerpo de la otra y viceversa, permitiendo a su vez la posibilidad de llevar a un extremo ese término de origen griego que la psicóloga había utilizado durante la sesión: la empatía. Que justamente ese cruce de ánimas se produzca la noche anterior al debut frente a las cámaras de tevé de Sofia no es tanto una casualidad como la luz verde del guion para el primer gag físico recurrente de Moglie e marito: la incomodidad de Andrea para hacer uso de su nuevo cuerpo. Ni que hablar de su falta de elegancia a la hora de vestir minifalda y tacos altos. La película no insistirá demasiado (o demasiado seguido) con esas ocurrencias, intentando en cambio posicionar el concepto fantástico como plataforma para poner en crisis los lugares establecidos y las dificultades y facilidades de ser hombre o mujer. Relato jocoso con evidentes ambiciones populares, no hay demasiado jugo más allá del humor ligero y los conceptos voluntaristas, pero al menos tanto los guionistas como el director se animaron a imaginar y poner en pantalla el momento en el cual la pareja vuelve a tener un encuentro íntimo. Claro que ahora con los cuerpos intercambiados. Interesante momento de incomodidad, primero, y de experimentación sexual después, que acerca un condimento ligeramente queer a un film pensado para el gran público.
Lo mejor no es la cepa sino algunos racimos El término francés terroir puede traducirse al español sin mayores complicaciones como “terruño”. Pero todo aquel que no utilice la palabra “roquefort” para referirse al queso azul del almacén de la esquina sabe que hay algo más detrás de esas seis letras: un territorio geográfico definido, una denominación de origen, un sentido de pertenencia que posee características propias, definidas por las condiciones del espacio. “Eso que nos une” es el título original del último largometraje del francés Cédric Klapisch, señalando la región de la Borgoña donde los protagonistas cosechan sus uvas y también disfrutan del resultado final de su esfuerzo: el vino finamente embotellado. El título local Entre viñedos parece querer forzar una filiación posible con Entre copas, el film de Alexander Payne, pero aquí no hay un par de amigos en plan tour de cata sino un trío de hermanos firmemente enraizados en una tradición centenaria de producción vitivinícola, la caza del mejor pinot noir reemplazada por el terco orgullo de las bondades del blend más añejo. Cine y vino, un maridaje que en el caso de la película de Klapisch (el director de Las muñecas rusas y Piso compartido, entre otros títulos) se cruza con dos constantes narrativas que existen desde que el ser humano comenzó a relatar historias al lado de una fogata: la figura paterna como tronco grueso y recio de la genealogía familiar y la vuelta al nido del hijo díscolo, que no casualmente es el primogénito. Es la grave enfermedad del padre la que dispara ese regreso, punto de partida de las reuniones y desavenencias entre hermanos. Luego de rehacer su vida en Australia –previo paso por Mendoza–, Jean (Pio Marmaï) pisa por primera vez en diez años la finca, ahora a cargo de su hermana Juliette (Ana Girardot), con algo de ayuda del hijo menor, Jérémie (François Civil), quien parece ser el que más rencor le guarda al viajero. ¿Vender o no vender algunas parcelas ante una deuda económica de cierta relevancia? ¿Cosechar el martes o esperar hasta el sábado, con el riesgo de que la vid potencie en exceso algunas de sus virtudes? ¿Quedarse un tiempo en Francia o regresar rápidamente al hogar, donde hay otro hijo observando atentamente las actitudes del padre? El guion de Klapisch y el argentino Santiago Amigorena entrelaza escenas didácticas de los procesos de recolección, fermentación y maduración –que bien podrían haber formado parte de una clase de merceología– con el relato central, que parte de una serie de vínculos quebrados para ir acercándose a una reconciliación, sumando en el camino un puñado de lugares comunes dramáticos. Una serie de apuntes de clase parecen insertados como parche culpógeno algo innecesario: los recolectores de temporada de la película se parecen en poco y nada a los trabajadores golondrina de otras regiones del mundo. Lo más interesante de Entre viñedos no es la cepa sino algunos de sus racimos: algunos diálogos libres que no ilustran la evolución dramática de los personajes, la relación de amistad de Jean con una joven de la región, la secuencia algo desmañada del festejo por el fin de la recolección, que remota y actualiza la alegría exuberante que los griegos le atribuían a Dionisio.
Unas chicas del calendario con acento francés No hay mucho debajo de la superficie de La más bella. Todo está a la vista y es bastante redundante: los conflictos, deseos y miedos de su heroína, Lucie; la estructura que cruza la comedia romántica con el drama de enfermedad; el arco dramático con sus puntos de inflexión calculados al milímetro. La ópera prima como realizadora de Anne-Gaëlle Daval (usualmente abocada al diseño de vestuario) la encuentra comandando un film amable y con pretensiones de masividad, una de esas historias que suelen señalarse como crowd-pleasers, cuyas idas y vueltas están orientadas a complacer a toda clase de audiencias. De plus belle es también un vehículo para su protagonista, la comediante Florence Foresti –poco conocida por estos pagos, pero muy popular en su país–, secundada por dos grandes nombres del cine francés, la actriz Nicole Garcia y el actor Mathieu Kassovitz, en ambos casos interpretando papeles unidimensionales, casi peones de la trama: respectivamente, la dueña de una particular pyme dedicada a la reconstrucción de la autoestima femenina y un locuaz y enérgico donjuán. Lucie acaba de superar un cáncer de mama que ha mermado considerablemente el aprecio a sí misma, no sólo a un nivel físico sino también psicológico, condición no ayudada por la complicada relación con su hija adolescente. Ya en la primera escena, durante una salida nocturna que se adivina excepcional, Foresti construye a una Lucie que, de tan incómoda, parece querer salirse de su propio cuerpo. La peluca que el personaje debe utilizar como consecuencia de la quimioterapia es utilizada gestualmente por la actriz para remarcar precisamente esa incomodidad, que estalla luego de que un cliente que anda de levante intenta entablar conversación. Que ese mismo hombre se transforme de a poco en el interés romántico de Lucie y viceversa es una de las tantas incongruencias de la trama, algo que no está ligado necesariamente a la incompatibilidad de caracteres y modos de vida (la historia del cine está poblada de romances entre el agua y el aceite) sino por la forma en la cual la película da por sentados los vaivenes de las emociones de los personajes sin tomarse el tiempo necesario para construirlos. Mediante un giro que le debe alguna idea al hit británico Chicas de calendario, Lucie y un grupo de mujeres que, por diversas razones, no se sienten del todo cómodas con su cuerpo, se embarcarán en un proyecto de baile de varieté, strip tease incluido. Alternando algunos momentos de intensidad genuina (lo mejor es la relación de la protagonista con su hermana y hermano y, muy particularmente, con su dura y a veces agresiva madre) con otros donde reina la ñoñez, La más bella es una película nacida y criada con las mejores intenciones. Intenciones que la película manipula como un bien de consumo que debe ofertar en todas las escenas, transformándose de esa manera en una publicidad cuyo producto a la venta no es otro que ese mensaje/cliché aprendido de memoria desde que somos pequeños: “La belleza verdadera es la interior”. ¡Qué novedad!
El mundo es ancho, ajeno y complicado La película de Granovsky funciona como una suerte de diario personal donde la reflexión va acompañada de apuntes de viaje. “Y eso no es un periodista. Tampoco es un director. Es un actor”, afirma Iván Granovsky en la escena final de su primer largometraje como realizador, mientras disfruta de un baño improvisado en el Mar Muerto. No se trata, de ninguna manera, de un spoiler, sino de la constatación enfática de un concepto que Los territorios desliza de manera más o menos transparente durante los noventa minutos previos: el Granovsky que puede verse en pantalla –el hijo del reconocido periodista Martín Granovsky, el productor de cine, ese “actor”– puede no ser exactamente el mismo que el Granovsky real, el que está detrás de la cámara dirigiendo las acciones. Presentada el año pasado en el Festival de Rotterdam y luego en la competencia nacional del Bafici, todo parece indicar que la película final es el resultado indirecto de una imposibilidad: la de sacar adelante otros proyectos. Como productor, Granovsky ha estado detrás de títulos de realizadores como Alejo Moguillansky, Matías Piñeiro y Mauro Andrizzi, pero es su propia voz en off la que se encarga de detallar que las ideas para un film de ficción sobre un grupo de etarras o un documental sobre la vida cotidiana en el Kurdistán iraquí quedaron abortadas por falta de presupuesto o sequía creativa. Al tiempo que la pantalla se llena de banderas de naciones de todo el mundo, un juego de cultura general anticipa algunos de los territorios que la película irá reconociendo y recorriendo: aquellos delimitados por las fronteras políticas. Granovsky hace gala de una excelente memoria a la hora de recordar las capitales de los países, anticipo juguetón de una película que lo llevará de Brasilia a San Sebastián, de Berlín a Jerusalén y de París a la isla de Lesbos, con escalas recurrentes en su Buenos Aires natal. ¿Para qué sirve viajar? Bien lejos de la comodidad del turismo –aunque más de un plano coquetee maliciosamente con el concepto–, el film se va transformando en una bitácora en la cual el director/personaje/persona real describe los paisajes tanto exteriores como internos. Lo importante es ver y escuchar el mundo real, saber “dónde está el frente de batalla”, le aconseja Granovsky padre a su hijo, y en esas conversaciones entre ambos se van dibujando los contornos de otras demarcaciones más familiares, íntimas. La película se moverá entre esos dos territorios –los geográficos y los humanos–, saltando constantemente de un lado hacia el otro de las fronteras de la documentación de lo real y la construcción de lo ficcional, echando mano en muchas ocasiones al humor. Es difícil aseverar cuánto de autobiográfico, de descripción de pelos y señales del carácter y las ambiciones reales, existe en el Granovsky que se ve pantalla, quien no tiene empacho en caracterizarse como algo diletante, menos preocupado en ocasiones por entregar en tiempo y forma una serie de notas periodísticas –que podrían mantenerlo económicamente durante la travesía– que por dejar que los días y las semanas se deslicen. O bien entregarse a la ensoñación romántica con alguna compañera circunstancial de viaje, momentos en los cuales la película parece ingresar por completo en el territorio de la ficción. En otros, el encuentro con personajes como Lula da Silva (acompañando a su padre en una entrevista) o la reunión con algunos militantes acusados de formar parte de la ETA, convocan otro tipo de relación con el mundo y también con sí mismo. Es precisamente en la descripción en primera persona de algunas circunstancias políticas y sociales del mundo donde Los territorios pisa con pie más firme, en particular durante el último tercio de metraje. El recorrido por algunas zonas ocupadas de Palestina –la visión de los muros que zigzaguean, cada vez más extensos, encerrando y separando a la población, o la rutinaria expulsión de un grupo de árabes por soldados israelíes– enfrentan al protagonista a la realidad concreta de hechos que usualmente son leídos en los diarios a miles de kilómetros de distancia. Lo mismo ocurre durante el encuentro en Grecia con un grupo de migrantes de Medio Oriente que intentan ingresar a algún país europeo. Con una estructura de collage conformado por elementos muy diversos, en Los territorios lo trascendente es atravesado por lo ligero e incluso lo banal. En ese sentido, podría pensarse en la película de Granovsky como un diario personal donde la reflexión está acompañada de garabatos pergeñados en el momento, con la mente en blanco; páginas donde lo lúcido va de la mano de lo lúdico, donde los contornos del mundo contemporáneo compiten con las manifestaciones más evidentes del ego, donde un baño relajado en el Mar Muerto es interrumpido inexorablemente –signo de los tiempos y de la geografía– por tres aviones caza en formación.