La vida casi como un decorado de la TV Aunque el film del realizador de El día de la bestia cosechó el mismo éxito que su predecesora, poco hay aquí del espíritu que distinguió al español: apenas un sopapo leve en la cara de la hipocresía, en una historia que se desliza hacia una mera rutina cómica. Remake casi inmediata de Perfetti sconosciuti, el largometraje dirigido por Paolo Genovese y estrenado en su país de origen hace poco más de un año, la versión española encargada al realizador Álex de la Iglesia logró repetir los logros comerciales de la original, transformándose, asimismo –según afirma con bombos y platillos la gacetilla de prensa–, en la película más taquillera en toda la carrera del director de La comunidad y El día de la bestia. Lo cual no la transforma en una de sus obras más acabadas; más bien todo lo contrario: se trata de uno de sus títulos más rutinarios e impersonales. Brillan aquí por su ausencia el desenfado y originalidad de sus mejores creaciones y el humor oscuro se transforma apenas en un sopapito ligero en la cara de la hipocresía, algo que ya estaba presente en la versión all’italiana. Hay ahora un montaje más frenético y existen lógicas diferencias lingüísticas y culturales, aunque persiste un fenómeno astronómico de trasfondo, un eclipse de luna con perigeo (que el astro esté todo el tiempo en el mismo sitio más allá del paso de las horas se disculpa como licencia poética) que habilita hacia el final ciertas tonalidades fantásticas, replicando el doble final de la cena original. Porque de eso se trata: de una mesa bien servida y de un grupo de amigos –con sus respectivas parejas, salvo una notoria excepción– que se juntan a comer una noche como cualquier otra. Lo que ocurrirá luego te sorprenderá. O no tanto. Película construida alrededor de un único concepto narrativo, es teóricamente en las variaciones y en el crescendo de las revelaciones donde debería estar depositada la gracia. Un comentario al paso acerca de la esclavitud moderna y su opresor, el teléfono celular, deriva hacia un juego sencillo, pero potencialmente peligroso: disponer los aparatos a la vista de todos y esperar a que entren los llamados y mensajes, que serán respectivamente atendidos o leídos en público sin ninguna clase de censura previa. Que todos o casi todos los personajes tienen cosas que ocultar es algo que va de suyo, abriendo así las puertas del concepto humorístico, que llegará cuando, por ejemplo, los esfuerzos por ocultar un amorío se enreden de maneras inesperadas. Como ocurría en la versión original, los movimientos de cámara y cortes de montaje no logran ocultar el concepto “teatral” del relato, que en el caso del film de de la Iglesia parece reafirmarse a partir de una fotografía plana –como en las tiras diarias televisivas– que destaca la impronta escenográfica del living donde se mueven y hablan los siete protagonistas. Y los personajes hablan. Mucho. De hecho, es casi lo único que el guión les permite hacer. Y si bien el reparto de profesionales –que incluye a Belén Rueda, Ernesto Alterio y Eduardo Noriega– aporta algo de credibilidad a las criaturas, éstas no son mucho más que figuras unidimensionales con secretos escritos del lado oculto a la vista. El resto es rutina cómica con rastros de vodevil y una misantropía de papel maché que intenta pasar por reflexión satírica sobre la condición humana. No sería nada extraño que a alguien se le ocurra llevar a estos comensales al teatro, preferentemente en temporada de verano.
Cine social sin declamaciones Es imposible imaginar una fecha de estreno más apropiada para el segundo largometraje de Pablo Giorgelli, aunque nadie puede ser acusado de oportunismo. Si bien el lanzamiento comercial siempre estuvo previsto para coincidir con el 8M, ¿quién podía imaginar, algunos meses atrás, que Invisible llegaría a las salas de cine apenas dos días después de la presentación del proyecto de ley para despenalizar el aborto en la Argentina? Mucho menos durante el pasado mes de septiembre, cuando el director de Las acacias presentaba en sociedad su nueva creación en el marco del Festival de Venecia. Dejando de lado coyunturas, Invisible es un nuevo ejemplo de los diáfanos esfuerzos del realizador por construir universos realistas ligados a determinadas circunstancias personales y sociales que, en un caso como el del relato del film, están íntima, ineludiblemente ligadas. A tal punto que, cuando el conflicto central que moviliza a la protagonista se hace claro, cualquier tipo de decisión íntima se verá ceñida por las condiciones –no precisamente favorables– que la rodean. Ely tiene 17 años, vive en un típico edificio de monoblocks en la zona sur de Buenos Aires y está cursando el último año de la secundaria. Todos los días, luego de asistir a clases, trabaja en una pequeña veterinaria, único sostén económico aparente, tanto para ella misma como para su madre, quien parece estar atravesando el comienzo de una depresión clínica de cierta envergadura. La primera escena la encuentra sentada en su banco escolar, “escuchando” el dictado de una lección acerca de los husos horarios en el mundo. Su rostro es una clásica efigie de la adolescencia: desinterés absoluto ante lo que considera un saber innecesario. O tal vez haya otras cosas que la preocupan en ese momento, como podría indicarlo el “estoy descompuesta, no puedo ir a trabajar” que le comunica telefónicamente al dueño de la veterinaria. A los quince minutos de proyección, Invisible, cuyo guion –escrito por el propio Giorgelli junto a María Laura Gargarella– hace de la concisión una de sus mayores virtudes, resulta evidente que Ely mantiene una relación con el hijo de su jefe, bastante mayor que ella, y que uno de los corolarios de ese vínculo es un embarazo en curso. “No lo voy a tener”, le dice Ely a la obstetra que le comunica las novedades en el hospital, quien rápidamente le aconseja hablar con su familia y con “el padre”, recordándole asimismo que en la Argentina abortar es absolutamente ilegal, salva notables excepciones. Primer escollo en una serie de muros de gran altura y pocos puntos de asidero. El segundo llegará cuando intente infructuosamente, junto a su mejor amiga, conseguir ciertas pastillas en una serie de farmacias, situación que el mercado negro parece ser capaz de subsanar rápidamente. Mientras trascurren las primeras jornadas del embarazo y Ely ve madres con hijos pequeños en todos lados, las noticias en los televisores destacan los guarismos de la pobreza en la sociedad argentina, algún robo a mano armada, un paro o un corte de calles, la única caída en la tentación de una descripción general y un poco al paso que parece pergeñada, en gran medida, para el espectador de otras partes del mundo. El modelo estético e incluso ético de Invisible es deudor, al menos en parte, del de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne: una situación inesperada pone a la protagonista en una disyuntiva, ante la cual deberá tomar una difícil decisión. En este caso, un embarazo no deseado, cuyo origen y circunstancias suman otra serie de complicaciones, es el punto de partida para una descripción indirecta de las escasas posibilidades que se le ofrecen a una joven de clase poco acomodada a la hora de decidir qué hacer con su propio cuerpo. Giorgelli evita en gran medida la declamación y el uso de elementos que subrayen dramáticamente las acciones y diálogos, y resulta notable la ausencia absoluta de música incidental. Cine realista y social en el cual resulta evidente el compromiso con el tema, pero que a pesar de ello nunca abandona a su protagonista en el lodo de la alegoría, Invisible cuenta con la notable actuación central de Mora Arenillas, uno de esos roles rutilantes que parecen definir en gran medida el éxito artístico del proyecto cinematográfico en su conjunto. Su silenciosa Ely encarna a la perfección la resistencia a esa invisibilidad que el título de la película pone de relieve.
Una película fantástica perdida en su laberinto Todo aquel que haya leído los cuentos y novelas de H.P.Lovecraft es dueño de un conocimiento que puede llevarlo a la locura: en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires está depositada una de las pocas copias sobrevivientes del “Necronomicón”, el infame libro escrito por el árabe loco Abdul Alhazred. Ese dato fáctico perteneciente al mundo de la ficción del autor más famoso de Providence –que hasta el día de hoy sigue generando alguna que otra pesquisa infructuosa en los ficheros de la institución– es el punto de partida del nuevo largometraje de Marcelo Schapces (Che, un hombre de este mundo, La velocidad funda el olvido), cuya historia transcurre en una Buenos Aires alternativa, húmeda, oscura y ominosa. Y, desde luego, amenazada por la inminente aparición de los “antiguos”. Diego Velázquez es el encargado de darle vida a Luis, un bibliotecario y restaurador que –casualidades de la vida– trabaja en el edificio de la calle Agüero y tiene por vecino a Dieter, el actual guardián del infernal volumen (Federico Luppi estaba enfermo durante el rodaje de la película y su rostro fue reconstruido digitalmente para la ocasión). Desaparecido Dieter, será el turno de Luis de desempolvar y resguardar esa copia oculta a los ojos de los mortales, convenientemente ubicada en un anaquel tapiado (como en algún cuento de Edgar Allan Poe, afirmará la directora de la Biblioteca), y de transformarse en el posible sucesor del cuidador anterior, ayudado por un librero obsesionado con los textos satánicos (Daniel Fanego) y una mujer que parece saber más de lo que aparenta (Victoria Maurette). La trama contiene una dosis elevada de vueltas de tuerca y golpes de timón y, en más de un sentido, resulta extremadamente “literaria”: a las conversaciones sobre autores y ediciones (la figura de Borges es, desde luego, invisible a los ojos, pero esencial) se le suma la constante necesidad de explicar verbalmente acontecimientos y posibilidades, involucrando a los personajes en diálogos farragosos que, en más de una ocasión, terminan cayendo en una gravedad impostada. Por otro lado, el film echa mano a una notable cantidad de efectos digitales que –por sus pretensiones y calidad subestándar– terminan abrumando y desconcentrando la atención del espectador. En esa apuesta híbrida entre el relato fantástico de tonalidades intelectuales y el género puro y duro, Necronomicón termina chocando con las paredes de su laberinto narrativo y perdiendo la partida.
La mujer del rifle A priori, el proyecto poseía ribetes de interés. En principio, los hermanos Spierig (la dupla de gemelos alemanes instalados firmemente en Australia) habían demostrado talento para abordar los géneros cinematográficos con ingenio y algo de originalidad en películas como Predestinación y Daybreakers, vampiros del día. En segundo lugar, la presencia de la gran actriz británica Hellen Mirren, en un rol central muy diferente a los que suelen formar parte de su cartera de intereses. Finalmente, un relato basado –desde luego, muy libremente– en una casa “oficialmente” embrujada, la Mansión Winchester de San José, California, que supo pertenecer a la viuda del creador de los célebres rifles de repetición y que, hoy en día, es una atracción turística con horarios fijos de visita y cuyo tour de una hora de duración recorre 110 de sus 160 habitaciones. La leyenda cuenta que la millonaria mujer sentía culpa por las muertes que tuvieron lugar como consecuencia del invento de su ex marido y que, en los cuartos de la inmensa casa, en eterna construcción, se mudaron los espíritus inquietos de las víctimas del arma de fuego. En la ficción, que transcurre no casualmente en 1906 –el año del fatídico terremoto de San Francisco–, un médico psiquiatra con traumas del pasado a cuestas y una afición desmedida por el consumo de láudano (el australiano Jason Clarke) es enviado por los abogados de la empresa para estimar si la salud mental de la patrona no descarriló definitivamente en la banquina de la demencia. En la tradición iniciada hace casi un siglo por films como El caserón de las sombras, no transcurrirá ni siquiera un día antes de que el galeno se enfrente a la peor de sus pesadillas: la aparición de fenómenos paranormales que una rígida educación científica le impiden racionalizar. Veinte minutos de metraje transcurren antes de que la señora Winchester haga triunfal aparición, bajo uno de esos velos de duelo de otras épocas, la gran entrada en escena de Helen Mirren, que a pesar de su inicial aspecto de villana en toda regla demostrará ser dueña de otra clase de aptitudes y habilidades. Lo más inquietante de la nueva película de los Spierig se acumula en el primer tercio de la narración: ciertos climas sugestivos logrados en base al diseño de arte y la iluminación, el misterio acerca de qué está ocurriendo en realidad en las extrañas habitaciones y pasillos del lugar, la poderosa presencia de la Mirren, que logra dotar de interés a cualquier línea de diálogo. De a poco, sin embargo, todo comienza a irse al diablo, reemplazando la sugestión por los más trillados golpes de efecto (no menos de una docena, según el cálculo de este cronista) y la falta de explicaciones de los sucesos por la más derivativa e insulsa elucidación de todos y cada uno de los pasos que dieron lugar a la maldición del título local. Hacia el final, cuando un objeto personal se transforma en la bala de plata que mata al hombre lobo, Winchester está tan enterrada en el lodo del cliché que sólo queda darse una vuelta por Wikipedia y admirar la extraña fisonomía del sitio real, que por momentos parece salida de la mente de un arquitecto lovecraftiano.
Una heroína refulgente A Christine no le gusta que la llamen por su nombre. En realidad, hay muchas cosas que no le gustan, a juzgar por la intensa conversación que mantiene con su madre durante los primeros minutos de Lady Bird, mientras regresan juntas a casa luego de ¿unas pequeñas vacaciones? ¿O se trata de un típico escape juvenil con final trunco? La escuela a la cual asiste no le agrada demasiado y la perspectiva de no abandonar nunca Sacramento –su ciudad natal, tan cerca de San Francisco y, sin embargo, tan lejos– encarna en el peor de los purgatorios. La discusión madre-hija desemboca en una fantasía adolescente hecha realidad: Lady Bird, la “dama pájaro” –apodo con impronta auto bautismal– abre la puerta del auto en movimiento y se tira al pavimento, sin dudarlo. “Andate a la mierda, Mamá”, será el corolario, inmortalizado en letras de molde sobre el yeso. La secuencia de títulos, veloz y abigarrada, recorre diversas instancias de las actividades diarias en una típica escuela católica, mientras el nombre de la actriz Saoirse Ronan –en un rol consagratorio, y no sólo por la nominación a un premio Oscar, la tercera en su breve carrera– es seguido por el “escrita y dirigida por Greta Gerwig”, musa mumblecore con profundas raíces en el cine independiente estadounidense y molécula esencial en las fructíferas relaciones creativas junto a Noah Baumbach y Joe Swanberg, entre muchos otros realizadores de su país. La ópera prima en solitario de Gerwig es, como podía suponerse a partir de sus ascendentes artísticos, luminosa y melancólica, inteligente y divertida, ligera y relativamente trascendente. En la heroína titular, cuyos diecisiete años parecen pesarle como si fueran siglos, la directora moldea un alter ego de otros personajes interpretados por ella misma en películas previas; tal vez, incluso, haya algo autobiográfico, ciertas piezas de la vida real de la propia Gerwig, al fin y al cabo, nacida en Sacramento en 1983 (la acción del film transcurre en el año 2002). Lady Bird es una chica ingeniosa que, sin embargo, no logra evitar las trampas más obvias de la educación sentimental; una criatura amorosa que es capaz, al mismo tiempo, de lastimar con los más amargos desaires a aquellos que más la quieren. Una hija que, como tantas otras, atraviesa esa etapa en la cual el más comprensivo de los padres encarna en la antítesis viviente de una madre rigurosa y aparentemente dura. Adolescente al fin, Lady Bird está llena de contradicciones y el proyecto escolar de una obra de teatro musical puede convertirse temporalmente en el ítem más importante de su existencia –cortesía de la atracción por un chico– o ser dejada de lado raudamente ante un nuevo interés (el joven proto anarquista está interpretado por Timothée Chalamet, el protagonista de la todavía en cartel Llámame por tu nombre). Sin abandonar el esqueleto de un relato tradicional en cuanto a los alcances emocionales de la trama, Lady Bird le solapa una estructura de viñetas, que recorren los últimos meses de tránsito en la high school, poco antes de atravesar el umbral de una nueva etapa, que la protagonista imagina en una gran ciudad, preferentemente Nueva York. Y que, con la ayuda de su padre y un poco de suerte, quizás pueda convertirse en realidad. “No estás preparada para una universidad como Berkeley. Ni siquiera pudiste pasar el examen de manejo”, le espeta la madre (Laurie Metcalf), psiquiatra para más datos, como para bajar estrepitosamente el nivel de las pretensiones de su hija. En la escuela, quienes mejor parecen comprenderla son su mejor amiga Julie y la monja que conduce la institución (la película contiene la representación más amable de la iglesia católica en bastante tiempo). Y, como en todo coming-of-age que se precie, las ansiedades por el futuro forman parte indispensable de sus obsesiones. También las frustraciones: el primer beso rápidamente se transforma en “desfloración”, término tan poético como anacrónico. Y completamente alejado del sexo como práctica concreta y real. Gerwig reelabora con ingenio e inteligencia determinados arquetipos fácilmente distinguibles y los recubre de una humanidad construida en base a pequeños gestos ligeramente corridos de lo esperable, sumándoles fugaces y lúcidas descripciones de ámbitos y clases sociales. Por caso, la elección de la escuela no es el resultado de una necesidad religiosa y resulta ser un verdadero sacrificio para esos padres de clase media acosados por la inestabilidad laboral y para quienes la ascendencia social ya es un sueño irrealizable. Comedia agridulce cuyo humor resulta tan contagioso como otras emociones elaboradas a partir de instancias más dramáticas, es posible que Lady Bird eche mano, durante los últimos tramos, a recetas emocionales de eficacia probada de antemano. Pero mucho antes de llegar a ese cierre algo esquemático, Gerwig sabe forjar en Christine/Lady Bird una personalidad refulgente, flamígera, irresistible. Una auténtica heroína teen.
Grandes éxitos de un hombre de Estado El film de Joe Wright atiende al modelo estandarizado de film histórico, obsesionado con los pelos y señales de la estampa. “Henry, la octava maravilla del mundo. Y esta película… la maravilla de todos los tiempos”, rezaban los afiches de La vida privada de Enrique VIII, enorme éxito del cine británico cosecha 1933 y el gran desembarco en el mercado internacional de London Films, la empresa productora de los hermanos Korda. El modelo estandarizado de film histórico instalado hace ochenta y cinco años por aquella película no ha cambiado demasiado, como lo demuestra cabalmente Las horas más oscuras: atención puntillosa al detalle histórico, un tono moderadamente tongue-in-cheek para describir la vida y la obra de grandes figuras de la historia –aunque serio e incluso grave cuando necesita serlo– y una actuación central de peso específico, aderezada fuertemente por la mímesis física y verbal, al menos en los casos en los que el homenajeado supo dejar rastros concretos a partir de la reproducción tecnológica. Así como Charles Laughton devoraba cada plano del film de Alexander Korda, algo similar ocurre con el nuevo largometraje de Joe Wright: bajo varias capas de maquillaje, Gary Oldman resucita la forma de hablar, moverse y hasta de pestañear de uno de los hombres de estado esenciales del siglo XX, Winston Churchill, aunque en algunas instancias su gesticulación recuerde a la de su célebre encarnación del Conde Drácula. En la vereda opuesta de las enseñanzas de Roberto Rossellini en cuanto a la puesta en funcionamiento de la reconstrucción fílmica de un retazo de historia (el Luis XIV del gran director italiano estuvo interpretado por un no-actor con serios problemas para memorizar sus líneas), Las horas más oscuras está diseñada a partir de la más precisa réplica física y la recreación de grandes o pequeños momentos de la vida pública e íntima de la figura central. Narrativamente apoyada, a su vez, en un guion de Anthony McCarten (La teoría del todo, otra biopic al uso), la película hace las veces de “grandes éxitos” –aunque también algunos fracasos parciales– de una etapa muy puntual en la carrera política de Winston Churchill: su ascenso al poder como primer ministro del Reino Unido ante el avance nazi en suelo europeo y los pormenores de la operación Dínamo, el extenso y casi milagroso rescate de soldado británicos y de otros orígenes, literalmente atrapados en las playas de Dunquerque. Y si es cierto, como solía decirse hasta no hace mucho tiempo, que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, allí está Kristin Scott Thomas interpretando en fugaces momentos a su esposa y la joven Lily James como su secretaria y dactilógrafa, mujeres fuertes y comprensivas dispuestas a soportar el enorme peso del centro de gravitación, ya sea en pos de un bien mayor y colectivo o la simple entrega a los designios masculinos. Especialista en el cine histórico –ya sea basado en obras literarias famosas (Anna Karenina, Orgullo y prejuicio), adaptaciones de novelas recientes (Expiación, deseo y pecado) o, como en este caso, figuras históricas– el inglés Joe Wright contó con la ayuda indispensable del experimentado director de fotografía Bruno Delbonnel para lograr un tono visual que parece definir en gran medida a la película: el contraste extremo entre las luces y las sombras de las habitaciones del poder, ya se trate del Parlamento británico, algún salón del Palacio de Buckingham o un simple pasillo del bunker donde Churchill comienza a dar sus famosos discursos radiofónicos. Esa sintonía fina entre tema y tono ofrece algunos de los momentos más inspirados de Las horas más oscuras. Paradójicamente, teniendo en cuenta que se trata de un film sobre la eficacia y trascendencia de la palabra: “Acaba de movilizar el idioma inglés... y lo envió a batalla”, afirma un vencido vizconde Halifax, su compañero en las filas políticas conservadoras y principal enemigo interno durante esos tiempos aciagos, luego del famoso discurso que pondría al Imperio Británico en franco movimiento bélico. Y es durante los últimos tramos, cuando el primer ministro decide desestimar cualquier negociación con el Tercer Reich, que McCarten y Wright desbarrancan en el lodazal de la ilustración simplista de la Historia: la escena de Churchill rodeado por “el pueblo” durante un viaje en subterráneo es el punto más bajo de una película tan obsesionada con los pelos y señales de la estampa que olvida casi por completo su cualidad esencial de reflejo creativo. Y que en su obsesión por darle brillo al continente termina vaciando su posible contenido.
¡Ay, mamá, que me come el tiburón! “Oh, Dios mío.” “Oh, me estoy quedando sin aire.” “Oh, ahí viene un tiburón enorme.” Esas son las líneas de diálogo más repetidas durante los poco menos de noventa minutos de proyección de A 47 metros. Lo cual resulta más que lógico si se tiene en cuenta que la historia transcurre en el fondo del mar, en aguas infestadas de escualos sedientos de sangre y carne humana. Descendiente directo de las producciones de bajo presupuesto de los años 40, 50 y 60, el largometraje del británico Johannes Roberts no se toma demasiado tiempo para poner en marcha la excusa narrativa y el prólogo resulta, en más de un sentido, apenas un escollo para llegar al núcleo de la cuestión, con dos o tres apuntes psicológicos de la protagonista como pinceladas de color. Recientemente separada de su novio, Lisa (la otrora estrella de la música teen Mandy Moore) parece estar pasándola más que bien junto a su hermana menor durante unas vacaciones en un remanso paradisíaco de las costas de México (en realidad, locaciones de República Dominicana). Pileta, tragos, playa, descanso y la posibilidad de un fugaz romance con algún lugareño. Es así, luego de una noche de parranda –registrada con esa cámara ralentizada que tan bien queda en las publicidades de bebidas refrescantes– que las chicas deciden, no sin alguna reticencia, participar de una variedad de turismo de aventura aparentemente típica en el sitio, a pesar de su rotunda ilegalidad: encerrarse en una jaula de metal y ver in situ y bien cerquita a los tiburones blancos que navegan por esas aguas. Sin fallos no habría película y a poco de descender algunos metros bajo el nivel del mar la estructura que sostiene el aparato se viene a pique con las dos pasajeras a bordo. De allí en más, el menú de opciones es bien reducido: nadar hasta la superficie a toda velocidad, con riesgo de embolia cerebral asegurado; intentar hacerlo lentamente, con la certeza de que los enormes peces dentados se harán un festín; o bien esperar a que alguien allí arriba las socorra –el capitán interpretado con pachorra por Matthew Modine, por ejemplo–, con la esperanza de que los tanques de oxígeno no se acaben antes de que eso ocurra. Los problemas de A 47 metros como entretenimiento puro y duro no son escasos, comenzando por el hecho de que el doblaje de los personajes –algo casi obligatorio, dadas las condiciones de rodaje– termina resultando bastante artificial y agotador, particularmente cuando las voces describen con innecesarias palabras lo que las imágenes dejan en claro de manera patente (“Oh, me quedan 40 bares”, exclama una de las aventureras, situación que se repetirá con diversos y siempre menguantes valores). Pero el más duro de sobrellevar es la falta de tensión dramática en varios pasajes que la piden a los gritos. A diferencia de Miedo profundo, de Jaume Collet-Serra, otro “film de tiburón” reciente que hacía del espacio físico reducido y el terror animal constante una de sus virtudes, aquí el suspenso no está tanto construido como dado por sentado por las condiciones de la trama. El chiste se cae de maduro y quizás no debería hacerse, pero lo cierto es que 47 Meters Down se queda sin aire mucho antes que cualquiera de sus escafandristas. A pesar de ello, ya está asegurada una secuela, titulada –previsiblemente– 48 Meters Down.
Suspenso dentro de la denuncia En base al célebre levantamiento de una parte de la sociedad de Detroit en el año 1967, la directora Kathryn Bigelow muestra –con pulso tan firme que por momentos se hace difícil de soportar– la situación de los ciudadanos torturados por la policía en el hotel Algiers. Son varias las historias que laten, con ritmos muy diversos, en Detroit: zona de conflicto, tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal (las anteriores fueron Vivir al límite y La noche más oscura, dos películas de altísimo perfil que no estuvieron exentas de una cuota de polémica ideológica). Por un lado, aquella que reconstruye, con finísima atención al detalle de época, el célebre levantamiento de una parte de la sociedad de Detroit en el año 1967. Por el otro, el drama humano y judicial de los sobrevivientes del “incidente del hotel Algiers” –como se lo conoce desde aquel entonces–, en el cual perdieron la vida tres ciudadanos negros, y otras nueve personas fueron torturadas física y psicológicamente durante horas por miembros de la policía de la ciudad. Finalmente, el núcleo duro del relato, la tensa situación de encierro y tormento que Bigelow dirige con un pulso tan firme que, por momentos, resulta difícil de soportar. Casi una película de género (de suspenso y, por qué no, terror psicológico) dentro de la película de denuncia. Por cierto, aquí se deja de lado la intervención de las “fuerzas del orden” en territorios lejanos y ajenos para concentrarse en la (violenta) represión interna, dejando asimismo de lado a los agentes de elite de las fuerzas armadas para echar una mirada sobre el accionar de la policía. Grupo de choque que, más allá de la corrección política de sus mandamases –resultado de los veloces e inevitables cambios sociales que se venían produciendo– continuaba haciendo estragos entre la población afroamericana, empujada por la presión económica y laboral a la guetificación, denigrada y violentada diariamente, sometida a una situación de ciudadanía de segunda clase. Los disturbios de Detroit, que incluyeron su buena cuota de saqueos, incendios y vandalismo, fueron sofocados violentamente, en una época que marcaba el fin de la resistencia pacífica a la situación de segregación en la sociedad estadounidense. Ese es el estado de las cosas al comienzo de Detroit, cuya presentación en pantalla adquiere la forma de un complejo tapiz de personajes y situaciones diversas. El foco se concentra luego en un grupo reducido de huéspedes del hotel Algiers, entre ellos Larry Reed (Algee Smith), uno de los miembros fundadores del quinteto The Dramatics, de quienes se separaría poco tiempo después para seguir una carrera en la música religiosa (la banda firmaría un par de años más tarde con la discográfica Stax, fundada en la ciudad de Memphis). Más allá de que Reed fue, efectivamente, uno de los pasajeros de la pesadilla de esa noche, la elección en términos dramáticos de su protagonismo ayuda al film a encontrar un sostén para la banda de sonido: la música cumple un rol fundamental en la trama, no sólo como apoyo de época sino como símbolo de resistencia, aunque abunden las descripciones respecto del sonido Motown como melodías hechas por negros para la diversión de los blancos. Jamás pudo probarse judicialmente lo que ocurrió aquella noche, pero Boal, basándose en las descripciones de los sobrevivientes y de las fojas del juicio, construye un caso de pisoteo de derechos civiles flagrante, denigrante, racista e imperdonable. El policía interpretado por Will Poulter –cuyo rostro transmite villanía sin demasiado esfuerzo– es un prodigio de violencia racista, un sádico de uniforme que intenta salvar su posición ante un caso de gatillo fácil, pero que también parece disfrutar de la situación (la presencia de dos chicas blancas en la habitación de un inquilino negro no hace más que elevar la tensión racial). La extensión de más de una hora de la secuencia central, sumada al detalle casi microscópico de los golpes (literales y simbólicos) infligidos a los detenidos, plantea un problema de representación que cada espectador digerirá de manera diferente; un problema ético-estético que no está ligado al contenido en sí mismo sino a su ligazón, muy cercana, con hechos históricos. Por lo demás, Detroit: zona de conflicto es una lección de suspenso cinematográfico que vuelve a demostrar la notable pericia narrativa de la directora de Días extraños. Luego del paroxismo de violencia, diseñado para la indignación y la repulsión del espectador, la película no puede sino desinflarse, a tal punto que la última media de metraje parece haber sido creada en piloto automático, aunque con las mejores intenciones.
Una casa con historia El hombre de al lado, la mejor película en la carrera de Gastón Duprat y Mariano Cohn, tenía no dos sino tres presencias excluyentes: el diseñador obsesivo, sofisticado y bastante snob interpretado por Rafael Spregelburd, su rústico vecino, encarnado por Daniel Aráoz, y el hábitat del primero de esos personajes, la Casa Curuchet, única obra en toda Latinoamérica del famoso arquitecto francosuizo Le Corbusier, emplazada en uno de los márgenes de ese perfecto cuadrado llamado La Plata. Más allá de tratarse de una obra independiente, La obra secreta puede ser vista también como una coda o extensión de aquel largometraje, más allá de la particular simbiosis de los talentos involucrados. A un guion escrito por Andrés Duprat, hermano de Gastón –ambos ex estudiantes de arquitectura, precisamente en la capital de la provincia de Buenos Aires– se le suma la dirección de Graciela Taquini, leyenda viviente del videoarte, tanto en el terreno de la realización como en el de la investigación y la curaduría, quien debuta ahora en el cine de ficción. O no tanto: la película es, en partes iguales, juego creativo con algo de cine experimental, retrato de un personaje de ficción obsesionado con un prócer de la arquitectura y visita minuciosamente guiada a esa casa de varias plantas y algún que otro secreto escondido a los ojos de quien no sabe mirar. Dos actores interpretan a las figuras centrales del “relato”. Por un lado, Mario Lombard hace las veces de un Le Corbusier redivivo, viajero espaciotemporal que llega a La Plata en un tren fantasmagórico y se pasea por la ciudad de las diagonales como un avatar extemporáneo, sacudido por los efectos digitales introducidos por Taquini para desestabilizar la imagen. Por el otro, Daniel Hendler es el encargado de darle vida a Elio Montes, arquitecto retirado de la actividad profesional y especialista en la obra del creador del sistema de medidas llamado Modulor, responsable a su vez de conducir el recorrido turístico-cultural en las habitaciones y pasillos de la Casa, convertida en sede del Colegio de Arquitectos y pequeño museo desde hace varios años. Ficción y realidad, realismo y fantasía, objetividad y subjetividad conviven, se abrazan y se separan en los poco más de sesenta minutos de La obra secreta, que gana en originalidad e interés cuando es apreciada como un particularísimo documental sobre arquitectura: no hay aquí, desde luego, voces en off, cabezas parlantes o explicaciones sesudas por fuera del discurso encendido de Montes/Hendler, que en más de una ocasión parece más interesado en abordar a una bella visitante que en aclarar ciertos detalles del diseño o la estructura edilicia. En otras instancias, acompañando prolijos travellings o imágenes fijas (cortesía del fotógrafo Mario Chierico) de las diversas estancias, su discurso intenta aclarar las razones de la sorpresa del visitante, ya sea por la baja altura de los techos o la escasa intimidad de los dormitorios. Cada tanto, textos selectos del propio Le Corbusier –transcriptos y leídos en estricto francés– ponen de relieve sus ideas modernas y revolucionarias, en contraste con la abigarrada superposición de fachadas y esquinas de la urbe que envuelve a la particular morada.
La existencia del tamaño de un Pitufo. La película imagina un mundo que resuelve sus graves problemas reduciendo a los humanos a una estatura de diez centímetros. La premisa básica de Pequeña gran vida, desarrollada con lujo de detalles durante el prólogo, podría resumirse de la siguiente manera: en un futuro cercano, la tecnología permitirá reducir cualquier organismo viviente a un tamaño mucho menor, recurso que los especialistas ven como una posible solución a largo plazo a los urgentes problemas de la superpoblación, la falta de alimentos y la debacle ecológica en general. Corte a una década más tarde. Paul Safranek –última encarnación de ese arquetípico americano medio modelado en la pantalla, entre muchos otros, por el realizador Frank Capra– logra convencer a su esposa de pasarse a las crecientes filas de ciudadanos diminutos. Más allá del bien colectivo y la ingente ayuda al medio ambiente, las ventajas sociales y personales son muchas y apetitosas: una casa como siempre se la soñó, la posibilidad del ascenso social permanente, una vida de lujos prohibitivos para la esforzada clase media. Es el consumismo, estúpido. El contrato se firma, el procedimiento se aplica y Paul (un Matt Damon alejado de cualquier trazo de heroísmo a la Bourne, con un poquito de panza a tono) se encuentra frente al espejo con su nuevo yo, de poco más de diez centímetros de altura. No puede negársele a Alexander Payne el hecho de haber tirado toda la carne en al asador en su más reciente película. Lo primero que debe afirmarse es que Downsizing nunca termina de ser lo que el espectador puede llegar a imaginar de antemano: ni una película de ciencia ficción y aventuras protagonizada por un hombre menguado en peligro constante de accidente o muerte; ni una comedia romántica en la cual la recuperación del amor perdido entre la gente grande se transforma en el único motor de su existencia, dos posibilidades con las cuales el film coquetea, jugando con la expectativas y experiencias cinematográficas previas del espectador. Muy por el contrario, el guión del propio Payne y Jim Taylor deja velozmente atrás el deslumbramiento con los efectos especiales o la posibilidad de transformar la trama en una explotación infinita de la mutación del protagonista para embarcarse –tibiamente primero, muy a fondo después– en el terreno de la sátira política y social, creando un relato de transparente esencia humanista. Con mucho humor, desde luego, pero también algo de melancolía, nada extraño viniendo del director de Election, Las confesiones del Sr. Schmidt y Nebraska. Perdido en su deriva existencialista en el nuevo y empequeñecido mundo de Leisureland, una sociedad en miniatura con aspecto de resort all inclusive, Peter deja pasar los días en su nuevo trabajo como recepcionista telefónico, olvidando su especialización en masajes terapéuticos. Es el azar (o el destino, según la lógica del héroe) el que termina acercándolo a un trío particular de personajes: su vecino de arriba, un europeo dedicado a la importación ilegal de productos de lujo en versión reducida (Christoph Waltz), su amigo Konrad (Udo Kier) y una de las encargadas de la limpieza del departamento, ex activista vietnamita achicada sin su consentimiento (la tailandesa Hong Chau). La segunda mitad de Pequeña gran vida se va abriendo al mundo (a varios otros mundos, incluida una estratificación social donde se la creía inexistente), alternando un sentido de la comedia basado en los diálogos y las situaciones –y por momentos dueño de ligeros dejos lubitschianos– con el reconocimiento del protagonista de problemáticas personales y globales a las cuales era absolutamente ciego. Respecto del humor, el trío Waltz/Kier/Chau funciona como contrapeso de los aspectos más dramáticos del relato: en el personaje femenino conviven la impresión de fragilidad con una dureza a prueba de balas –y una boquita que por momentos se transforma en cloaca– y a Kier le basta una bajada de ojos para conjugar la risa; lo de Waltz parece haber salido más de taquito, aunque cumple su función esencial. En más de una oportunidad, la aparición del gag inmediatamente después de un momento de gravedad resulta demasiado notoria, como si se tratara de un pedal de freno diseñado para pulverizar la posibilidad de que las pretensiones de “profundidad humana” se lleven por delante el resto de los ingredientes del plato. Es un camino pedregoso y por cierto ambicioso el que recorre el último largometraje de Payne y los resultados finales sólo pueden describirse como desequilibrados. Pero en ese desbalanceo, paradójicamente, Pequeña gran vida encuentra también el más valioso de sus méritos: la prueba y error como rasgo de audacia en un tipo de producción cinematográfica que suele saltar encima de las más tranquilizadoras redes de contención.