El juego de mesa convertido en videogame. Apreciar Jumanji (2005) hoy confirma varias cosas: la notoria evolución de los efectos especiales vía CGI a lo largo de las últimas dos décadas, cuánto ha crecido Kirsten Dunst en el mismo lapso y el hecho de que el film de Joe Johnston era bastante mejor de lo que la memoria podía llegar a certificar. Regresar al universo de esa película en 2017, no tanto para construir una típica secuela como para rehacerla desde otro punto de vista, puede parecer una típica jugada sobre seguro de los estudios de Hollywood, pero lo cierto es que Jumanji – En la selva es deudora sólo en parte de la historia original. Si en aquella película protagonizada por Robin Williams la aparición de un juego de mesa con aparente vida propia permitía el ingreso de seres de fantasía –pero muy tangibles y perniciosos– al mundo real, generando excentricidades tales como estampidas de animales en medio de una ruta o plantas devora–hombres tamaño XXL, ahora son los jugadores los que terminan siendo “chupados” por el juego, reconvertido en videogame de aventuras y acción. Y los chicos ya no son tan chicos: cuatro adolescentes condenados a un castigo escolar con encierro ejemplificador descubren una vieja consola en el desván de la escuela y son inesperadamente trasladados a las peligrosas selvas y montañas del reino de Jumanji. Viniendo de quien viene, era lógico esperar un cambio importante en las tonalidades del relato: Jake Kasdan, veterano de Freaks and Geeks y el director de títulos como Malas enseñanzas y Nuestro video prohibido, pulsa los botones turbo de la comicidad y la parodia a partir del comienzo mismo de la partida. Mucho del humor reinante está enraizado en los cambios físicos entre jugador y personaje: el nerd del grupo se convierte en un musculoso aventurero interpretado por Dwayne Johnson, alias La Roca, al tiempo que la chica linda y popular de la clase adquiere la fisonomía de Jack Black, cambio de sexo que permite algunos pases de transexualismo indirecto (y un par de chistes aptos para todo público sobre los usos y comportamientos del pene). El truco narrativo general es bien sencillo: cada uno de ellos es dueño de tres vidas antes de morir (virtual y literalmente) y una misión que consiste en regresar una gema reluciente a su lugar de origen y restaurar el equilibrio de un cosmos dominado por un villano de ocasión. Las ocho manos detrás del guión entrecruzan gags físicos y verbales clásicos con la parodia de sagas como Indiana Jones y el cine de superacción en general, incluyendo el aparentemente obligatorio mensaje de compañerismo ante las adversidades. De esa manera, la nueva Jumanji avanza en línea relativamente recta por los casilleros del tablero, atravesando instancias logradas y otras que se sienten intensamente atadas a toda clase de fórmulas. El masomenismo del procedimiento es elevado un par de peldaños por el profesionalismo y carisma del reparto, que además da la impresión de haberlo pasado bastante bien durante el rodaje, contagiando parte de la diversión a la historia y a la platea.
Comicidad disparatada a ritmo frenético. Una pista de esquí bajo techo en medio de la selva amazónica, el enviado parisino de un imaginario Ministerio de los Estándares a la Guayana Francesa, un peligroso derrotero en medio de la naturaleza más salvaje. Esos son algunos de los elementos nucleares del nuevo largometraje del francés Antonin Peretjatko, que ya en su anterior La fille du 14 juillet había demostrado una afición por la comicidad disparatada, deudora tanto del absurdo como del slapstick clásico, sin olvidar la sátira política. También pueden hallarse trazos y rastros del arte de Jerry Lewis y Peter Sellers –por citar apenas dos ejemplos–, además de ciertas ligazones con esa tradición rotundamente gala iniciada por Philippe de Broca con películas como El hombre de Rio. Aquí, sin embargo, no parece haber demasiado lugar para el heroísmo, al menos en su vertiente más convencional. Repitiendo en el reparto a Vincent Macaigne, cuya persona cinematográfica parece encarnar a la perfección la versión francesa del típico loser (recordar, por ejemplo, la recientemente estrenada Noticias de la familia Mars), y la actriz Vimala Pons, La ley de la jungla suma en un papel secundario, pero esencial, al multifacético Mathieu Amalric, aquí en las antípodas de sus roles dramáticos más prestigiosos. Amalric es precisamente quien abre el juego: embajador del gobierno central de Francia en tierras sudamericanas, su discurso de inauguración de una estatua de la mismísima Marianne es abortado por un helicóptero en inoportuno descenso. La secuencia de títulos –que pasan por la pantalla a velocidad crucero, anticipando el ritmo frenético de la película– presenta a esa misma efigie en vuelo sobre la selva, prima lejana del Cristo aéreo de La dolce vita, aunque con un final bastante menos glamoroso. Corte a París, donde un tal Marc Châtaigne (Macaigne), pasante del gobierno a pesar de sus 40 y pico de años, es enviado de inmediato a la Guayana luego de una sostenida bajada de línea patriótica de un secretario del ministerio, abierto defensor de las bondades colonialistas del pasado remoto y reciente. Más de un momento cómico durante el primer tercio de metraje puede pasar de largo si el espectador parpadea en el instante menos adecuado y el contenido, en muchos casos, surge de aspectos muy puntuales del ser nacional. “Luis XIV nos enseñó a meternos en deudas. Estamos predestinados a no ser rentables”, explica sucintamente el ministro antes de entregar algunos detalles del proyecto de resort invernal menos lógico del mundo. La dupla de inopinados aventureros se completa con otra pasante, Tarzán (Pons), encargada de transportar a Châtaigne al terreno donde tendrá lugar la construcción. Pero antes de que el inspector pueda verificar la aplicación de la norma ISO 9001 –incluida la indispensable nieve falsa–, terminarán perdidos en medio del desierto verde, víctimas de arañas gigantes, serpientes venenosas, un mono ladrón de celulares y la inquietante presencia de un grupo armado de anarquistas. Con momentos efectivos y otros un tanto desabridos, La ley de la jungla no pierde oportunidad de disparar gags a mansalva, incluyendo el uso de la cámara rápida y los efectos de sonido de audioteca en una secuencia de lucha a puñetazo limpio (flor de anacronismo), la aparición inesperada de Jean-Michel Jarré en la banda de sonido, una escena de sexo desesperada que utiliza la elipsis como remate humorístico, algo de gore literalmente cerebral y varios personajes secundarios diseñados para el golpe cómico, como el más implacable de los inspectores de hacienda. El octavo puesto en la lista de las mejores películas del año pasado según la revista Cahiers du Cinéma parece un tanto exagerado, aunque hay algo irresistible en la tendencia del film de Antonin Peretjatko a no abandonar nunca la excentricidad old school que corre por sus venas.
Un día en la vida. Luego de un arranque multicolor con formato de collage audiovisual, que hace las veces de sueño del protagonista y, al mismo tiempo, de secuencia de títulos de apertura, el blanco y negro se apodera de la ópera prima de Sergio Corach, director, productor, guionista y protagonista absoluto de la ultra independiente Quizás hoy. Un blanco y negro que, como suele ocurrir, se miente a sí mismo, ya que evita mencionar la obligatoria escala de grises intermedia. Y gris es, por cierto, la vida de Miguel, joven empleado de un estudio jurídico cuyo devenir cotidiano parece fatalmente marcado a fuego por la repetición, el tedio y la falta de expectativas. “Me deprimen los viernes porque todo el mundo está excitadísimo. Como si no supieran que después viene el fin de semana, que es un pozo ciego, seguido del lunes, que es para serrucharse las pelotas”, escribe en un diario personal, método terapéutico sugerido por su psicólogo. Luego de cambiarse de manera metódica y mecánica, el circuito cotidiano en bicicleta del hogar hacia el trabajo, acompañado por su propia voz que, en estricto off, recita unas estrofas jocosas que no dejan de tener un aire a letanía: “pedaleo, pedaleo, al re pedo, es al pedo, caca y pedo, con olor a huevo”. El día en la vida de Miguel incluye, entre otras casualidades y causalidades, el reencuentro doble con un amigo de la secundaria, una apurada lección de tango y la esperanza de recibir un mensaje de texto de una atractiva joven. Entre la comedia triste y la semblanza algo pretenciosa de la existencia contemporánea en una gran ciudad, Corach alterna momentos de comicidad inspirados -algunos diálogos en la oficina- con otros que insisten durante demasiado tiempo en un absurdo que es apenas mal chiste (el casting para una publicidad de pañales al ritmo del kung fu), al tiempo que sigue a su criatura por varios barrios porteños, de Boedo a Monserrat y de allí a Puerto Madero, pasando por la Plaza Roma, frente al Luna Park, y el Congreso. No ayuda al desarrollo dramático general el uso artificioso del doblaje, que parece navegar entre la elección estética y el recurso técnico para subsanar problemas surgidos durante el registro del sonido directo.
Las pesadillas nunca se terminan. Con referencias más o menos explícitas a Stephen King, el realizador narra un tradicional cuento fantástico más concentrado en la trama y en generar cierto suspenso que en hacer saltar al espectador con golpes de efecto. Pero al final desbarranca. No hay nada demasiado original en Se ocultan en la oscuridad. Ni siquiera su título (y el original Be Afraid no hace más que apoyar la moción). A tal punto que uno de los seres ocultos de quien hay que sentir miedo y al que llaman “El hombre del sombrero” posee un parecido extremadamente sospechoso con el viejo y querido Freddy Krueger. Pero la originalidad no es necesariamente la virtud más relevante en una creación artística, menos aún en el territorio de los géneros populares. Lo que la película de Drew Gabreski (director debutante, si se dejan de lado un par de telefilms) logra en cierta medida es narrar un tradicional cuento fantástico más concentrado en las idas y venidas de la trama y en generar cierto suspenso que en hacer saltar al espectador con cuanto golpe de efecto sonoro y/o visual se le cruce por la cabeza. Sin demasiada brillantez, es cierto, pero evitando al mismo tiempo la deshonra, al menos hasta los últimos quince minutos, donde todo comienza a atolondrarse hasta desembocar en una resolución extremadamente poco satisfactoria. Película fácilmente olvidable algunas horas después de la proyección, la historia logra, sin embargo, ser momentáneamente atractiva. Luego de un prólogo con final tremebundo, la familia del doctor John Chambers (Brian Krause, ese eterno actor de reparto) llega a su nuevo hogar, una típica casa de dos plantas construida justito al borde de un bosque cercano. A John, su segunda esposa y su hijo de unos siete años se les suma un joven universitario, hijo del primer matrimonio del médico, y no pasará demasiado tiempo hasta que el más pequeño comience a tener una serie de angustiantes pesadillas nocturnas. Nada raro a esas edades, excepto que también su padre comienza a sufrirlas, parálisis del sueño mediante (síndrome real que impide mover el cuerpo durante el paso de la fase REM a la vigilia). ¿Qué son esas sombras que sólo pueden ser vistas con la visión periférica, echando mano al famoso rabillo del ojo? Y, más importante aún, ¿qué desean?
Viaje desde Agapito hasta el tango. A simple vista, podrá pensarse en un error ortográfico imperdonable, pero todo aquel que conozca un poco la historia reciente del comic argentino –en particular el producido en el período dorado que va desde mediados de los 80 a comienzos de los 90– reconocerá en el título de Algo Fayó el apellido de uno de sus hacedores más originales. Ligado a la primera etapa de la revista Fierro y generacionalmente vinculado a otras figuras como Podeti y Max Cachimba, Pablo Fayó comenzó publicando en el suplemento Óxido una tira de nombre inolvidable, El perro chupamedias, concentrando sus esfuerzos como dibujante durante los años siguientes en sagas como las de Shotaro, Pamela y el extraterrestre (de próxima publicación en libro) y su creación más famosa, ese imbécil de sonrisa eterna llamado Agapito. De todo eso y de su salida intempestiva del mundo del dibujo, del refugio actual en el tango –berretín, pero también modo de subsistencia a la gorra–, y de los intentos de amigos y familiares de recuperar los originales de su obra habla el documental dirigido por García Isler. “Dibujando es Gardel. Pero cantando tangos definitivamente no lo es”, afirma el dibujante Diego Parés, obsesionado con recuperar las fuentes primigenias de Pamela y el extraterrestre. Rodado en confianza a lo largo de casi un año (García Isler es amigo de Fayó, dato nada menor al considerar el acceso a la intimidad) y con la imprescindible participación de amistades, colegas, editores, su ex mujer y su hija, Algo Fayó no intenta desenmarañar el enigma detrás del retiro voluntario de aquello para lo que parecía estar predestinado. “Hay una concepción del arte que escucho muy seguido y es que uno tiene mucha responsabilidad. La idea de que si uno tiene un determinado don o capacidad debe ejercerla porque es una especie de responsabilidad que se tiene con el universo. Algo con lo que discrepo. Bah, ni llego a discrepar. No entiendo, no sé de qué hablan”. En esa frase, registrada en la terraza de la pensión de La Paternal donde vive, se resume parcialmente el pensamiento de Fayó respecto del talento y qué se puede hacer con él. Bohemio en el sentido más tradicional y tanguero del término, su ética circula en sentido contrario al desarrollo personal en tanto potencial artístico, humano y económico a ser explotado hasta el límite de sus posibilidades. Esa lógica parece ser su anti–norte y es una buena elección de la película no concentrar excesivamente la atención en la obra (que, sin embargo, está presente en la descripción de sus colegas y en pantalla, con varias viñetas haciendo las veces de separadores) sino en la vida, respetando posiblemente los deseos del propio Fayó a la hora de ser retratado. De esa manera, el documental va más allá del posible interés del conocedor o el neófito para transformarse en el registro cotidiano de un artista que ha elegido el camino del artesano, del amateur incluso. Un paseo por Vicente López, tierra de la infancia, y la visita al hogar paterno permiten, en los últimos tramos, una caza del tesoro con final feliz: una caja enorme llena de dibujos originales, punto de partida para una futura publicación . Las caras de felicidad de Podeti y Parés desentonan con la expresión de Fayó: “No me pone muy feliz que aparezcan cosas viejas”. Sobre el final, una rendición de “Yira Yira” en el bar de Almagro donde suele cantar, acompañado con su guitarra, vuelve a contrastar al Fayó de hoy con el de ayer. Que tal vez sea el mismo, aunque se quiera pensar otra cosa.
Estereotipos familiares. Hace ocho años, John Lucas y Scott Moore tuvieron una idea si no genial, al menos muy buena y su guion para ¿Qué pasó ayer? terminaría convertido en un éxito internacional, iniciando además un nuevo subgénero de comedia alocada y felizmente chabacana (la repetición de la fórmula en sendas secuelas no haría más que desgastar los engranajes cómicos, pero esa es otra historia). Puestos a escribir y dirigir en tiempos más recientes, la dupla pergeñó El club de las madres rebeldes, suerte de remix femenino de algunos de los tópicos de aquel film, aunque sin amnesia ni viaje salvaje y con un nivel de desenfado mucho menor, lo cual derivaba consciente o inconscientemente en una suerte de feminismo de cotillón, pura fachada para un relato tranquilizador y, en el fondo, conservador. Algo similar ocurre con esta secuela que reemplaza la relación de las tres mamis titulares –Amy, Kiki y Carla– con sus parejas por el vínculo aún más problemático que intentan mantener con sus respectivas madres. La excusa son las reuniones navideñas y el foco vuelve a centrarse en conflictos ligados a diversos modos posibles de maternidad: extremadamente rígidos, posesivos, simbióticos o, por el contrario, “abandónicos”, siguiendo ese horroroso neologismo de raigambre psicologista. Nuevamente, la protagonista es Amy (Mila Kunis), cuya voz en off deja en claro desde el primer minuto que los días previos a la Nochebuena son un perfecto ejemplo de estresazo. Sus dos amigas, Kiki (Kristen Bell) y Carla (Christine Baranski), hacen las veces de reflejos del personaje central: la primera complace a rajatabla las demandas de una ama de casa de familia nuclear ideal (de clase media acomodada, para más datos) mientras que la segunda mantiene a su hijo adolescente sin la ayuda del padre, gracias a su trabajo en un local de belleza femenina. La modosita y la pícara y, en un punto intermedio entre ambas, Amy. El humor en general suele partir de estereotipos y no hay nada de malo en ello, más bien todo lo contrario. El problema central de La Navidad de las madres rebeldes es qué se intenta hacer con ese punto de partida.
Acompañar antes que solamente observar. Con el esencial aporte de un sonido directo que consigue generar una sensación de cercanía, el documental de Burd retrata la vida en Olacapato, un pueblito salteño habitado por menos de 200 personas. Y lo hace evitando lo antropológico o la condescendencia. Luego de una oportuna cita de Silencio, poema en prosa de la escritora brasileña Clarice Lispector, Los sentidos –primer largometraje en solitario del documentalista Marcelo Burd– comienza con una serie de imágenes de Olacapato, un pueblito salteño cercano a la cordillera y habitado por menos de 200 personas. Los planos de una mina a cielo abierto –casi la única fuente de trabajo formal cercana, a pesar de los peligros ligados a la contaminación ambiental– les ceden el lugar a otros menos ajetreados: un caserío de casas de adobe construidas a la vieja usanza, un pequeño almacén de ramos generales, una capillita, la escuela. Un grupo de niñas trepadas a una torre otea y describe los alrededores, intentando descubrir con el sentido de la vista aquello que se sabe presente, aunque no se lo pueda observar directamente. “La nieve es muda pero deja rastro”, afirma Lispector, y algo parecido parece decir el realizador respecto de los chicos y adultos que protagonizan la película, un matrimonio de docentes que se esfuerza desde hace años en educar, apoyar, curar y alimentar al grupo de estudiantes de la escuela primaria que dirigen, en ese paraje ubicado a más de 4000 metros de altura. En una entrevista publicada en PáginaI12 hace algunos días, Burd insistía en despegar de su documental la etiqueta “de observación” prefiriendo, en cambio, la definición “documental de acompañamiento”. Es lógico: desde que codirigió Habitación disponible en 2004 junto a Eva Poncet y Diego Gachassin –retrato de inmigrantes en la Argentina antes, durante y después de la crisis de 2001–, su mirada siempre se mantuvo a mitad de camino entre el registro objetivo y una cercanía emocional con los sujetos observados por el lente de la cámara, sin intromisiones ni comentarios explícitos, pero evitando, al mismo tiempo, un abordaje excesivamente antropológico a la hora de describir sus realidades. Esa misma estrategia, difícil de equilibrar, era central en El tiempo encontrado (2013, codirigida con Eva Poncet) y vuelve a estar presente –quizás más que nunca– en Los sentidos, cuyo título puede ser interpretado de diversas maneras. Rodada a lo largo de cuatro meses a comienzos de 2015, se trata en definitiva de un sentido homenaje a una silenciosa lucha cotidiana –llena de complicaciones y sacrificios, pero también de alegrías–, a la vez que intenta encarnar en pintura social de ese país que, desde los centros urbanos, se insiste en no mirar. Salomón Ordoñez, maestro y director de la escuela, y su pareja Victoria Ramos, también docente, reciben de lunes a viernes a esos chicos de entre seis y doce años que llegan al lugar para estudiar, pero también para comer y socializar. Alguno de ellos podría estar predestinado para continuar la práctica del centenario arte de la copla; otros –un poco mayores– se debaten entre la posibilidad de ir a estudiar a la capital o quedarse en el pueblo y comenzar a trabajar. La lejanía de los hijos del matrimonio de docentes, allá en la ciudad de Salta, duele y ningún contacto vía Skype es suficiente (siempre y cuando, por supuesto, funcione la conexión a Internet). Olacapato es uno de los tantos lugares olvidados por el ferrocarril desde comienzos de los años 90 y más de un diálogo permite deducir la esperanza de su regreso; la mayoría de los chicos, en tanto, sólo ha oído hablar del tren y nunca lo ha visto con sus propios ojos. El trabajo de sonido directo de Hernán Gerard es esencial para el éxito del proyecto de acompañamiento de Burd: escuchar lo que se dice, a veces en voz baja, cuando aquellos que son observados por la cámara olvidaron su presencia. Las imágenes del aula, las casas y la enormidad del paisaje son evocadoras sin caer en ningún momento en la trampa del preciosismo exótico. Mientras tanto, los chicos preparan cohetes hechos con botellas de gaseosa para poner en práctica la ley de acción y reacción newtoniana estudiada en clase. “Los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella”, continúa Lispector. Los sentidos logra abrir los ojos y los oídos del espectador para que esas risas y pasos sean escuchados y esas huellas invisibles puedan ser observadas.
Entre la política y el deseo de venganza. Rara avis en la carrera individual de los dos protagonistas, la película dirigida por el neozelandés Martin Campbell desarrolla, al mismo tiempo, escenas de acción y un drama político que toca temas reales y dolorosos. Película extraña El implacable: por momentos resulta mejor de lo que parece, pero nunca es tan buena como aparenta serlo. Tal vez una de las razones de esta paradoja difícil de describir en palabras -pero que se siente en el cuerpo y la mente durante las dos horas de proyección- esté relacionada con el origen multicultural de su capital. Dirigida por el neozelandés Martin Campbell (un típico realizador de la industria responsable, entre muchos otros títulos, de Casino Royale, La marca del zorro y Linterna verde), se trata de una producción en idioma inglés con Pierce Brosnan en un rol central, pero es, al mismo tiempo, un vehículo para la súper estrella asiática Jackie Chan. Un film de acción de Chan sin una pizca de humor –algo que no marca una primera vez, aunque se trate de un bien escaso– y un drama político que toca temas reales y dolorosos. En esa mezcla de compleja combustión y en la evidente ambición de complacer varios mercados a la vez (el de habla inglesa y el chino están cada vez más cerca, pero siguen manteniendo diferencias conceptuales y de control del contenido) se juegan las bondades y deméritos de The Foreigner (“el extranjero”), cuyo título original resulta mucho más apropiado que el local. El arranque es brutal, cortante y toca fibras muy sensibles en los tiempos que corren. Chan interpreta a Quan Ngoc Minh, un inmigrante vietnamita cuyo verdadero país de origen no es ese sino China (uno de los secretos de su verdadera identidad), el dueño de un restaurante familiar en un barrio londinense. Un atentado a manos de un desprendimiento rebelde del Ejército Republicano Irlandés acaba con la vida de su hija, entre otra docena de víctimas. El dolor y el duelo personal les cede el lugar a los movimientos políticos y de inteligencia del estado: el poder central del Reino Unido contacta de inmediato a Liam Hennessy (Brosnan), un encumbrado ministro irlandés con un pasado como miembro activo del IRA (y un presente con lazos aún fuertes en la organización, según se desprende rápidamente del relato). Entre esos dos frentes, el de la gran política y el del deseo personal de justicia/venganza, se moverá El implacable. Que Minh, un Chan de 63 años de rostro cansino y apesadumbrado, comience a investigar por su cuenta luego del pedido de paciencia de las fuerzas policiales no resulta nada insólito. Sí un poco más que días después comience a poner sus propias bombas caseras en el despacho de Hennesy, como método de presión para obligarlo a compartir los nombres de los terroristas. En el fondo, no es algo tan estrambótico: el personaje esconde en su pasado un rol como comando especialmente entrenado durante la Guerra de Vietnam. Sin mayores dificultades, Minh se convierte en un émulo de Rambo dispuesto a todo con tal de empatar el partido, ejerciendo desde luego la inmemorial justicia por mano propia. La dirección de Campbell es usualmente afilada y las escenas de lucha –que no son tantas– ofrecen el repertorio clásico de movimiento jackiechanianos jugados a un tono más realista. Los movimientos intestinos del poder político, por otro lado, también son descriptos con un énfasis en la construcción de un universo verosímil: los pactos, traiciones y alianzas temporarias no forman parte de la estructura binaria héroes/villanos sino de una mucho más cercana a la realidad. Y si bien, por momentos, esa amalgama se ofrece a los ojos y los oídos como el agua y el aceite, es precisamente el contraste entre los diferentes tonos lo que le da a El implacable un brillo particular. Película definitivamente fallida pero intrigante, seguramente será recordada como una rara avis en la carrera individual de los dos protagonistas.
Padres, hijos y novios. La directora de origen árabe propone, con un costumbrismo moderado, un retrato multigeneracional de una familia que habita en distintos lugares del territorio israelí-palestino. La dedicatoria a Elia Suleiman en los títulos de cierre de Asuntos de familia no es casual ni caprichosa: la realizadora Maha Haj supo oficiar como diseñadora de escenografías en El tiempo que queda –el último largometraje del gran cineasta palestino– y no resulta difícil imaginar una suerte de padrinazgo artístico. Presentada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes hace un par de ediciones, la ópera prima de Haj –de origen árabe y nacida en la ciudad de Nazaret– revela muy velozmente el entrenamiento de su creadora en esas lides: los planos equilibrados, casi simétricos, de las habitaciones de la casa de un matrimonio de cierta edad, amuebladas y ornamentadas de manera meticulosa, son elementos del diseño de arte que hacen las veces de metáfora de la rigurosa distancia emocional entre ambos. Esa trampa visual es uno de los caminos sin salida con los que se topa la película, retrato multi generacional de una misma familia; padres, hijos, cuñadas, novias y amistades que habitan en distintos lugares del territorio israelí/palestino, con la notable excepción de un personaje, exiliado en Suecia por decisión propia (y no precisamente por cuestiones políticas). En Nazaret, la mujer teje y teje sin parar; el hombre, en tanto, navega constantemente en Wikipedia leyendo datos, casos y cosas, en su mayoría triviales. Apenas si se hablan, casi no se miran. Las décadas de la pareja parecen pesarles a ambos hasta el punto de la alienación mutua. En Ramala, Cisjordania, el hijo menor del matrimonio sobrelleva una relación incipiente con una bella joven de costumbres aparentemente conservadoras. “Es muy rigurosa, no hay locura, no hay un ¡guau!”, le dice a su hermana, que ha hecho las veces de casamentera. Embarazada de varios meses, esta última ayuda a su esposo –mecánico de profesión– con la preparación de un fugaz viaje a Haifa para presentarse al casting de una producción cinematográfica estadounidense. Mientras tanto, el tercer hijo del matrimonio espera en Europa la visita de sus padres. Asuntos de familia entrelaza esos relatos individuales, aunque unidos por una misma sangre y por eventos circunstanciales, navegando las aguas del drama ligero y la comedia de tonos pálidos. La estructura y el formato son, nuevamente, deudores del cine de Suleiman, aunque aquí no tengan demasiada cabida la fuerza evocadora de Intervención divina o el genial aguafuerte irónico de la citada El tiempo que queda. La película de Haj ofrece, sin embargo, varios momentos inspirados: cerca del final, cuando la pareja de no-novios es detenida por soldados israelíes en un típico checkpoint rutero, la directora y guionista acierta con la posibilidad del absurdo controlado; el recuerdo de infancia de una anciana, que nadie parece querer escuchar, termina siendo muy emotivo a pesar de su aparente simpleza. En otras instancias, el tropezón sobre el lugar común atenta contra la posibilidad de la emoción genuina: ¿es posible todavía contar sin sarcasmo una historia en la cual un personaje nunca vio el mar y su mayor impulso vital es precisamente caminar sobre la arena mojada? Condimentada con especias agridulces, Asuntos de familia es un ejemplo acabado de la práctica del costumbrismo moderado, con pocos gritos y más de un silencio como forma de (in)comunicación.
La infancia desnuda. En su opera prima, el director madrileño logra un objetivo que sólo es sencillo en apariencia: que el registro íntimo de una familia tenga cualidades universales a pesar de sus singularidades. De un tiempo a esta parte, en determinadas películas usualmente alejadas de la producción más industrial, los ecos de la ficción y el documental resultan indistinguibles. De hecho, hay títulos sobre los cuales la discusión acerca de qué es absolutamente real y qué elementos han sido creados específicamente para la pantalla resulta estéril, absurda. Llámense ficdocs, docfics, documentales ficcionales o ficciones documentales, en largometrajes como Niñato –gran ganadora de la Competencia internacional en el último Bafici– distinguir entre uno y otro universo no sólo se hace innecesario, sino que hacerlo implicaría romper una parte de su hechizo y, quizá, su razón misma de ser. ¿Qué importancia pueden tener las fibras de origen si la tela ofrece una buena textura? El primer largometraje del madrileño Adrián Orr retoma la vida cotidiana de los personajes de su corto Buenos días resistencia (2003), el registro del despertar de un grupo de niños y el simple acto de vestirse y desayunar antes de ir al colegio, cuyas complicaciones todo padre o madre conoció, conoce o conocerá al dedillo. Niñato regresa al mismo y abigarrado cuarto donde duermen las dos niñas, Mimi y Luna, y el más pequeño de la familia, el pelirrojo Oro. Sus paredes, completamente agujereadas y dibujadas, hacen las veces de palimpsesto hogareño: un arqueólogo podría encontrar, en sus diferentes capas, las diferente eras de crecimiento de los improvisados artistas. Orr revive esa misma secuencia, consciente de que se trata de un ritual diario que, a pesar de la repetición, encuentra siempre alguna variación en las semejanzas, y vuelve a retratar al trío asumiendo las obligaciones y órdenes paternas con distinto grado de acatamiento o rebeldía. Niñato es, a su vez, el apodo de David Ransanz, un hombre de unos treinta y pico de años que enfrenta diariamente la difícil tarea de criar a los tres chicos y que, a pesar de la dura situación laboral y económica, sigue persiguiendo el sueño de alcanzar la fama con su evidente talento para escribir rimas y rapear sobre bases de hip hop junto a su banda. No hay nada extremadamente dramático en Niñato. El tono es descriptivo y acerca un diagnóstico posible de una clase social algo desamparada. David debe recurrir a la ayuda de la abuela para cuidar y criar a sus hijos y reprimir pequeños lujos para poder llegar a fin de mes. Una breve escena en la cual el protagonista y otros padres conversan en la vereda, mientras esperan la salida de la escuela de sus hijos, es representativa: Niñato comenta que le resultaría imposible pagar el comedor escolar para los tres chicos y, casi de inmediato, afirma que hay algo positivo en todo ello, ya que de esa manera pueden almorzar y pasar un tiempo juntos todos los días. Si bien los apuros y las necesidades pueden ser vistos a veces como virtud, los esfuerzos no son transformado por el director en un canto optimista y la película no cae nunca en esa clase de demagogias emocionales. Los hijos de Niñato crecen a lo largo de los 70 minutos de metraje y es fácil deducir que la cámara del realizador se mantuvo ocupada durante unos tres o cuatro años de rodaje intermitente. En ese sentido, es probable que la idea para la estructura final del film haya terminado de cuajar durante la edición, más allá del planteo de base del guion original. Lejos de cualquier formato de familia nuclear tradicional, ese padre amistoso pero firme, porrero empedernido y aún dependiente de su madre para el lavado de la ropa (entre otros menesteres) es, sin embargo, miembro de un clan muy unido. Tal vez, en parte, gracias a las dificultades que debe enfrentar, tanto en los frentes internos como en el exterior. Adrián Orr logra un objetivo que sólo es sencillo en apariencia: el registro íntimo de la familia Ransanz posee cualidades universales a pesar de sus peculiaridades y nunca pierde el sentido de la humanidad por los personajes que registra/crea.