El viejísimo truco de la casa maldita. Con un poco de imaginación, la historia detrás del lanzamiento de esta secuela de una remake (o algo similar) permitiría hablar de una maldición aún más terrible que la de la famosa casa en la ciudad de Amityville. Lo cual no está directamente relacionado con la presencia en los títulos del ahora tristemente célebre Harvey Weinstein. Amityville: El despertar tuvo casi media docena de fechas de estreno en su país de origen, terminando sus días con un lanzamiento directo en el universo online. En la Argentina, en cambio, conocerá el solaz de las salas oscuras, quizás el mejor ámbito para apreciar las bondades del género. No se trata, de ninguna manera, de un ejemplar acabado de lo mejor que el horror cinematográfico ha venido ofreciendo durante los últimos años, pero en la paciencia para construir un suspenso creciente y la poca afectación formal para narrar las peripecias narrativas (no hay aquí una proliferación abusiva de golpes de efecto o juegos visuales cansinos) el realizador y guionista Franck Khalfoun encuentra las mejores armas para presentar un relato simple, efectivo y relativamente noble. Partiendo del hecho de que se trata de una “continuación” del reboot de hace casi quince años del clásico de 1979 Aquí vive el horror (The Amityville Horror), no hay que buscar demasiadas novedades respecto de sus tópicos y trazos básicos. Obviamente, todo terminará con uno de los nuevos inquilinos de la famosa casa de dos pisos asesinando (o intentando asesinar) al resto de su familia. En este caso, se trata de una madre y sus tres hijos: una adolescente, una niña y el mellizo de la primera, postrado y en estado vegetativo. Contra todo pronóstico médico, el muchacho comenzará a dar señales de una recuperación milagrosa apenas un par de días luego de la mudanza. Lógico: la casa sigue habitada por un ente maligno y ese cuerpo inservible es el receptor ideal para el macabro plan que volverá a repetirse. Como la matriarca dispuesta a casi todo con tal de volver a ver a su hijo hablando, caminando y comiendo por sus propios medios, Jennifer Jason Leigh aporta –sin esfuerzo aparente– cierta carga de realismo dramático en una trama derivativa y sus cambios de carácter resultan casi tan tremebundos como los del vehículo para la maldad. ¿O acaso es ella misma quien está poseída por la casa? Khalfoun no es Wes Craven y El despertar no es la nueva Pesadilla, pero la película posee un delicado balance entre realidades y ficciones (o, más precisamente, ficciones dentro de otras ficciones): cuando las cosas comienzan a resultar algo sospechosas, los nuevos amigos de la escuela buscan alguna pista para detener la maldición y discuten si es mejor volver a ver la Amityville original, su secuela de 1982 o la remake de 2005. El resto es previsible incluso en algunos de los detalles, pero con cierta gracia y efectividad clásicas: la película opta por salir del muchas veces pantanoso terreno del festín gore para acechar al espectador con sombras, pesadillas y el siempre efectivo misterio del maquillaje, convencional y/o digital. Por ahí anda Kurtwood Smith, el villano de Robocop, pegándose un julepe de órdago con la recuperación inesperada del paciente.
El acierto de evitar lecciones de vida. Ben Stiller encuentra el tono justo entre la comedia y el drama en un film que, más allá de su discutible título en castellano, tiene sus aciertos en la pintura de un hombre acosado por pensamientos, deseos y temores típicos de la crisis de la mediana edad. No tanto un “vehículo” tradicional para Ben Stiller como un proyecto pensado para explotar sus cualidades de comediante dramático (valga el paradójico neologismo), el segundo largometraje como realizador del actor y guionista Mike White lo encuentra –como también ocurre en la reciente The Meyerowitz Stories (New and Selected), de Noah Baumbach, lanzada directamente en la plataforma Netflix– en un plan alejado de sus facetas más desembozadamente cómicas, con las cuales una parte sustancial del público lo sigue relacionando de manera casi automática. Algo similar puede afirmarse respecto de White: su ópera prima El año del perro (2007) mostraba cierta predilección por las neurosis urbanas y un tono cálido a la hora de describir a los personajes. Y si en films como Escuela de rock o Nacho libre sus guiones alternaban un pathos microscópico con la exploración del histrionismo de Jack Black, en Un papá singular la comicidad no pasa tanto por las acciones y reacciones de su protagonista como por los pensamientos, deseos y temores, típicos en ese período conocido como crisis de la mediana edad. La obsesión primordial de Brad parece ser el estatus social, como afirma literalmente el título original en inglés. Su único hijo está a punto de ingresar en la universidad, buen momento para esos balances de fin de era, que en su caso contienen como tesis fácilmente comprobable que los amigos de la juventud son mucho más exitosos/famosos/ricos que él. Brad es socio fundador de una ONG (irónicamente, no tardará en describirse como ex idealista) y forma parte de esa tradicional clase media estadounidense que debe hipotecar su hogar para permitir la carrera universitaria de las nuevas generaciones. Es cierto que White termina abusando de la voz en off para explicar algunas de las contradicciones ideológicas de su criatura, aunque ello encuentra un contrapeso visual en los sueños diurnos que diseñan la vida paradisíaca o infernal –dependiendo del estado de ánimo– de los ex compañeros. Por caso, Brad imagina al hombre de negocios interpretado por Luke Wilson volando en su lujoso jet privado, aunque esa misma situación puede ser puesta patas para arriba con el simple agregado de los hijos más ridículamente caprichosos del mundo (adictos a la cocaína, para más datos, a pesar de la tierna edad de cinco o seis años). El mismo White se reserva el rol de uno de esos ex colegas, transformado en la mente de Brad en un estereotipo caminante de gay rico, perro caniche y mozos con el torso desnudo al borde de la pileta incluidos. Pero es el personaje encarnado por Michael Sheen –escritor y periodista estrella, de esos que se codean con políticos del más alto nivel– el que terminará resultando de gran importancia para el relato. El viaje de Brad y su hijo a la Costa Este y la visita a algunas de las universidades más prestigiosas (el joven tiene un don para la música y la posibilidad de entrar a Harvard no parece una meta imposible) es el punto de partida real de la explosión de ansiedades que comienzan a habitar el cuerpo y la mente del “papá singular” (¿en qué habrán pensando los distribuidores locales a la hora de pergeñar semejante título?). El Brad de Stiller es alternativamente querible, irritable, entrañable e insoportable, acorralado como está por sus zonas erróneas, todo aquello que no puede sino considerar como los mayores fracasos de su vida (económicos, en su mayor parte) y un enorme deseo por ver el “éxito” reflejado en la descendencia. En el fondo, los conceptos de envidia y auto–conmiseración podrían pintarlo de cuerpo entero. White esquiva las lecciones de vida y la tentación de la caída y la redención, concentrando en cambio su atención en la puesta en marcha de una pequeña epifanía que podría ser duradera o absolutamente pasajera. Ese es quizás el mayor signo de inteligencia de Brad’s Status: explotar la comicidad de los rasgos más extremos del protagonista sin olvidar su humanidad, poner el dedo en la llaga satírica y no esconder los matices menos adorables de Brad sin que ello implique juzgarlo o, mucho menos, condenarlo. En última instancia, nadie está exento de compartir algunos de los rasgos más ridículos de Brad, aunque cueste horrores confesarlos.
Diversas configuraciones de la maternidad. Adaptación oficialísima de la obra El viento en un violín, de Claudio Tolcachir (la compañía Timbre 4, comandada por el dramaturgo y actor, es una de las empresas productoras del film), Mater reconstruye trama, temas y diálogos para la pantalla grande en un doble juego que, por un lado, no intenta ocultar el origen teatral del concepto narrativo central y, al mismo tiempo, aprovecha la ubicuidad natural de la cámara para abrirse a otros espacios y ámbitos. Prácticamente la totalidad del reparto replica los personajes creados originalmente para el escenario: Lautaro Perotti es Darío, estudiante universitario de más de treinta abriles ahogado por una relación enfermiza con su madre sobreprotectora, Mecha (Miriam Odorico), y las particulares sesiones de análisis con su terapeuta. En esa casa de familia acomodada compartida por madre e hijo limpia, cocina y ayuda en otros menesteres Nora (Araceli Dvoskin), madre de Celeste (Tamara Kiper), una chica que “ahora se hizo lesbiana”, según sus propias palabras. El sexto peón del tablero es Lena (Inda Lavalle), la novia de Celeste, ambas desesperadas por ser madres. Literalmente desesperadas, al punto de salir a la caza de cualquier hombre dispuesto a pasar la noche con Celeste. Que el donante de semen inconsulto termine resultando –de todos los hombres posibles– justamente Darío, encarna en una de esas casualidades casi imposibles desde el punto de vista estadístico que el medio cinematográfico, por sus cualidades realistas (incluso en el más fantástico de los terrenos), termina introduciendo un poco de ruido en la señal narrativa. Pero Mater parte con orgullo de ese concepto algo absurdo para llevar adelante sus ideas centrales, entre otras, la posibilidad de optar por la creación de una nueva familia cuando aquella que vino otorgada de fábrica se parece demasiado a un callejón sin salida. Que el origen de esa elección tenga como germen una violación es uno de los varios detalles irónicos del relato, jugado a un tono humorístico incluso en sus momentos más dramáticos. Existe algo excesivo en la construcción de varios personajes –particularmente el de Darío y su madre–, un roce con el grotesco que sin dudas es capaz de brindar mejores frutos sobre las tablas que delante de una cámara (el medio debería ser además el mensaje y no simplemente eso, un medio). Pero la dirección de Pablo D’Alo Abba (codirector de Vienen por el oro, vienen por todo), funcional en todo sentido a la trama, y un montaje que sabe dónde y cómo cortar, logran que la historia se sobreponga de la mayoría de esos problemas y avance con cierta gracia hasta el punto de explosión del conflicto y su resolución más epílogo “algunos meses más tarde”. En última instancia –como su título en latín lo indica expresamente– se trata de ser madre, con sus infinitas y muchas veces contradictorias configuraciones. Una pena que la de Nora –por lejos, el personaje más interesante de todos, el más misterioso, el menos marcado por arquetipos al uso dramático– sea la menos explorada de esas maternidades.
El paso del tiempo en la vida cotidiana. En el segundo largometraje de la actriz y realizadora, Agnès Jaoui se luce encarnando los dolores, alegrías y nuevas libertades de una mujer de unos 50 años. Humor y drama se mezclan en este film que busca desde el primer minuto la empatía con el espectador. No hubo Alcoyana-Alcoyana: apenas por una semana de diferencia no coincidieron las fechas de estreno del último largometraje de Claire Denis con Juliette Binoche, Un bello sol interior, y el segundo largometraje de la actriz y realizadora Blandine Lenoir, protagonizado por otra gran figura del cine francés, Agnès Jaoui. Ambos largometrajes tienen como personajes centrales a mujeres de unos cincuenta años, separadas y en busca de un nuevo amor en sus vidas, aunque los tonos, formas y medios para narrar las respectivas historias no podrían ser más diversos. Mientras que el film de la directora de Bella tarea impone como uno de sus nortes la manipulación y puesta en tensión de los clichés del drama (o la comedia) romántica, 50 primaveras se entrega casi por completo a varios de los placeres convencionales de la rutina genérica. En otras palabras: mientras la Isabelle de Binoche pone al espectador, en más de una ocasión, frente a un abismo, la Aurore encarnada por Jaoui (de allí el título original) intenta desde el minuto uno de proyección la identificación total y absoluta, una empatía sin derroches a la hora de compartir deseos, sinsabores y pequeños triunfos cotidianos. Caso testigo: Aurore ha dejado una posible carrera detrás para criar a sus dos hijas y sólo ahora, ante la necesidad económica, ha vuelto al mercado laboral, como mesera de restaurante con amplia experiencia. El momento en el cual decide renunciar -no sin antes dejar en ridículo a su nuevo empleador, uno de esos jefes tan molestos como desagradables- está diseñado para provocar los aplausos de la platea más visceral. Algo similar puede decirse de las varias escenas jugadas a explotar cómicamente los sofocones producto de la menopausia: desde una visita a un médico (hombre) que sólo puede compartir sus penurias en términos objetivos hasta el encuentro con la empleada de una agencia de empleos que parece vivir con un ventilador adosado a su cuerpo para menguar los “calores”. El costado caricaturesco del guion de Lenoir y Jean-Luc Gaget es atemperado por secuencias de un humor menos expansivo –más reflexivo, incluso– y varias situaciones dramáticas disparadas inevitablemente por el paso del tiempo: problemas laborales, síndromes de nidos vacíos, futuros nietos, soledades presentes y futuras. Es Jaoui quien logra darle un aspecto alisado a un relato con excesivas aristas, merced a una presencia en pantalla que aporta credibilidad incluso durante las instancias menos logradas. En ese sentido –más allá de los gags desembozados, dispuestos en el relato de manera recurrente–, los primeros dos actos de 50 primaveras terminan convenciendo con su mezcla agridulce, pero de sabor siempre suave. La humanidad de Aurore es contagiosa y, por sobre todas las cosas, no intenta imponerse como lección de vida, amorosa o de otra índole. Es sobre el final donde la cosa comienza a espesarse (a almibararse), con su disyuntiva ante dos posibles caminos, la aparición de un deus ex machina definitivamente extremo –y bastante injusto para con uno de los personajes secundarios– y el cierre con moño más insípidamente derivativo del cine francés (o de cualquier otro origen) visto durante la temporada. Apoya desde la banda de sonido el imbatible medley de “Ain’t Got No, I Got Life” de Nina Simone, que parece resumir en compactos dos minutos muchas de los dolores, alegrías y nuevas libertades de la señora de las cinco décadas.
Diatriba contra una clase dominante. Si de algo no hace gala Los perros, segundo largometraje de ficción de la chilena Marcela Said luego de El verano de los peces voladores (2013), es del poder de la sutileza. Tampoco es que le interese demasiado hacerlo: esta nueva investigación sobre la etapa más oscura del pasado reciente en la vida política y social de Chile quiere dejar las cosas bien claras y, en el camino, corre el riesgo de amputar la posibilidad de la reflexión por parte del espectador. El documental El mocito (2011), también dirigido por Said, giraba alrededor de un tal Jorgelino, agente de la DINA que solía servir el café durante las sesiones de tortura en un centro de detención, y lograba transmitir con fuerza, a partir del más estricto registro de realidades presentes y pasadas, el horror del entramado de represión y muerte que ahogó a la sociedad chilena (y a la latinoamericana en general) décadas atrás. Las particularidades de la dictadura en el país vecino, que se extendió hasta el año 1990, son diferentes en muchos sentidos al caso argentino, y la historia central de Los perros no hace más que exponerlo indirectamente, aunque al mismo tiempo sea precisamente el énfasis en ciertos rasgos del carácter y la clase social a la que pertenece su personaje central el que termina empujando al film en las aguas de la alegoría. Mariana (Antonia Zegers, la hermana religiosa de El club, de Pablo Larraín) tiene 42 años, está casada con un arquitecto argentino (Rafael Spregelburd) y es hija de un encumbrado empresario. Los días de Mariana incluyen el gerenciamiento de una galería de arte, las inyecciones de hormonas que podrían propiciarle un embarazo deseado y las clases de equitación que ha comenzado a tomar con un ex coronel devenido profesor (Alfredo Castro, figura clave en el cine de Larraín, comenzando por su Tony Manero). Si fuese argentina, Mariana sería una típica “rubia concheta”: hija de papá, sin problemas económicos de índole alguna, aburrida casi de su propia existencia. El carácter caprichoso de su personalidad es puesto de relieve en infinidad de ocasiones por el guion, quizás como preparación ante lo que sobrevendrá: el comienzo de una relación cada vez más íntima con el Coronel Juan, de quien comenzará a conocerse un turbio pasado ligado al aparato represivo del estado durante los años de Pinochet, que bien podría describirse como progresivamente perversa, en términos estrictamente psicoanalíticos. La realizadora posee un notable ojo para lograr encuadres opresivos –incluso en planos al aire libre– y la fotografía scope del francés Georges Lechaptois escapa a cualquier clase de academicismo. El ritmo narrativo, por otro lado, es sostenido, e incluso por momentos sobrevuela algo cercano al suspenso. Pero no hay casi nada que fuera inferirse fuera del cuadro y es el relato en sí mismo el que comienza a respirar cada vez menos al acercarse a su nudo central. La aparente rebeldía de Mariana ante los suyos (su marido, esencialmente; su padre, en mucha menor medida) derivará previsiblemente en un nuevo ejemplo de ocultamiento de ciertas verdades, en el fortalecimiento de un statu quo que, siempre según la película, continúa presente de manera excluyente en las elites chilenas. Es esa aspiración de universalidad y la caracterización –por momentos, cercana a la caricatura– del peldaño social al que pertenece Mariana el que termina alejando a Los perros del terreno de la reflexión por medios cinematográficos y acercándolo al de la diatriba. Cerca del final, el entierro de la mascota de Mariana se transforma en una parodia de las prácticas católicas, otra de las tantas metáforas de una película que hace de canes y equinos las víctimas perfectas de la simbología social. Curiosamente, el deseo de fustigar ejemplarmente a los personajes se acerca bastante a la idea de flagelación religiosa.
Entre tensiones y el naturalismo extrañado. La ópera prima de la argentina Silvina Schnicer y el español Ulises Porra Guardiola comienza con una serie de imágenes cuyo sentido último la película tardará un buen rato en develar: una adolescente cierra los ojos y dormita en medio de un paraje agreste mientras un chico un poco más joven la observa desde cierta distancia, agazapado detrás de unos yuyos. Un corte ubica al espectador geográficamente, al tiempo que presenta a otro grupo de personajes, dos mujeres de diferentes edades que llegan a una isla del Delta. El breve y conciso diálogo entre ellas transmite la información necesaria para disparar el comienzo de la narración: se trata de dos amigas y la mayor, Rina, de unos 60 años, regresa luego de muchos años de ausencia al lugar, una típica casa isleña que debe ser ocupada ante el riesgo posible de una usurpación. La apuesta de Tigre girará alrededor de esas tensiones: lo dicho y lo apenas sugerido, la necesidad de evidenciar los conflictos –entre esos y otros personajes que no tardarán en llegar al lugar– y la apuesta a cubrir de misterio algunos comportamientos; un relato relativamente transparente y la construcción de climas, usualmente nerviosos y, en algún que otro caso, ominoso. La impronta del cine de Lucrecia Martel, en particular el de La ciénaga, ha sido descripta en varios textos publicados luego de la exhibición de Tigre en los festivales de Toronto y San Sebastián. Filiación evidente, por otro lado, en particular en lo que hace a las relaciones intergeneracionales: a la dueña de casa interpretada por Marilú Marini y su amiga Elena (María Ucedo) se sumarán tres jóvenes –dos chicas y un chico– y el hijo de Rina, además de aquellos personajes del comienzo del film, que pueden definirse como secundarios a la trama, pero no así a los intereses narrativos del film. Al deseo sexual como motor expuesto o encubierto de varios personajes –potenciado quizás por el cambio de ámbito, salvaje a pesar de todos los signos de civilidad– se suman las diversas disputas entre madres e hijos o hijas, con el trasfondo de una posible venta del lugar. Schnicer y Porra Guardiola van entrelazando todas esas líneas con poco apuro, pero sin estancarse en la descripción repetitiva de tipologías, apoyados por un trabajo de fotografía de Iván Gierasinchuk que destaca la belleza del lugar al tiempo que evita el empalagamiento preciosista. Pero Tigre es, también, una película de actrices: en las miradas, gestos, roces, palabras y silencios de los personajes femeninos –representantes a su vez de tres generaciones distintas– se juegan gran parte de las virtudes de la película. E, incluso, permiten descubrir un ligero semblante feminista que no es puesto de relieve de manera demasiado explícita, pero se evidencia en las rigurosas o débiles resistencias a la imposición del rigor de los hombres. El hecho de que en las escenas finales se haya decidido tirar un poco por la borda esas sutilezas, al poner en pantalla una catarsis física y algo teatral, parecía anticiparlo en parte el abuso de las metáforas climatológicas: el arribo de una sudestada, con sus aguas en subida (“No sabés los bichos que aparecen. Culebras, bichos extraños”, afirma uno de los personajes, conocedor de las consecuencias del evento), coincide con la cercanía del clímax de los conflictos, dejando al descubierto cierta podredumbre en el momento de la marea baja. De todas formas, esa escritura enfática –que aparece de forma intermitente– no logra opacar completamente el naturalismo extrañado construido pacientemente por los realizadores.
Ejecución aplicada del ejercicio de estilo. Hacer un giallo en la Argentina hoy. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, los italianos se pasaron más de una década fabricando westerns. En todo caso, la apuesta de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti es tan caprichosa como la del dúo de realizadores franco-belgas Hélène Cattet y Bruno Forzani en sus dos primeros largometrajes, Amer y L’étrange couleur des larmes de ton corps: imitar con pelos y señales ese género fatto in Italia, gestado gracias a la cruza de embriones del policial de investigación y el terror en su vertiente más psicótica. Pero a diferencia del caso testigo de un Quentin Tarantino –amo y maestro del reciclaje como arma de invención–, tanto Francesca como los films antes mencionados no buscan nuevos caminos por vía de la apropiación y la reelaboración sino que, en gran medida, intentan emular hasta los más mínimos detalles fondo y forma, confortablemente acomodados en la ejecución aplicada del ejercicio de estilo. A tal punto esto es así en la película de los argentinos –presentada hace dos años en el Festival especializado de Sitges– que la elección del italiano como lenguaje, ya desde la secuencia de títulos, y de tonalidades desteñidas en la paleta de colores (sin dudas, los espectadores más jóvenes vieron por primera vez aquellas películas de los 70 en copias desgastadas, transferidas luego a VHS) terminan generando dos paradojas. Por un lado, la mayoría de los giallos se producían pensando en el mercado internacional, con uno o dos actores de habla inglesa y este último idioma como pista de sonido internacional. En segundo lugar, uno de los aspectos formales más fácilmente reconocibles en los films de Mario Bava y Dario Argento (los realizadores más imitados aquí, en particular el segundo) está relacionado con su particular estilo fotográfico, en muchos casos saturado de colores primarios. Todo eso termina generando en Francesca un extrañamiento que rápidamente le cede el lugar al desconcierto y el cansancio: el doblaje italiano deja por momentos de ser irónico para transformarse en una simple molestia y los procesos de posproducción diseñados para darle a la imagen la sensación de añejamiento no logran ocultar del todo el formato digital de base. A pesar de esos problemas, que para muchos pueden resultan insalvables, Francesca posee varios momentos que logran dar visualmente en la tecla y el espectador avezado en el territorio disfrutará sin dudas de los homenajes menos evidentes: el uso puntual del foco diferenciado, algún plano encuadrado a través de un vaso de whisky, la cámara inclinada como antesala de la violencia y el homicidio. El resto es homenaje, cita y copia, en algunos casos oscura, en su mayoría fácilmente reconocible: el trauma infantil y familiar, el asesino serial amante de Dante, el investigador obsesionado, el sexo como disparador del frenesí sangriento. Y Rojo profundo, desde el travelling con chiches de la infancia hasta el ubicuo muñeco que anticipa las muertes, pasando por la niña que tortura y mata animales, entre muchas otras cosas. Sólo falta una banda de sonido que remede a Globlin... Ah, no, eso también está.
Proletarios en busca del plan perfecto. La reconocible base de la película es el esquema de robo ultraplanificado de la banda de Danny Ocean, pero aquí los protagonistas se alejan de la sofisticación y el tono general es de comedia, incluso física. El resultado es mucho más disfrutable que una mera copia. El retiro definitivo de la pantalla grande anunciado por Steven Soderbergh hace unos años duró poco y La estafa de los Logan lo reencuentra trabajando a gusto en terrenos familiares. Y, en más de un sentido, en pleno control del material. En primer lugar, fiel a una costumbre adquirida con el correr de las décadas y las películas, la mayoría de los rubros técnico-artísticos principales son de su autoría (las firmas responsables de la fotografía y el montaje son seudónimos de S. S.) y la escritora del guión, una tal Rebecca Blunt, resultó ser alguien inexistente en la vida real, al menos hasta que alguien demuestre lo contrario. Por otro lado, el director de Sexo, mentiras y video y Erin Brockovich –dos films que iluminan el arco que va de la explosión indie de fines de los años 80 al prestigio oscarizado de la industria– decidió ocuparse de todos los aspectos ligados a la distribución y promoción, un paso temerario que, a juzgar por los números de la taquilla en los Estados Unidos, no tuvo los resultados que se esperaban. De todas formas, el retorno de Soderbergh es un típico caso de run for cover –como solía llamar Hitchcock a aquellos proyectos no demasiado ambiciosos, realizados sobre senderos conocidos–, cuyas características más evidentes son su frescura, ligereza y contagiosa simpatía. En esencia, La estafa de los Logan no es otra cosa que una reversión proletaria (y algo palurda) de su trilogía sobre Danny Ocean y amigos, a su vez una vuelta de tuerca sobre el clásico heist film o película de robo ultra planificado. Pero si en los detalles está el diablo, el particular trasfondo de la historia la aleja por completo de la sofisticación y aires chic de esa saga, aproximándola al mismo tiempo a ciertos productos de fines de la década del 70 como Dos pícaros con suerte o la serie de TV Los Dukes de Hazzard, aunque aquí el énfasis no esté puesto en las persecuciones y choques automovilísticos sino en la planificación y puesta en marcha de un plan criminal perfecto, sin víctimas humanas ni (por extraño que suene) financieras. Típico en el cine de Soderbergh, el desarrollo e interacción de los personajes es tan relevante como sus acciones y reacciones, y el director encuentra en un reparto ejemplar los mejores aliados para poner en pantalla esta suerte de reencarnación de la leyenda de Robin Hood y su pandilla, aunque el enemigo no tenga esta vez un rostro identificable: no hay aquí un sheriff de Nottingham que encarne la villanía. Los hermanos Logan, sureños hasta la médula (su lugar en el mundo es un pequeño pueblo de Virginia Occidental), sobreviven día a día en sus respectivos puestos de trabajo. Jimmy Logan es el más expansivo y abierto a la aventura (Channing Tatum, en su cuarta colaboración con el director), hombre de familia separado de su mujer y de su pequeña hija, operario en una empresa dedicada al mantenimiento subterráneo de una famosa pista de carreras de NASCAR en Charlotte, Carolina del Norte. Clyde Logan (Adam Driver), más calmo y reflexivo, atiende la barra de un bar con su único brazo; el otro ha quedado rezagado en algún lugar durante una misión en Irak. Víctimas de la depresión post burbuja inmobiliaria y de guerras en tierras lejanas, los hermanos ponen en marcha la estructura del robo perfecto luego del despido de Jimmy a causa de una “enfermedad preexistente” –una ligera cojera–, y esta adquiere todas las pretensiones de la justicia poética. En la cárcel, mientras tanto, Joe Bang (un blondísimo Daniel Craig) espera el final de su condena, aunque la posibilidad de una escapada para llevar a cabo el “trabajo” resulta demasiado tentadora. Por allí también circulan Katie Holmes, Riley Keough y Katherine Waterston, interpretando papeles secundarios, pero con peso específico: a pesar de recrear un mundo eminentemente masculino, las mujeres no resultan ajenas o meramente decorativas. Así, La estafa de los Logan –jugada a un tono humorístico casi constante que, incluso, se permite la posibilidad de la comedia física– pasea orgullosa en cada plano su condición de juego narrativo. Es también, a su manera, una suerte de defensa de ciertos aspectos de la cultura white trash, del orgullo de clase a pesar de las caídas en desgracia y humillaciones personales y colectivas. Que la escena del desfile de jóvenes bellezas logre conmover genuinamente a pesar de su pegajosa cualidad kitsch es uno de los mejores ejemplos de los logros de la película.
Diferencias entre “gilipollas” y “boludos” Así como a muchos argentinos les causa gracia el término “gilipollas”, a los españoles la palabra “boludo” los hace desternillar de la risa. O al menos eso dicen. Algo de las diferencias lingüísticas y culturales entre ambos países debería correr por las venas de Retiro voluntario, producción española estrenada allí con el título original Despido procedente (las dos figuras no implican lo mismo, desde luego) y rodada en los dos continentes, con un reparto mixto y director de origen argentino afincado en Madrid desde hace años. Pero los esfuerzos no van más allá de la capa más externa de la superficie, como esos chistes de gallegos que en otras latitudes son encarnados por polacos, atados a un estereotipo tan frágil que resulta casi imaginario. ¿Puede ilustrarse una escena en la cual pinta el faso con una melodía reggae por enésima vez? Sí se puede, aunque se trate del chascarrillo más viejo y gastado del mundo. Que cause gracia ya es otro cantar. Si algo aleja a Retiro voluntario un par de pasos del desastre humorístico absoluto es la presencia de un reparto que se aguanta casi todos los golpes con estoicismo y profesionalidad. En particular Imanol Arias, encargado de darle carne y piel a Javier, un expatriado español en tierras porteñas, gerente de un call center en una empresa multinacional dedicada a las telecomunicaciones. La otra pata del dúo cómico de enemigos jurados es responsabilidad de Darío Grandinetti: su Rubén es un tipo jodido y bastante oscuro que se transforma en la sombra del “gallego” luego de un malentendido en la vía pública. Una sombra amenazadora que presiona a Javier para que compense el error económicamente, primero, y bajo condiciones más duras poco tiempo después. Que todo eso le aterrice en la cabeza al español durante una salvaje reestructuración de la empresa no es lo de menos: su caída en desgracia laboral y personal parecería de allí en más no tener piso. Que varios de los problemas consiguientes partan de un abuso de la idea de absurdo es un punto de partida nada sencillo de remontar. En su segundo largometraje luego del film de terror Viral, Lucas Figueroa construye una supuesta crítica satírica al universo de las grandes empresas y la mentalidad de sus empleados, pero el trazo resulta tan grueso que se sale completamente de los márgenes del bosquejo. El resto es un problema de timing: el personaje interpretado por Luis Luque, un tipo “de seguridad” que se acerca bastante a la definición clásica de psicópata, brilla en algunos momentos con luz propia, pero la estructura de las escenas y los gags terminan arruinando en gran medida su aporte. Y cuando Retiro voluntario parece acercarse a la salvajada –una opción posible para el relato– el guion vuelve a encauzarse en carriles definidamente conservadores. La española Paula Cancio interpreta a la bella y mucho más joven prometida de Javier, una de las dos opciones de mujer posible según el film: arribista y engañosa. El otro modelo, claro está, deslumbra por su candidez y emoción a flor de piel. No es tanto incorrección política como franca y vetusta macchietta.
Comedia dramática apta para todo público. Quinto largometraje del comediante y realizador Massimiliano Bruno y tercera colaboración con Alessandro Gassman –estrella por derecho propio, más allá del obvio pedigrí–, Beata ignoranza es fiel representante de la línea industrial/comercial del cine italiano contemporáneo, en su vertiente comedia dramática (o drama cómico) apta para todo público. Como tal, en su trama sobre conflictos familiares entrelazada con el enfrentamiento socarrón entre dos métodos educativos (y formas de vida) conceptualmente opuestos, tienen cabida desde la gracia de ocasión hasta la crisis parental profunda, pasando por una obvia “crítica” al abuso de la tecnología y las redes sociales. A pesar de la cal y la arena (o la sal y el azúcar) aplicados en dosis semejantes, el resultado final dista bastante del equilibrio, aunque la gracia natural de Gassman y el aplicado mantenimiento de algo parecido al estoicismo por parte del experimentado actor Marco Giallini logran parcialmente su cometido, especialmente cuando el guion escrito a seis manos se corre un poco de la estructura de lo previsible y lo trillado. Ernesto (Giallini), profesor de lengua adusto y aplicado –al punto de matar de aburrimiento a sus alumnos con el recitado de poemas–, vive de manera algo ermitaña luego de la muerte de su esposa, lejos de las computadoras y teléfonos celulares (el televisor sólo se prende una vez al año, durante el discurso presidencial de balance). Filippo (Gassman), en cambio, vive pendiente de los likes en su muro de Facebook y utiliza en las clases de matemática una app personalizada que resuelve las ecuaciones de manera automática. Que ambos compartan en el pasado un amor romántico en común es apenas uno de los puntos conflictivos del presente, coronados por la presencia de la hija de ambos (biológica en un caso, de facto en el otro), una joven documentalista dispuesta a llevar a la pantalla la apuesta más inesperada. Y el gancho conceptual del relato: el techie vivirá un tiempo sin tener contacto con el mundo online; el otro deberá obligarse a estar conectado constantemente. Ese es el punto de partida para varias secuencias cómicas –ligeramente eficaces algunas, no demasiado brillantes las otras– y, al mismo tiempo, la piedra basal de la posibilidad no sólo de la comprensión mutua sino, incluso, de la convivencia armónica. Porque, al fin y al cabo –como cualquier espectador puede intuirlo– ni darle la espalda por completo a las nuevas tecnologías es una “bendita ignorancia” (de allí el título) ni la ubicua conectividad encarna en panacea de todos los males personales y sociales. Obviedad que al film le lleva sus buenos cien minutos ratificar, abriendo y cerrando sub tramas y agregando nuevos conflictos cuando los antiguos ya agotaron todo su jugo narrativo. Beata ignoranza gana puntos cuando se aparta de la caricatura y pierde por goleada cuando intenta dar lecciones de humanidad.