Una película sólo para creyentes “Hay una o dos cuestiones que pueden hacer algo de ‘ruido’ durante la proyección de La esposa prometida, en particular si el espectador no profesa el judaísmo ortodoxo (la rama jaredí, en este caso)”. Así comenzaba la reseña –publicada en estas mismas páginas hace tres años– de la ópera prima de Rama Burshtein, realizadora israelí convertida al judaísmo ortodoxo que en esa película defendía férreamente, sin el menor atisbo de crítica, los valores de los casamientos concertados. Algo similar, si no exactamente idéntico, puede afirmarse respecto de su nueva película. Pero si en La esposa... el contexto dramático le ofrecía la posibilidad de desarrollar en el relato algunos apuntes psicológicos y ciertas aristas antropológicas, Un novio para mi boda se acomoda desde la primera escena en un formato de comedia romántica relativamente tradicional que, paradójicamente, hace estallar en mil pedazos la posibilidad misma del amor romántico. Ante el desplante de su inminente esposo a menos de un mes del enlace, la protagonista –una mujer de unos treinta años llamada Michal– decide confiar ciegamente en la voluntad de Dios y ponerse un plazo de veintidós días para casarse. Con quien sea y como sea, por supuesto dentro de los márgenes del entorno religioso más cercano. La apuesta a una comedia romántica kosher –esto es, válida en todos los aspectos para el paladar del espectador ultraortodoxo– se choca de bruces con las prácticas culturales e incluso ideológicas de otra clase de plateas. Económicamente independiente, dueña de una pequeña empresa de animación de fiestas especializada en la exhibición de animales exóticos, despierta e inquieta, sólo el dogma religioso parece empujarla a la desesperación por obtener a toda costa un marido. “Quiero dejar de ser minusválida”, le dice a una mujer chamán en la primera escena, refiriéndose literalmente a su condición de soltera. Previsiblemente, le serán presentados varios pretendientes, todos ellos ortodoxos, aunque de las más variadas estirpes, entre otros un joven que no quiere verle el rostro y un hombre sordomudo. Esas escenas jugadas a la comedia agridulce, con los rasgos cada vez más resignados de Michal (la actriz Noa Koler), están entre los mejores momentos de la película, a pesar de su carácter netamente derivativo. Un viaje a Ucrania (en parte, procesión devota) la pondrá de manera casual frente a frente con una estrella de la canción pop, único atisbo de una posible vida fuera de los muros de la tradición jasídica. Como en toda comedia romántica de fuste, el final llegará feliz y a tiempo (por otro lado, dado el planteo de base, la posibilidad de que Dios no proveyera quedaba totalmente fuera de la ecuación). Almibarada o pletórica de fe, tradicionalista o reaccionaria, la mirada que se tenga de Un novio para mi boda –e incluso posibilidad de la empatía con Michal– dependerá casi exclusivamente de las creencias o falta de ellas del espectador, además de su propio imaginario cultural. Desde una perspectiva secular, resulta difícil no ver a Michal como una heroína algo arcaica, no ayudada precisamente por la decisión formal de utilizar el primer plano como el único medio para trasmitir emociones.
El estado suspendido de la melancolía. Aunque en el film hay crímenes como en el texto original, el ejercicio de Fund no es una traslación lineal del escritor santafesino. Con una bella narrativa visual, el director construye un film de climas, de esperas, de ansias, de estados de ánimo. El nuevo largometraje del crespense por adopción Iván Fund –el más prolífico de la camada de realizadores surgidos de esa ciudad entrerriana– probablemente sea, junto con Los labios (codirigida junto a Santiago Loza hace ya siete años) su mejor película a la fecha. Por supuesto que en esa aseveración entran en juego las reglas de la subjetividad, pero la maquinaria narrativa y poética puesta en funcionamiento desde el primero hasta el último de los planos que conforman Toublanc y las correspondientes ambiciones y logros la ubican varios escalones por encima de los últimos esfuerzos del director. Loza también está presente aquí, y junto con Eduardo Crespo y el propio Fund tomaron la responsabilidad como guionistas de absorber algunos elementos de la obra y la figura del escritor Juan José Saer –según aclara el propio film en la secuencia de títulos– e intentar trasladar los intereses y rasgos de su estilo literario a la pantalla. En particular aquellos presentes en la novela pseudo policial Cicatrices, cuya portada aparece no una ni dos sino tres veces en cuadro, corroborando esa ligazón de manera clara y explícita. A pesar de ello, Toublanc no es de ninguna manera una adaptación del libro. Aunque aquí, como en la novela –publicada originalmente en 1969– hay también un crimen (dos, en realidad). Los cuatro relatos entrelazados del texto se transforman en dos, distanciados geográficamente por los miles de kilómetros que separan a París y la Bretaña francesa de la ciudad de Santa Fe, aunque íntimamente ligados por un tono melancólico general y la sensación de eterna espera que embarga a los protagonistas. Philippe Toublanc (el crítico de cine y director francés Nicolas Azalbert), por traza y modos el más insospechado de los agentes de policía, deja pasar los días entre la escritura de informes y algún encuentro en el parque con su pequeño hijo (como muchos otros “datos” biográficos y psicológicos, la información de que el chico vive con su madre debe deducirse y nunca es explicitada). La reunión con uno de sus superiores en la fuerza lo llevará de regreso a su pueblo natal al borde del mar, donde un crimen no resuelto espera su llegada y consiguiente investigación de los hechos. En Santa Fe, Clara Ríos (Maricel Alvarez), una profesora de francés soltera de cuarenta y un años (el número de DNI expresado en voz alta confirma fehacientemente la edad), suele viajar del trabajo a su casa y de su casa al trabajo, aunque la posibilidad incierta de un acercamiento romántico con uno de sus alumnos podría llegar a alterar en algunos aspectos esa rutina. Al mismo tiempo, la llegada de otro animal a su entorno (Clara vive con una perra), un caballo abandonado en la puerta de su casa, dispara una serie de circunstancias secretas que también desembocan en un homicidio. Los protagonistas de Toublanc son entonces tres, dos humanos y uno equino, al cual la película prodiga una serie de escenas visualmente relevantes, incluido un bellísimo paseo por plazas y campos en busca de alimento o solaz. El montaje alterna las historias a lo largo de poco más de 90 minutos, encontrando simultaneidades y equivalencias que no están relacionadas necesariamente con lo narrativo en un sentido estricto: se trata, a fin de cuentas, de un film de climas, de esperas, de ansias, de estados de ánimo. En varias instancias, Fund recurre a un uso ingenioso e intrigante de la pantalla dividida: un mismo personaje en una situación y posición similares, aunque en momentos diferentes, que podrían estar separados por minutos, días o meses. Nueva corroboración del estado suspendido de melancolía en el que permanecen los personajes, habitantes de tramas policiales sin disparos ni sangre a la vista (a excepción de un charquito ya seco, secuela visible de uno de los crímenes). Magníficamente encuadrada y fotografiada por Gustavo Schiaffino, Toublanc es el resultado de un programa llamado “Año Saer”, producido por el Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia de Santa Fe. Merecidos aplausos por la libertad absoluta concedida a Iván Fund, cuya película está en las antípodas de los modismos inocuos de tantas celebraciones oficiales de figuras de la cultura.
Cómo contagiar la emoción de un cuadro. Realizado a pedido del Museo del Prado por las celebraciones del quinto centenario de la muerte de Hieronymus Bosch, el film consigue ser didáctico, sin abrumar con análisis eruditos. “El autor no quiere que resuelvas el misterio. Quiere que permanezcas en él”, afirma una voz que parece ser la del escritor Salman Rushdie cerca del final de El Bosco - El jardín de los sueños, largometraje que vuelve a demostrar los límites, pero también las posibilidades del documental de “cabezas parlantes” cuando lo que prima es la yuxtaposición y diálogo entre las ideas y no la mera acumulación de las mismas. Dirigido por el muy experimentado camarógrafo y documentalista José Luis López–Linares (en el primero de esos terrenos su extensa filmografía incluye El sol del membrillo, la obra maestra de Víctor Erice; en el segundo títulos como A propósito de Buñuel y Extranjeros de sí mismos), El Bosco surge como un encargo del Museo del Prado y sus sponsors a propósito de una exposición especial que tuvo lugar el año pasado, en ocasión de las celebraciones del quinto centenario de la muerte del célebre artista. Data de muerte que, como tantas otras circunstancias de su vida (la propia película se encarga rápidamente de aclararlo), permanece abierta a discusión entre los historiadores del arte y los expertos en la obra de Hieronymus Bosch. Tal vez para evitar, precisamente, la acumulación de mojones y detalles cronológicos, la película se concentra no tanto en la vida del artista holandés –uno de los más notables representantes de la pintura flamenca primitiva– sino exclusivamente en una de sus creaciones. La más reconocida y famosa, incluso a nivel popular, cuyo origen, sentido, interpretaciones y cambios de ubicación y dueño proveen al documental de muchas de sus líneas de discusión más interesantes: el tríptico conocido actualmente como “El jardín de las delicias”, un encargo de Enrique III de Nassau terminado por el artista en algún momento entre 1485 y 1515. ¿Se trata de una obra de juventud o de madurez? Los especialistas tampoco logran ponerse de acuerdo al respecto. Didáctico en el mejor sentido de la palabra, el film alterna comentarios e impresiones de una treintena de invitados –escritores, pintores, músicos, escritores, filósofos, historiadores, restauradores– mientras la cámara recorre exhaustivamente cada uno de los tres paneles, desde lo general a lo particular y viceversa. Destacando, en el proceso, la doble y paradójica condición de obra religiosa blasfema y la enorme imaginación visual de un artista que, según afirma el historietista barcelonés Max, “dibujaba como pintor y pintaba como dibujante”. Partiendo de una imposibilidad, la de reflejar el proceso creativo del artista (algunos de los mejores documentales sobre pintura abordan precisamente ese tema, desde El misterio Picasso, de Henri-Georges Clouzot, a la ya nombrada El sol del membrillo), López-Linares y su guionista Cristina Otero se las arreglan bastante bien a la hora de comunicar algún vislumbre de las ideas y sensaciones que pudieron haber recorrido el cuerpo y el espíritu de El Bosco, apoyados en la posibilidad tecnológica de recorrer el fondo del lienzo con rayos infrarrojos y ultravioletas para determinar los cambios producidos en el tiempo, desde los primeros trazos del borrador hasta los últimos detalles. Asimismo, las imágenes de algunos elementos de la pintura unidas a las reflexiones de los entrevistados logran dar una idea bastante acertada de la cosmovisión en la época de su creación. Huelga decir que el film no está dirigido necesariamente a entendidos sino, muy por el contrario, a un público general. En ese sentido, El jardín de los sueños –sutil juego de palabras que le otorga preeminencia al carácter onírico de los “placeres”– logra contagiar una parte de la emoción que un cuadro de grandes dimensiones sólo es capaz de transmitir en su totalidad en vivo y en directo.
Detrás de bambalinas. En el tercer largometraje de Fabián Fattore nada parece existir por fuera de la vida (y la obra) de Analía Couceyro. Es ella la actriz del título, por cierto, una de las intérpretes más talentosas de su generación, pero merced al poder de la sinécdoque su figura puede representar a otras actrices. A cualquier otra actriz. No parece casual que la primera escena la encuentre en un ámbito doméstico, la cocina de su casa, en plena repetición de algunas líneas de diálogo de la obra De Materie, del holandés Louis Andriessen –que tuvo su estreno a comienzos de este año en el Teatro Colón–, líneas particularmente difíciles de memorizar, marcadas además por la imposibilidad de alterar el orden o intercambiar algunas de sus palabras. “Pierre, mi Pierre. Ahí yaces. Totalmente quieto, como un pobre herido entregado al sueño”, insiste una y otra vez, en ocasiones mirando de reojo el machete, en otras cerrando los ojos en un esfuerzo por retener cada sílaba. En Actriz no hay recepciones, cócteles ni alfombras rojas. Ni siquiera aplausos después de la función. El director de Malón y Línea sur concentra la mirada en los ensayos, los descansos, las sesiones de maquillaje antes de subir al escenario, las pruebas de luces, una clase junto a sus alumnos, algún momento hogareño. En lo que seguramente fue un trabajo intensamente colaborativo –al menos durante las instancias de rodaje–, la actriz de El pasado y varias películas de Albertina Carri (además de una ingente cantidad de puestas teatrales, tanto en su rol de intérprete como en el de directora) revela algunas de las facetas menos glamorosas de la profesión, destacando el esfuerzo físico y mental necesarios para la preparación de un papel. “Odio filmar de noche. Terminé comiendo una hamburguesa de soja a las cinco de la mañana”, le comenta a la encargada de retocar su cabello antes de salir a escena y representar por enésima vez su personaje de Coti en la obra Constanza muere. Seguramente se refiera a algunas escenas del largometraje Me casé con un boludo, su última aparición en la pantalla grande. Más trabajo: ensayos para una puesta en el Malba, la preparación de una performance junto a Fernando Noy... Y un momento junto a dos niños pequeños, sus propios hijos, en el cual la adopción de múltiples papeles –una anciana, una enferma, un monstruo, una cantante de ópera– adquiere un sentido radicalmente lúdico, un juego de interpretación que remeda a las primeras “actuaciones” durante la infancia. “Quiero ser un rato yo misma”, termina suplicando, agotada. En un bello blanco y negro, Actriz es tanto un retrato de las actividades profesionales de Couceyro como el registro documental de un oficio visto a través de su pequeños e inmensos esfuerzos rutinarios, esas zonas intermedias que suelen quedar ocultas a la vista de todo aquel ajeno al detrás de bambalinas.
Sueño de exploradores. Al acompañar en su aventura a sus cinco personajes, el cineasta incorpora, en su tercer largometraje, elementos de ficción a una estructura de registro documental. Maximiliano Schonfeld, uno de los hijos dilectos de la movida cinematográfica crespense, regresa a las pantallas con su tercer largometraje, el primero en navegar sobre las aguas del cine de lo real. En realidad, tanto Germania como La helada negra –ambas filmadas en las cercanías de Crespo, lugar natal del realizador– sostenían sus relatos ficcionales sobre la superficie de elementos tomados de la más estricta realidad. La siesta del tigre opera, de alguna manera, en un sentido exactamente inverso: la película comienza a adherir, pausada pero firmemente, elementos de ficción (escritos de antemano en el guion o bien improvisados in situ durante el rodaje) a una estructura de registro documental. ¿Cuánto de la aventura que disfrutan y, en mucha menor medida, sufren los cinco protagonistas ocurrió espontáneamente delante del lente de la cámara? Poco importa, parece afirmar el film en cada una de sus escenas; lo relevante aquí es el viaje, la espera, las faenas cotidianas de una búsqueda que el espectador intuye infructuosa. Lo importante es la cerveza, podría también decir Cochi, el “líder” del particular quinteto de hombres cuyas edades van desde los 50 hasta los 70 años. Edades biológicas que contrastan –culturalmente, al menos– con la férrea determinación de comportarse como muchachos e incluso como chicos: en el compañerismo y trato amistoso entre los miembros del contingente destaca la preferencia por el contacto aventurero con la naturaleza, la conversación lúdica, la broma nunca pesada. La misión es importante, pero queda siempre relegada a un segundo plano: descubrir algún colmillo o hueso enterrado del famoso Smilodon, un animal también conocido como Tigre diente de sable, felino extinguido hace millones de años cuyos fósiles -afirman más de una vez los viajeros- pueden llegar a hacerlos ricos. “¿Pero ponían huevos los tigres esos?”, pregunta el menos experimentado de los amigos durante la sobremesa al aire libre. “Esos son rockeros”, afirma otro al escuchar en la lejanía el inconfundible ritmo de la música electrónica bailable. Schonfeld parece dedicarles la película a todos ellos, como quien ofrece un regalo. En determinado momento, un disfraz de Papá Noel hace su aparición, un objeto extraño en el lugar y el momento más insospechado. A pesar de sus ambiciones moderadas, de un aliento minúsculo que nunca abandona, La siesta del tigre logra transmitir durante sus últimos tramos una cualidad bucólica enraizada en algún saber arcaico. El baño en una pequeña cascada, el descanso con las patas en el agua, los paseos en goma sobre la superficie del río dan lugar, durante esos últimos minutos, a un cambio de tono. Cuatro o cinco fundidos encadenados –procedimiento ausente hasta ese momento– permiten avizorar la toma del poder de la ficción: Cochi se duerme y sueña que se convierte en aquello que anhela. O quizás nada de eso sea un sueño, sino la definitiva transformación de la aventura real en una fábula metafísica sobre el hombre, la naturaleza y el indeterminación del tiempo.
Auténtico monstruo de delantal blanco. Bajo el disfraz de una comedia, los checos, autores de Lo mejor de nosotros (nominada al Oscar de habla extranjera 2001), proponen una investigación sobre el poder del miedo, incluso en dosis homeopáticas, y de las bondades casi nunca gratuitas del “acomodo”. La dupla creativa compuesta por el realizador Jan Hrebejk y el guionista Petr Jarchovský, ambos praguenses, viene desarrollando una prolífica filmografía en conjunto desde inicios de los años 90, poco tiempo después de la caída del bloque comunista y en plena escisión de Checoslovaquia en dos estados independientes. En nuestro país, sin embargo, solamente Lo mejor de nosotros (nominada al Oscar de habla extranjera durante la temporada 2001) tuvo un estreno comercial limitado. Figuras reconocidas en el ambiente cinematográfico de la República Checa, los realizadores de La maestra marcan una primera vez: a pesar de tratarse legalmente de una coproducción y de contar en muchos rubros técnicos con nombres checos, el largometraje fue rodado en la vecina y ex socia Eslovaquia con un reparto eminentemente de ese país hablando su propio idioma. De atractivo absolutamente universal y aparentemente basada en una anécdota de infancia de Jarchovský, la historia podría transcurrir en cualquier país miembro o satélite de la Unión Soviética durante los años de la Guerra Fría, más allá de algunas de sus particularidades culturales y de un tono humorístico que recuerda, por momentos, a algunos de los más famosos films producidos durante los años pre Primavera de Praga. Narrada en dos tiempos que se alternan y entrelazan –el comienzo de la temporada escolar 1983 y el inicio de la siguiente, esta última durante una populosa y conflictiva reunión de padres–, la historia tiene como protagonista directa e indirecta a una nueva maestra de escuela primaria, Mária (notable Zuzana Mauréry, ganadora del premio a Mejor Actriz en el Festival de Karlovy Vary por este rol), quien ya desde el primer día de clases comienza a evidenciar ciertas actitudes inquietantes delante del curso. Uno de los logros del film deriva, precisamente, de la decisión de partir de un registro amable e ir revelando lentamente la verdadera cara de ese auténtico monstruo de delantal blanco. En retrospectiva, en esa primera escena Mária ya comienza a mostrar algunos de sus afilados dientes, aunque ninguno de los alumnos puede caer en la cuenta, en esa instancia temprana, del verdadero sentido de la pregunta luego del clásico “diga su nombre”: ¿de qué trabajan tus padres? Libreta en mano, la señorita anota puntillosamente: carnicero, plomero, médico, empleado del aeropuerto. No pasará demasiado tiempo antes de que esas mamás y papás deban rendirle tributo a la docente, mediante el empleo de su tiempo o directamente en especies, si es que desean ver a sus hijos aprobar en tiempo y forma los exámenes. Investigación sobre el poder del miedo, incluso en dosis homeopáticas, y de las bondades casi nunca gratuitas del “acomodo” –ese término tan argentino que, sin embargo, tiene reverberaciones y versiones mundiales–, siempre bajo el engañosamente liviano tono de la comedia costumbrista, La maestra va ganando en profundidad y potencia dramática a medida que el ovillo comienza a desenredarse en el tiempo presente del relato, durante ese conciliábulo a comienzos de 1984 en el cual un grupo de progenitores debe decidir si es lógico (o necesario o conveniente) iniciar un sumario y apartar a la mujer de su cargo. Decisión nada fácil si se le suma a la ecuación un detalle para nada menor: la profesora ostenta, además, un cargo importante en la jerarquía del Partido Comunista local. Así como en Los amores de una rubia Milos Forman retrataba un microcosmos social burocrático y asfixiante con las armas del naturalismo y el humor, en La maestra (y sin que ello implique una comparación directa de desafíos y logros entre ambos films) Hrebejk y Jarchovský logran destilar el miedo a la pérdida de estatus social o la imposibilidad misma de la supervivencia económica sin perder de vista el costado más satírico de todo el asunto. En ese sentido, la figura de un padre astrofísico, recibido con honores, que debe dedicarse a limpiar vidrios desde que su esposa decidió escapar hacia el otro lado de la Cortina de Hierro sirve de recordatorio de las sanciones políticas y sociales impuestas por los estados comunistas durante su apogeo. Que la descripción de Mária incluya usualmente una sonrisa en los labios y los modales más amables (a menos, claro está, que la hagan enojar) y no como un ser inherentemente desagradable es otra de las marcas de inteligencia de la película. El cierre, no tan previsible, reafirma que nada se destruye y todo se reinventa, más allá de los cambios de época. Yerba mala se trasplanta sin problemas.
La huella de Polanski. Si la anciana del “chino” donde suele hacer las compras es o no es la culpable de las extrañas aventuras en las que comienza a verse envuelto Marcos es lo de menos. En otras palabras: la maldición que la mujer profiere en mandarín, y que parece prestarle el título a la película, podría ser o no ser el disparador esencial de la trama. Algo razonable teniendo en cuenta que Ojalá vivas tiempos interesantes entrecruza, sin fronteras a la vista, los terrenos de la realidad y la ficción, el particular día a día de su protagonista con los engranajes de la narración que su mente comienza a dictarle a los dedos. Marcos (interpretado por Ezequiel Tronconi) es, lógicamente, creador de historias. Un escritor. De cuentos para niños, para mayor precisión. Aunque en el prólogo que abre el film, cuatro años antes de los hechos interesantes, decide abandonar esa carrera para dedicarse de lleno a la literatura para adultos, sección policiales. Abandonado por su pareja, solitario y casi final, el tiempo lo ha transformado en un literato ignoto, un sobreviviente cuyo sostén económico es una cuidada colección de plantas con poderes psicotrópicos, que vende puerta a puerta e incluso de forma ambulante bajo la forma de brownies. El primer largometraje de Santiago Van Dam (guionista del documental La peli de Batato) lo encuentra desarrollando varios géneros cinematográficos en una apuesta ambiciosa, bajo el manto de un aire que sólo puede describirse como polanskiano. No tanto agorafóbico como ajeno al contacto con otros seres humanos, más allá del intercambio comercial de sus creaciones psico-culinarias, el departamento que habita hace las veces de útero protector. Es por ello que cualquier intromisión del portero o de ese molesto vecino medio jipi y fumón (Julián Calviño) es capaz de encender la mecha de un explosivo peligro para el precario equilibrio de su universo. Las miradas por los visores de la puerta, casi un topos en el cine del realizador polaco, están aquí a la orden del día, como así también las escuchas detrás de puertas ajenas o las esperas ante un pasillo desértico apenas iluminado. Teniendo en cuenta lo tónica de aquello que Marcos vuelca en el procesador de texto, la muerte violenta llegará más tarde o más temprano, y el film se da una vuelta por los caminos del gore antes de que el extrañamiento comience a tomar por asalto cualquier atisbo de naturalismo. A diferencia de muchos thrillers y policiales locales con ínfulas industriales, la película de Van Dam encuentra en un presupuesto moderado y escasas locaciones la libertad necesaria para no caer en la acumulación de lugares comunes. Incluso el encuentro con una sugerente y enigmática bailarina española (Emilia Attias bajo rigurosa máscara) posee un cierto misterio que nunca cae en el erotismo de diseño. Y si bien es cierto que casi dos horas de metraje parecen un poco excesivas para los escasos elementos que sostienen el relato (hay varias subtramas que aparecen y desaparecen rápidamente), el guion escrito por el mismo realizador posee el suficiente ingenio como para que el interés nunca decaiga e ingrese en el terreno del tedio.
Metáfora íntima para un retrato social La película producida por los hermanos Dardenne, con cuyo cine tiene varios puntos en común, consigue verdad en sus detalles. Más allá de la cuestión de su origen africano –continente cuya producción cinematográfica no suele llegar hasta estas costas y que, por esa misma razón, puede antojarse como algo exótica– la ópera prima del tunecino Mohamed Ben Attia juega en ligas narrativas relativamente tradicionales: en su relato acerca de un joven inmerso en una disyuntiva que puede alterar completamente su futuro personal pueden apreciarse algunas de las mejores armas del cine “autoral” a la europea. Hedi (el nombre del protagonista y, a su vez, el título internacional de la película), habitante de la ciudad de Kairuán, en el noreste de Túnez, parece haber vivido toda la vida bajo la sombra de su madre, figura de poder y autoridad a la cual el término matriarca le queda chico, y la de aquel hermano mayor que ha emigrado a Francia en busca de mejores oportunidades, casándose y formando allí una familia. El muchacho trabaja como vendedor en una concesionaria de vehículos Peugeot, donde parece irle relativamente bien en términos económicos, y está a punto de desposar a una bella joven a la cual apenas si conoce, en un típico caso de matrimonio convenido con antelación (y conveniencia) por ambas familias según el ritual musulmán local. Pero (y aquí ese “pero”, bajo el disfraz de la casualidad, es esencial al nudo del conflicto), durante un viaje de trabajo temporario a una ciudad costera cercana, Hedi conoce a otra mujer. Rym es una empleada del hotel donde se aloja, encargada de entretener a los huéspedes con juegos y bailes, por la cual comienza rápidamente a sentir cosas completamente inesperadas y desconocidas, encendiendo las primeras luces de la pasión y abriendo un resquicio para una libertad que le parecía vedada. En otras manos o con otras intenciones, la misma historia podría haber zigzagueado hacia el terreno del sentimentalismo, el melodrama convencional y/o hacia un típico relato “exotista” sobre los lastres culturales que las sociedades imponen a los individuos. El mayor logro de Ben Attia –cuya película participó de la Berlinale hace dos ediciones, llevándose a casa dos premios importantes, entre ellos el de mejor ópera prima– es haber logrado un relato que concentra gran parte de su potencia en los detalles. Un film que logra ir más allá de los mojones que el guion disemina como puntos de quiebre o del vaporoso suspenso que el realizador maneja hábilmente para mantener atrapado al espectador. No parece casual que la película haya sido producida, entre otros nombres oriundos de varios países coproductores (Francia, Bélgica, Qatar y los Emiratos Árabes) por Jean-Pierre y Luc Dardenne: en La amante puede apreciarse la influencia del ethos de los famosos hermanos belgas, pacientes constructores de psicologías y sociologías, cultores de las decisiones éticas personales como centros de irradiación narrativos. Quizá como homenaje, hay diseminados por aquí y allá dos o tres de sus famosos “planos-nuca”, mientras la cámara sigue a su protagonista por los pasillos y playas del hotel donde se juega el inicio del resto de la vida de Hedi. Una breve conversación entre los amantes durante uno de sus paseos (que tiene lugar, no ingenuamente, muy cerca de un cementerio), el guion introduce ligera pero firmemente el contexto político. En diciembre de 2010, a raíz de un estudiante auto inmolado por las condiciones sociales imperantes, Túnez fue el primer país del universo árabe en ser testigo de una convulsión social de relevancia en tiempos recientes, conocida posteriormente como la Revolución de los jazmines. Hedi afirma en ese momento haber estado presente, pero, más allá de ese detalle casi anecdótico, de allí en más es imposible no apreciar la historia como una metáfora personal e íntima acerca de la lucha por las libertades (individuales y colectivas) de todo un pueblo.
Una afrenta al cine italiano. “¡Una comedia como sólo los italianos saben hacer!”, exclama el afiche promocional del nuevo largometraje de Fausto Brizzi, un realizador experimentado y taquillero en su país de origen, aunque en la Argentina sólo se haya conocido su anterior Todos tenemos un... ex (2009). A todas luces, la frase resulta algo ofensiva para los creadores de los mejores ejemplares del humor cinematográfico italiano de los años 50 y 60: Forever Young (el título original en inglés remite al famoso hit de la banda Alphaville) no llega ni a los talones de esa enorme bota llena de grandes nombres y títulos. En el fondo, la película de Brizzi no es otra cosa que un refrito de lugares comunes oriundos del costumbrismo más ramplón, cosidos con hilo sisal en un relato que casi no deja lugar alguno para las sutilezas. O la gracia, a excepción de algunos chispazos aislados de comicidad tópica. La excusa y leitmotiv que mueve a los personajes principales es el inexorable paso del tiempo: el tránsito por la mediana edad, en tres de los casos, o la cercanía de la tercera, en el cuarto. Tres hombres y una mujer enfrascados en relaciones amorosas con parejas mucho más jóvenes, obsesionados con un ideal de performance deportiva poco apta para su edad o directamente embelesados con un estilo de vida que la portación de canas traiciona a primera vista. Todos muy simpáticos, desde luego, aunque en la vertiente un tanto zopenca del término, con la excepción de la Angela encarnada por Sabrina Ferilli, a la cual se supo dotar de cierta inteligencia y sentido común. El exitoso dueño de una estación de radio FM (Fabrizio Bentivoglio), por el contrario, no puede evitar una casi patológica necesidad de mentirle a todo aquel con quien se cruza, en particular a sus dos amantes: una jovencísima estudiante que lo mantiene social y sexualmente ocupado y una mujer de cuarenta y largos que parece ofrecerle un tipo de solaz más relajado y profundo. El guión de Por siempre jóvenes, escrito a seis manos, se ocupa esencialmente de cruzar esas cuatro líneas narrativas para mantener al espectador atento, sostener hasta las últimas consecuencias los equívocos cada vez más ridículos de algunos de los personajes y disparar cada dos o tres minutos un cliché cultural basado en alguna clase de opuesto (juventud/ adultez, deporte/ obesidad, culto/ popular, hecho en casa/ industrial, etcétera). Una serie de encuentros del así llamado Diego DJ –un conductor de radio otrora muy escuchado y ahora desempleado– con los dueños de diferentes emisoras es sintomático del esquema de sketch televisivo que invade más de una escena. Y si bien la película, afortunadamente, nunca cae en el clásico golpe bajo dramático que pretende sumarle a la ecuación innecesarios aires de relevancia, también es cierto que una apuesta al absurdo y el disparate sin ambages hubiera reencauzado la línea humorística hacia terrenos más saludables. Así dadas las cosas, esta comedia rutinaria en casi todos los sentidos, sostenida en gran medida por un reparto absolutamente profesional, genera esencialmente indiferencia y, por momentos, una pizca de vergüenza ajena.
Abiertamente marica, y a mucha honra. Rodada prácticamente sin guión, la nueva película del director de Primavera sigue a los dos muchachos del título y un tercero que se sumará a sus aventuras, sin otro objetivo que describir la relación entre dos amigos/amantes/objetos de deseo mutuo. Cada vez más prolífico, Santiago Giralt presentó en sociedad el año pasado, en diversos festivales, el largometraje Primavera –un proyecto de mayor perfil cuyo reparto incluía figuras reconocidas– y esta pequeña película que, según sus propias declaraciones, fue rodada prácticamente sin guion, con apenas algunas directivas generales sobre el desarrollo de la historia y la construcción de los personajes. Primer esfuerzo declaradamente queer en la filmografía del realizador, en realidad habría que llamar a las cosas por su nombre y hablar de Jess & James como un film abiertamente marica. Y a mucha honra. Ya desde las primeras imágenes, con el encuentro en un puente de dos muchachos –uno de ellos vistiendo sombrero de cowboy, casi la parodia de un cliché– y la breve charla antes del sexo caminando en medio de las vías del tren resulta claro que el universo que construirá el director de Antes del estreno no tendrá otro objetivo que describir la relación entre dos amigos/amantes/objetos de deseo mutuo. Ese primer coito será intenso, registrado por la cámara sin florituras ni aderezos, seguido inteligentemente por un breve intercambio de preguntas sin respuestas. Con estructura de road movie marcada por las vistas de ámbitos rurales del interior y un esqueleto dramático virtualmente inexistente –al menos hasta los tramos finales, donde la película terminará entregándose a la tentación del conflicto–, la historia de Jess, de James y de un tercer joven que se sumará temporalmente a la aventura será una historia de encuentros y desencuentros emocionales y, sobre todo, físicos, una descripción de los avatares del deseo a una edad en la que aún no pesan las obligaciones que el paso del tiempo termina inexorablemente imponiendo. Poco se sabe de ambos, apenas que el entorno familiar de Jess continúa ocultando su identidad sexual (hay incluso un intento por “casarlo” en contra de su voluntad) y que la relación de James con su madre tiene algún que otro componente tóxico. A la ruta entonces, en busca de algo que ninguno de ellos sabe bien qué es, sin un destino fijado de antemano y con varias paradas y desvíos en el camino. Quizás el gran tema de la película sea la posibilidad de permitirse el juego y la fantasía, asuntos usualmente vedados más allá de la barrera de la infancia. La débil estructura de las escenas tiene como resultado varios puntos altos, como ese trío sexual a la vera del río –que adquiere, gracias a la fotografía, un aura casi metafísica– o el breve descanso en un imponente casco de estancia que bien podría estar habitado por fantasmas, casi un paso por territorio fantástico. En otros, ese mismo ideal estanca al film en una repetición de tópicos y tonos, no ayudada por la crónica aparición de planos aéreos “bonitos” que parecen justificarse solamente por su efectividad como uniones de continuidad entre secuencias. Era un riesgo a correr y Giralt quizás haya sido plenamente consciente de ello, prefiriendo la rebeldía del formato al tratamiento anquilosado de la fórmula. Sobre el final, resulta evidente que Jess & James es una película sobre el más divino de los tesoros: la amistad, se sabe, puede adoptar infinitas formas.