Drama musical de exportación El cine del realizador franco-argelino Tony Gatlif, alguna vez admirado –con justa razón– por películas como Gitano o El extranjero loco, se ha dejado abandonar, desde hace un tiempo, a los facilismos y trivialidades del world cinema, que en su vertiente particular viene acompañado por la aparición en los altoparlantes de la música típica de alguna región del planeta. En Djam (título que los distribuidores locales decidieron adornar con una frase redundante), el género musical en cuestión es el rebético, de origen griego y definidamente popular, arrabalero. El contexto para la narración no puede sino ser otro que la crisis que continúa golpeando con dureza a la sociedad de Grecia. Un cartel ubica rápidamente a la protagonista, Djam, en la isla de Lesbos, cerquita de las costas turcas, bailando y cantando frente a un alambrado con un nivel de frescura y energía que no abandonará en momento alguno de la película (detalle: la actriz Daphne Patakia no usa ropa interior debajo de la falda, primer ejemplo de un film que encuentra diversas excusas para desnudar parcial o totalmente a la heroína y a su nueva amiga, que no tardará en aparecer). El inminente cierre del restorán familiar y la necesidad de fabricar una pieza de repuesto para el motor de un pequeño navío son la excusa para una visita a Estambul y el comienzo de la aventura. Djam es, al fin y a cabo, un derivado de la road movie, aunque aquí los avatares del camino no se vinculan necesariamente con los cambios internos de los personajes sino, muy por el contrario, con una reafirmación de la identidad. Al menos eso es lo que le ocurre a Djam. El caso de Avril es diferente: francesa perdida en las calles turcas, la amistad con la chica griega (quien habla convenientemente francés) la inicia en los dolores del exilio y en la insoportable realidad de los refugiados del Medio Oriente en Europa. Como en un viaje con varias paradas –donde las casualidades abundan bajo la forma del reencuentro–, Gatlif introduce números de canto y baile de manera regular, canciones cuyas letras hablan del desarraigo, la pobreza, el alcohol y las drogas. Drama musical de exportación para el consumo global que nunca termina de ensuciarse las manos, todo es un poco demasiado ligero a pesar de las realidades reflejadas. Y un poco demasiado previsible. La greco-belga Patakia –de gran carisma en pantalla– resulta esencial para lograr ese efecto algo anestésico: su imparable movimiento y energía positiva (al menos, hasta la catarsis final) es el vehículo elegido por el realizador para transmitir su mensaje esperanzador a pesar de las circunstancias. Seguramente de manera inconsciente, Gatlif termina reconstruyendo frente a los ojos del espectador un estereotipo: el griego sufre por amor o lejanía, canta y baila con pasión, se emborracha y entonces es más fotogénico que nunca. Intentando tocar alguna poderosa fibra de verdad la película termina encarnando en artificio. Las canciones, desde luego, son bellas, como lo es Djam y el azulino mar que baña las costas griegas.
Cómo sobrevivir en tiempos difíciles El film más reciente del director de Siberiada narra las vidas paralelas de tres personajes durante la Segunda Guerra Mundial: un jefe de policía parisino bajo la ocupación, una princesa rusa en un campo de concentración y un aristocrático oficial de las SS. En Paraíso –ganadora del León de Plata en el Festival de Venecia– el hermano mayor del también cineasta Nikita Mijalkov intenta darle una nueva perspectiva a un tema que ha sido abordado por el cine en muchas ocasiones, tanto en el terreno del documental como en el de la ficción, desde la seriedad reflexiva hasta el oportunismo más inconveniente, pasando por el suspenso naturalista y la experimentación poco concesiva. Hablada en varios idiomas –francés, alemán y ruso, aunque en algún que otro caso se hace muy evidente el uso del doblaje– y con una estructura que alterna escenas de ficción tradicionales con otras que enfrentan a los tres personajes centrales a una suerte de interrogatorio a cámara, el film recorre, a lo largo de poco más de dos horas, las vicisitudes de Jules, un jefe de policía parisino bajo la ocupación; Olga, una princesa rusa condenada al encierro en un campo de concentración; y Helmut, un oficial superior de las SS que también forma parte de esa aristocracia que –como afirmaban los nobles de La gran ilusión, de Jean Renoir– estaba condenada a la extinción. “Señor, le rompí la rodilla con un martillo. No puede caminar”, se defiende un torturador ante su jefe, ansioso por obtener alguna clase de respuesta de un nuevo grupo de detenidos, sospechosos de formar parte de la Resistencia y de ocultar a un par de niños judíos. No resulta fácil la vida en la Francia ocupada y Jules lo sabe muy bien: sólo se trata de sobrevivir de la mejor manera posible. También lo sabe Olga, una de esas prisioneras, exiliada de su país luego de la revolución bolchevique y que ahora debe enfrentar el rigor de un nuevo régimen en su país adoptivo. Ese primer tramo revela, indirectamente, la burocracia de la violencia de Estado, la tortura transformada en acto repetitivo y banal, anticipo de otra estructura de mayor envergadura dedicada a la vejación y la muerte en serie: el campo de exterminio en el cual terminará hacinada Olga. Mientras tanto, en la Alemania de los últimos tiempos antes de la caída, Helmut debe vender algunas de sus pertenencias y partir hacia ese mismo Konzentrationslager, con la estricta orden del mismísimo Himmler de investigar, acusar y limpiar de toda corrupción el funcionamiento del lugar. El director de Escape en tren, Los amantes de María y Siberiada se toma el tiempo necesario para hacer confluir esas historias paralelas –que sólo adquieren toda su complejidad narrativa hacia la mitad de la proyección– pero es en los resquicios de lo aparentemente más relevante donde pueden hallarse los momentos más potentes de Paraíso: el encuentro de Helmut con un compañero de sus años de estudio –transformado en un ente casi espectral– y la consiguiente charla sobre el destino de la ex prometida de Chejov, los detalles de la convivencia entre las detenidas en el atestado pabellón, las contradicciones de un buen hombre de familia y ejemplo acabado de colaboracionista. La pintura general es la de un mundo en avanzado estado de descomposición, donde la simple idea de supervivencia pone en jaque ideologías y humanismos. Formalmente, Paraíso está sostenida sobre un elaborado y, por momentos, preciosista trabajo de encuadre en blanco y negro y formato tradicional 1.37, que refuerza la relación ambigua que mantiene con la narración clásica, amoldada aquí a una estructura no del todo tradicional. Los extensos tramos de “entrevistas” se presentan bajo la forma de material fílmico en bruto, en el cual se evidencian saltos de imagen y sonido, elementos que parecen más un capricho que un registro lógico o pertinente, aunque su verdadero sentido sólo se hará explícito en el último plano de la película. En el reparto se destaca, sin demasiado esfuerzo, la actriz Julia Vysotskaya: es su historia la que parece ofrecerle al espectador un punto de vista más amplio sobre los acontecimientos y, eventualmente, una mirada ética que logra navegar a los sacudones sobre las aguas de la amoralidad reinante.
Con mi vieja no te metás. “Se metieron con la madre equivocada”, avisa la frase publicitaria de Desaparecido, última película del madrileño afincado en Hollywood Luis Prieto, conocido esencialmente por la remake norteamericana de Pusher. Y la cosa va por ahí: cuando un niño de unos diez años es secuestrado al voleo, su madre sale a la caza de los criminales sin más ayuda que su ingenio –agudizado por la angustia y la desesperación– y un amor maternal a prueba de curvas, caminos sin salida y falta de combustible en el tanque del automóvil. Previsiblemente maltratada por la crítica de su país, al punto del ensañamiento, Kidnap no es peor que muchas de las producciones multimillonarias manufacturadas de manera regular en esa misma industria y, en el fondo, termina siendo un producto más noble. De presupuesto bajo y sin aspavientos publicitarios, sus pretensiones no son otras que mantener en vilo al espectador durante noventa minutos, echando mano a la famosa “suspensión de la credibilidad”: para entrar en el juego se hace estrictamente necesario olvidar ciertas lógicas del mundo real y creer con fe ciega en las bondades innatas como conductora de la madraza Karla Dyson. Y aceptar sin chistar una buena dosis de casualidades improbables. Vehículo directo para la actriz Halle Berry, a su vez una de las productoras de la película, Karla sobrevive económicamente gracias a su trabajo como mesera, mientras intenta evitar que su ex esposo, de mucho mejor pasar, le quite la tenencia de su hijo (es una suerte que, a pesar de ello, sea dueña de un miniván de cierta potencia; de otra forma, no habría película posible). La primera escena de Desaparecido es un pequeño ensayo, en espacio reducido y cerrado, de lo que vendrá: la camarera debe atender en solitario una gran cantidad de mesas y clientes, varios de ellos de las especies más molestas y poco amistosas. El ritmo es aquí esencial. Y jugado a la adrenalina, como en el resto del relato. Luego del rapto, consecuencia de un descuido en un parque de diversiones, comienza la cacería, en inferioridad de condiciones y sin ayuda posible: el teléfono celular –elemento de la vida real que ha cambiado las reglas del juego narrativo en varios sentidos– es eliminado de la ecuación velozmente. El concepto central durante los siguientes cuarenta minutos es básico pero eficaz: un auto persigue a otro con riesgo constante de choque, vuelco y muerte. En un auto azul de vidrios polarizados viaja el hijo de Karla y sus ocupantes adultos apenas si son visibles, rasgo que no puede sino remitir a esa obra maestra del suspenso motorizado por elementos mínimos, Reto a muerte. Prieto, desde luego, no es Spielberg, aunque se las arregla bastante bien para sostener en pantalla esa imposible persecución con dignidad. Gran mérito de esos eternos anónimos, los dobles de riesgo, el film evita el jugueteo digital y se la juega con el material físico rodando a altas velocidades. Kidnap entra luego en los terrenos del thriller más derivativo, tensando el verosímil hasta casi quebrarlo. El viaje, de todas formas, vale la pena: con un perfil bajo y sin necesidad de recurrir a sobre-explicaciones psicológicas, esta nueva superheroína de acción logra “salvar el día”, como suelen decir allá en el norte.
En busca de alguna clase de epifanía. La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos fragmentos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas de tinte autobiográfico sobre anhelos difíciles de satisfacer. El título local de Asphalte puede llevar a confusiones: no se trata, de ninguna manera, de un relato ligado necesariamente a los problemas del corazón, aunque la tristeza sea el estado general de casi todos los personajes. Algo parecido a esa palabra del alemán de difícil traducción, Sehnsucht, que refiere a un anhelo difícil de satisfacer. La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos retazos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas –de las cuales se han publicado a la fecha sólo dos– que recorren de manera ficcional “los treinta primeros años de mi vida”, según afirma en la contratapa de la traducción al español del primer tomo. De esa manera, La comunidad de los corazones rotos no es tanto una adaptación del texto original como un desmembramiento o, si se quiere, un apéndice audiovisual del mismo. Aunque quizás lo mejor sea apreciarla como un ente autónomo, independiente de su origen literario. Para ello, Benchetrit logró rodearse de un compacto grupo de actores de reparto y tres figuras del cine internacional. El señor Sterkowitz (Gustave Kervern) es el único habitante de un edificio de departamentos suburbano –donde, por otro lado, transcurren las tres historias del film– que ha decidido no aportar dinero para la instalación de un nuevo ascensor. Lógico: vive en el primer piso y nunca lo usa. “¿No oyó hablar de la solidaridad?”, le preguntan sus vecinos. Golpe de mala fortuna mediante, consecuencia de un accidente bastante ridículo, quedará imposibilitado de caminar y, por ende, de utilizar las escaleras. De manera absolutamente casual, conocerá a una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) con la que comenzará una relación de breves charlas nocturnas. Al mismo tiempo, una actriz caída en desgracia (la últimamente ubicua en la cartelera argentina Isabelle Huppert) se muda al complejo y entabla una relación con su vecino, un adolescente bastante despierto interpretado por el hijo del realizador. Finalmente, otra vecina, una mujer de origen argelino, se encuentra con la sorpresiva obligación de tener en su casa a un inquilino, un astronauta de la Nasa que acaba de aterrizar con su pequeño módulo espacial en la terraza del edificio (el estadounidense Michael Pitt). Así barajadas las cartas, cada uno de los tres relatos –que la película alterna y entrecruza dependiendo de las necesidades dramáticas– retrata el encuentro de un ser solitario con una nueva e inesperada compañía. El tono, en líneas generales, es el de la comicidad tristona, agridulce, jugada a tonos moderados. Y también algo excéntrica, no sólo por algunos de los detalles de las tramas sino, esencialmente, por las acciones y reacciones de los personajes. Por momentos, podría pensarse en alguna lejana filiación con Aki Kaurismaki o el alemán Dominik Moll, aunque Benchetrit tiene su propia agenda estética. Rodada en el ahora en boga formato de 1.37 (casi cuadrado), Asphalte parece siempre en busca de alguna clase de epifanía para sus personajes y su énfasis en una bonhomía esperanzada termina funcionando como reflejo algo publicitario de los usos y costumbres cotidianos de seres comunes y corrientes. Cine dentro del cine: allí están las imágenes de La dentellière viradas al blanco y negro como pequeña reflexión meta-cinematográfica sobre la carrera de Huppert.
Una “commedia all’italiana” devaluada. No hay separación que por bien no venga, podría pensar Arturo Giammaresi, el muchacho italoamericano interpretado por el actor y director siciliano Pif (acrónimo de Pierfrancesco Diliberto) en su segundo largometraje detrás de las cámaras. Es que el llamado patriótico para participar como soldado del ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, en su país y región de origen –un típico pueblito de Sicilia–, le calza como anillo al dedo para pedir formalmente la mano de su amada. El padre de Flora vive por aquellos pagos y se hace imperioso lograr el sí antes de que la bella joven termine siendo desposada por otro hombre, convenientemente desagradable. Con una lógica de producción de cierto despliegue y ansias de universalidad geográfica, etaria y formal –lo cual, muchas veces, implica una búsqueda del menor denominador común estético y narrativo–, A la guerra por amor remite a otros cines italianos del pasado reciente y no tanto, de Benigni a Fellini y de Germi a Scola (precisamente, a este último cineasta está dedicado el film). Aunque siempre en una versión devaluada, signada por la búsqueda de un gusto medio que termina dejando gusto a poco. Entre chistes más o menos efectivos y otros definitivamente poco agraciados (el running gag de la selfie, por caso, termina agotándose mucho antes de su última aparición), el director y protagonista de La mafia sólo mata en verano dispone una estructura de líneas narrativas paralelas que se tocan y separan y vuelven a juntarse, hasta llegar al cierre final: la búsqueda de ese padre escurridizo; las aventuras de una dupla de vecinos del lugar, uno cojo y el otro ciego; las penas de amor de Flora del otro lado del océano; la espera de una madre y de un hijo, signada por las angustias de la guerra; el descubrimiento del cada vez más peligroso ascenso de la mafia realizado por un teniente, a su vez mentor y protector del héroe. Este último aspecto, basado en hechos históricos, es quizás el más interesante de la película a nivel temático: la imperiosa necesidad del ejército de ocupación de organizar y controlar social y políticamente la región termina dándole vía libre al ingreso de la Cosa Nostra en las jerarquías altas, bajas y medias de la sociedad siciliana. El drama ligero mete así la cola en los espacios que la comedia deja vacante, pero muy lejos de Paisà (previsiblemente, así lo llama un americano a Giammaresi poco antes de partir), la carga de dolor, sufrimiento y humanismo no pasa el estadio de la enunciación, por vía del aumento del nivel sonoro de la música y la usurpación de los primeros planos de las lágrimas. Sólo una carrera de vecinos, acompañados por una estatua del Duce y una efigie de la Madonna (tres brazos elevados hacia el cielo, empujándose y golpeándose), recuerdan durante un instante a la mejor commedia all’ italiana de otros tiempos, que parecen cada vez más lejanos para el cine producido en su madre patria.
Entre la realidad y la invención. Un salteño de 70 años, investigador y videasta aficionado, es el protagonista de un viaje con mucho de iniciático. Dos años después de haber participado en la competencia nacional del Bafici –y de haber recorrido una parte del mundo en eventos cinematográficos especializados como el FIDMarseille–, se estrena finalmente el cuarto largometraje del argentino Daniel Rosenfeld. Ni documental puro ni ficción dura, Al centro de la Tierra lo encuentra afinando algunas de las estrategias e ideas que ya había ejercitado en La quimera de los héroes, aunque difuminando mucho más los límites entre lo que podría llegar a atenerse a la estricta realidad y aquello otro que forma parte de la imaginación. ¿Quién es el Antonio Zuleta que aparece en pantalla? ¿El que respira y camina en la vida real, sin aditamentos ni maquillajes? ¿O una total invención de los responsables de la película? ¿O bien, quizás, aquel que el propio Zuleta quisiera ser? Algo es cierto: a Zuleta, un hombre salteño de 70 años, padre de familia y coleccionista de varias cosas, lo obsesionan los objetos voladores no identificados desde que, a mediados de los ‘90, vio pasar a uno en vuelo rasante desde el patio de su casa. Atención: lo de “no identificados” puede resultar algo engañoso, ya que para el investigador y videasta amateur el origen de los bólidos es tan transparente como el cielo en medio del desierto en un día sin nubes, aunque no pueda decirse los mismo de las intenciones de sus tripulantes, llegados indudablemente de alguna parte desconocida del universo. “Ovnis en Cachi”, reza un video subido por Zuleta a YouTube; la fecha y horario del avistamiento son precisos: “20 de octubre de 2003 a las 7:57 P.M”. Algunas de esas imágenes, registradas con la misma cámara magnética que sigue utilizando en pleno siglo XXI (anclada en el anacrónico formato VHS compacto), lo acompañan durante una visita a Buenos Aires, a unos 1500 kilómetros de su cada. Ese viaje a la gran ciudad, bisagra narrativa que divide al film en dos mitades, tiene un objetivo claro: presentarle a una verdadera eminencia en el tema las pruebas visuales en su poder. Nuevamente, Rosenfeld juega el juego de las posibles interpretaciones: ¿cuánto del encuentro entre el protagonista y Favio Zerpa fue guionado desde un principio? ¿Cuánto de real hay en el diálogo que se produce entre ambos? Previamente a que eso ocurra, antes de que Zerpa plantee la posibilidad de que la mancha luminosa no sea otra cosa que un avión de prueba estadounidense trabajando de incógnito, Zuleta sale al terreno junto a su hijo menor para enseñarle los rudimentos del manejo de la cámara. En esa breve, pero intensa secuencia –que también cerrará la película una hora más tarde, aunque vista desde el otro lado del lente–, el experimentado camarógrafo dicta una lección sobre el uso del trípode y la forma correcta de realizar un paneo. En esa vocación docente se juega algo más que la simple enseñanza de un conocimiento técnico: es la vieja transmisión padre-hijo de una pasión, de un modo de ver el mundo, de una filosofía algo esotérica. Incluso, tal vez, de una fe cuyo dogma no puede sino ser único y personal. Luego de Zerpa, que puede o no tener razón, hay otro viaje al corazón del desierto en busca de nuevas pruebas. La fotografía de Ramiro Civita se encarga de hacerle los honores, sin embelesamientos, al imponente paisaje, al tiempo que Zuleta y un acompañante bastante más joven –en apariencia, experto en tecnologías magnéticas e infrarrojas–, se internan en un viaje hacia el corazón del paraje. A partir de allí, Rosenfeld cambia nuevamente el rumbo de la película, como si ese “no buscar arriba, sino abajo” que se transforma en el nuevo norte de Zuleta lo empujara a hacer aún más invisibles las fronteras entre la realidad y la invención, introduciendo elementos que sólo pueden describirse como deliberadamente humorísticos. Ya solo, Zuleta también se transforma y, como en una película de ciencia ficción de bajo presupuesto, se interna en las profundidades de la Tierra, nueva encarnación de Alicia intentando cruzar el espejo. Algo es seguro: más allá de los resultados de ese viaje con bastante de iniciático, lo que valió la pena fue el tránsito y cada uno de los mojones que fueron marcando el camino.
Una pintora en un mundo de hombres. “Las mujeres no pueden ser pintoras”, afirma rotundamente el padre de Paula Modersohn-Becker –cuyos trazos son hoy considerados uno de los primeros rayos del sol expresionista– cuando apenas ha transcurrido un minuto y medio del último largometraje del alemán Christian Schwochow. Le seguirá el golpe seco sobre la mesa de un lienzo enmarcado y el rostro desafiante de la actriz Carla Juri (hija dilecta de la ciudad suiza de Locarno), quien bajo los ropajes de la artista afirmará algo más tarde que “tres buenas pinturas y, quizás, un hijo” encarnan todo aquello que desea legar al mundo antes de que llegue la hora de su muerte. Con ese punto de partida tan elemental como sutilmente demagógico, la Paula de Schwochow confirma algunas de las virtudes y evidencia aún más los problemas de su anterior Westen, el retrato de una madre y su peligroso cruce de la Alemania comunista hacia el otro lado del muro. Las instancias tempranas durante los años de estudio en la famosa colonia artística de Worpswede –inmortalizada por el poeta Rainer Maria Rilke en una de sus obras–, con el más rígido de los profesores alterando el control creativo de las pocas estudiantes mujeres allí presentes, vuelven a subrayar esa frase terminante del inicio: corren los primeros meses del siglo XX, es un mundo de hombres y las señoritas deben contentarse con el caballete y los pinceles como berretín de clase acomodada, un simple pasatiempo. Esa será la idea rectora de gran parte del relato. Y, por supuesto, la rebelión de la heroína, que bien podría resumirse con un término que hoy resulta ubicuo: la silenciosa y no siempre efectiva lucha contra el patriarcado. Difícil estar en desacuerdo con las actitudes reactivas de la protagonista, en particular luego de cinco años de vivir a la sombra de un marido –el también pintor Otto Modersohn– que en algún momento confesará no haber “consumado el matrimonio” por miedo a perder a su mujer en el parto (¡un Freud a la derecha!). De allí a París, lejos del conservadurismo paisajista del entorno alemán, rodeada de estímulos creativos, pero también atada al dinero enviado por su pareja regularmente, única fuente de ingresos económicos. En el bloque central del largometraje se juegan algunas de sus bondades, cuando las cosas dejan de ser sencillamente blancas o negras y los matices comienzan a teñir a los personajes: Paula puede llegar a ser excesivamente egoísta, al punto de dañar innecesariamente a otros, y Otto mucho más comprensivo y amable de lo que podía intuirse. Mientras tanto, comienza a rendir sus frutos el proceso creativo, que Schwochow no idealiza, pero tampoco transforma en un trámite narrativo. Luego llegarán la epifanía, el regreso al terruño y los últimos minutos de película, que recorren la desafortunada enfermedad que terminó con la vida de Modersohn-Becker a la edad de 31 años, luego de dar a luz a una niña y legar al mundo un poco más que tres buenas pinturas. Los convencionalismos del biopic al uso que atraviesan Paula (la simplificación de temas y emociones, el abuso de la reconstrucción de época, una rutilante fotografía de tonos pastel) son equilibrados por situaciones de dramatismo inspirado y por el hecho de que el film, en líneas generales, logra escaparle a la idea del Arte con mayúsculas como tótem indiscutible. Aunque no así al concepto del artista doliente enfrentado a la incomprensión de su tiempo. Para la reflexión luego de la proyección: la representación de una artista de ruptura en un ambiente tradicionalista -y, por lo tanto, su lucha creativa consigo misma y con el statu quo- es puesta de relieve por una película narrativamente convencional. Nueva confirmación de que en las artes plásticas el paso del tiempo legitima (hoy las “narices como picos y rostros idiotas” de Paula son admirados en los museos), pero al cine como arte popular se le sigue demandando una precisa construcción psicológica, transparencia en sus intenciones y la obligación de ser entretenido. O, a menos, eso dicen.
La Huppert no sólo ríe, también canta. La francesa le pone el cuerpo a una ex cantante que no llegó a ser famosa y tiene una nueva oportunidad en la música y el amor. Resulta extraño –y, por lo tanto, genera cierto interés– el hecho de ver a Isabelle Huppert en un rol que parece ir en contra de su bien ganada fama de persona cinematográfica dura, misteriosa y, en más de un caso, perversa. Aunque basta un simple repaso de su extensa filmografía para caer en la cuenta de que la diversidad de papeles ha sido más bien una norma y no tanto la excepción. Dicho lo cual, en la comparación con algunas de sus últimas apariciones, la de Volver a empezar es tan liviana como una rosa: Liliane (alias Laura) debe de ser el alter ego más frágil y elemental dibujado sobre las facciones de la gran actriz francesa en muchos años. Bajo la dirección del belga Bavo Defurne, la historia de la ex cantante que nunca llegó a ser famosa zarpa con algún que otro guiño al realismo proletario de los hermanos Dardenne para terminar navegando las aguas del melodrama pseudo musical, con escalas en el más desembozado relato de segundas oportunidades. Esas que la vida suele ofrecer, sobre todo dentro de los márgenes de una pantalla. Alejada además de su clásica imagen de mujer pequeñoburguesa, Liliane parece una versión femenina del Chaplin operario de fábrica, aunque en lugar de tuercas y engranajes su vida laboral comienza y termina en el toque final del proceso de empaque de terrinas de paté. Nadie a su alrededor es consciente de que, décadas atrás y bajo el nombre artístico de Laura, la obrera estuvo a punto de ganar el concurso Eurovisión, perdiendo en la final a manos de un ignoto cuarteto de origen sueco llamado ABBA. Hasta que un pasante y boxeador en ascenso llamado Jean descubre, debajo del charlotte obligatorio y las facciones endurecidas por el paso del tiempo, a la fugaz estrella de la canción europea, la voz detrás del hit “Souvenir” (origen del título original). La mesa está servida para un menú tan familiar que no puede sino resultar previsible: deseo físico (en particular de la mujer hacia el veinteañero, ilustrado por una poco sutil escena de vestuario), un pedido de regresar a las tablas por única vez, reticencia inicial, concurso televisivo en ciernes, rentrée con gloria o fracaso, su ruta. Huppert canta. Y lo hace como sólo una one-hit-wonder podría hacerlo: con los gestos y mohines aprendidos de un compositor y productor que, además de mentor, supo ser su amante. Ríe en algunas ocasiones, aunque su profesionalismo le impide hacerlo de su propio vehículo, vaporoso y algo kitsch, en particular durante el último tercio del relato. Es allí donde el realizador abandona cualquier atisbo de complejidad, por minúsculo que fuere, para entregarse por completo a los deseos y sueños de la protagonista. Huppert habla y cuando lo hace surge una chispa de humanidad, que el guion anula casi de inmediato en pos de una fantasía mal entendida. Dos o tres vueltas en la perilla de la ironía hubieran ayudado un poco: la historia se sumerge en las mieles de la más pegajosa obviedad y ni la mismísima Huppert es capaz de sacar el cuerpo a flote.
Misión imposible en el patio trasero. Reflejo deforme del sueño americano, el film de Liman echa una mirada irónica sobre los para-estatales en la era Reagan. A treinta años del estreno de Top Gun, Tom Cruise regresa triunfalmente al cockpit de una aeronave en un relato donde volar implica bastante más que el simple hecho de trasladarse de un lugar a otro. Ya la primera escena de Barry Seal-Sólo en América demuestra con creces que el protagonista no es un capitán común y corriente: la simulación manual de una típica situación de turbulencias termina sacudiendo a todo el pasaje, desperdigando objetos y haciendo caer las mascarillas de oxígeno. ¿La razón? Sencillamente, despertar al copiloto de su siesta. Segunda colaboración entre la estrella y el realizador Doug Liman luego de la notable Al filo del mañana, American Made recoge el guante de Martin Scorsese (en particular, las enseñanzas de sus frenéticas sagas criminales de los años 90 y la relectura encarnada por El lobo de Wall Street) para narrar la historia de un piloto de aviación comercial convertido –por obra y gracia de las circunstancias políticas y sus ambiciones– en agente encubierto de la CIA, mula del Cartel de Medellín, lavador profesional de dinero y, finalmente, garganta profunda sobre rol secreto del Estado norteamericano en tierras extrañas. Difícil saber cómo era el Barry Seal de la vida real, en el cual la película basa gran parte de su historia, pero en la piel de Cruise se trata del aviador más canchero, pintón y simpático que pueda llegar a imaginarse. Y nada lerdo: aprovechando algunas de las rutas aéreas, el hombre se hace unos dólares extra pasando ilegalmente habanos cubanos de primera calidad. Es con esa información bajo la manga que un agente de la CIA (el irlandés pelirrojo Domhnall Gleeson) se le acerca para ofrecerle el más insospechado de los negocios. En esencia, armar una empresa fantasma que sirva de fachada para el plan más importante: fotografiar a baja altura los campos de entrenamiento de “los enemigos de la democracia” en Centroamérica, en particular Nicaragua, Honduras y El Salvador. Corren los últimos meses de la década del 70 y la tirante situación política y social con los sandinistas, la Fprlz y el Frente Farabundo Martí está en su apogeo (como también la intervención directa de los Estados Unidos en el territorio, entrenamiento militar de los Contras incluido). En precisamente sobre el terreno, pilotando un jet de última generación y escapando de las balas insurgentes, que Seal conoce a un grupo de muchachos colombianos, encabezado por un tal Pablo Escobar, deseosos de inundar de fresca cocaína el mercado norteamericano. Relato de ascenso y caída y, al mismo tiempo, reflejo risiblemente deforme del sueño americano, Sólo en América acelera desde el minuto uno y no afloja el ritmo en ningún momento, combinando el sarcasmo desembozado con una mirada irónica sobre el papel de las agencias estatales en la era Reagan. Cerca del final del film y de la vertiginosa y fugaz carrera de Seal la CIA, el FBI, la policía local y la DEA llegan casi al mismo tiempo al hangar del aeropuerto privado del protagonista con la intención de detenerlo, situación improbable que ilustra la fascinación de Liman y el guionista Gary Spinelli por el humor absurdo e, incluso, el gag físico. A pesar de ese sentido de la comicidad que la atraviesa de principio a fin, la película no es necesariamente una comedia, al menos no en un sentido estricto. Y si lo es, no puede sino serlo de una manera trágica: las dificultades de la familia Seal a la hora de guardar todo el efectivo disponible o de “lavarlo” en tiempo y forma sólo es equiparable a su ceguera ante la imposibilidad de que ese estado de las cosas continúe indefinidamente. “Hecho en América”, reza el título original, y ese cambalache donde se confunden objetivos con medios, ideales con simples actos criminales y el confort con la más incómoda acumulación de bienes es esencial a la trama de negocios y planes políticos que laten en el corazón del complejo acuerdo entre las partes: Seal, el gobierno de su país, los narcos, los miembros de su familia. En el fondo, Seal no puede evitar ser una víctima de sus propias y desmedidas ambiciones, alguien que es usado para ciertos fines, un peón al que se hace creer que es rey. Esa es la ironía mayor de esta fábula que, en el fondo, termina siendo moral pero nunca admonitoria. “Tal vez debería haber hecho más preguntas”, afirma Seal ante una camarita VHS que hace las veces de confesor sordo, a mediados de los años 80, poco antes del fin de una era. El dinero ya no está. O, mejor dicho: está, pero en otras manos.
Como la visita guiada de un museo. Es indiscutible que los realizadores Dorota Kobiela y Hugh Welchman (polaca ella, británico él, mismos orígenes de la financiación de su film) aman a Vincent. Típico exponente de prodigio técnico y humano puesto al servicio de una idea cinematográfica, loable por el esfuerzo y pasión necesarios para ponerla en marcha, cualquier documental más o menos informado sobre la realización de Loving Vincent sería más interesante que la película en sí misma. Los datos pueden apilarse y apilarse: guion visual creado a partir de 134 pinturas de Van Gogh, rodaje con actores de carne y hueso en apenas doce días, rotoscopiado manual a la vieja usanza realizado por más de mil artistas y animadores, 62.450 pinturas al óleo registradas luego por otra cámara para la versión animada final (a 12 cuadros por segundo), casi un lustro de realización si se toman en cuenta todas las etapas. El resultado, sin embargo –tanto a nivel narrativo como plástico– es poco estimulante, más allá de lo maravilloso que puede resultar, durante algunos segundos, el hecho de asistir al “milagro” de ver un cuadro del famoso pintor holandés adquirir movimiento. O, si que quiere, vida (aunque la expresión no deja de ser algo engañosa). Más allá del reconocimiento popular de algunas de las obras más famosas del autor de “La noche estrellada” y “El dormitorio en Arlés”, es la figura misma de Van Gogh –con sus sufrimientos creativos y espirituales a flor de piel– la que se ha transformado en exponente máximo del artista angustiado y dolorido, en lucha contra sí mismo y aquellos que lo rodean e incluso aman. Es tal vez por esa razón que el cine ha recorrido sus pasos y trazos en más de una ocasión, del romanticismo excelso y multicolor de Vincente Minelli en Sed de vivir al minimalismo melodramático de Pialat en Van Gogh, pasando por las convenciones del biopic de Robert Altman en Vincent y Theo, los tres largometrajes más prominentes basados en su vida. La aproximación de Loving Vincent a nivel temático resulta tan básica como la de una novela histórica poco inspirada: los últimos meses de vida del pintor disparan una serie de elucubraciones acerca de sus actividades y relaciones, su vínculo con el médico, mecenas e imitador Paul Gachet, la posibilidad de un último y destructivo amor, el suicidio que podría no haber sido tal, entre otros intríngulis. Para ello, el relato imagina, en la figura de un joven que debe entregar cierta carta firmada de puño y letra por el artista (Armand Roulin, inmortalizado en un lienzo de 1888), a una suerte de detective en busca de ese elusivo Rosebud que ilumine toda una vida (y una muerte). Ese camino, poblado de recuerdos recientes y revelaciones constantes, va descorriendo el velo a lo largo de noventa minutos, y el encuentro con personajes salidos de diversas creaciones de Vincent van Gogh –todos ellos interpretados por actores y actrices británicos– adquieren las características de estaciones explicativas, como en la visita guiada de un museo. El atractivo visual de los primeros tramos se difumina rápidamente y el trabajo formal adquiere una dimensión paradójica: más allá de la esforzada manualidad inherente al proceso de realización, por momentos –en particular durante los flashbacks, en estricto blanco y negro a imitación de la carbonilla– el resultado se acerca bastante al de un posible software que delineara un sucedáneo de la pintura postimpresionista de manera automática.