“El mundo sabrá que cometimos crímenes”, se lamenta, horrorizado, uno de los personajes de Polvo de estrellas (Maps to the Stars, 2014), el último film realizado por David Cronemberg. Crímenes, desde luego, conservados en secreto, pues su descubrimiento podría lesionar gravemente la honorabilidad del selecto grupo que, en su intimidad, los consuma. Pero a su vez, crímenes destinados, por el tipo de violencia que encubren, a revelarse, de un momento a otro, en toda su retorcida y siniestra espesura. En definitiva, los crímenes de un pasado ominoso que sobrevuela, con la rabia tensa de un fantasma despiadado, por los callejones oscuros de la tierra de los sueños. Si Cronemberg en Cosmópolis (2012), su película inmediatamente anterior, se propuso mostrar el circuito virtual de las finanzas de Wall Street, en esta oportunidad apunta su curiosidad, no exenta de sarcasmo, hacia otra de las instituciones fundantes de la identidad norteamericana: Hollywood. Y lo hace, por supuesto, para mofarse de ella. Cronemberg saca a relucir, como un presentador de feria, las miserias que la industria cinematográfica más famosa del mundo disimula. El cinismo, la crueldad, la perversidad, la promiscuidad, la frivolidad, la podredumbre estructural que asoma apenas se descorre la pantalla cool de felicidad y algarabía. Un desfile burlón de celebridades, todas fácilmente reconocibles por su presencia mediática inoxidable: Stafford Weiss (John Cusack), un gurú-espiritual de moda, que escribe best-sellers de autoayuda y que atiende, a través de exóticas técnicas orientales, a famosos en crisis. Benji (Evan Bird), un actorcito altanero de trece años, superestrella pop, que ya cuenta en su breve existencia con una franquicia multimillonaria y con un prontuario por drogas. Savana Segrand (genialmente interpretada por Julianne Moore, ganadora del premio a la Mejor Actriz en el último Festival de Cannes), una veterana actriz que intentará conseguir, por todos los medios a su alcance, el papel estelar que le devolvería su gloria perdida. Verdaderos monstruos, definidos no solo por algunas de las marcas del universo cronembergiano –cicatrices, malformaciones -, sino también, y fundamentalmente, por la caricatura feroz de sus comportamientos. El director de obras notables como La mosca (1986); Crash (1996); Una historia violenta (2005) y Promesas del este (2007), presenta esta vez una historia sencilla, desenvuelta, formalmente equilibrada y explícita, porque cuenta y no oculta, porque avanza exponiendo, con socarrona ironía, su asunto: el trasfondo del glamour hollywoodense. Tal vez no alcance a ser, como sí lo fueron otros films de Cronemberg, brillante. Su desarrollo y final resultan, de hecho, previsibles. Pero acaso no sea sino sombrío el destino que les espera a estos pobres personajes desencantados que esconden, a la vista de todos, los secretos que matan.
Nuevas estrellas de la joven guardia norteamericana Una versión de la historia infanto-juvenil de Lois Lowry realizó esta vez Phillip Noyce en El dador de recuerdos, su última película. No es la primera vez que el director australiano adapta una obra literaria exitosa. Su carrera alcanzó cierta notoriedad cuando llevó al cine al ex agente de la CIA Jack Ryan, protagonista de las novelas de espionaje de Tom Clancy. O hace algunos años cuando filmó El Americano Impasible, de Graham Green. Su vocación por la adaptación cinematográfica de tanques de venta literarios corre en paralelo con su ostensible voluntad de permanecer siempre fiel al texto que lo antecede. Y así lo que podría resultar la creación personal de una determinada lectura acaba siendo la ejecución mecánica de una transcripción. Una dificultad esencial y nunca del todo resuelta que persigue el quehacer cada vez más profuso de adaptaciones, pero que concierne sobre todo a una problemática todavía mayor, tal vez insoluble: la relación entre el cine y la literatura. El dador de recuerdos (Thegiver,2014) presenta la historia de Jonás, un joven que vive en una sociedad definida por la igualdad y la ausencia de conflictos, pero consolidada a partir del diseño de un sistema implacable de reglamentación social y control científico, y que tiene como principio fundacional la prohibición de la memoria. Del reparto de tareas que deben cumplir los adolescentes luego de su período de formación, a Jonás le toca encargarse de preservar en soledad el conjunto de los recuerdos de la comunidad. El descubrimiento del pasado, la revelación de su secreto –la existencia del amor y de su contraparte, el dolor-, provocará en el protagonista la necesidad de desmantelar el funcionamiento del sistema y de alcanzar su libertad y la de sus queridos. La historia pertenece a un género particular –ficción especulativa distópica- y está dirigida a un público preciso –adolescente-. Es la representación de una sociedad administrada por un grupo de notables que, bajo la promesa de garantizar la armonía absoluta, configura una existencia gris y opresiva (léase:Un mundo feliz, de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell). A través de un despliegue dinámico pero superficial de efectos especiales, el film de Noyce no hace sino subrayar pedagógicamente desde el primer fotograma hasta el último el mensaje piadoso que sobrevuela con insistencia la novela de Lowry. La fuerza del amor, lo sabemos, vence cualquier mal. El dador de recuerdos pareciera cumplir entonces con la exigencia anecdótica de un trámite institucional, porque se limita únicamente a decir lo que tiene para decir y en ningún momento se propone contar una historia. Una película sin sustancia ni desarrollo ni riesgos, que termina por convertir un posible relato en el espectáculo pueril de las nuevas estrellas que componen la joven guardia norteamericana.
Es por cierto un acto de magia la escena inaugural de la nueva película de Woody Allen, Magia a la luz de la luna. El gran Wie Ling Soo, un reconocido ilusionista disfrazado de nigromante chino, presenta ante una multitud expectante sus habituales trucos de hechicería: divide en dos exactas partes el cuerpo de una mujer, hace desaparecer un elefante, se transporta misteriosamente de un lado a otro sin dejar rastro de su desplazamiento. La representación sucede durante la dorada –y tantas veces revisitada- época del jazz. De todas formas podría suceder en cualquier otra circunstancia. Incluso en cualquier otra película del mismo director. Porque el ilusionismo es una práctica que aparece con insistencia en muchas de sus historias. En su nuevo film la magia se convierte directamente en el fundamento principal de la trama y quien la ejerce es su protagonista. Stanley (Colin Firth) es uno de los magos más respetados de su tiempo. Pero es también un hombre dominado por el saber racionalista que niega la existencia de otra realidad. Después de una de sus funciones, Stanley debe viajar al sur de Francia para desenmascarar a Shopie Baker (Emma Stone), una joven y bella mujer que se hace pasar por médium y que posiblemente intente estafar con sus trucos la inocencia de una familia millonaria. A pesar de su habilidad para descubrir los fraudes del ocultismo, una vez junto a ella Stanley no podrá resistirse a su encanto. Sus principios se verán entonces amenazados y próximos a su completo derrumbe. Magia a la luz de la luna resulta así una sencilla y levemente divertida comedia romántica. Sus personajes se mueven con elegancia, podríamos decir puntuales, pero siempre desinteresados por salirse del diseño de un guión que funciona como una nueva versión de lo mismo. Una sensación que se actualiza y que su antecedente inmediato –la notable Blue Jasmine- parecía venir a desmentir. Tal vez se haya esfumado definitivamente la audacia del director neoyorquino para revelar la farsa de su propia clase. Ya no alcanza con planos preciosos del paisaje europeo, aquellos que abundan en sus últimas películas –en esta oportunidad, preciosas vistas de la Provenza francesa -. Ni tampoco el brillo especial que encandila por su belleza el rostro de su actriz protagónica. Para Woody Allen fue siempre la magia. La razón resultaba por demás evidente. La magia representaba el homenaje perfecto a la producción cinematográfica. Era la metáfora por antonomasia de su experiencia. Fue él mismo un ilusionista, un constructor de sueños, un hacedor de ficciones que persiguió con fervor el efecto que su práctica exige. Pero la eficacia del engaño, la realización de la trampa, reside en evitar que se descubra el artificio. Woody Allen no perdió el control de su oficio, pero sí la destreza para desplegarlo con gracia. Igual que un mago que practica una y otra vez el mismo truco y que debido a esa reiteración mecánica descuida todo el misterio.
Plata dulce “Me quiere, no me quiere”, repite fingiendo socarronamente su voz, como si desjuntara los pétalos de una flor, Mauro, el protagonista de la ópera prima de Hernán Roselli. Pero Mauro –así se titula el film- no tiene ante sí una flor, sino un billete de veinte pesos que mueve despacio hacia arriba y hacia abajo. Es un ligero pliegue en el rostro de Rosas lo que provoca, a partir del movimiento, una breve ilusión óptica, un cándido espejismo. Rosas sucesivamente sonríe y se disgusta, por un momento parece alegrarse y de inmediato entristecerse. Si bien el irregular estado de ánimo que sufre el militar argentino podría explicar por reflejo la irregularidad psíquica del que sostiene el billete, pues así se siente Mauro, triste y contento a la vez -trastorno que no le permite dormir y que su madre adjudica a su adicción a las drogas-, la escena consigue trascender su primer sentido para transformarse en una pieza fundamental en la trama que busca consolidar la película. La implícita pregunta que se hace el protagonista, si el dinero lo quiere o no lo quiere, a él, un muchacho joven del conurbano bonaerense, sin más destino que el de sobrevivir a los tumbos con trabajos miserables, exhibe la razón que sostiene el relato. Es la pregunta que motiva el conjunto de sus acciones. Cómo conquistar el dinero. Cómo hacerse de él, cómo poseerlo quien por su lugar en el mundo no lo posee. Desposesión que convierte al dinero casi en una obsesión que motiva la pregunta por su querencia. En distintas ferias de localidades del sur -Bernal, Temperley, Lavallol-, Mauro compra mercaderías con billetes falsos que luego negocia con un taxista que lo abastece del dinero trucho. Los viajes para colocarlo y hacerlo circular los realiza en tren, transporte cuya trayectoria determina su recorrido y establece el espacio dramático. El movimiento del tren configura un punto de vista existencial a partir del cual la historia avanza. Mucho de lo que ocurra en el film de Roselli sucederá allí, en el tren y sus alrededores. La estación, sus calles aledañas, las discotecas donde traficará los billetes y donde conocerá a Paula con quien iniciará una breve relación sentimental. El dinero, el margen y el amor podrían ser entonces los temas que la historia desarrolla para fundar mediante su articulación una significación proyectada hacia adelante. Pero mientras “pasa” los billetes, Mauro buscará junto a un amigo y su mujer construir su propia “empresa”, su propio emprendimiento. La forma de alcanzar el dinero -de arrimarse al menos un poco a su gracia- no podría ser sino a partir de su falsificación. Mauro se dedicará con perseverancia a falsificar. Un trabajo que implicará, por los escasos recursos con los que dispone, una enorme destreza artesanal, un saber sostenido en la práctica y en la astucia popular. Mauro es una película notable. Su presencia en la cartelera de cine ha pasado casi desapercibida. Un silencio sintomático. Sin embargo, ahora regresa por un tiempo más y todavía es posible verla. Una oportunidad para descubrir a un talentoso director de cine que logra filmar con una rigurosidad narrativa y formal sorprendente, sin caer en el miserabilismo moral ni en los ya decantados estereotipos de clase, la simple y a su vez profunda historia de un joven que busca como puede, con lo que tiene a mano, quebrar su destino y llegar a contemplar de otra manera un futuro sin garantías, un horizonte que se revela para sí, amargamente incierto.