La ley del mercado En una oficina de Recursos Humanos, un hombre sin trabajo, ostensiblemente irritado, pero que logra de todas formas conservar la calma, cierta civilizada compostura, un hombre casi a punto de perder definitivamente la paciencia y descargar una violencia que sobrelleva, mediante un esfuerzo descomunal, reprimida en el cuerpo, se queja. Razonablemente se queja, porque justo allí donde deberían facilitarle la búsqueda de empleo, por el contrario, se la complican aún más: le exigen la realización de cursos que luego no sirven –o no aplican- para el puesto solicitado. Y así pierde el tiempo y la energía y las ganas. Pero no la paciencia. El tipo discute, insiste, se empecina en subrayar el despropósito en el que incurre la empresa. Reclama, en definitiva, un poco de respeto para los que, como él, padecen la realidad de la desocupación. Y sin embargo, cada vez, su reclamo colisiona irremediablemente contra la indiferencia de su interlocutor, un empleado burocratizado que no puede sino seguir instrucciones y volver a iniciar el proceso. La primera escena de El precio de un hombre (cuánto mejor sería recuperar el título original, La ley del mercado, 2015), del director francés Stéphane Brizé, revela de inmediato una sensación que el film intentará pacientemente consolidar: la impotencia. Thierry (un brillante Vincent Lindon) tiene más de cincuenta años y está desempleado. Debe mantener a su familia y, especialmente, cuidar la salud de su único hijo, quien padece una grave dificultad psicomotriz. Busca trabajo con desesperación. Pero la suya será una desesperación inexpresiva, como amontada en el cuerpo, perceptible solo en la mirada. Será allí, en la desolación que registran sus ojos, donde se concentrará, feroz, una desesperación incomoda y que esconderá el germen de un resignado desánimo. Thierry discutirá en vano. Sus palabras rebotarán, tropezarán y caerán, ya disminuidas, casi afónicas, al vacío de la imposibilidad. El director francés evidenciará durante el conjunto de la historia una fuerte convicción de no precipitarse. Aguardará lo necesario para que su personaje despliegue sin afectación el fondo espeso de tristeza que lo determina. La cámara lo seguirá constantemente, concentrando su atención en cada uno de sus movimientos. Prudencia que le permitirá narrar con solidez la magnitud –la hondura- de la situación que lo funde y atraviesa. La película está dividida en dos partes. Porque finalmente Thierry encontrará trabajo. Lo contratarán como personal de seguridad en un supermercado. Su tarea será la de vigilar a los clientes, pero fundamentalmente a sus propios compañeros. Los dueños -que en la película de Brizé permanecerán, como si no existieran, fuera de campo- buscarán cualquier excusa para reducir personal. Durante largas escenas veremos entonces a Thierry caminar circunspecto por el supermercado. Caminará observando. Serán sus propios ojos los que descubrirán cómo funciona – su ley implícita- un mercado de trabajo que exhibe su eficacia precisamente en la condición anónima de sus hacedores.
Oficio de sombras Tal vez a lo mejor que pueda aspirar una película sea a provocar en el espectador la ilusión de participar de una experiencia singular que amenace, al menos por un instante, con modificar su mundana existencia. Acaso no sea otra la motivación por la cual meterse en una sala con desconocidos a oscuras. La promesa del cine, su trampa, podría ser esta: la ficción de asistir a un acontecimiento breve pero lo suficientemente profundo como para promover en nosotros una transformación inesperada. O, lo que es lo mismo, una variación de nuestro punto de vista. Una alteración fugaz de la percepción capaz de promover la manifestación de una realidad diversa. La experiencia que ofrecería el cine sería entonces la posibilidad ver el mundo de otra manera. A partir de una historia, pero fundamentalmente a partir de la forma elegida para transmitirla. Lo que revelaría la definición de un estilo. Cuerpo de letra, el notable segundo documental de Julián d´Angiolillo –Hacerme feriante es el primero- evidenciará desde el principio y durante todo el film aquella ambición determinante. Como si filmara siempre a sabiendas de que solo así, arriesgándose, arriesgando el pellejo como lo hacen sus personajes, es posible contar lo que se propone: el silencioso trabajo de las cuadrillas dedicadas a las pintadas políticas por encargo puntero. Oficio de sombras pobres que salen bien entrada la noche a marcar las paredes de las autopistas con triviales consignas electorales, pero que requieren paradójicamente de una habilidad sorprendente. La condición clandestina del trabajo y su complicada ubicación lo justifica. No cualquiera puede hacerlo. El trabajo exige precisión y velocidad. Un trazo delicado y ligero. Pero principalmente audacia. Y Ezequiel, el protagonista de la película, la tiene. Posee los atributos necesarios. Por eso apenas descubran su destreza –en este trabajo, como en el fútbol, están los encargados de cazar talentos-, lo incorporarán a un grupo de propaganda política. Su llegada no estará exenta de conflictos. Cerca de las elecciones, el espacio público se convertirá en una zona liberada a la contienda territorial, reservada a la extraña disputa entre brigadas de diversos candidatos. El film de Angiolillo se ocupará de la cotidianidad de su protagonista. De su tiempo libre al frente de una banda de cumbia; también de su otro trabajo inadvertido ligado a la publicidad, pero dirigido al espacio aéreo: la grabación de anuncios destinados a la transmisión en el cielo mediante una avioneta que sobrevuela la ciudad. Trabajos impensados cuya realización efectiva no suele considerarse, pues su ejecutor permanece sin representación. Trabajos que a simple vista parecen no ser consumados por nadie, pero que exigen de una elaboración rigurosa, de una destreza inaudita. La misma destreza que empleará el director para filmarlos, para contar su existencia invisibilizada. Angiolillo intervendrá el espacio fílmico. Por momentos ciertos planos se fundirán con otros. La disposición de la cámara aparecerá muchas veces torcida, como si buscará cierta torsión que permitiese consolidar un punto de visión enrarecido. El oficio de Ezequiel reclamará para poder narrarse un trabajo formal específico, una puesta orientada a producir un paisaje casi fantástico de autopistas inextricables. Cuerpo de Letra es una película extraordinaria. El film -entre el registro documental y la ficción- conquista una enorme significación política. Principalmente porque consigue extraer de la trivial consigna electoral toda su compleja dimensión encubierta, lo que su perversa vaguedad disimula.
Mujer sola Por la mañana, en la mesa de un bar, dos mujeres conversan animadas. Liz y Rosa comparten una pizza, beben cerveza, se ríen. Sus bebés duermen, mientras tanto, en sendos cochecitos. Es un momento sin dudas agradable, pero también una situación peculiar, fuera de tiempo. Se acaban de conocer en un parque. En un punto de la charla, Rosa le pregunta a Liz por su profesión. Ella le contesta que es escritora y que trabaja en una editorial. Acaso para revalidar una respuesta que considera insustancial, agrega que además publicó una novela. Entonces Rosa, casi como burlándose de ella y de su oficio, le pregunta si está escribiendo sobre su flamante experiencia: la maternidad. Pero Liz le contesta, entre carcajadas, que no, que ese tema no le interesa mucho a nadie. Sería posible reconocer en esta escena, y en especial en esta última respuesta de Liz, una suerte de prólogo indispensable de Mi amiga del parque (2015), la última película de Ana Katz. O mejor aún, una advertencia argumental y formal, porque la película abordará -así, un poco en serio y un poco en broma- precisamente esa cuestión que pareciera no importar demasiado. El oculto, y las más de las veces problemático, comienzo de la maternidad: el puerperio. Circunstancia poco feliz que el film de Katz no tardará en caracterizar a partir de la condición que suele determinarla: su profunda soledad y extrañeza. Liz no es soltera, pero está sola. Su marido, que viajó a Chile para trabajar en un documental en las inmediaciones de un volcán, se encuentra bien lejos, a miles de kilómetros de distancia, en otro planeta. En ningún momento será posible establecer con él una comunicación efectiva. Las llamadas telefónicas vía Skype tan solo servirán para exhibir justamente las señales de un intercambio fallido, que no fluye. No podrán entenderse. El film insistirá con eso: "No nos estamos entendiendo", repetirá una y otra vez Liz. Como si entre ella y su marido -entre ella y los otros- mediara, en ese momento tan particular, un abismo infranqueable. Liz vive con su bebé recién nacido en una casa recién estrenada. Una breve pero muy certera escena alcanzará para describir una cotidianeidad experimentada con cierta indefinible angustia, pues las palabras no emergen con facilidad, persisten ahogadas en la congoja. Mientras se baña, deberá interrumpir su llanto para cerciorarse que su hijo, del otro lado de la cortina -la delgada frontera que por un instante los separa- se encuentre bien. Deberá a su vez, en el mismo movimiento, simular en su rostro una sonrisa que por su carácter forzado se convertirá de pronto en una mueca triste por lo imprecisa. Ante la situación de extrema vulnerabilidad e incertidumbre que atraviesa la protagonista, el pediatra -voz masculina autorizada- le aconsejará salir a caminar por el parque y relacionarse con otras madres. Es allí donde conocerá a Rosa, la amiga referenciada sugestivamente en el título del film. Influencia negativa, es la persona a la que no resulta aconsejable acercarse, la mala yunta. Rosa es una mujer extraña, diferente a las otras madres, más convencionales, las que en el parque se juntan con sus hijos y organizan reuniones de crianza, que conversan siempre sobre lo mismo. Rosa pertenece a otra clase, trabaja en una fábrica textil y vende panes rellenos. Pero no será esa la única diferencia. En ella será posible advertir desde el principio cierta singularidad difusa expresada a partir de comportamientos poco frecuentes. Liz se sentirá convocada por la extravagancia de su amiga, como si pudiera reflejarse especularmente en ella. Se alejará de su espacio de pertenencia y podrá así comunicarse. Mi amiga del parque es una película excelente. Cada escena le ofrece al espectador la dicha de su interrogación crítica. Mediante un manejo notable de la parodia, conseguirá escaparse con éxito de los lugares comunes propios de un tema que no le importa mucho a nadie. Y lo hace mofándose de ellos, evidenciando sutilmente su disposición patética. Con astucia y picardía, el film de Katz presenta una historia sobre la cara menos visible de la maternidad: cómo dirimir el conflicto entre tener un hijo y hacerse madre. Posdata: Acaso otro dilema asimismo invisibilizado sería aquel que involucra al padre y la construcción de su paternidad. Cómo resolver la tensión entre tener un hijo y hacerse padre. Una cuestión que tampoco interesa demasiado y que suele ser desarrollado con liviandad. El film de Katz no se ocupa de él –no tiene por qué hacerlo, su asunto es otro-, pero lo sugiere. En un breve diálogo, un padre que cuida a su hijo en el parque, le aconseja a Liz lo siguiente: “Las cosas es mejor hablarlas. Te lo digo yo que vivo comiéndome todo y sufro como un campeón”.
La extranjera Antes del amanecer una mujer rodeada de perros sale en busca de lo indispensable para su manutención. Ejecuta un conjunto de operaciones de aprovisionamiento. Es, en ese momento, una cazadora furtiva atenta a su entorno. Camina a través de matorrales y con una simple gomera liquida pájaros y con un palo y una pequeña red baja frutos de los árboles y con bidones y botellas junta agua de un río cercano. Lo que necesita para sobrevivir: alimento y diversas piezas –las que sean, las que sirvan- para robustecer su refugio. Vive, junto a sus perros, en una casucha endeble y precaria en medio de una espesa vegetación silvestre en las afueras de un pueblo. Un descampado –que linda con un asentamiento- funciona como frontera. Límite geográfico que evidenciará universos simbólicos opuestos. En una primera toma, la cámara que registra los pasos de esta mujer se confundirá con la mirada de los perros que la siguen a todos partes. La mujer de los perros (2015), la notable película de Laura Citarella y Verónica Llinás, formula así el principio organizador de su trama. Hay allí, en esa marca inaugural, la cifra de una preocupación por sostener una perspectiva –una forma de ver el mundo- levemente enrarecida. Podríamos agregar: alienada. Un punto de vista extranjero. El de una mujer afincada en un contexto inusual, escoltada por una manada de perros vagabundos. El film se propone contar su cotidianidad durante el devenir de las cuatro estaciones del año. Cómo subsiste en un escenario hostil. Cómo se las arregla en su intento por configurar un espacio de soberanía a partir del cual representarse aislada de los demás. Cómo permanecer ajena incluso al lenguaje. En ningún momento la mujer emitirá palabra alguna, tan solo contemplará con lejana extrañeza su alrededor. Cuando quiera o necesite algo de algún otro, le alcanzará con gestos breves y concretos. El resto será silencio. No carga siquiera con un nombre. Será simplemente “la mujer de los perros”. Se le acercarán para agredirla. Su extranjería provocará en los otros una risa burlona, el malicioso gaste. Pero ella se defenderá de las agresiones, cuidará cada vez su dominio. Sus excursiones al pueblo serán esporádicas. A partir de excusas –por ejemplo, su delicada salud- cruzará fugazmente la frontera y, como un fantasma que deambula sin ser visto, paseará por sus calles pobladas, ya extrañas. Un acierto –entre muchos otros- del film de Citarella y Llinás: en ningún momento el film exhibirá el motivo por el cual la mujer decidió expatriarse; alejarse de la sociedad y prescindir de ella. No hay señales de un pasado que justifique su comportamiento. Las razones no importan, no importa demasiado el sentido. Como tampoco importan –porque sobran- las palabras. Lo que aquí importa son las imágenes. Su propio gesto. Aquello que las imágenes del cine pueden llegar a revelarnos a partir de la sugerencia de su expansión. La mujer de los perros conquista así un territorio desconocido. El cotidiano devenir de una mujer desligada de su medio habitual de pertenencia, de su presunta realidad originaria, promoverá una oportunidad inaudita: la configuración de otra realidad. Otro punto de vista capaz de suscitar nuevas imágenes –pensamientos, preguntas-. Como un poema. O como lo que un poema puede forjar: la sonrisa ante el preciso instante en que un día recién comienza o que se dispone, después de su fatigante algarabía, terminar.
Foxcatcher (2014), la última película de Bennett Miller (Moneyball; 2011; Truman Capote, 2005), exhibe una disposición narrativa que por su escasa frecuencia en las filas de la cinematografía hollywoodense resulta apreciable: la sugerencia. Miller construye escenas concisas pero esenciales, delimitadas con precisión, eficaces por su potencial convocante. Podríamos decir que apuesta por la audacia que implica no informar burdamente las razones de un drama. Mejor aún: las presenta en acto. Sucintas acciones alcanzan, entonces, para establecer un relato contenido. Casi tanto como el protagonista de la historia, Mark Schultz (Channing Tatum), un luchador profesional, ganador de una medalla dorada en los Juegos Olímpicos de 1982, pero que sobrelleva sin pena ni gloria una vida gris y sin horizonte. Desde la primera escena es posible advertir cierta violencia que anida en su cuerpo de animal arisco, tan solo brutal por su mirada perdida y por eso feroz. Violencia cuya probable justificación se descubre después, cuando la empleada de un colegio al que fue invitado para departir acerca de su experiencia deportiva lo confunde con su hermano mayor Dave (Mark Ruffalo), luchador como él, ganador de la misma medalla. Un simple entrenamiento de lucha entre ambos revelará sus diferencias, breves señales que anticipan el desarrollo posterior de la trama: el ataque de Mark es precipitado, decide su estrategia por la fuerza y el choque. Dave, por el contrario, utiliza la fuerza sólo cuando la técnica lo exige; recibe golpes, pero es paciente: espera el instante preciso para voltear a su contrincante y derrotarlo. Mark tendrá, sin embargo, una oportunidad. John du Pont (Steve Carell), un atribulado millonario, dueño de la corporación química más grande del mundo, lo invita a su residencia para ayudarlo a conquistar un nuevo triunfo, esta vez por fuera de la sombra opresiva de su hermano. Foxcatcher, ajustado su relato al orden narrativo que lo fundamenta desde el principio –pero que a veces traiciona- avanza sin nunca del todo definir completamente. Como si buscara dejar irresuelto, casi en suspensión, esos sentidos siempre dispuestos para un desarrollo pueril. Al contrario: permanecen velados. ¿Qué sucede realmente con Mark? ¿Qué sucede realmente entre él y su promotor? Poco importa. El film de Bennett Miller funciona justamente en aquellas escenas donde acentúa su régimen alusivo y avanza. Retrocede cuando, precipitándose, arriesga escenas afectadas de cierto patetismo psicologista. Cuando, por ejemplo, ensaya y subraya explicaciones a partir de una relación familiar problemática. La historia, hacia el final, desestima sorpresivamente a su protagonista, lo pierde de vista, acaso por la tentación de atender las desavenencias de un poderoso desquiciado de soledad. Lo recupera tanto más luego, en la última escena, en la expresión máxima de su violencia descomunal.
“En este mundo hay muchos tipos de familia”, afirma, como justificándose, tal vez cansado por el asedio de los bienintencionados consejos que recibe a mansalva por parte de sus interlocutores, el protagonista de De tal padre, tal hijo (2013), de Hirokazu Kore-eda. Afirmación que bien podría expresar una de las principales preocupaciones argumentales del director japonés a lo largo de su filmografía (After life, 1999; Nadie sabe, 2004; Un día en familia, 2008): el asunto familiar. No hay un tipo de familia, sino varios. Porque siempre fue el carácter heterogéneo de la familia aquello que promovió –y justificó- en Kore-eda la búsqueda de su comprensión. Y sin embargo, su último film pareciera desmentir esa complejidad que anuncia su protagonista casi con desgano, como si intuyera no ser escuchado, como si su mera afirmación problematizante alcanzara para impugnar totalmente un relato que no demuestra en su desarrollo sino lo contrario. He aquí el asunto: la historia de Ryoata Nonomiya, un joven arquitecto que busca ascender rápidamente en la empresa donde trabaja. Un hombre ocupado y convencido, de principios fríos fuertemente arraigados; que ve poco a su mujer, obediente ama de casa que cuida con alegría a su pequeño hijo de seis años. Arquetípica presentación, entonces, de una familia pequeño-burguesa en promoción. Hasta que una inesperada noticia hace desmoronar de un plumazo todo el proyecto: desde un hospital le informan que su verdadero hijo fue accidentalmente cambiado por otro el día de su nacimiento. El niño que vivió junto a ellos pertenece a otra familia; una familia pobre, pero feliz y unida, que no tardará en exhibir su bondad y nobleza, valores desdeñados por Ryoata, quien deberá definir a partir de la revelación qué hacer, con cuál de los dos quedarse, si con su hijo biológico o con aquel que ha estado a su lado desde siempre. Si bien De tal padre, tal hijo es una película que transcurre sin sobresaltos melodramáticos, pues su director se concentra con cautela en ciertos pasajes cotidianos para proyectar así la difícil situación que atraviesan sus personajes, la construcción esquemática y a veces maniquea de su trama provoca su previsibilidad y -lo que es aún peor- el agotamiento de un espectador que espera que la sucesión de planos termine de una buena vez. No hay preguntas. Hay, más que nada, respuestas: tiernas y digeribles. Acaso la necesidad de subrayar una búsqueda –es decir, un problema- señale, a fin de cuentas, el momento en el cual dicha búsqueda ha encontrado fatalmente su límite.
Calvario (Calvary, 2014), la segunda película del director irlandés John Michael McDonagh, comienza con una escena por demás habitual: un sacerdote espera en un confesionario. Parece como si esperase leyendo, pues si bien no observamos ningún libro, el sacerdote conserva la mirada hacia abajo. Es cierto: podría estar reflexionando, o tal vez conversando con Dios –lo que no supondría, en su caso, diferencia alguna-. Sin embargo, de pronto, un hombre entra en el confesionario –en ningún momento lo vemos, pero sí lo escuchamos-, y es ahí cuando el sacerdote efectúa el inconfundible gesto del lector que con cierto fastidio marca el lugar donde suspende su lectura. Si estaba leyendo (hipótesis que nunca podremos confirmar y tampoco hace falta), no podría ser otra cosa sino la Biblia. Es precisamente un epígrafe religioso el que anticipa la primera imagen del film; una sentencia de San Agustín: “No desesperes; uno de los ladrones fue salvado. No presumas; uno de los ladrones fue condenado". Acaso la sentencia que leía con gravedad el padre James (otra gran actuación de Brendan Gleeson, quien ya había protagonizado la película anterior de McDonagh; El guardia, 2011) antes que ese hombre lo interrumpiese para confesarle que fue abusado por otro sacerdote cuando era chico y para amenazarlo –sentenciarlo- con la muerte dentro de siete días. Él escucha la confesión apesadumbrado, en silencio, como un condenado que busca –y no encuentra- las últimas palabras antes de su sacrificio. La escena es breve pero decisiva por su proyección narrativa, porque también presenta con sutileza el estilo despojado que el film sostendrá en su mayor parte -hasta la recta final, en donde desbarranca un poco y arruina a medias lo construido desde el principio-. El despliegue de unos pocos pero suficientes gestos alcanzará para significar el devenir desconsolado del protagonista, el cura de un pequeño pueblo de Irlanda que deberá en una semana encontrar una respuesta al crimen atroz que involucra en su conjunto a la institución que representa. He allí el fundamento de la historia: la búsqueda –inútil- de una palabra divina que logre con su eficacia hacer desaparecer un tormento insoluble. Durante siete días, el sacerdote caminará por las calles de su congregación y por sus ojos desfilarán otros personajes desdichados, cuya confianza en el Señor se ha perdido hace tiempo. La segunda película de McDonagh configura un sosegado pequeño infierno, una comunidad de miserables que ostenta casi con orgullo la falta de fe y el cinismo, como si fuese la única reacción posible para evidenciar los horrores consumados en silencio por los perversos diablos vestidos de sotana. Y lo hace mediante una sobria disposición formal y narrativa. Tal vez sea por eso que sorprenda, e incluso decepcione, una resolución que por su aliento complaciente y lacrimógeno termina desvaneciendo la elocuencia de sus principios fundamentales. Al menos de su contundente secuencia inicial.
Un breve texto inaugura Jauja (2014), la quinta película de Lisandro Alonso. Algunas pocas palabras que anticipan ligeramente la historia, pero que sobre todo refuerzan, por lo que esas palabras sugieren, el proyecto estético que su director sostiene con absoluta convicción desde La libertad (2001), su primer largometraje. El breve texto alude al mito de Jauja, una enigmática terra incógnita, promesa de felicidad y abundancia, perseguida por exploradores que tras su búsqueda desaparecían sin dejar rastro. La leyenda interesa porque señala la importancia narrativa del viaje, fundamento de una cinematografía signada por la búsqueda permanente de una experiencia única que revele el sentido profundo de la existencia. “Siempre me fijo en los lugares que quiero filmar, antes que en la historia”, explicó alguna vez Alonso. Porque es allí, en zonas desconocidas y alejadas de cualquier referencia familiar, donde el director lanza a sus personajes para que se desplacen insomnes, desesperadamente resignados, pero conscientes de que su destino no puede ser otro más que continuar buscando, hasta las últimas consecuencias, posibles respuestas a una sola y simple pregunta, sobrentendida en sus films anteriores y que Jauja no hace sino actualizar abiertamente: “¿Qué es lo que hace que la vida funcione y siga adelante?”. Esta vez, sin embargo, Alonso sitúa su historia allá lejos y hace tiempo: a fines del siglo XIX, durante la Campaña del desierto, en la Patagonia. Acaso poco importe el escenario donde suceden los acontecimientos. Así como tampoco importa demasiado que el protagonista sea un ingeniero danés (Viggo Mortensen) que presta sus servicios al ejército argentino, y no un inglés, tal cual debería ser, de acuerdo a las disposiciones del registro testimonial. Porque Alonso escapa con acierto de cualquier preceptiva que condicione la mirada del espectador hacia una definición previa y circunstancial. Porque Alonso formula siempre preguntas. Y lo hace a través del despliegue de una trama sencilla, elemental: la hija adolescente del ingeniero, única mujer del campamento, se escapa durante una noche con su amante. Cuando él se entera, emprende atormentado su marcha a caballo, persiguiendo las huellas de su hija a través del inconmensurable desierto, paisaje ideal para el desarrollo alucinado de su viaje incierto. Es posible que Jauja sea la mejor película de Alonso (La libertad, 2001; Los muertos, 2004; Fantasma, 2006; Liverpool, 2008). Ciertamente constituye su producción más significativa. El guion–que comparte autoría con el escritor Fabián Casas- sobresale por su mayor dimensión narrativa; sus diálogos, más abundantes en relación a su filmografía previa, resultan precisos, elocuentes, lo suficientemente estilizados. La película, de todas formas, conquista su significación en otra instancia: en las escenas donde la palabra, paradójicamente, desaparece. “Confieso que si fuera por mí, en la película no hablaría nadie, porque no confío en las palabras. Cada vez que los protagonistas hablan, siento que rompen el cuadro”, reconoció alguna otra vez Alonso. No hacen falta las palabras, entonces. La notable composición de cada una de las imágenes de Jauja alcanza para provocar una experiencia estética excepcional, quizás inolvidable por su vasta proyección poética.
Dos niñas rubias corretean, felices, por una playa paradisíaca. Se desvisten rápido, se zambullen en el mar y nadan un largo trecho hasta alcanzar una plataforma de madera flotante. Allí comparten un licor secreto, ritual infantil que anuncia un pacto de amor eterno. Se observan encantadas, casi adorándose, y esa mirada profunda –acentuada con énfasis- permanecerá inalterable durante el transcurso de sus vidas. Así comienza Madres perfectas (Adore, 2013), la nueva película de Anne Fontaine. Secuencia inaugural que anticipa el desarrollo posterior de la historia: dos bellas mujeres (Naomi Watts y Robin Wright) conservan, siempre divertidas ante el asombro de los hombres que las rodean, una relación demasiado cercana, que desmiente -en apariencia- los parámetros habituales de la amistad femenina. Porque comparten mucho de su tiempo juntas: trabajan, pasean, toman sol, conversan, se abrazan y se besan en la mejilla con mucho afecto. Ambas tuvieron, además, hijos; y los criaron al mismo tiempo. Niños que se transformaron, después de cierto tiempo, en habilidosos surfistas con cuerpos perfilados. De los padres se sabe poco: uno muere temprano, el otro brilla por su ingenuidad. Las dos madres,que sobrellevan sus días recostadas sobre la arena, orgullosas por su labor maternal, no tienen mejor idea que enamorarse cada una del hijo de la otra. Y el amor será correspondido. Bastará con esperar que alguno de los cuatro se anime a cruzar el límite. Pero no habrá que esperar demasiado. El límite se cruza rápido y sin muchas contrariedades para nadie, menos para el espectador que presencia con indiferencia el derrotero de esta aventura amorosa entre pares familiares. Una historia que por su representación cándida y superficial resulta inverosímil y, por sus premisas, predecible, como un melodrama barato y fastidioso: el envejecimiento inevitable, la vitalidad del amor joven, la diferencia de edades, los breves conflictos que promueven –solo- un par de lágrimas frívolas. Madres perfectas es una película que intenta transgredir ciertas convenciones de la sexualidad hegemónica. Sin embargo, su intención resulta tan obvia y su sentimentalismo tan berreta, que el film no puede provocar sino aburrimiento. Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre; Nathalie X; Coco antes de Chanel) no se preocupa por profundizar las posibilidades narrativas que esconde su trama. Es tal su desidia, que su trabajo evidencia una disposición, a fin de cuentas, conservadora. Cualquier pretensión de torcer la moral de las buenas costumbres se convierte así en una simple y risueña travesura.
Desde luego que sí, podríamos definir a Momentos de una vida (Boyhood, 2014), del aclamado director norteamericano Richard Linklater, como un verdadero acontecimiento cinematográfico, disruptivo -sin vislumbrar a priori el alcance de esa disrupción-,acaso excepcional. Y podría serlo, principalmente, porque el film presenta la culminación de un proyecto que sorprende por su ambición y que evidencia –como ya lo anunciaba su filmografía anterior- la confianza de su director en la capacidad del cine para capturar con extrema puntualidad el transcurso del tiempo. Durante doce años, y con tan solo periódicas instancias de rodaje –una semana por año-, Linklater reunió a un elenco estable y realizó su última película. Una película que exhibe, como advierte su título, pasajes significativos en la vida de un niño (Ellar Coltrane), desde su infancia hasta el fin de su adolescencia. El procedimiento utilizado por Linklater, conforme por supuesto a la historia que lo fundamenta, le ofrece al espectador la posibilidad de percibir, sin ningún tipo de artificio visual, el desarrollo físico, psicológico y hasta moral de su protagonista. Un niño llamado Mason que, desde el principio, observará con extrañeza el mundo que lo rodea y que, a medida que avance en su reconocimiento, descubrirá que no tiene ningún encanto para ofrecerle: “Papá, no hay magia real en el mundo, ¿no?”, va a preguntar, casi desvelado, durante una noche incierta. Más bien percibirá lo opuesto: un ordinario acontecer de alegrías breves y desdichas cotidianas. La ausencia del padre, sus visitas esporádicas pero esenciales; los dilemas de su madre, responsable de su manutención y crianza, pero que desea también otra cosa, tal vez reinventarse; las primeras frustraciones sentimentales, los miedos y, sobre todo, la búsqueda-finalmente vana- de una experiencia profunda, real. La vida tal cual es. Porque Linklater configura un férreo relato que obedece a una imaginería realista que cualquier seguidor de sus películas conoce y festeja. Una historia que intenta reflejar lo antedicho: pequeñas y reconocibles escenas de vida, arropadas por un dispositivo musical que se atiene al tipo de representación que elige, en donde cada situación aparece registrada con su correspondiente melodía de referencia generacional (de Coldplay a Arca de Fire). Sus marcas contextuales resultan también precisas, pues enmarcan con fidelidad los distintos acontecimientos familiares:el rechazo a la guerra de Irak y a Bush, y luego el apoyo progresista a Obama; la adolescencia formateada en medio de la fiebre consumista de Harry Potter y Crepúsculo; y el rock -no podía faltar-, como paradigma de sensibilidad y rebeldía soft. La temporalidad del film va a permanecer durante todo el metraje circunscrita a la sucesión uniforme y mesurada de las etapas formativas de su protagonista, sin llegar a inquietar, en ningún momento, con alguna mínima situación que quiebre su vasto equilibrio. Una disposición que caracteriza la narrativa del director de la trilogía Antes del amanecer/del atardecer/del anochecer. Momentos de una vida es una película luminosa, sí. Tierna y, después de todo, apacible. Su definición podría incluir, sin embargo, un interrogante. Porque a fin de cuentas, ¿qué es lo que espera el espectador de cine, sino lo contrario, una experiencia transformadora, acaso mágica, que amenace, por un instante, con alterar su percepción? Una simple pregunta. Como aquella que le hizo el niño a su padre, durante su primera noche de insomnio.