La legendaria actriz Sonia Braga encarna a Doña Clara, una crítica musical jubilada y de unos sesenta y pico años, viuda y madre de tres hijos ya adultos. De expresión digna, talante adusto, se comprende que siempre fue una luchadora, una mujer bien plantada, proclive a enfrentarse a las injusticias que se le imponen, pero al mismo tiempo dispuesta a dar una mano a quienes la precisan (esto puede verse en su actitud cordial respecto a los obreros que trabajan en su edificio, aunque cumplan con una labor específica que la desfavorece). La protagonista vive sola en un departamento del edificio Aquarius, frente a la playa de Boa Viagem, en Recife. Una empresa constructora, que ya compró todas las demás unidades del inmueble, comienza a presionarla para vender su hogar, primero con ofertas cada vez más tentadoras y luego con iniciativas mucho menos agradables. La idea es demoler el edificio para construir en su lugar una moderna torre de categoría, pero Clara se niega a abandonar el departamento en el que crió a sus hijos, cargado de recuerdos y valor afectivo. Así como en un momento la enfermedad supo aparecérsele en su cuerpo, Clara sufre un nuevo cáncer externo, uno que se le impone y que le reserva docenas de suplicios. Pero la resistencia de la protagonista es la fuerza motora que lleva adelante esta película, por la que se despliega una tensa lucha contra la compañía: la vieja historia de David contra Goliat encuentra aquí una nueva y encarnizada contienda, pertinente a los tiempos que corren. Es notable la personificación de los antagonistas de Clara: negociantes de sonrisas cálidas, magnates que enarbolan la racionalidad y la sensatez cuando en definitiva están hablando de demoler. En un afán “modernizador” se busca borrar de un plumazo con el pasado, destruir un micromundo cargado de historias para implantar en su lugar un complejo de viviendas impersonal, elitista, la clase de construcciones que han transformado los centros urbanos de Brasil convirtiendo a barrios fluidos y de constante interacción vecinal en sitios aislados y vigilados, que agudizan la brecha social. Estos abanderados del “progreso” apelarán a las más bajas maniobras con tal de quebrar a una protagonista tan testaruda como inamovible, así como atrayente en su lúcida e indomable tesitura. Es interesante que la protagonista no sea una persona necesitada ni de clase media, de hecho, en determinado momento se aclara que, en caso de no tener más esa propiedad en Recife, podría habitar uno de sus otros cuatro apartamentos, lo que lleva a comprender por qué es la única habitante del edificio no dispuesta a ser comprada con abultadas sumas. Este dato lleva a comprender también la desproporción y el desequilibrio de fuerzas en situaciones similares: una persona sin recursos ni medios no podría resistir a esta tipo de embates de la manera en que lo hace Clara. De 66 años, Sonia Braga llevaba dos décadas sin aparecer en una película brasilera y este supone su imponente regreso. Y puede decirse que la grandeza de Aquarius se da fundamentalmente por la conjunción impagable del talento de esta gran actriz delante de cámaras con el de Mendonça Filho tras ellas.
Primero que nada es justo decir que este es un tanque-romántico-espacial hollywoodense, y que no pretende venderse como otra cosa. El que haya visto el trailer ya sabe a priori lo que va a ver: bellos jóvenes (Jennifer Lawrence y Chris Pratt, hoy dos de los actores más cotizados del mundo) perdidos en el espacio, solos a bordo de una nave autónoma y gigante. Una película, entonces, orientada a un público específico: adolescentes y veinteañeros, preferiblemente parejas. La premisa es simple: el protagonista se despierta, luego de 30 años de criogenización, a bordo de la gigantesca nave Avalon. Pero enseguida comprende que algo salió mal: es el único, de los más de 5 mil pasajeros, que ha despertado de su letargo. De hecho, su vigilia se adelantó: faltan aún 90 años para que la nave llegue a su destino, el planeta Homestead II, y para que el resto de los pasajeros despierte. Volver a criogenizarse le es imposible, por lo que ha quedado varado en una nave inmensa, completamente solo con la excepción de un androide barman (Michael Sheen) y otros varios robots de servicio. Lo más interesante del asunto es que, inmerso en la tristeza y la soledad más extremas, una idea se le aparece como un parásito envenenado: abrir la cápsula de criogenización de alguien más, con la intención de obtener una compañera para su eterno viaje. Luego de luchar un tiempo contra esa tentación, finalmente sucumbe a ella, y de entre los miles de humanos congelados elige justamente a una escritora joven y bella –si lo hacemos, lo hacemos bien, habrá pensado–, aun a sabiendas de que, con esa única acción, pasa a condenarla a un confinamiento eterno. Esto es lo más interesante de la película, pero también lo más nefasto. Todo el romance posterior está basado en una gran mentira: no fue un accidente que ella haya despertado, sino el resultado del egoísmo del protagonista, un hombre desesperado que acabó arrastrándola a su misma isla desierta. Lo llamativo del asunto es que el discurso que se construye a partir de ese hecho no se encuentra muy lejos del tan criticado machismo propio de las series turcas de moda, aquellas en las que una mujer es secuestrada o violada pero acaba enamorándose de su victimario, aceptando el destino impuesto por el sistema patriarcal. De la misma manera, aquí la chica, aun luego de enterada de la terrorífica verdad, acabará enamorándose de quien a sabiendas decidió arruinarle la vida. Por fuera del inesperado paquete ideológico existe una razón cinéfila para querer ver esta película: se trata de la última obra del notable director noruego Morten Tyldum, autor de las brillantes Headhunters y El código enigma, uno de los últimos autores reclutados por Hollywood. De hecho, esta es la típica película estadounidense dirigida por un extranjero: un creador de imágenes y mundos es puesto al servicio de un guión estándar y más o menos funcional. La atmósfera se logra notablemente y los pasillos fríos, la pulcritud imperante y el gélido silencio imponen eficientemente una sensación de aislamiento. Pero también se hacen sentir ciertos problemas de ritmo, y el aburrimiento de los protagonistas se contagia. En un giro tardío del guión, un tercer personaje aparece en la nave, rematándose la película con un vuelco hacia el cine catástrofe y de acción. Pero es demasiado tarde: Pasajeros ya había arrastrado a su audiencia hacia las insondables profundidades del bodrio.
Diferente, y menor En su acumulación de episodios y trilogías, más reboots, spin-offs y fanfictions, la saga Star Wars se ha vuelto tan rica e intrincada para los fanáticos como incomprensible e inabarcable para quienes la ven desde fuera. Pero como los que están dentro son tantos y tan profundamente entusiastas, todo intersticio en la trama, toda nueva indagación en cualquier época de la extendida historia significa un nuevo filón a explotar. La industria no descansa, y si Harry Potter ya no tenía más libros en los que inspirarse, hubo que hacer un viaje al pasado para iniciar la nueva franquicia de Animales fantásticos y cómo encontrarlos. Si bien Star Wars podría seguirse indefinidamente hacia adelante a partir de El despertar de la fuerza, por qué no explorar (explotar) las ocurrencias que pudieran intercalarse en el pasado y, ya que estamos, volviendo a traer figuras populares desaparecidas, como la del mismísimo Darth Vader. Así es que esta historia se ubica cronológicamente luego del final de la segunda trilogía (la de los años 2000) y antes del comienzo de la primera. El imperio cada vez obtiene mayor poder interplanetario y la rebelión se encuentra ya prácticamente diezmada; los jedi se han vuelto una raza extinta. Es en este panorama que un grupo de parias, rebeldes y conscriptos de bajo perfil deciden aliarse para una misión suicida aunque asimismo crucial: el robo de documentos que exponen la vulnerabilidad de la Estrella de la Muerte, nefasta arma del imperio diseñada para subyugar a la galaxia destruyendo planetas enteros. Es así que esta película es muy diferente en tono a El despertar de la fuerza, y al resto de los episodios de la saga. Es más deliberadamente oscura, y se encuentra opacada por el germen de la seriedad. No es extraño que haya sido comparada con Doce del patíbulo, con Los siete samuráis, y con todo ese cine en que un grupo de forajidos se embarca en una arriesgada misión. La idea es buena, y los principales miembros del equipo están notablemente presentados como para contar con atributos específicos y ser bien diferenciados. Ahora bien, el problema de Rogue One es tan central y elemental como la idea misma de ritmo y, por ende, de entretenimiento. Podrá notarse en primer lugar la ausencia de comic reliefs, así como de criaturas simpáticas rondando los personajes principales, algo muy curioso por tratarse de una entrega de Star Wars. Podrá creerse que esto es un sinónimo de adultez, pero analizándolo en detalle (se siguen spoilers) está lejos de serlo. Como se trata de una misión suicida, el conocedor de la saga no debería extrañarse con el hecho de que cada uno de los integrantes del grupo termine falleciendo en determinado punto del desenlace, y es precisamente por eso que los creadores habrán pensado que ninguno de los personajes debería ser lo suficientemente simpático, para no herir así la sensibilidad ni despertar el desconsuelo en las audiencias infantiles. El resultado de esto es una abundancia de diálogos mecánicos y despersonalizados, carentes de gracia. En segundo lugar, tanto el director Gareth Edwards (Godzilla) como los guionistas parecerían carecer de la imaginación suficiente como para hacer que la película verdaderamente levante vuelo. La tensión sí está bien construida, pero la trama carece de los clímax esperables. De hecho, los momentos de acción recuerdan a esas aburridas películas de comandos, con balazos y explosiones por doquier, pero sin la gracia de aquellos montajes paralelos formidables de los episodios previos, en los que se exponían varias contiendas cruciales al mismo tiempo. De hecho, las muertes de un par de personajes importantes están pésimamente explotadas, y una de ellas (la de Baze Malbus) hasta carece de sentido alguno. Esto no quiere decir que Rogue One no valga la pena. Se trata de un imponente despliegue de producción que ofrece una historia de a ratos atractiva, pero también dejando ese retrogusto amargo de ser mucho menos de lo que podría haber sido.
Lost in Translation En una línea ya algo añeja de ciencia ficción trascendental, promovida en 1968 por el éxito de 2001. Odisea del espacio, esta película1 es el último ambicioso proyecto del cineasta canadiense Denis Villeneuve, autor de las brillantes Polytechnique, Incendies, Prisoners y Sicario. Villeneuve ha sido merecidamente proclamado y calificado como una de las grandes recientes revelaciones, y Hollywood supo reclutarlo prestamente para sus propias filas. Así, en los últimos cuatro años el director concibió ya tres películas de financiación íntegramente estadounidense, producidas y distribuidas por las majors. Por fortuna, hasta ahora Villeneuve mantuvo su perfil autoral, y aunque sus películas parecen actualmente más viradas hacia los géneros, su abordaje es siempre original y profundo, conjugando el cine popular y masivo con una concepción sobresaliente y una certera visión social y antropológica. Pero seguramente este sea uno de los filmes más sobrevalorados de la temporada. La historia comienza con la abrupta llegada de 12 naves alienígenas de más de 450 metros de altura, distribuidas en diferentes puntos del planeta. Una experta en lingüística (Amy Adams) es reclutada junto a un científico (Jeremy Renner) por el gobierno de Estados Unidos para intentar establecer comunicación con los visitantes, para averiguar quiénes son y cuál es su propósito en la Tierra. Es indiscutible el talento de Villeneuve para construir suspenso y contar historias, así como la forma en que introduce interesantes reflexiones en sus historias. Uno de los ejes de la trama es la dificultosa y progresiva asimilación, por parte de la protagonista, del idioma particular de los extraterrestres. Partiendo del concepto de que el lenguaje determina la percepción del mundo, se lleva a sus últimas consecuencias la idea de que el aprendizaje de una lengua “superior” podría resetear el cerebro, de modo de llevar al hablante a adquirir habilidades nuevas. Pero casi todo suena a canción conocida: un prólogo al estilo Up, que demuestra en breves pantallazos el paso del tiempo de un vínculo, con desenlace trágico incluido. El trascendentalismo new age a lo Malick, por el cual se intercala en la historia una anécdota familiar; la comunicación con extraterrestres bonachones a lo Encuentros cercanos de tercer tipo, la pareja dispareja en la que se opone el hombre de ciencias con la chica de letras. La visita alienígena con lección moral, la resolución mágica a lo Interestelar –el amor vence los límites del tiempo y el espacio– y, patrón del libreto estadounidense “inteligente”, un enigma que se resuelve, vuelta de tuerca final mediante. Reflexión social y política, la película expone una humanidad incapaz de resolver de forma pacífica los conflictos y siempre presta a mitigar su paranoia y sus miedos mediante la violencia. En la medida en que no existe un líder mundial que pueda lidiar con los extraterrestres, los mandamases de las diferentes naciones no logran comunicarse entre sí ni llegar a un acuerdo sobre cómo aproximarse a ellos. Lo curioso es que sean justamente China y Rusia las potencias descerebradas que al comienzo deciden hacer frente a los alienígenas mediante un ataque preventivo, mientras Estados Unidos apuesta por el diálogo y el entendimiento. Se podrá discutir y especular sobre si en un escenario real las cosas sucederían de ese modo, pero en cualquier caso suena ridículo que la potencia que sistemáticamente apela a la violencia y al conflicto bélico inmiscuyéndose en cuanto confín del planeta existe, sea la que en este caso opte sabiamente por el diálogo y la comprensión pacífica del “diferente”.
El sistema funciona “Por favor, nunca pares de filmar” le cantaba hace años Billy Crystal a Clint Eastwood, en una ceremonia de los Óscar. Pero la súplica podría haber provenido de cualquier cinéfilo que se precie: no se trata solamente de que las películas de Eastwood sean un entretenimiento asegurado (mejor olvidarnos por un rato de El francotirador), que estén bien contadas, que estén construidas con fluidez, elegancia y una coherencia envidiables, sino que además están dotadas de una fuerza muy particular, que les otorga un vuelo cinematográfico único, lo que convierte la experiencia de su visionado en algo intenso y memorable. El piloto Chelsey “Sully” Sullenberg se encuentra al mando de un vuelo de pasajeros de rutina, pero a poco de despegar, el jet se cruza con una bandada de gansos canadienses que avería ambos motores. Evaluando rápidamente las posibilidades de descenso y la distancia a la que se encuentran las pistas de aterrizaje, el piloto decide, a pesar de los inmensos riesgos que ello supone, realizar un amerizaje sobre las aguas heladas del río Hudson. La arriesgada maniobra es un éxito, y más allá de algún herido puntual, todos los pasajeros son rescatados. Pero lo interesante de la película y el eje del conflicto queda planteado cuando comienza una investigación llevada adelante por la NTSB (Junta Nacional de Seguridad del Transporte), que pone en duda la decisión del piloto. Según datos recabados mediante el cálculo con algoritmos y la recreación del vuelo en simuladores, se señala la posibilidad de haber vuelto a cualquiera de las dos pistas de aterrizaje cercanas. Para colmo, se plantea que uno de los motores del avión aún funcionaba, en ralenti. Quizá el piloto, al tomar la decisión de amerizar, puso en riesgo a 155 personas cuando pudo haberlos llevado de vuelta tranquilamente a cualquiera de los aeropuertos cercanos. Al salir estos datos a la luz, Sully comienza a dudar de sí mismo y de la decisión que tomó a último momento y bajo extrema presión: quizá podría haber evitado una experiencia traumática a tanta gente (y los costos del avión perdido) de no haber tomado una medida tan drástica. Una historia que otro director hubiera descartado, quizá por considerarla irrelevante o poco fructífera a nivel cinematográfico, es explotada con inigualable maestría por Eastwood, con la ayuda determinante del guionista Todd Komarnicki y el montajista Blu Murray. Los momentos cruciales del incidente son recreados tres veces en la película –siempre desde una perspectiva diferente– sin que estas escenas suenen repetitivas o pierdan un ápice de intensidad. Asimismo la tensión y la incomodidad de las sospechas que recaen sobre el piloto proveen al planteo de un sostenido y poderoso peso dramático. El problema, quizá, sea algo tan íntimo como la ideología conservadora del director. Como es sabido, Eastwood es de las figuras públicas más reconocibles entre filas del partido republicano, lo que explica que haya elegido una historia real de este porte (el que no haya visto la película quizá debería dejar de leer por aquí). El desenlace no podría ser más tranquilizador, ya que se ocupa de dejar en claro que la decisión de Sully fue correcta, que se trata de una figura intachablemente heroica y, sobre todo, que el sistema que lo rodea, perfectamente dinámico, presto a la colaboración, muy ajeno a obedecer a intereses personales y corporativos y dispuesto a reconocer los errores propios, acaba funcionando a la perfección y reconociendo la grandeza del piloto. Pero lejos de todo esto, el mejor cine nunca es tranquilizador: es aquel que deja sombras de duda, que implanta en el espectador el germen de la incomodidad y lo deja allí depositado, es aquel que se preocupa en exhibir las fisuras de la gran maquinaria y las injusticias que ella esconde, sin apelar a fórmulas mágicas que las diluyan o las hagan desaparecer.
Orgía en el supermercado Como contrapartida a esa manía de la animación mainstream y especialmente de Pixar de humanizar cuanto objeto inerte exista, ya sean juguetes, lámparas de mesa, robots, medios de transporte y hasta volcanes, esta película lleva esa fantasía infantil al extremo del absurdo, convirtiendo a todos los alimentos de un supermercado en seres parlantes, dotados de personalidad y sentimientos. Cada objeto disponible en las góndolas se presenta como un posible personaje, y a veces un solo paquete cuenta con varios de ellos, como son los protagonistas: salchichas (panchos) y panes de Viena. Esta humanización trae un costado sumamente incómodo; por un lado, la idea es terrorífica, y al mismo tiempo la empatía es dolorosa en el sentido de que, de tener vida los objetos, sería una especialmente ardua. Con esta doble incomodidad juega constantemente esta película. “Advertencia, sexo explícito entre alimentos”, señala uno de los pósters. Lo curioso es que no hay nada de exagerado en la frase, efectivamente La fiesta de las salchichas cuenta con una escena de sexo desopilante y realmente sorprendente. El mensaje es parte de la campaña de promoción del filme, pero sería igual de pertinente otra advertencia referente al gore u otras escenas gráficas de destripamiento o trituramiento de alimentos “vivos”, por raro que esto suene. Los productos del supermercado viven una existencia pacífica, siempre a la espera de que un comprador los elija y los lleve al “gran más allá” de las puertas corredizas; su único miedo es el de quedar caducos antes de ser comprados, lo que supondría que irían a parar al tacho de basura. Su sistema de creencias los lleva a pensar que los “dioses” (es decir, los humanos) son seres todopoderosos que actúan según designios inescrutables, y quizá la genialidad de la película sea jugar con ese costado oscuro de la vida y de la muerte: qué sucedería si en vez de ese lugar luminoso y de ensueño que esperamos nos tocara enfrentar el más horrendo de los infiernos. En este caso, los “dioses” los eligen para trozarlos, sacarles la piel, hervirlos, freírlos o directamente masticarlos en crudo. Varias escenas que muestran, con clima de pesadilla, estos sucesos, sirven como dura metáfora de realidades inhóspitas, como cuando una de las salchichas sale a la calle y se encuentra con un preservativo usado que relata su desagradable historia, o con granos de choclo, aún vivos, hundidos en la mierda. Todo este delirio está integrado a una película desternillante, repleta de chistes sexuales que pisan constantemente la total incorrección. Un punto notable es haber integrado al cuadro a dos directores de animación, conocidos por haber hecho películas infantiles, y también a Alan Menken, compositor frecuente de Disney, como para crear una estética “infantil”, que resalte aun más las constantes salidas de tono. El principal responsable de este despropósito es el productor, actor y guionista Seth Rogen, quien reunió a un montón de amigos (hoy ya son casi una secta: Evan Goldberg, Jonah Hill, Bill Hader, James Franco, Danny McBride, David Krumholtz, Craig Robinson, Paul Rudd) para lograr tan divertido desmadre. La fiesta de las salchichas es de esas raras animaciones calificadas en Estados Unidos como “R”, o sea, para mayores de 17 años. En este caso, la estampa está plenamente justificada.
Burton resurrecto Para quienes supimos ser fanáticos de Tim Burton en la década de los noventa, sus últimos títulos son prácticamente innombrables: Alicia en el país de las maravillas, Sombras tenebrosas, Frankenweenie y Big Eyes fueron películas desproporcionadas, kitsch, empalagosas, arrítmicas o simplemente aburridas, de las que bien quisiéramos olvidarnos. Si bien Burton siempre fue irregular, esa seguidilla de desastres parecía dar la pauta de que el director de Ed Wood y Sleepy Hollow había perdido por completo el eje. Pero por suerte aparece hoy esta notable película. Burton nunca fue propiamente un guionista, y para sus películas tomó historias ajenas y las enriqueció (o arruinó, dependiendo del caso) con su imaginario particular. Pero su firma asegura historias que explotan ese costado terrorífico de los cuentos de hadas, o ese perfil más infantil y fantasioso del cine de terror, por lo que sus filmes suelen situarse en un camino ambiguo, que juega con ambas puntas. Provistos generalmente de humor negro, propone universos en los que un puñado de extravagantes personajes se abre camino a la aventura. Si el cine es evasión, las creaciones de Burton son universos ideales en los que perderse. La excéntrica novela infantil en la que se basa esta película reúne todo aquello que a Burton parece gustarle más. En ella el autor Ransom Riggs despliega la historia de varios niños “peculiares” recluidos en un orfanato, viviendo el mismo día una y otra vez, en un perpetuo bucle de tiempo. Pero una de las particularidades más llamativas del libro es que está ilustrado con inquietantes fotografías antiguas, en las que se ve a niños con miradas amenazantes o directamente demoníacas, vestidos con extraños disfraces o en posiciones imposibles. Una de las referencias inevitables es X-Men, en la que también existe una institución que reúne personajes “diferentes” en quienes cada particularidad es también un portentoso superpoder, pero aquí los personajes no llevan a cabo grandes hazañas sino que simplemente deben sobrevivir de un brutal ataque de “huecos”, criaturas amenazantes y tentaculares que buscan a los niños para sacarles los ojos y comérselos. Lo más interesante del planteo es que algunos de estos superpoderes permanecerán en secreto hasta el final de la película, manteniéndose el enigma durante todo el metraje. Otro referente obvio es Harry Potter, y es esta la 37ª historia de un niño ordinario y con problemas de inserción social que descubre un mundo diferente, en el que resulta ser “el elegido”. El talento de Burton se encuentra principalmente en la particularidad de los ambientes; la música, los efectos especiales, la vestimenta, el maquillaje y los decorados están elaborados cuidadosa y coherentemente, logrando una atmósfera envolvente y atractiva. También puede verse en un elenco brillante y una notable dirección de actores. Aquí sobresalen especialmente Eva Green –ya una actriz fetiche de Burton– como Miss Peregrine, así como la totalidad del elenco infantil y adolescente, y, por sobre todo, el imponente Samuel L Jackson como un malo malísimo que oficia al mismo tiempo como figura amenazante y como comic relief. Jackson se calza el personaje con la gracia y el talento con que se desenvuelven los grandes. Es verdad que la película surge en un momento en que ya existen varias historias parecidas en la vuelta, pero es la autoría de Burton la que marca una diferencia estética, proporcionando solidez y ritmo, y dando además la buena nueva de haberse encauzado, una vez más, por el buen camino.
El mejor cine del mundo No hay caso, Argentina brilla como casi ningún otro país del mundo en materia cinematográfica. Si bien durante los últimos años han podido verse películas originales y sobresalientes como El estudiante, La mirada invisible, Amateur, Abrir puertas y ventanas, Los dueños, Relatos salvajes, Los cuerpos dóciles, La tercera orilla o Juana a los 12, esta obra, por difícil y extraño que pueda sonar, cumple con la tarea de superarlas a todas ellas, con creces. Y es que hace tiempo que no se veía un cine tan visceral, vivo y original, de esos que aparecen raramente y que se imponen aislados, sin que podamos compararlos, etiquetarlos, parcelarlos de manera alguna. La clase de cine que relata una historia recargada, poderosa, imborrable. Luisa (Érica Rivas) acaba de enviudar. En su deambular errático, su rostro apagado y cansado, en sus notorias dificultades para levantarse de la cama, para hacerse cargo de sus hijas y de tareas administrativas de rigor tras la muerte de su marido, puede verse claramente que atraviesa una profunda depresión. Pese a la pulcritud en su peinado y sus atuendos, le cuesta levantarse, desplazarse y hasta pensar. Pero la presión social y la responsabilidad pesan sobre la protagonista: aún es joven y debería darle a sus hijas una “estructura” nueva. Esto es: debe movilizarse para conseguir un nuevo marido. Es en una fiesta que conocerá a Ernesto (Marcelo Subiotto), un cuarentón de buen pasar, que parecería el partido ideal y que, sorprendentemente, también está soltero. Lógicamente, este candidato idealizado acabará demostrando ser su opuesto radical. Mucho se habla de una adaptación de época perfecta, de una fotografía y una dirección de arte potentes, de planos armónicos que proveen a la película de una cadencia sumamente particular. Pero hay cuatro detalles que vuelven a esta obra tan singularmente impactante: el primero es una dupla actoral insuperable. Érica Rivas es una intérprete descomunal, que trasmite estados de ánimo complejos a partir de reacciones mínimas, pequeños gestos, exhalaciones. Su contrapartida, Marcelo Subiotto, logra un personaje incómodo como pocas veces se ha visto, capaz de generar sensaciones encontradas de empatía y rechazo. Si bien ambos actores son excelentes, el director Ariel Rotter (Sólo por hoy, El otro) va desplegando y exponiendo un conflicto de forma gradual, logrando que, al tiempo que comprendemos las razones y motivaciones de los personajes, también asimilamos la complejidad y la gravedad de un problema tan profundo como inmaterial. En tercer lugar, se trata de un abordaje ponderado que evita sabiamente la manipulación, esquivando los extremos. Nada es blanco o negro en la propuesta, no existen sensaciones o sentimientos puros en la protagonista, y las cuestiones de fondo del planteo no son nunca verbalizadas, de modo que es el espectador quien acaba construyendo el significado. Cuarto, la película en su totalidad destruye, aniquila por completo ciertos valores dominantes o verdades de Perogrullo, aquellas que señalan que un postulante caballeroso, con un buen pasar económico y con buena predisposición hacia la pareja debe ser forzosamente un buen candidato. Intensa, recargada y terrorífica a su manera, La luz incidente habla de fibras profundas, reconocibles e inherentes a los seres humanos en general, así como de un orden social alienante y opresor. Se requiere una sensibilidad artística muy particular para captar estas problemáticas enquistadas en nuestras sociedades, y para saber trasmitirlas con tal solidez y fuerza. Ariel Rotter lo ha logrado.
En un robo a mano armada a una peluquería, dos muchachos amenazan a los presentes y se llevan del local dos anillos y cinco pesos argentinos. Si hubieran atracado un banco, el crimen al menos tendría cierta importancia, y pasarían a tribunales con una dignidad aquí inexistente. Se trata de un asalto ridículo, sin premeditación, un error que cometieron drogados y al borde de la inconciencia, y que les costará carísimo. Una acción desesperada ejecutada con un arma falsa –ambos acusados insisten en que se trataba de una réplica–; un desliz sin víctimas más allá de ellos mismos. Pero la justicia debe tomar medidas ejemplarizantes. Y la forma de castigar a alguien que no tiene nada en el mundo es quitarle su libertad; de paso, condenarlo a un infierno en vida, a una humillación ilimitada. El capítulo de la obra Vigilar y castigar de Michel Foucault que da nombre a esta película, refiere a la vulnerabilidad de los cuerpos en las sociedades en que las torturas han dejado de ser aplicadas como penas: en su lugar, la pérdida de los derechos básicos es el tormento a experimentar. Esta película demuestra, mediante una historia sencilla, hasta qué punto el sistema es capaz de utilizar toda su saña burocrática sobre dos pobres diablos: los cuerpos “dóciles” deben ser maleables; sino son funcionales, sino se transforman y adaptan de acuerdo a una disciplina impuesta, deben ser entonces sometidos a inflexibles castigos. El abogado penalista Alfredo García Kalb, a quienes sus clientes y amigos llaman “Cacho”, dedica su vida a la defensa de quienes se encuentran en los estratos más sumergidos de la sociedad, a los marginados que se debaten a diario entre el crimen y una miseria total. Hiperactivo, campechano, cariñoso con sus hijos y visceralmente volcado a su trabajo, es el pilar fundamental que sustenta este documental, y cabe decir que es uno absolutamente cinematográfico. Se trata de un personaje grande como la vida; abocado a una quijotesca cruzada, intenta cambiar el sistema desde adentro y evitar que la balanza de la justicia se incline siempre hacia el mismo lado. Tiende a creerse que los documentales prescinden de actores, pero sin embargo García Kalb es de los mejores que ha dado el cine argentino en los últimos años, ya que hace de sí mismo en sus facetas más disímiles, y siempre con ricos matices y dobleces: tocando la batería con su banda, comprando una mascota en la feria, bromeando con amigos y clientes, jugando al GTA con sus hijos, deliberando efusivamente en el tribunal, reprimiendo su bronca o soportando todo el peso de un veredicto, su presencia, su físico impetuoso y desgarbado representa una figura trágica, fiel reflejo de una humanidad vapuleada. Al igual que en la brillante película palestina Omar, desde un comienzo se sabe con certeza sobre la culpabilidad de los imputados, y ese es aquí uno de los mayores méritos, ya que se evita la demagogia de mostrar a ambos muchachos como víctimas inocentes. Pero si bien el caso del robo de la peluquería funciona como eje narrativo, es la cotidianeidad del abogado la materia prima de la que se nutre esta película. Los directores Diego Gachassin y Matías Scarvaci logran captar una autenticidad brutal, utilizando notablemente los planos generales y los primeros planos, cambiando alternativamente el foco sobre uno y otro personaje durante las escenas de tribunal, captando gestos determinantes en momentos clave. Los cuerpos dóciles es una película imprescindible, fiel reflejo de un lugar, de una época y de una temática que trasciende mucho más allá de su tiempo y espacio.
Al igual que con el fútbol, Islandia anda muy bien para el cine. Las razones por las que una isla perdida en el océano Atlántico de poco más de 300 mil habitantes pueda contener tanto talento es algo llamativo y digno de análisis. Como sea, esta película1 es un buen exponente de la calidad cinematográfica que viene desplegando el país año tras año, por lo menos desde hace una década. Gummi y Kiddi son dos veteranos solteros y ermitaños que viven en casas contiguas en un remoto pueblo rural, en el valle nevado de Bardardalur. Son además hermanos, pero a pesar de que comparten territorio y afición, desde hace décadas que están peleados y no se dirigen la palabra. Su vida gira en torno al pastoreo y a sus respectivos carneros, premiados en varias ocasiones como los mejores del país por su ancestral linaje. No es para menos, son cuidados con cariño y esmerada devoción por ambos protagonistas, quienes a su vez compiten entre ellos para ver cuál se lleva los galardones del último año. El drama se impone cuando sus rebaños contraen la tembladera o scrapie, una enfermedad mortal y neurodegenerativa ligada estrechamente con el mal de la vaca loca, lo que para las autoridades locales supone la necesidad de sacrificar los carneros de inmediato para impedir que se propague. Pero para ambos hermanos sus animales son la vida, y así ambos considerarán dejar de lado las viejas desavenencias, defender su patrimonio e intentar engañar de algún modo a su enemigo en común. Curiosamente, la enfermedad de los carneros se origina con la llegada a la isla del ganado británico, algo que parece ironizar sobre los problemas que aquejaron recientemente a Islandia, cuando sufrió el crack económico en 2008, al que siguieron presiones económicas asfixiantes por parte de la vecina potencia, uno de sus principales acreedores. Más allá de la referencia política, la película puede ser vista, en su sencillez y minimalismo, como una notable fábula dotada de un muy buen uso del humor. El director y guionista Grímur Hákonarson explota la extravagancia de los personajes y la excentricidad de ciertos usos, desde su intercambio epistolar mediante un perro, hasta el salvataje de un hermano al otro, excavadora mediante. La imagen es sobresaliente, el director de fotografía es aquí el noruego Sturla Brandth Grøvlen, una de las revelaciones de Europa en el rubro, también responsable del extraterrenal desempeño de cámara en la alemana Victoria. Esto provee a la historia de una notable y refinada estilización, en la que se aprovecha al máximo la luz natural en los vastos parajes nevados. Se da en la tecla para aportar una superficie seductora a una historia pequeña, con las justas dosis de exotismo; fórmula ideal para caer bien tanto a los festivales internacionales como al público en general. Más allá de eso, Rams es una película emotiva que, como es común al cine islandés, plantea un universo diferente, con originalidad, calidez y una aproximación que trasmite una constante sensación de libertad.