Otra vez, pero un poco peor La primera Cómo entrenar a tu dragón, aunque tenía importantes carencias narrativas y una evolución de personajes muy atropellada, contaba también con algunos méritos. Primero que todos, el dragón: un ejemplar de grandes ojos verdes y lustrosas escamas negras que reunía la fidelidad de un perro, los aspectos más adorables de un gato, fisonomía de lagarto y murciélago, y un rostro que recordaba al extraterrestre Stitch (no es de extrañar, pues los directores Dean DeBlois y Chris Sanders también filmaron juntos Lilo & Stitch). Su expresividad animal, más un costado amenazante y salvaje y ciertas reacciones inteligentes –tales como entender palabras o estrategias de ataque– lo convertían en el personaje. Había otro punto alto: las escenas de vuelo estaban muy bien –son un flanco fuerte de Dreamworks animation–. En resumen, se trataba de una aventura atractiva, con buena acción pero con poca coherencia narrativa y chistes irregulares. Aquí uno de los integrantes del tándem propone otra vez una historia sencilla: al protagonista se le aparece un villano extremadamente malvado que esclaviza a los dragones con el poco simpático cometido de subyugar asimismo a todos los vikingos. A mitad de la trama, un encuentro del protagonista con su madre (y posteriormente de su padre con su madre, con excesos de azúcar y canción romántica incluida) ofrece el fragmento más tedioso y carente de química de la película. Como en un calco de la anterior, tenemos al protagonista conflictuado porque su padre, de mucho músculo y poco seso, le ha digitado su futuro. Lo que se viene después es de manual, y no "de manual" en sentido figurativo; el escrito existe y se llama Save the Cat! The Last Book on Screenwriting You’ll Ever Need, donde se encuentran, uno por uno, todos los predecibles pasos que sigue esta película. Entre otros, el enfrentamiento en la segunda mitad, el avance inesperado de los malos, el momento en que "todo está perdido" y el protagonista tiene un gran momento de introspección, el momento "eureka" y el triunfo final de los buenos. En este caso, no hay originalidad volcada en toda esta seguidilla de sucesos (bueno, están esos dragones colosales que sí meten un poco de miedo) sino que además se resuelven sin apelar a lógica alguna o desencadenamiento racional: simplemente los contrincantes se enfrentan y gana el más fuerte. Lo que sigue muy bien es el híbrido protagonista, así como el diseño de varios de los nuevos dragones secundarios. Es en esa mixtura de comportamientos animales donde –paradójicamente por tratarse de una animación– parece encontrarse el costado más "vivo" de esta película. Para la próxima DeBlois debería considerar prescindir de los humanos y explayarse más en ellos, que es lo que le sale mejor.
La maldad incontenible El historial de Robert Stromberg, aquí director debutante –esta película es, según el sitio IMDB, la ópera prima más costosa de la historia del cine– es sorprendente. Ha trabajado en la elaboración de efectos especiales en más de noventa títulos, incluyendo portentos realistas como los de Life of Pi y La carretera, y con colaboraciones en Los juegos del hambre, Game of Thrones, El laberinto del fauno y Capitán de mar y de guerra. También ha sido diseñador de producción de Avatar, Alicia en el país de las maravillas y Oz: el poderoso. Este recorrido se ve reflejado aquí, pero lo sorprendente en este caso es que, si bien los efectos especiales tienen su interés y su poder de impacto, no es allí donde se encuentra el principal mérito de esta película, y ellos se ven distribuidos para acompañar a una historia, no para sustentarla. Basada en el clásico de Disney La bella Durmiente (1959) se retoman un par de escenas míticas y se juega construyendo una historia en torno a una villana que originalmente estaba brillantemente caracterizada. Así, esta película se acopla a una serie de películas infantiles muy interesantes centradas en villanos– (Mi villano favorito, Megamente), en los cuales se deconstruyen las nociones clásicas de buenos y malos, y se proponen heroísmos allí donde hubo personajes esencialmente malignos. Es entonces que esta nueva Maléfica propone una historia notablemente relatada, que además se permite poner de revés a varios de los estereotipos presentes en el clásico de Disney. Las hadas salvadoras son aquí egoístas e incompetentes (de lejos el mejor desempeño actoral del cuadro es el de Imelda Staunton como una de ellas) el príncipe azul es un carilindo inútil y, ante todo, Maléfica es una figura terriblemente trágica: algo así como un ángel bondadoso traicionado por un hombre y cuyas alas son arrancadas: la truculencia propia de los cuentos infantiles clásicos se encuentra presente. Las nociones del bien y del mal se vuelven entonces confusas y se ven trastocadas. Maléfica se convierte en un personaje oscuro, resentido, sumido en el dolor, que en un exabrupto imperdonable conjura una maldición contra una bebé recién nacida. Asimismo su antagonista se sume en una oscuridad de paranoia culposa, un rey que en una defensiva patológica invoca la más irracional violencia. Las espinas construidas alrededor de ambos refieren a estados anímicos peligrosos, como consecuencia lógica de una serie de sucesos brillantemente concatenados. Por último es interesante cómo han cambiado los personajes femeninos en el cine infantil dominante reciente, desde Wall-E a Shrek, desde Valiente a Monsters vs aliens, vemos cómo los comportamientos prototípicos reservados para el hombre y la mujer han sido alterados. Y tanto Frozen como esta película desmitifican las viejas nociones de "amor verdadero" (especialmente de aquel que es intempestivo, o que surge a primera vista) enalteciendo un amor que trasciende los géneros y que, además, se cultiva con el tiempo.
4 y el camino El título original en francés de esta película es Les grandes ondes. "Ondas" que refieren, en principio, a las de una radio Suiza, la que envía a los tres movileros protagonistas a cubrir –en tono complaciente preferentemente– la ayuda económica que la Confederación Suiza da al Portugal de la dictadura salazarista. Es el año 1974 y Salazar ya ha fallecido, pero el régimen sigue su inercia, ya en sus últimos estertores. Es entonces que los corresponsales enviados a cubrir asuntos absolutamente intrascendentes llegan, por una gran casualidad del destino, justo cuando tiene lugar la histórica Revolución de los Claveles. Ser atrapados y envueltos por ella, supone una aventura atípica y, también, una posibilidad única de cubrir una noticia de crucial importancia. Las grandes ondas también podrían ser las que provienen del Oeste; las de la revolución socialista que se extiende y llega hasta el otro extremo de Europa. No es un detalle menor el papel fundamental de la radiodifusión cuando la Revolución de los Claveles, ya que en su momento álgido fueron transmitidas varias canciones revolucionarias a través de emisoras nacionales. También hubo, por parte de los líderes militantes sublevados, llamamientos radiofónicos a la población, instándolos a mantenerse a cubierto y difundiendo noticias. De ahí el papel de estas "grandes ondas" en un momento en que la radio era uno de los medios prominentes de comunicación masiva. Con ese talento tan propio de los mejores cineastas de la comedia europea, se plantea una suerte de road movie a bordo de una combi Volkswagen, vehículo tipicamente asociado a la bohemia hippie. La construcción de personajes es notable y, aunque quizá se recurra un poco a estereotipos, estos comienzan a crecer permitiendo asomar vetas emotivas y humanas. Se apela a la cita nostálgica, a un notable humor basado en tintes localistas y el choque cultural, a los diálogos coloquiales, a las situaciones absurdas que permiten entrever un sarcasmo constante. El equipo designado se compone de una feminista radical (Valérie Donzelli, directora y protagonista de Declaración de guerra), un técnico de sonido al borde del retiro y un periodista consagrado que sufre una progresiva pérdida de la memoria (Michel Vuillermoz). Al cuarto integrante lo encuentran por el camino y es un muchacho portugués que aprendió francés viendo películas de Marcel Pagnol, su ídolo y referente, y comienza a oficiarles de intérprete. El encuentro con la revolución llevará a los cuatro a vivir una experiencia de liberación, embelesamiento, amor libre y flower power. El principal blanco para los dardos críticos del director helvético Lionel Baier es la propia idiosincrasia Suiza, siempre abrazada a su neutralidad; los encargados de los medios temen por el contenido de sus transmisiones, conformándose siempre con la medianía más mediocre y un autobombo nacional que poco tiene para festejar y de lo que enorgullecerse. Especialmente hilarante es la escena en que la protagonista hace una entrevista a un racista recalcitrante, dueño de una planta purificadora de agua construida con fondos suizos. Por supuesto, sin que finalmente puedan transmitir una palabra.
El desprecio El protagonista (interpretado por el notable actor Rafael Spregelburd) no es un buen crítico de cine, sino que representa a lo peor de su especie. Es uno de esos prestigiosos criticoides que, lejos de informar, analizar o plantear una opinión justificada, dictamina, despliega veredictos. Como toda caricatura, tiene mucho que ver con algunos ejemplares reales que pueden encontrarse de vez en cuando, pero durante su primera mitad esta película construye un personaje detestable, precisamente resaltando estas características del estereotipo del cinéfilo amargado; un tipo que se refugia en sus amados clásicos y desprecia a todas y cada una de las películas que le toca ver en las funciones privadas. El personaje cree ingenuamente que puede utilizar diálogos del cine de Jean-Luc Godard para ciertas situaciones de la vida real y, como no puede ser de otro modo, fracasa estrepitosamente en el intento. Para despuntar este perfil desagradable, utiliza un software que escribe por él, con frases ya hechas, intercambiables y utilizadas según la ocasión. De todas maneras y a pesar de lo que pueda pensarse, el libreto se las ingenia para generar empatía por un personaje que esconde amarguras recónditas, que se esfuerza por caer bien a pesar de él mismo y que descubre una chica que le corresponde (Dolores Fonzi) sin entender realmente qué es lo que ve en él. Una escena en que ambos están juntos en su apartamento y en la que él se mira en el espejo con una mueca, para después moverlo y poder verla solo a ella, describe sin necesidad de palabras a un personaje plenamente disconforme consigo mismo y su imagen. Pero quizá uno de los puntos más interesantes de esta película es que ya expone su propia crítica. Deja planteada, con mucha gracia, la forma más burda y obvia en la que suele criticarse a las comedias románticas, señalando todos los clichés y lugares comunes, los golpes bajos y la forma de manipular a la audiencia para lograr emociones y lágrimas fáciles. Y luego de eso, utiliza esos mismos clichés. Y lo más curioso es que lo hace bien, logrando los efectos buscados, de algún modo reivindicando los lugares comunes tan criticados. Por alguna razón existen los clichés, pareciera decir el director debutante Hernán Guerschuny (antes director de la revista Haciendo Cine) porque funcionan, porque tocan fibras inconscientes; porque la audiencia, a pesar de ya conocer sus mecanismos, su despliegue y su sucesión, sigue reaccionando ante ellos de la forma esperada. El "chico conoce chica" es la fórmula más vieja del mundo, pero la gente gusta de ver una y otra vez esta clase de historias y sus variaciones. Cerca del final se plantea una inteligente reflexión, de esas que nos llevamos a casa. Como en Melinda y Melinda de Woody Allen se propone una encrucijada sobre cómo deben ser los desenlaces en estos planteos románticos, un final triste o un final alegre determinarán si lo que estamos viendo es un drama o una comedia, y qué parte de la audiencia se verá decepcionada o conforme. La solución de Guerschuny, sin caer en lo uno ni en lo otro, es plantear uno de esos finales abiertos que quedan picando, de esos que otorgan al espectador la valiosa oportunidad de reflexionar al respecto, y completarlo a su manera.
El estrés potenciado Hay quienes dicen que las defunciones, los divorcios y las mudanzas son las tres mayores fuentes de estrés. Ahora bien, ¿qué sucede cuando dos de ellas suceden en un mismo momento, o caen justo en una situación ya de por sí conflictiva? Lo más seguro es que los factores de estrés se conjuguen, y que tengamos entonces un estrés potenciado. Para colmo, estas circunstancias de acumulación de conflictos no son excepcionales, sino que hasta puede decirse que es normal que sucedan. En cualquier caso, colocan a la gente en crisis de las que muchas veces es difícil salir ileso, o sin causarle daños a alguien más. El gran Asghar Farhadi (A propósito de Elly, La separación) es un director que se ocupa principalmente de este tipo de situaciones. Su material son las crisis personales, pero más particularmente las que son una crisis, sobre otra crisis, sobre otra crisis. Su foco está colocado en los humanos que las atraviesan y que deben poner el cuerpo y apañárselas para resolver esos cataclismos de alguna manera. En la insuperable La separación teníamos un divorcio que, sumado a la ya de por sí conflictiva vida en Irán, se sumaba a un episodio de violencia y a un juicio en un tribunal. Así, se exploraban dos cuadros familiares en una situación límite, de los que se podía extraer una multiplicidad de apuntes sobre la psicología de los personajes y la coyuntura social presentada. En esta nueva película la acción tiene lugar en París –el director tuvo suficientes problemas con las autoridades iraníes como para haber decidido no seguir filmando en su país–, hace 4 años que Ahmad (Ali Mosaffa) y Marie (la imponente Bérénice Bejo) están separados, y se trata de esos divorcios que, además, fueron acompañados de una distancia real, ya que Ahmad regresó a su Irán natal. Pero ahora Ahmad accede a viajar a Francia y pasar unos días en su antigua casa, para finalizar los trámites de divorcio y, de paso, ayudar a Marie a apaciguar ciertos conflictos con Lucie (Pauline Burlet), su hija mayor. Pero como es de suponer, las cosas no serán sencillas. De a poco comienzan a surgir las recriminaciones, verdades silenciadas y conflictos mayores, con los sentimientos siempre a flor de piel y un cuadro humano especialmente susceptible, como resultado de una tragedia reciente. El guión pareciera construido como un policial clásico, con un misterio a resolver y varios personajes sospechosos, pero a medida que avanza la acción el protagonista comienza a darse cuenta de que todos tienen su implicancia en el problema, todos ocultan información, y que él mismo tiene su cuota de responsabilidad en el drama. Cada diálogo agrega datos para que el espectador vaya completando un complejo rompecabezas, aumentando la tensión in crescendo hasta niveles exhorbitantes. El estilo de Farhadi se encuentra muy alejado del cine iraní que acostumbramos ver, sus propuestas son siempre ágiles, intensas, con sorprendentes giros de guión que encauzan o resignifican la narración, sin tiempos muertos y con diálogos incómodos y punzantes que obligan al espectador a tomar posición y establecer un juicio. Todo esto con una dirección de actores sorprendente, con profundidad, riqueza de matices y una sensibilidad extraordinaria. Tener una de sus películas en carteleras es una oportunidad que no conviene desaprovechar.
Pulso y calidad Hoy con 76 años, seguramente Istvan Szabó sea el director húngaro más reconocido (aunque su más joven coterráneo, Bela Tárr, de 58, parece ser hoy la nueva estrella de los festivales internacionales). Fue en los años ochenta que Szabó comenzó a ser una figura determinante del panorama europeo, con películas como Mefisto, Coronel Redl, o Hanussen; pero pese a su talento tras las cámaras, son obras que no han envejecido del todo bien, pecando de un recargado simbolismo y de una seriedad a veces ampulosa y excesiva. Similares pretensiones se vieron reflejadas en alguno de sus filmes recientes, como Sunshine, en el que desarrollaba a lo largo de tres horas un siglo entero de historia húngara. Pero aquí tenemos una anécdota más aterrizada, más llana y paradójicamente, más sólida. Es verdad que a priori hay un elemento que puede llamar la atención negativamente: el hecho de que, tratándose de una ambientación histórica ubicada cerca de Budapest, esté hablada en un inglés pastoso, nada propio de los pueblerinos de la región. Si bien se trata de una “libertad poética” algo chocante, puede entenderse que si Szabó pretendía contar con la presencia de la impagable actriz británica Helen Mirren en el protagónico, no podía hacerle hablar otro idioma y menos con una entonación específica. Así es que, por esta vez, el dislate puede dejarse de lado considerando que Mirren está imponente (nótese además el brutal cambio de registro si se compara este papel con el que hizo hace unos años en La reina, por ejemplo). Son los años sesenta, régimen comunista, época de posguerra, la población húngara aún intenta recuperarse de una participación vergonzosa como país miembro de las potencias del eje, y los horrores del holocausto son un lastre reciente. En este contexto, Magda (Martina Gedeck, de La vida de los otros) escritora acomodada, contrata los servicios de Emerenc (Mirren) como ama de llaves, pese a su semblante recio, un malhumor inherente y un carácter de a ratos excéntrico. Pero Magda, cuya última obra fue vapuleada por la crítica pero apoyada por el Ministerio de Cultura –lo que en estas circunstancias no es meritorio sino todo lo contrario–, intenta acercarse a ella, entenderla, dilucidar ese enigma viviente que representa. Entre otras curiosas costumbres, el ama de llaves prohibe terminantemente el ingreso a su casa a cualquier persona, despertando incluso la sospecha entre los vecinos de esconder objetos pertenecientes a judíos exterminados. Es sobre todo en los pequeños detalles y muy paulatinamente que comenzamos a captar los rasgos de humanidad de Emerenc; su esmero en agasajar a sus comensales permite entrever formas solapadas de expresar cariño. Las escenas en las que se la ve barriendo reiteradamente la nieve de la acera, así sean leídas como un infructuoso intento de borrar los traumas pasados o tan sólo como rasgo distintivo de un carácter obstinado, son de una forma u otra de un notable poder de sugerencia. El secreto develado sobre el final de lo que esconde la puerta también puede verse como una metáfora, y de esta manera la película ofrece una narración siempre atractiva, dotada de nervio y personalidad, y abierta a lecturas múltiples.
Dallas Buyers Club (Jean-Marc Valleé, Estados Unidos, 2013) Desconcertante e incisiva El comienzo mismo ya anticipa que nos encontramos lejos de otra película "oscarizable" más, que se trata de un filme que se sale de los moldes corrientes. En la primera escena vemos a Ron Woodroof (Matthew Mc Conaughey) teniendo sexo con dos prostitutas a la vez, escondido entre las "bambalinas" de un rodeo de toros, y más concretamente mientras un toro cornea a un jinete caído. Este comienzo, inmersivo y abrupto, nos transporta de lleno a una vida sórdida, a la de un toxicónamo descarriado, adicto a las apuestas clandestinas y al sexo, un cow-boy rebelde y homofóbico, irascible ante la más mínima provocación. Luego de una pequeña trifulca va a parar a un hospital, donde le dan la peor noticia: es HIV positivo. Es el año 1985 y en ese entonces el aviso era una sentencia de muerte: el médico le asegura que a lo sumo podrá vivir unos 30 días más. A partir de entonces un título sobre fondo negro pone "día 1" y nos llevará a pensar que se trata de otra crónica de una muerte anunciada, de una sucesión de cambios radicales en la vida de una persona durante sus últimos días. Pero en seguida la película tomará otra vez derroteros impredecibles. Todo este comienzo y hasta llegada la mitad del metraje es brillante y se caracteriza por una narración sin rumbo claro, que avanza a trompicones, con un ritmo entrecortado y accidentado por los imprevistos que trae la historia. Recién pasada esta primera mitad es que la película se vuelve mucho más diáfana, estandarizable, convencional, si se quiere. Como el mayor mérito se encuentra en esta primera mitad y en ese factor de desconcierto, se recomienda encarecidamente que el lector interesado en ver la película deje de leer esta reseña, porque buena parte de la gracia está en no saber hacia dónde se dirige la película. En la época, los hospitales de Estados Unidos suministraban a los enfermos de sida un compuesto químico de alta toxicidad llamado AZT, un fármaco que apenas había sido testeado, que se utilizaba previamente como quimioterapia y que pasó a ser el único tratamiento utilizado formalmente. Pero al ser una sustancia que eliminaba las células en desarrollo del organismo, tenía efectos secundarios terribles y en algunos casos podía hasta disminuir el tiempo de vida de un portador. Para colmo, los precios de esta toxina eran extremadamente elevados, y un año de tratamiento le costaba a un paciente sin cobertura 7 mil dólares al año. El "Dallas Buyers Club" fue una iniciativa que surgió como una respuesta a la desesperación de muchos convalescientes que le rehuían al AZT. A cambio de una membresía paga más accesible, Woodroof ofrecía a sus socios medicamentos aprobados en otros países pero no en los Estados Unidos, como la proteína Peptide T o el antirretroviral DDC. Las actuaciones de McConaughey y de Jared Leto, dos portadores de VIH en todas sus etapas, son impactantes. Como dato accesorio, ambos cometieron la locura de someterse a dietas violentas y adelgazar 21 y 14 kilos respectivamente para interpretar sus roles (Seymour Hoffman al menos se autoeliminó con todos sus kilos puestos). Por fuera de este detalle poco saludable, este filme es una clara y notable crítica al sistema de salud de los Estados Unidos y a sus alianzas con la industria farmacéutica, y a la carroñera voracidad de aprovechar desgracias o epidemias para obtener ganancias. Al parecer el guión estuvo dando vueltas desde hace más de veinte años, pero es realmente lógico que una exposición tan lúcida causara vacilación en los posibles inversionistas. Publicado en Brecha el 7/2/2014
Pánico y locura en la Ciudad Eterna En el ocaso de su vida, un periodista apático llamado Jep Gambardela deambula por su hábitat, un universo de personajes extravagantes, jolgorio y descontrol constante. Se trata de un submundo nocturno que ha escrutado hasta el hartazgo y que conoce al detalle. Pero si bien a Jep no cabría faltarle nada, parece aferrado a sucesos pasados, a un estallido pretérito de belleza que le impide disfrutar de su presente. En las desquiciantes y desbocadas fiestas la euforia no logra aplacar una amargura interior profunda, y el corrosivo protagonista aprovechará su odisea hacia el fin de la noche romana para arrojar a diestra y siniestra sus ácidos sarcásticos. La ciudad, ostentosa en su ordinario barroquismo, oscila entre la decadencia de un esplendor perdido hace ya mucho tiempo (monumentos históricos, puentes y mausoleos evocan grandezas ancestrales) y el posmodernismo más impresentable (artistas pseudovanguardistas se arrojan a performances tan patéticas como el público que festeja sus barrabasadas). El sentimiento imperante es la nostalgia, adobada con cócteles, barbitúricos, recurrentes resacas. La fiesta presentada al comienzo, adictiva, alucinante e inmersiva, arranca con un remix electrónico: "a far l'amore comincia tu" exige desde los altavoces Rafaella Carrá; cuando la música parece terminar, no tarda en reiniciarse: "a far l'amore..." en un loop eterno, frenético; sin principio ni final, como la película misma. Si bien es un recorrido que homenajea a Fellini, lo que sorprende es que no quede opacado en la comparación. Quizá el mayor mérito sea ese: lograr una obra inmensamente ambiciosa con absoluta dignidad, sin trastabillar, sin morir en la orilla. Lo único cuestionable parecerían ser ciertos tramos de delirio místico, en los cuales al director Paolo Sorrentino se guarda sus apuntes críticos, venerando sorpresivamente a ciertas expresiones del cristianismo. La insatisfacción no es una sensación exclusiva del protagonista, sino que atraviesa a todos los personajes del cuadro, arrastrándolos en una vertiginosa vorágine catártica que conduce a ninguna parte, o a la mismísima muerte. Esta brillante, poderosa y corrosiva película propone un caleidoscopio de emociones, una crítica implacable a los tiempos que corren, una tórrida aproximación a ciertos círculos de profunda desorientación y vacuidad elitista, con apuntes políticos, sociales y religiosos. La belleza se impone de a ratos, impredecible.
Cine esclavo Sonaba muy bien. El director brasileño José Padilha, autor de las brillantes Tropa de elite 1 y 2, embarcado en una remake de Robocop, podía llegar a ser algo notable. Sobre todo porque el director había integrado a sus películas acción de la más brutal y una interesantísimo planteo sobre la violencia, la represión, el control y el narcotráfico en un contexto de miseria extrema. Padilha lograba trascender los parámetros de género, colocando sobre el tapete una situación social compleja y sin aparente solución. La idea de Robocop, el policía robotizado perfecto e implacable que patrulla las calles de Detroit calzaba perfecto para las inquietudes y las habilidades de Padilha. Pero sucedió lo que, de algún modo, era esperable. Según informó el director Fernando Meirelles, amigo de Padilha, el director de Robocop habría tenido inmensos problemas con los productores hollywoodenses. Al parecer Padilha le dijo a su colega en una conversación telefónica que fue una de las peores experiencias que tuvo en su vida, que de cada diez ideas que se le ocurrían nueve eran desechadas por los productores, y que el desarrollo de la película significó una lucha constante. Aseguró que fue un infierno que no querría repetir nunca más. Las palabras contenidas en la indiscreción de Meirelles asombrarían si no representaran la eterna historia de los directores extranjeros en Hollywood. Los que quiere ganar mucho dinero en la industria tiene que aprender a bajar la cabeza y subordinarse a los grandes estudios. Estos problemas se hacen notar. Sobre todo en un programa televisivo que atraviesa todo el filme y que es presentado por un conductor republicano (Samuel L. Jackson) que clama por seguridad y mano dura. Uno de los puntos más altos de Tropa de Elite 2 era también un programa de televisión retrógrado, conducido por un reaccionario desacatado, verborrágico, hilarante como pocos. Pero en esta película el programa es algo contenido, lavado, sin gracia, sin el toque kitsch sarcástico que habría sido el sello de distinción de Padilha. Y esta insulsa convencionalización se trasplanta a la película toda. Robocop deja asomar puntos de interés que nunca terminan de desarrollarse. Es un cine atado de manos. La película redunda en otro planteo de género más en el que los grupos del poder trasnacional conspiran para oprimir a los protagonistas; otro tanque con apuntes filosóficos de bolsillo, otra tibia crítica a la corrupción policial, otra burda y esquemática referencia a los medios masivos y su influencia en la opinión pública. El problema de exponer temas de este calibre tan esquemáticamente es que se los trivializa y caricaturiza, sin aportar nada que pueda ayudar a pensarlos o discutirlos con profundidad. Publicado en Brecha el 21/2/2014
Zapatero a tus zapatos No es que Alex de la Iglesia esté filmando mucho, es que esta película fue estrenada originalmente en 2011, dos años antes que Las brujas de Zugarramurdi, a la que veíamos por las carteleras uruguayas hace apenas unos meses. Es presumible, vista la absoluta irrelevancia del producto, que haya quedado en el cajón de algún distribuidor uruguayo, a la espera de un mal momento para los estrenos y las carteleras como el que nos toca actualmente. Es que La chispa de la vida es, de lejos, la peor película del director español. La historia tiene su originalidad y hasta puede decirse que es atractiva; un publicista desempleado, "en paro" por la crisis española, luego de una mala jornada sufre un accidente absurdo que lo coloca en una situación de fragilidad extrema. A medio camino entre la vida y la muerte, alrededor del hombre comienza a circular toda clase de individuos, desde periodistas que erigen un circo mediático en torno a él y su desgracia, pasando por guardias, médicos, políticos, y hasta su propia familia Pero pese a una idea interesante, son varios los elementos que se conjugan para el desastre. En primer lugar el guionista Randy Felman hecha mano a varios de los estereotipos más obvios, y de la Iglesia se encarga de subrayarlos sin disimulo. Está la mujer del damnificado, ama de casa que justo se pone a planchar en medio de un diálogo con su marido; el veterano multimillonario dueño de una cadena de televisión que, cada vez que lo llaman al celular, se lo ve en un pent-house rodeado de minas en tanga; el muchachito darkie-gótico que, además de presentar una indumentaria inequívoca, verbaliza su condición por si quedaban dudas. A todo esto hay que agregar líneas de diálogos que, como nunca en una película de de la Iglesia, se acercan constantemente al cliché, no tienen ni pizca de gracia y, además, están concebidas con importantes dosis de manipulación. Como para reafirmar esta última idea, los llantos de los personajes y los violines puestos para resaltar los momentos "emotivos", convierten a éste en uno de los productos más indisimuladamente cursis del año. Y también hay un problema general, de tono. Alex de la Iglesia ha demostrado ser muy bueno y hasta un creador impagable a la hora de proponer un cine desquiciado, políticamente incorrecto, de desmesurado humor negro (las notables El día de la bestia, Muertos de risa y 800 balas lo ejemplifican bien). En rigor, de la Iglesia es uno de los directores que mejor ha heredado la veta del "esperpento", género españolísimo que propone una visión deformada de la realidad, a todas luces artificial pero notable a la hora de contrabandear apuntes críticos (de hecho, es uno de los mejores discípulos del cineasta Luis García Berlanga). Pero aquí, quizá comprometido y tocado por la crisis española, se propuso hacer un cine más realista, serio y autoconsciente, con la desdicha de que su humor no funciona, sus personajes carecen de arrojo y desenfado y sus intenciones discursivas se vuelven extremadamente obvias. Como dice el refrán que titula esta reseña, mejor que de la Iglesia vuelva a lo que sabe hacer y a sus repertorios, y que desde allí nos siga sorprendiendo y entreteniendo. Él sabe hacerlo.