El dolor y la moral Hace un par de años festejábamos en este blog el estreno de Incendies, demoledora y multipremiada película del cineasta quebequense Denis Villeneuve, quien si bien había tenido una trayectoria prolífica, recién se daba a conocer por estas tierras. Incendies fue un brillante drama multidimensional con un trasfondo histórico, referido al conflicto en Oriente Medio. El portentoso uso del audiovisual para generar atmósferas, el suspenso y el poder de impacto eran sus principales méritos, aunque sus detractores señalaban una trama demasiado enrevesada, quizá manipuladora en función de una moraleja antibélica. Todo ese mismo talento, toda esa misma ambición pueden verse volcados en La sospecha -por su parte, traducción perfecta del título original Prisoners-, un thriller, un policial negro de los más terroríficos, una experiencia inmersiva y pesadillesca del tenor de Oldboy o Sympathy for Mr Vengeance, y con un reparto de lujo (Hugh Jackman, Jake Gyllenhaal, Viola Davis, Maria Bello, Terrence Howard y Melissa Leo entre otros grandes). La trama empieza desde la desesperación: como en Séptimo por un levísimo descuido de sus padres dos niñas desaparecen, y luego de buscarlas por todas partes, la idea del secuestro se hace cada vez más patente. Como en la serie The killing, seguimos a un policía en su investigación y paralelamente a la familia, en su profundo dolor y en su búsqueda particular. Al igual que en esa serie, bajo una lluvia casi constante ambas partes seguirán pistas falsas, o leerán erróneamente los rastros llegando a puntos de profunda impotencia, generando con su propio accionar daños graves e irreversibles. Cuando los padres de familia creen dar con el criminal y lo someten a intensas sesiones de tortura para averiguar el paradero de sus hijas, el asunto adquiere un cariz realmente siniestro. Entramos en esos incómodos recintos tan propios del noir, en los que la justicia por mano propia se convierte en una tentación peligrosa, las identificaciones y la moral se desdibujan, las víctimas se convierten en victimarios y la misma ideología del cineasta comienza a ponerse en entredicho. Quien no vio la película quizá debiera dejar de leer por aquí, pues a continuación se cuentan detalles importantes de su resolución. Surge entonces una nueva y muy interesante vuelta de tuerca a la temática, visto que en este caso ni las sesiones de tortura ni la violencia policial conducen nunca a nada. Hay una clara y profunda crítica a la idiosincrasia estadounidense, y a ese pragmatismo moral que defiende determinados medios justificados por un fin, sobre todo cuando el implicado está seguro de que esos medios llevan indefectiblemente a ese fin y a ningunos otros. Esta forma de pensar viene ligada directamente con una base religiosa, pareciera decir la película, y no sin fundamentos. Muchos espectadores han manifestado su indignación ante elementos que aparentemente no “cierran” en la trama, y a ellos correspondería recomendarles que vean la película otra vez. El guión aquí parece mucho más sólido que el de Incendies, y su concreción audiovisual igual de poderosa.
Ya no llueven, pero da lo mismo La espectacular primera entrega había sido una gran sorpresa. Sony Pictures animation, lo que hasta entonces había sido un impecable estudio de animación estadounidense que había logrado una película brillante (Surf’s up) entregaba otro gran éxito con muchas peculiaridades. La primera Lluvia de hamburguesas estaba dotada de un ritmo trepidante y adictivo, de una historia tan extraña como divertida e irreverente y de una inventiva visual atípica. Con seres elásticos y de movimientos imposibles, con gags perpetrados a toda velocidad y un gran sentido anárquico, la animación se sentía más cercana a las clásicas caricaturas de la Warner Bros que al cine de animación dominante, más jugado a texturas y a movimientos realistas. Más adelante, Sony Pictures Animation pareció perder el rumbo y la solidez que lo caracterizaba ofreciendo películas que, si no llegaban a estar mal del todo, carecían de la gracia y el empuje de las anteriores (Los pitufos 1 y 2, Hotel Transylvania, ¡Piratas!, una gran aventura). Manteniendo la dignidad pero no el buen nivel de antes, en esta secuela hay un cambio de peso. La dupla de directores de la primera (Phil Lord y Chris Miller) fue sustituida por otra nueva, un par de animadores más inexperientes (Cody Cameron y Kris Pearn) y un grupo de guionistas que parecieran estar peleándose en el mismo trayecto de la película por ver quién aporta más líneas de diálogo. El resultado es un tanto abrumador, una obra sobregirada que, a pesar de contar con personajes atractivos que ya habían sido introducidos antes, demora mucho en cautivar, sin ofrecer momentos de distensión como para dejarle entrar aire al relato y permitir que sus personajes y el espectador respiren un poco. Hay momentos muy graciosos y de gran inventiva, se presenta un mundo inevitablemente atrayente (habitado por comida viviente y animalizada, a veces entrañable) y personajes que son lo máximo (el policía y una frutilla parlante sobre todo), pero es esta la clase de cine que se sustenta más en una acumulación de chistes que en una buena historia. Ya se sabe quién es el malo desde el primer fotograma en que aparece y no presenta ningún matiz que lo vuelva interesante. Las referencias cinéfilas son casi constantes y aluden a Jurassic Park, La misión, El regreso del Jedi, entre otras, pero la explosiva gama de colores y tanta variedad y riqueza de detalles merecían un poquito más de reposo.
Inagotable adicción Esta película haría una buena dupla con American psycho, el libro de Brett Easton Ellis y su adaptación al cine de Mary Harron. Como en aquella historia, se aborda el culto a la elegancia, la superficial y enfermiza búsqueda de destacar socialmente mediante la incorporación de vestimentas y artículos suntuarios, obedeciendo a los dictados de efímeras modas. En ambos casos, los personajes, individuos totalmente inseguros y poco definidos, se pliegan a los parámetros publicitarios dominantes, entrando en una espiral salvaje y desaforada de hiperconsumo. En esta The Bling Ring (me niego a utilizar otra vez el nombre que algún titulador superficial expidió) se ficcionaliza el caso real de una banda de adolescentes de Calabasas, California, dedicados a irrumpir durante varios meses en las casas de famosos como Paris Hilton, Orlando Bloom, Megan Fox y Lindsay Lohan para robar sus artículos personales y su dinero, con un valor total de 3 millones de dólares. La directora Sofía Coppola (Las vírgenes suicidas, Perdidos en Tokio) ofrece un tenso y divertido despliegue audiovisual en el que se siguen las andanzas de este grupo, chicos que no necesitan robar y que acceden a viviendas carentes de alarmas o seguridad, en barrios en los que los ocupantes ni siquiera imaginan que pudiesen ser robados. Las circunstancias expuestas son asombrosas en muchos sentidos: así como las celebridades no se preocupan por la seguridad de sus pertenencias, así como ni se dan cuenta de que hubo gente que ya entró y saqueó su casa cinco veces, de la misma manera estos chicos no parecerían ser plenamente conscientes de que están cometiendo delitos, ni las consecuencias de sus actos. Es decir, son muchachos que se encuentran en plena etapa de formación, en ese tantear los límites e ir un poco más allá, en probarse a sí mismos frente a los otros. Esta torpeza que comparten, tanto las celebridades como ellos mismos, da a conocer una doble expresión social abrumadora. Copolla está diciendo (y demostrando) que no importa cuánto dinero se tenga, siempre se irá por más, -la escena en que los protagonistas irrumpen en el vestidor de Paris Hilton atiborrado de zapatos es ejemplar en este sentido- y demuestra que estos jóvenes nunca podrían saciarse, siempre necesitarían saquear para poder sentirse al nivel inalcanzable de la imagen promovida y reproducida masivamente por los ídolos. Este juego de espejos se continúa en un desenlace revelador en este sentido. Las penas impuestas a estos chicos suenan absolutamente disparatadas, considerando la edad de los muchachos -están terminando la secundaria, así que 18 como mucho- más el hecho de que semejante cúmulo de ropas, accesorios, joyas y dinero casi parecería pedir a los gritos ser robado, y como veíamos, sus dueños a duras penas se dan cuenta de las ausencias. Se conoce que es la justicia de los Estados Unidos y que hablamos de la sacrosanta propiedad privada (aunque en Uruguay no estamos lejos). Aún considerando la notable idea general, un guión muy sólido, interpretes formidables y una puesta en escena de a ratos excepcional (con una mención particular a la dirección artística), se delata, de todos modos, una clara fascinación de la directora por ese mismo universo al que intenta criticar. Coppola, de tanto repetir planos centrados en los objetos del deseo, parecería reproducir publicitariamente el discurso dominante que cuestiona. Como si alguien quisiese filmar una película condenando la prostitución, pero lo hiciera recurriendo constantemente a planos detalle de tetas y culos.
Capitán Phillips (Captain Phillips, Paul Greengrass, 2013) Una carga excesiva No hay caso, en Hollywood hay una creencia de que el “prestigio” cinematográfico viene de la mano de la gravedad, la seriedad y la apariencia documental. De concebir ficciones con cámaras al hombro, montajes fragmentados, escenas confusas y dinámicas, con voces superpuestas y en un registro caótico por el cual la mitad de las cosas quedan fuera del cuadro o son captadas parcialmente. Varias películas de género son revestidas con esta apariencia de objetividad impersonal y de verdad indiscutible, y ciertamente se vuelven un tanto molestas cuando se centran en hechos “históricos”, como la caza de Osama Bin Laden desplegada por Katryn Bigelow en La noche más oscura. Incluso la nueva trilogía de Batman apela rotundamente a esa gravedad impostada, que a muchos nos resulta más soporífera que otra cosa. Entre los cineastas más apegados a esta estética, se destacan sobre todo Christopher Nolan, Michael Mann y, por supuesto, el británico Paul Greengrass (Vuelo 93, Domingo sangriento, Bourne ultimátum). En este registro de personajes rígidos y de gravísimo semblante, inmersos en situaciones hiperdialogadas, de frialdad casi burocrática y pretensiones de realismo, puede inscribirse esta película. La historia está basada en las memorias del Capitán Phillips, en las que relata sus desventuras a bordo del inmenso navío estadounidense Maersk Alabama. El buque transportaba un descomunal cargamento de contenedores con agua y alimentos para África, pero en el camino fue interceptado por una banda de piratas que lo abordaron y tomaron el control. Las cosas no salieron muy bien y culminaron en un secuestro. Entramos en el terreno de lo que a Hollywood le gusta más: el despliegue de uniformados perfectamente adiestrados, equipados, comunicados y sincronizados, con sus equipos abocados a un operativo de rescate. Más publicidad para la Armada de los Estados Unidos. Sin embargo, Greengrass sabe lo que hace. Hay un despliegue visual ciertamente poderoso, repleto de detalles, de las características y el funcionamiento del buque, de los procedimientos tomados, incluso se acompaña a los mismos piratas y a su trabajo esclavo sobre las costas de Somalía (saquean los barcos por encargo, recibiendo tajadas mínimas). Las actuaciones son notables: se destaca especialmente el somalí Barkhar Abdi, -por primera vez frente a cámaras- como el líder pirata, y Tom Hanks convence en una interpretación absolutamente sorprendente. También hay apuntes subyacentes que llaman a la reflexión, como la cercanía a la nulidad del valor de las vidas humanas en determinadas condiciones –para el protagonista, sin ir más lejos, llevar la carga a su destino parecería más importante que salvar la vida de su tripulación–. Pero 134 minutos quizá sean excesivos considerando que hay información redundante, un final que se hace esperar demasiado –aunque cuando llega, lo haga con una fuerza inusitada– y esa frialdad burocrática que impide la identificación con los implicados. El año pasado salió una película danesa bastante mejor llamada A hijacking, también centrada en un ataque pirata somalí a un buque de carga, con la salvedad de que la tensión era constante y la identificación con los protagonistas inevitable. La comparación vale la pena. Publicado en Brecha el 15/11/2013
Un nuevo nacimiento Quizá lo que se sienta hoy en un cine viendo Gravedad sea similar a lo que le ocurría hace 45 años cuando veían 2001: Odisea del espacio; pero no en relación a la ambientación que comparten ambas películas, sino más bien por la imponente innovación técnica, y la certeza de que eso que se está viviendo no tiene parangón alguno en el mundo del cine contemporáneo. El director mexicano Alfonso Cuarón (Y tu mamá también, Niños del hombre) intentó emular aquí la vida por fuera de la atmósfera, y escribió un guión junto a su hijo Jonás y la asesoría de un experto espacial, reproduciendo fielmente la tecnología hoy utilizada en las misiones espaciales, y la clase de trabajos que allí se hacen, con la intención de recrear sensorialmente un clima realmente atípico. El telescopio espacial Hubble se averió, y hay que arreglarlo. Allí se dirige una misión de astronautas, pero en plena labor ocurre la catástrofe: fragmentos de residuos espaciales se dirigen hacia ellos con una velocidad inusitada. Se avecina el caos, y la supervivencia en el vacío puede llegar a ser una tarea prácticamente imposible. Como en el espacio no hay aire, las ondas sonoras no se propagan: no hay sonido. Esta realidad es una de las premisas que maneja la película desde los títulos iniciales, y es así que, cuando los personajes están en órbita y en sus trajes, los sonidos que se sienten son únicamente los que podrían escucharse desde adentro de esos trajes espaciales, más los acuosos y envolventes compases electrónicos provistos por la notable banda sonora de Steven Price. Es así que las explosiones, en las que satélites enteros son reducidos a ceniza espacial, son presenciadas sin escuchar sonido alguno. El cerebro humano está diseñado para existir en un mundo en que las variables de horizonte y peso se encuentran siempre estables, debido a la omnipresencia de la gravedad. Al desaparecer ésta (o reducirse a una expresión mínima) todos los puntos de referencia se pierden, el ser humano queda absolutamente desorientado, a merced de la inercia; si además la movilidad es muy limitada por las incomodidades de un abultado traje, la sensación de desesperación y asfixia aumenta. Si además hay amenazas externas, el oxígeno se acaba, y las posibilidades de supervivencia parecen reducirse cada vez más, la sensación imperante se vuelve absolutamente angustiante, sobrecogedora. Gravedad es una experiencia sensorial increíble, pero además una película que deja al espectador particularmente exhausto. Conviene señalar un aspecto alegórico que lleva a que Gravedad pueda pensarse como más que un simple (y brillantemente logrado) ejercicio de género. La película refiere a las grandes adversidades de la vida y a la forma en que el ser humano puede renacer desde estas contingencias. Las circunstancias en que una persona es víctima de las propias inercias, ese momento en que se encierra en su propia burbuja, pierde la comunicación y el contacto. La escena en que la protagonista, prácticamente ahogada, entra en una nave, respira, se quita el molesto traje y queda suspendida por unos segundos, casi hasta quedar en posición fetal y con un tubo de oxígeno que pareciera un cordón umbilical, refiere a este nuevo nacimiento (además de homenajear a 2001). Otro elemento clave es, a mitad del metraje, el diálogo con un personaje que le achaca a la protagonista que no debe quedarse en la “comodidad” de una nave, entregándose a una muerte segura. El final podría leerse como la salida de un gran vientre, con agua incluida, y de los primeros pasos hacia una nueva vida.
Séptimo (Patxi Amezcua, 2013) Que viva Darín La primera media hora es formidable: un padre separado (Ricardo Darín), abogado de causas cuestionables pero muy redituables (una compleja causa de políticos vinculados a una corporación), va al departamento de su ex mujer (Belén Rueda) a llevar a sus dos hijos al colegio. Su día ya parece ser bastante complicado de por sí –tendría que estar en un estudio junto a su principal cliente desde hace rato– pero su mundo se da vuelta cuando, en el momento en que él baja por el ascensor y sus hijos por la escalera, ellos desaparecen; se desvanecen en el aire. Las primeras sospechas de que se trata de una travesura y de que están escondidos en algún recoveco del edificio se van transformando, de a poco, en la certeza de un secuestro. De aquí en adelante se suceden las figuras clásicas del whodounit, se presenta a los personajes, todos ellos posibles sospechosos, y empezamos a seguir un desesperado proceso de búsqueda e investigación –siempre de la mano de Darín, impecable- para dar con la clave de la desaparición, y de la forma de encontrar el paradero de los niños. Todo este comienzo es absolutamente intenso. Hay que verlo a Darín celular en mano desorientado, llamando a cuanto dios pueda ayudarlo, poniendo el cuerpo, convenciendo al espectador como un padre desquiciado que amenaza, irrumpe en la casa de los vecinos, echa culpas y después pide perdón arrepentido. Cine puro. Pero cerca de los cuarenta minutos de metraje todo se desbarranca, o baja unos cuantos puntos cuando tiene lugar un diálogo entre ambos padres, en el que se ponen a conversar y a recordar el día en que se conocieron, ¡en pleno secuestro de sus hijos! En ese momento es cuando se vuelve inevitable tomar distancia de la película y de la anécdota y preguntarse qué clase de drogas duras estarían consumiendo los guionistas a la hora de escribir esa escena. Cualquier cosa, un silencio sepulcral, un intercambio de puteadas, un llanto desgarrador serían más pertinentes. Pero lo peor de Séptimo es el desenlace (el que aún no la vio puede dejar de leer por aquí). No es que el ritmo o el interés decaigan, sino que una vez dadas las últimas vueltas de tuerca, una vez que entendemos quién llevó adelante el secuestro y cómo lo ideó, empezamos a recapitular y ver todas las evidentes incoherencias en la trama. Que los propios niños no se hayan dado cuenta del secuestro y no se hayan preocupado de avisarle a su padre que estaban entrando en otro departamento, que todo el secuestro se sustentara en la hipótesis (nada segura) de que los niños bajarían por la escalera en vez de por el ascensor, o la idea (insostenible) de que el secuestro derivaría en la firma de unos documentos por parte del protagonista. Podemos hacer un esfuerzo por evitar ver todo esto y mil incoherencias más, y conformarnos con el disfrute inmediato de un thriller que funciona muy bien casi todo el tiempo. Pero a veces los huecos de guión son tan inmensos que se vuelve un asunto difícil.
Los traductores suelen ser geniales. Cuando hace dos meses se estrenaba la película Olympus has fallen, los tituladores rioplatenses decidieron llamarla Ataque a la Casa Blanca. Hoy, llegada la nueva película del subgénero de “ataques terroristas a la casa blanca con secuestro de presidente” llamada originalmente White house down, decidieron que, como no podían titular de la misma manera dos filmes estrenados con tan poco tiempo de separación, debían ponerle solamente El ataque. Y sí, efectivamente salió otra película más de embestida contra la casa blanca: terroristas, secuestro, un guardia de seguridad que a su vez es el héroe, un niño que merodea suelto como para agregar tensión al asunto (acá es una niña), muchos tiros y el protagonista escondido que se dedica a eliminar a los malos uno a uno, a lo Duro de matar. Los puntos en común con su predecesora son demasiados y uno ya empieza a sospechar de robo de ideas, de hackers de una productora birlándose los guiones de la otra, de datos filtrados y de una carrera por finalizar la posproducción antes. Pero para qué: no hay un ápice de originalidad ni en una película ni en la otra. Está claro que lo que le va al director alemán Roland Emmerich es la destrucción: Día de la independencia, Godzilla, El día después de mañana, 2012. Pero a diferencia de su colega Michael Bay, el hombre sabe contar una historia, mantener un ritmo digno y, en este caso en particular, hacer que los 150 millones de dólares de presupuesto aparenten estar bien distribuidos. El problema es que El ataque recurre en demasía a los estereotipos (la adolescente sabelotodo, el guardia de seguridad atento y servicial, el terrorista irritable, el hacker demente) y a la emoción impostada (sin ir más lejos el viaje en helicóptero final, con personajes que deberían estar exhaustos y necesitados de primeros auxilios no tiene sentido alguno). El presidente, encarnado por Jaime Foxx, viene de hacer esfuerzos denodados por el retiro inmediato de tropas de Afganistán y por la paz en Oriente Medio (no, evidentemente no es Obama) y acá los malos de turno son ultraderechistas y psicópatas varios. Todo este rollo correcto y progre parecería compensar la majadería de estandartes, símbolos patrios, del exabrupto de la caída de la Casa Blanca como símbolo del fin de los tiempos y del mismísimo presidente de los Estados Unidos como defensor del día, con metralleta y lanzamisiles incluido. El ataque es de esas películas que quizá sirvan para pasar el rato, pero que cuando terminan dejan un imperante gusto a nada, a espectáculo perfectamente frívolo e intrascendente, a llana pérdida de tiempo. Publicado en Brecha el 15/8/2013
¿Quiénes *&$%! son los Miller? (We're the Millers, Rawson Marshall Thurber, 2013) Una *&$%! sorpresa Un dealer de marihuana de poca monta (Jason Sudeikis, de Quiero matar a mi jefe) sufre un golpe de mala suerte por el cual toda su mercancía y sus ahorros son robados, y para reparar la deuda con su excéntrico proveedor (Ed Helms, uno de los protagonistas de ¿Qué pasó ayer?) debe aceptar el encargo de trasladar a través de la frontera con México un cargamento de marihuana, escondido en una casa rodante. Para pasar desapercibido, improvisa una “familia” con su vecina stripper (Jennifer Aniston de Friends) otro vecino nerd (Will Poulter, el de Son of Rambow) y una adolescente fugitiva (la hiperactiva Emma Roberts, que con 22 años ya figura en el elenco de 31 películas y series). Es así que se presenta una comedia en forma de road movie, con la tensión muy bien llevada y la infaltable evolución personal que tiene lugar en esta clase de películas. Aunque la coherencia interna del guión no resista el más mínimo análisis, el director de Bolas en juego logra plasmar aquí una efectiva sucesión de escenas y chistes en los que se alterna lo moralmente incorrecto, lo disparatado, lo directamente perverso y hasta lo escatológico de vez en cuando. Un paquete de marihuana al que se hace pasar por bebé, un intento de robo interpretado como sugerencia de intercambio swinger, un oficial de policía corrupto que como soborno exige una fellatio masculina. Estas y otras ocurrencias están brillantemente resueltas y son bien dosificadas a lo largo de la película, de modo que la carcajada casi continua está asegurada. El libreto es lo suficientemente dinámico como para que los giros de la trama ocurran lo más abreviadamente posible y que la verdadera sustancia –la interacción en esta familia improvisada y sus encuentros con otros- se exprese. Los actores principales están todos muy bien y componen personajes queribles y memorables y hasta una buena cantidad de secundarios tienen apariciones sumamente sólidas, como los integrantes de la familia Fitzgerald, ligados a la corrección política norteamericana y, para colmo, al departamento de narcóticos. Sin dudas lo más cuestionable de la película es la visión de México y los latinos en general. Digamos que hace falta ser blanco y estadounidense para tener un personaje digno de simpatía e interés, que los villanos más temibles son todos mexicanos, que una vez atravesada la frontera hacia el Sur, el mundo se vuelve un lugar realmente inhóspito. Olvidando este detalle, la película divierte y cumple sobradamente con sus cometidos; ¿Quién *&$%! son los Miller? seguramente sea la comedia americana más entrañable y entretenida de este año.
El mal a combatir Esta película relata parte de la experiencia real vivida por Jérémie Elkaïm y Valérie Donzelli, a cuyo hijo le fue diagnosticado un tumor cerebral maligno. El guión fue escrito en conjunto por ambos y, curiosamente, también ellos mismos son los actores principales. Por si caben dudas sobre la honestidad y el conocimiento de causa volcado en esta película, ella (Donzelli) también es la directora y expuso aquí su combate, el enfrentamiento denodado que debió hacer junto a su pareja con el objetivo de combatir ese mal. Teniendo en cuenta esta premisa, podría suponerse que esta película es un drama lacrimógeno y sufriente, pero lo cierto es que si bien no se oculta el dramatismo de la situación, el énfasis está puesto en otros sitios. Y el enfoque de Donzelli es sumamente original: esta "declaración de guerra" a la enfermedad supone un hacer acopio de herramientas, administrar las baterías, unificar fuerzas con un objetivo común. En este dolorosísimo proceso los personajes bromean, sonríen, beben y hasta van a fiestas. Explotan su necesidad de esparcimiento y buscan la catarsis como contrapartida necesaria a ese trago amargo que les tocó vivir. Esta película profundiza en esos momentos de euforia, así como en una relación que parece tambalear debido a la tragedia, en el amor que es puesto a prueba y en impensables fuerzas interiores que surgen y llevan a consolidar la resistencia. Mediante la cambiante música, de clásica a electrónica, de Vivaldi a Yuksek, desde los cálidos compases de Luiz Bonfá al ludicismo groove de Ennio Morricone, se plasma una nutrida amalgama de sensaciones, una dinámica y honesta forma de dar cuentas de que las películas no suelen ser veraces a la hora de hablar de lo que ocurre a los implicados en esta clase de situaciones. De todos modos, hay ciertos elementos que hacen un poco de ruido. La referencia y la comparación con la guerra de Irak no viene mucho a cuento y no parece sostenerse. Como eso, los nombres de los personajes (Romeo, Julieta y Adán) suenan a referencia literaria fácil y no está muy justificada. Como tanto cine francés reciente se cae un poco en el autobombo, en ese alarde de tolerancia regional, de su gente y su apertura mental -ver la fiesta con "besos" libres- así como de la presteza y efectividad de su sistema de salud -las eventuales quejas que tienen los personajes son, desde una perspectiva tercermundista, irrisorias- y de la grandeza de los personajes al enfrentarse a un tema tan difícil, en una honrosa actitud de anteponer la comprensión y el amor al egoísmo. Se echaría un poco en falta mayor autocrítica, quizá mayores fisuras en la pareja y en sus respectivas familias. Algún indicio de que el "mal" no sólo proviene de factores externos y fortuitos. Publicado en Brecha el 2/4/2012
Whisky del bueno A la afirmación de que Ken Loach viene filmando la misma película desde hace cuarenta años hay poca cosa que responder salvo que pocos lo hacen mejor que él. Y lo cierto es que últimamente el director (hoy con 77 años) ha sabido reinventarse, con obras más dinámicas y contagiosas, con la explotación de un aire políticamente incorrecto que significa un soplo fresco y, en este caso particular, con un notable sentido del humor. Es una suerte que el director pueda distanciarse de esa seriedad que sufrió buena parte del cine social europeo (y él mismo) durante décadas, como si el entretenimiento y la denuncia militante fueran asuntos incompatibles o antagónicos. "La parte de los ángeles" es la porción del whisky que se pierde por evaporación durante su añejamiento en barricas de roble. La metáfora es aplicable a los personajes, eternos inadaptados de los barrios bajos de Glasgow que vienen marcados por las pérdidas: habiendo pagado penas en prisión, tentados a la reincidencia en el delito, vinculados forzosamente con maleantes. Pero es esta cualidad de perdedores la que los lleva a conocerse, cumpliendo con determinadas tareas en los servicios comunitarios. Durante la primera mitad de la película son expuestas, a grandes rasgos, las penurias de los cuatro personajes principales, el protagonista, un padre reciente obligado a enderezarse, más un borrachín de pocas luces, una cleptómana y un rebelde anti-sistema muy único en su especie. El ángel del título vendría a ser Harry, un asistente social que se preocupa por ellos y los lleva a conocer otro mundo que pueda hacerles levantar la cabeza del círculo vicioso del que son cautivos. Cuando el protagonista entra al mundo de la cata de whisky descubre habilidades propias que desconocía, y también mundos impensados: como en la reciente The bling ring, de Sofía Coppola, es expuesto a un círculo de gente con muchísimo dinero y despreocupada de la seguridad de sus posesiones, ya que ni siquiera imaginan que alguien podría robarlos. Lo irónico del asunto es que, cuando un marginado se ha convertido en chivo expiatorio, condenado igualmente por el Estado y la sociedad civil, una de las pocas vías de superación o ascenso social a las que puede echar mano y que conoce cabalmente es el mismo delito, y aquí es que la película alcanza su mejor mitad: al estilo de las mejores películas de atracos, este grupo de antihéroes se prepara para un robo premeditado y un golpe perfecto contra quienes se encuentran en el extremo opuesto de la escala social. Con un poco de road movie, algo de drama, fuertes dosis de comedia socarrona, acompañada de una notable banda sonora (el tema "I would walk 500 miles", de The proclaimers nunca sonó tan bien) y emparentado en espíritu con ese cine clásico y de género que siempre funcionó, Loach da con la combinación ideal de ingredientes para una malta refinada, añejada con la sabiduría de un eximio veterano.