2011. Todo tiempo pasado fue mejor. La película de Carpenter fue una remake que reinventaba una anécdota inicial, que plasmaba inquietudes y que aportaba una nueva dimensión audiovisual a la historia. Esta película no es propiamente una remake, aunque en los hechos da lo mismo. Se trata de una precuela de la película de 1982, ya que relata los hechos que habrían precedido a la acción presentada en el filme de Carpenter. El director holandés Matthijs van Heijningen Jr. se dedica aquí a algo lamentable: mostrar todos los espacios de sombra, atar todos los cabos abiertos que quedaban, poner las piezas faltantes a un rompecabezas que nunca fue pensado para completarse. En aquella película el extraterrestre ya había acabado con una expedición entera de noruegos, y los personajes daban con los restos del campo de batalla: allí había cadáveres deformados, un hacha ensangrentada; uno podía hacerse una idea de la masacre precedente, pero la gracia estaba en que esos sucesos quedaban a disposición del espectador, para que los completara como qusiera. Por ejemplo: se mostraba un gran hueco en el hielo, y en otro lugar un témpano destruido. Como un niño que logró asociar dos imágenes, el director expone qué es lo que había dentro del hielo, cómo salió, en qué se fue transformando. Ya no hay lugar para el misterio. Tampoco hay personajes, si bien una vez más impera la desconfianza entre los miembros del equipo, no se explota el whodunit como en la anterior película, se utilizan los mismos giros de guión pero sin sorprender ni descolocar; tampoco hay creatividad volcada al diseño de monstruos y se hecha mano a recursos manidos para causar miedo o impresión: el que tenga un mínimo de experiencia en películas de terror sabrá siempre en cuál escena y desde qué dirección aparecerá el monstruo para dar un sobresalto. Una vez más. No se deje llevar por refritos fraudulentos, es preferible recurrir directamente a los originales; por algo sobreviven en el tiempo.
Un plato que es mejor ni probar Uno podría esperar que, a priori, una película de venganza femenina no debiera ser mala, y que, por sencillo que sea su argumento, el hilo conceptual per se tendría una fuerza cinematográfica capaz de vencer eventuales defectos e imperfecciones. Pero este caso es la prueba tangible de que un género que da maravillas como Kill Bill es, por regla general, un terreno en el que abundan las bazofias, y que incluso una co-producción francesa-estadounidense se llena de convencionalismos y lugares comunes. Así tenemos a la niña a la que le matan los padres y que, ya desde chica, se plantea convertirse en una máquina implacable de matar. Quince años después, entrenada por su tío, se vuelve más rápida de mente y de reflejos que todo el FBI junto y, como no podía ser de otra manera, los malos malísimos le vuelven a jugar la mala pasada de matarle a los parientes que le quedaban con vida. Todo está dentro de lo previsible y no hay sorpresa alguna en el planteo. Sabemos que la chica se desempeñará eficazmente en su venganza, con el agente especial del FBI pisándole los talones y armando operativos de los que ella escapará siempre, justo en el último segundo. Hasta los planos están resueltos de forma rutinaria. Vemos a un hombre equipado y armado con una ametralladora, buscando desesperadamente a la protagonista, en una amplia habitación, para exterminarla: plano giratorio y cercano del rostro del tipo, hasta que vemos que la chica, salida de la nada, le está apuntando con su pistola en la sien. Desde que empieza el plano sabemos como va a terminar, y esto ocurre cerca de una treintena de veces en el filme; las escenas de acción serían interesantes si no las hubiéramos visto hasta el hartazgo. Luc Besson (El quinto elemento, Juana de Arco) y su habitual guionista Robert Mark Kamen desde hace rato que vienen firmando baratijas y aquí escribieron juntos el guión. Pero la pereza del planteo y la pobreza general de ideas llegan a puntos que molestan un poco. Bogotá es mostrada como una ciudad situada en medio de la jungla, iluminada por un sol agobiante. Pero como demuestra cualquier libro de geografía elemental, se encuentra sobre una meseta rodeada de montañas, y su clima es fresco y nuboso, sin nada de tropical. Esta supuesta “Bogotá” es en realidad México DF, con sus grandes extensiones de construcciones precarias color arena. No es la clase de viviendas que puede verse en Bogotá, en general más moderna y poblada de grandes edificios. Todo este comienzo le da a la película un aire de acción tipo El mariachi, con esos narcos malísimos, violentos y traicioneros que se agarran a los tiros en las insalubres y necesitadas calles. Ya estamos acostumbrados a que las ciudades latinoamericanas sean transformadas en villas criminales por el cine dominante –recordar al Uruguay presentado en la tristemente célebre Submerged, con Steven Seagal- y esto no sirve más que para reafirmar la falsa idea de que en Sudamérica campea la miseria y la violencia, y que aquí abajo se viven climas perpetuamente irrespirables.
Belleza y devoción Más de veinte años le llevó al director alemán Wim Wenders encontrar la forma de concebir esta película. Fue en 1985 que conoció a la bailarina y coreógrafa Pina Bausch, cuando acababa de ganar la palma de oro en Cannes por su película Paris, Texas. Wenders relata que cuando conoció la impronta de Pina sintió algo semejante a ser golpeado por un relámpago; desde entonces, ambos iniciaron una amistad, y la idea de llevar sus coreografías al cine se convirtió para él en una obsesión. En el año 2007 Wenders se iluminó. Ya había filmado varios videos para la banda U2, y cuando vio la película U23D supo que por fin había dado con la clave. Telefoneó a Pina para proponerle que se pusieran manos a la obra. Inesperadamente, Pina falleció en 2009, solo cinco días después de que le diagnosticaran cáncer, y una semana antes de que comenzara el rodaje. La película que supuestamente sería un homenaje en vida debió convertirse súbitamente en réquiem. Pina está compuesta básicamente por cuatro grandes coreografías de Bausch. Le sacre du Printemps, de 1975, ballet clásico de Stravinsky, donde los bailarines se mueven en un espacio cubierto de tierra; Kontakthof, de 1978, con personajes de distintas edades en una sala de baile; Café Müller, de 1975, -del que muchos vimos un fragmento al principio de Hable con ella- con música de Henry Purcell y un escenario repleto de sillas, en donde los bailarines se desplazan con los ojos vendados. Y por último Vollmond, con personajes en un ambiente nocturno, lluvia permanente y junto a una gran roca. Además, pequeñas coreografías que van desde lo simpático a lo estrafalario, desde lo gracioso hasta lo feroz, siempre con un importante impacto y un inmenso poder de sugerencia. El mérito es sobre todo de la fallecida Pina, pero Wenders tuvo el acierto de confiar en el poder intrínseco de su material, en dejarlo ser y desarrollarse, en adaptar la puesta en escena, perfeccionarla para convertirla en soporte perfecto a sus necesidades. El uso del color, las locaciones amplias y aireadas, los planos largos y respetuosos que siguen, fieles, a los objetos de atención, aportan un notable contraste con las danzas sugestivas que parecen hablar de lo tortuoso en las relaciones de pareja, las imposiciones sociales, la pesadez existencial, la incontinencia, los torbellinos pasionales. Entre número y número, algunos de los bailarines de la troupe de Pina aportan verbalmente recuerdos, sensaciones específicas que ella les transmitía o les ayudaba a conseguir. Así Wenders, lejos de buscar una personalidad o una biografía, logra retazos emocionales, acercamientos parciales que llevan a pensar en su densidad y en su complejidad humana. Y además logra, con inconmensurable amor por su amiga fallecida, algo que no es en absoluto sencillo. Que espectadores ajenos al universo de la danza contemporánea –entre los que se cuenta este cronista- se vean seducidos y conmocionados por el arte de Pina. Wenders tiende puentes entre fieles y escépticos, abre caminos, y nos bendice con 103 minutos de persistente belleza.
A lo que debemos aspirar Las comedias románticas hechas en Hollywood tienen mucho que ver con un mundo idílico, histérico y estéticamente imposible y poco que ver con la realidad. Allí suelen exhibirse, como en una vidriera, ideales de belleza, de éxito, de cómo plantarse y ser cool, y los espectadores que compran estos combos y que buscan verse reflejados se llevan a sus casas un paquete de ilusiones que, en muchos casos, suele transfigurarse en frustración. Este tipo de comedias, en su mayoría superficiales, dulcificadas y por supuesto acríticas, continúan encumbrando valores relativos al sueño americano y a formas de existencia inalcanzables para la amplia mayoría de los seres humanos. Will Gluck, director de esta película, ya había hecho la comedia teenager Se dice de mí, una bazofia de cuidado en la que los personajes todos se ajustaban a los más exigentes parámetros de belleza dominantes -hasta los catalogados como “feos” eran despampanantes- y pretendía tirar líneas de moralismo, tolerancia y consideración cuando en realidad los discursos escondidos en la película dejaban en claro que eso era todo una farsa. Ajustado a parámetros estéticos similares, aquí Dylan (Justin Timberlake), joven emprendedor, editor de contenidos web –confluye la capacidad de administración empresarial y la creatividad orientada a nichos novedosos y prometedores- conoce a Jamie (Mila Kunis) reclutadora de talentos –la acertada ejecutiva, hábil e independiente en sus criterios-. La verborragia entre ellos es, desde un comienzo, imparable, y cuidado, que las líneas de diálogos no bajarán en ritmo y velocidad hasta los créditos finales. Los dichos de los protagonistas son pretendidamente inteligentes, todo el tiempo: a cada ocurrencia se sucede una réplica aún más suspicaz, perdiéndose así, desde el mismo comienzo, la esperanza de verosimilitud. Resueltos y avispados, cerca de media docena de veces dicen de forma canchera “era una broma” luego de fingir falsas reacciones. Si el director/guionista da así pocas muestras de creatividad, unos secundarios de manual no hacen más que rebajar la berretada a niveles subterráneos: la madre de la protagonista (Patricia Clarkson) es la típica veterana hippie, que da mayores muestras de inmadurez que su propia hija pero es cariñosa y considerada (como las de Mamma mia, The kids are all right o Se dice de mí, para no ir más lejos). El compañero gay del personaje (Woody Harrelson) es tan sólo un vehículo para hacer chistes de gays, y el padre con alzheimer (Richard Jenkins) es el toque de gravedad que se necesitaba, para demostrarse que el muchacho es un tipo sufrido y bueno y que esta película dista de ser tan sólo otra comedia descerebrada. Ninguno de estos actores está mal, pero personajes así, contextualizados como están, dañan la psiquis de cualquier ser pensante. Esta película está muy bien puntuada en algunas páginas web especializadas (IMDB, Rotten tomatoes) tiene buena recepción crítica y funciona notablemente en taquillas. La comedia romántica estadounidense no evoluciona ni cambia sus reglas porque la fórmula camina bien así, como está. Lo que cuesta creer es que el público continúe tragando.
Lo prometido El que va a ver una película llamada Cowboys & aliens sabe con qué va a encontrarse. Más cuando está protagonizada por James Bond (Daniel Craig) e Indiana Jones (Harrison Ford), más si se tiene conocimiento de que uno de los productores fue Steven Spielberg, -con su infantilismo perpetuo y su obsesión con los extraterrestres- y más cuando el director es Jon Favreau, autor de los notables divertimentos familiares Zathura y Iron man. Desde el vamos sabemos que hay que abandonar los prejuicios, dejar de buscarle el pelo al huevo y valorar en su correcta medida a un entretenimiento pochoclero y superficial, a un autoconsciente pastiche de acción y aventuras. Como demostraron Depredador, Del crepúsculo al amanecer, o más recientemente Kick-ass, Zombieland y Rango, una película con una abrupta mezcla de géneros puede funcionar en taquilla, y esa es la clase de experimentación que hoy la industria puede permitirse. Aquí Jake, nuestro personaje principal (Craig) se despierta en una llanura desértica, amnésico y con un extraño brazalete metálico. Como Bourne, descubre en la marcha que es además imbatible en la lucha cuerpo a cuerpo, así como en otras artes de combate –hay que ver a un cowboy aplicando curiosas técnicas marciales para desarmar a tres hombres juntos-. Luego de llegar al típico pueblo en decadencia, y de meterse en altercados que lo colocan en un comprometido conflicto con el malvado Woodrow (Ford) empiezan las olas de abducciones y secuestros por parte de los alienígenas. Así, una comitiva en la que se juntan delincuentes, civiles, agentes del orden y hasta indígenas, sale a enfrentar a los horrendos invasores. El guión tiene huecos, es cambiante y hasta contradictorio; seguramente un fiel reflejo del caos de producción que ocasionó que cinco guionistas más tres argumentistas, más el autor del cómic en que se basa la película figuren en los créditos. Los personajes parecen extraídos del spaghetti western a lo Leone, en donde el más bueno era condenable y el malo horripilante. Los extraterrestres son bichos rápidos, letales e inteligentes y tienen viscosidades escondidas aún más desagradables que las visibles, muy al estilo Alien, y, dato curioso, los lleva al lejano oeste nada menos que la sed de oro (ojalá algún día la ambición desmesurada se condene tanto en la realidad como en la ficción de géneros dominante!). Además de gozar del mérito de haber rechazado fervientemente la idea de filmar la película en 3D, Favreau logró el desafío de darle a esta película, pese a las limitaciones de guión, una coherencia estética y formal (la fotografía, la música y los efectos visuales son puntos fuertes), de extraer buenas actuaciones y de lograr así personajes con presencia, de orquestar este cambalache conceptual convirtiéndolo en un corpus dotado de buen ritmo y energía. No se podía pedir mucho más.
Reversible y auténtica Ella (Juliette Binoche) es una galerista de arte en la Toscana y él (William Shimell) un reconocido escritor y ensayista británico. Él se encuentra de paso por Italia ya que está presentando un libro en el cual reivindica el valor de la copia de la obra de arte, restándole interés a la “autenticidad” de los originales. Ella, madre soltera, siente una clara atracción por él, y lo lleva de paseo por el pueblo Lucigniano, en un deambular –casi a tiempo real- en el que dialogan extensamente. Como no podía ser de otra manera, el director Abbas Kiarostami dilata los tiempos, la acción se vuelve mínima, e importan más los pequeños gestos, el contexto, y lo que les ocurre interiormente a los personajes que lo que efectivamente dicen. Pero también es justo notar que ésta es de las películas más “dinámicas” del director iraní; y seguramente, una de las mejores. Hay un fuerte parentesco con la brillante Viaje a Italia (1954) de Rossellini, clásico que inspiró a los cineastas de la nouvelle vague en el cual una pareja dialogaba y discutía airadamente en un viaje hacia Nápoles. Como en esa gran película, como en Bergman, como en Rohmer, como en el cine del coreano Jang Sun-woo, se despliega notablemente ese enrevesado y doloroso universo sentimental en el que a veces los adultos nos sentimos tan perdidos, ya que los bagajes de ideales e ilusiones rara vez se condicen con lo que toca vivir. Pero Kiarostami dobla su apuesta con un guión que confunde y que busca confundir, ya que, a partir de cierto punto clave, se deja de saber qué es verdadero y qué no. Es decir, a partir de determinado momento las situaciones que se suceden podrían obedecer a un “juego” que los personajes despliegan para sí, pero por otra parte también podrían estar siendo ellos mismos, diciéndose unas cuantas verdades. Es así que, de golpe, Copia certificada se desdobla, se convierte en una película reversible, interpretable desde ópticas distintas y contradictorias. Kiarostami, obseso de las diversas capas de realidad y del desvelamiento del artificio, lleva sus fijaciones a un extremo, aportando elementos, “pistas” que llevan a pensar alternativamente en una hipótesis o en la otra. ¿Cuál es la realidad?, ¿qué es lo original y qué una copia? y finalmente, ¿importa eso?, ¿acaso no son creíbles, fidedignos los sentimientos que están teniendo lugar, esos torbellinos emocionales que atraviesan los personajes? Binoche, inmensa y bellísima, es seguramente el punto más alto de esta película y deja para la posteridad una interpretación repleta de matices y cambios de registro que cortan el aliento. No en vano es y ha sido la opción de grandes cineastas, entre los que se destacan Kieslowski, Haneke y Hou Hsiao-hsien. Es verdad, ésta es la clase de películas que gusta mucho a los críticos y no tanto al público en general; quizá la clase de ensayos meta-cinematográficos de los que se disfruta más reseñando que vivenciando directamente. Pero de todos modos, es innegable que se trata de una obra intensa, sugestiva y rica de significaciones; de esas que crecen al verse más de una vez, y que se prestan para hacerlo.
Yo era un alfeñique de cuarenta y cuatro kilos Esta película da pena. No es que se le pueda pedir demasiado a la enésima adaptación de un comic de Marvel al cine, pero sí pasar un rato entretenido, atender a un guión medianamente sólido y llevadero, encontrarse con personajes creíbles, con ritmo y un mínimo de creatividad volcada a las escenas de acción. Esos elementos supieron estar presentes en mayor o menor medida en películas de superhéroes como las dos primeras de El hombre araña y X-men y en la primera Iron man, y hasta supieron conjugarse notablemente en la reciente Kick-ass. Pero aquí brillan por su ausencia. En plena segunda guerra mundial, un joven patriota enfermizo y debilucho se empeña una y otra vez en alistarse para integrar las filas norteamericanas, sin éxito. Visto su empeño y su disposición, el científico Heinz Kruger (Stanley Tucci) decide convertirlo en un superhombre fuerte y musculoso, en una hazaña científica completamente exitosa –algo que resulta extraño hoy, ya que desde hace mucho tiempo que en el cine la ciencia aplicada a metamorfosis humanas suele acarrear consecuencias funestas-. Como es de esperarse, el hombre se convierte en un luchador implacable, patea unos cuantos culos enemigos y se arroja a una lucha contra su enemigo natural Red Skull (Hugo Weaving) quien, cuándo no, quiere dominar el mundo. Es difícil identificarse con un protagonista que, lejos de tener los conflictos existenciales que aquejan normalmente a los personajes de Marvel, su única preocupación es ganar la guerra y hacer el bien, y que de tan valiente que es, no duda en arrojarse sobre una granada para salvar a sus colegas soldados, en un impulso que parece más suicida que patriótico. Por otro lado, Hitchcock decía que cuánto más interesante un villano más interesante una película, y aquí el malo de turno es digno del Skeletor de los dibujitos de He-man, en el sentido en que pretende causar miedo a fuerza de ostentar su cabeza esquelética. Las dos primeras veces que el Capitán América se le enfrenta, se va corriendo; así que, como amenaza, resulta bastante patética. La imaginación del director Joe Johnston para idear escenas de acción es nula. Una persecución de motos a través de un camino arbolado recuerda a una vibrante, ingeniosa y divertida que hubo en Indiana Jones y la última cruzada, pero aquí el protagonista despacha a sus enemigos con facilidad, con métodos convencionales vistos mil veces y como si fuese un trámite más. De hecho, la película toda parece un trámite: está la obligada historia de amor, la rutina de entrenamiento, la transformación, el posterior reconocimiento, el enfrentamiento final. Se circula por un camino seguro, olvidando aportar los elementos clave para cualquier aventura que se precie: tensión, enigma, sorpresa. Si Capitán América no llega a convertirse en un bodrio absoluto es porque eventualmente Stanley Tucci y Tommy Lee Jones aportan presencia y simpatía, y una pequeña espina final introduce, por vez primera, un elemento que estuvo ausente a lo largo de toda la película: el dramatismo.
Poderoso drama, aventura de manual La saga llegó a su fin y es hora de hacer un recuento. Las ocho películas de Harry Potter fueron dirigidas por cuatro directores distintos, supusieron la franquicia cinematográfica con mayores ingresos de todos los tiempos, con más de 6.400 millones de dólares recaudados, y acompañaron el crecimiento de niños, adolescentes y jóvenes de todo el mundo a lo largo de la primera década del nuevo siglo. Las dos primeras películas, dirigidas por Chris Columbus, seguramente hayan sido las más sólidas, introducían el universo Potter y marcaban las pautas reconocibles que darían interés a la saga: un reparto británico grandioso y escenas de acción y aventuras bien intercaladas con diálogos casuales, que permitían adhesiones a la historia -aunque los fans de las novelas originales insistimos en que las películas no son la mitad de buenas que los libros-. Para este cronista Harry Potter y la cámara secreta, la segunda, es la mejor de la serie entera, la más intensa y lúgubre, alternativamente simpática y estremecedora. Luego, El prisionero de Azkaban, dirigida por Alfonso Cuarón, a pesar de sus problemas de arritmia y de que los actores protagónicos empezaron a despegarse de las edades de los personajes, fue, para muchos, el momento cúspide de la serie –que igual, en calidad, a años luz de la novela-. El Caliz de fuego, dirigida por Mike Newell, estaba bien pero no lograba grandes momentos de tensión, pese a las oportunidades que daba el guión. A partir de La orden del Fénix el director pasó a ser definitivamente David Yates, un artesano que demostró tener talento para la dirección de actores y para las escenas de transición, pero que no supo dar vuelo imaginativo ni garra a las secuencias de acción. Y esa es una falencia que se mantuvo, como un karma, hasta el final de la serie, jugando en contra de sus siguientes películas (El príncipe mestizo y las dos partes de Las reliquias de la muerte). Este cierre funciona, y muy bien, durante su primera mitad: El colegio Hogwarts ha sido tomado por las fuerzas de Voldemort y el sombrío profesor Snape -hay que tallarle un monumento a Alan Rickman- es el nuevo director del colegio. El Ejército de Dumbledore y La orden del Fénix son los últimos bastiones de resistencia que buscan retomar el control. Una entrada furtiva al banco de Gringotts, un robo y una inmediata evasión tienen la tensión, la inteligencia y el dinamismo necesarios, además de contar con una perfecta Helena Bonham Carter. Luego, atmósferas oscuras y una acumulación de revelaciones, que no ahorran dramatismos, son especialmente contundentes para quienes han seguido la sumatoria de desventuras vitales que aquejan desde un comienzo a Harry. Yates es mucho mejor haciendo uso del suspenso y de los climas que a la hora de filmar enfrentamientos y masacres, y el esperado duelo final está resuelto rutinariamente y sin el vuelo formal e imaginativo que todos esperábamos. La pareja Harry-Ginny carece de química, las muertes aparecen fuera de plano y no hay detenimiento en ellas, y no se dan explicaciones para una curiosa resurrección –a partir de la cual decae además el ritmo general-. En definitiva, como drama, esta película funcionaría de maravillas. Como despliegue espectacular y de aventuras, trastabilla demasiado.
Digitado y estupendo La obra de Phillip K. Dick ha dado pie a unas cuantas adaptaciones cinematográficas, de entre las que sobresalen películas tan disímiles como Blade Runner, El vengador del futuro, Minority report o la animación A scanner darkly de Richard Linklater. Todas ellas tienen en común una idea base originalísima, pero fue la visión particular y la impronta de sus realizadores lo que las convirtieron en algo memorable. La historia original en la que se basa esta película* es uno de los primeros relatos cortos que Dick escribió en su carrera (“Equipo de ajuste”, publicado en 1954) y trata sobre una organización secreta que controla el destino y los grandes acontecimientos humanos, inmiscuyéndose y controlando desde las sombras la vida mundana. Pero un buen día el programado ladrido de un perro se retrasa, por error, un minuto, y como consecuencia un empleado de una agencia de bienes raíces llega a su oficina con anticipación, descubriendo a los agentes del destino en plena labor compositiva. Es así que se destapa, en tono risueño, toda una alegoría paranoica de tintes pesimistas, con algunos apuntes sobre la vida marital. Aquí se retoma tan sólo la idea general: Matt Damon es un promisorio congresista que se ve trastocado por un encuentro inesperado y azaroso con una bailarina, que le servirá de inspiración para un contundente discurso político. Pero es cuando la vuelve a encontrar que el destino digitado se tuerce, y que surge una seguidilla de problemas e imprevistos para la agencia de planificación, ya que la consumación de ese amor podría acarrear problemas terribles. Los personajes son sólidos, la narración clara y concisa, y un preciso e inteligente montaje agiliza el relato, lográndose resumir una considerable seguidilla de eventos sustanciales en apenas minutos. Se trata, claramente, de un thriller de ciencia ficción, pero el peso sustancial está colocado en el romance entre ambos protagonistas. La película funciona, y muy bien, debido a dos pilares fundamentales: la construcción de los “agentes” como burócratas en plena labor, que cometen errores a pesar de sus poderes y que ni siquiera tienen muy claro por qué es que hacen eso que hacen, que además se ven estresados, sudorosos y abrumados por los inesperados cambios de agenda, o pendientes de mecanismos internos como promociones, ascensos y sanciones. Anthonie Mackie y John Slattery (el Sterling de Mad men) convencen con secundarios sólidos y Terrence Stamp impone su presencia para sustentar un villano de los de verdad. En segundo lugar, las historias de amor suelen adquirir intensidad cuando son dilatadas cronológicamente –aquí pasan años sin que los personajes puedan verse-, y además existe una química sustanciosa entre los personajes de Matt Damon y Emily Blunt. Los agentes del destino se permite tocar, como al pasar, temáticas como la capacidad destructiva del hombre, la inescrutabilidad divina, la libertad de opción y los destinos digitados. Esto ya puede sonar a lugar común en thrillers que se la dan de “inteligentes” pero por fortuna no se insiste demasiado en estos puntos como para que logren irritar o para que el planteo todo resulte altisonante.
El trauma por duplicado Esta película parte de una situación difícil y al mismo tiempo irresistible. Luego de una escena inicial en la que tiene lugar el secuestro a un niño por parte de dos adolescentes, se ve inmediatamente a uno de ellos, 15 años después, saliendo de prisión. El ex convicto se dirige a una iglesia de Oslo a buscar trabajo como músico y en seguida es aceptado, ya que toca el órgano como los dioses. Eso sí, para pasar desapercibido y que la gente no lo asocie con un crimen aún recordado se hace llamar por su segundo nombre, Thomas. Se va dando entonces información de a cuentagotas, manteniendo en misterio hechos determinantes, como qué fue lo que ocurrió realmente, 15 años atrás, y qué grado de culpabilidad tiene nuestro protagonista. Sutilmente, el talentoso director Erik Poppe logra un arduo cometido: que la audiencia haga empatía con un personaje del que se sospecha lo peor. Y lo hace exponiendo sus dificultades para integrarse, dejando presentir sus miedos -la dirección de actores es genial- y dando muestras de un dolor, un trauma y una carga inmensos, apenas aliviados en tremendas catarsis organísticas. La película da un giro -más bien un quiebre- pasada la mitad del metraje. Y quizá para no arruinar una sorpresa y un salto atractivo y notable, no convenga contar en qué está centrada esa segunda mitad. Baste saber que allí hay un salto temporal, que comienzan a iluminarse los espacios de sombra presentados al comienzo, y que se profundiza en otro trauma inextirpable, uno vinculado al otro, sumando tensión y dramatismo al asunto. Se vuelve imperativo dar un vistazo a las dos películas anteriores de Poppe, Hawai, Oslo (2004) y Schpaaa (1998) que, junto a esta, conforman de alguna manera una trilogía. La dirección es impecable y a nivel técnico no hay cuestionamientos posibles. Poppe supo filmar avisos publicitarios con anterioridad y usa su conocimiento en el área para lograr tomas poderosas y refulgentes que contrastan con la gravedad imperante; los silencios acentúan la tensión y los planos secuencia que siguen de cerca a los personajes y giran a su alrededor transmiten una sensación de extrañamiento. Como en Incendies –aunque quizá sin tanto vuelo-, se formula un impactante drama con un envoltorio elegante, sin ahorrar climas ni situaciones espectaculares. Como en la también reciente El laberinto –pero con mayor intensidad-, la profundización en hechos dolorosos dispara reflexiones sobre el ser humano y su conducta en atípicas circunstancias. Algunas rebuscadas situaciones finales –demasiado jugadas a la espectacularidad y el dramatismo- resienten la credibilidad del planteo y juegan muy en contra de una película que, hasta entonces, mantenía el listón muy alto. Aún así, Aguas turbulentas es uno de los platos fuertes de la cartelera actual; uno que recuerda, una vez más, que hay que prestarle atención al sorprendente cine noruego.