La película Akira es un anime del año 1988 que se centraba en un adolescente que comenzaba a desarrollar, paulatina y de forma temible, poderes psíquicos paranormales. Pero los problemas surgían ya que conforme aumentaban sus capacidades también comenzaban a exacerbarse sus miedos y frustraciones, y el chico empezaba a dar grandes muestras de inestabilidad. Finalmente llegaba al punto de creerse un dios, logrando su propia autodestrucción. Básicamente, es la misma anécdota de esta película. Es que desde Hollywood viene echándose mano a las buenas ideas de oriente para cimentar grandes éxitos, recibiendo ovaciones por anécdotas ajenas que no fueron demasiado difundidas antes. Así Los infiltrados de Scorsese es una copia exacta de la hongkonesa Infernal affairs, para Zodíaco David Fincher se llevó la brillante idea original de la surcoreana Memories of murder, y El cisne negro de Darren Aronofsky retomó la historia de la japonesa Perfect Blue. Salvando el primero de los casos, no hubo referencias en los créditos a las fuentes de "inspiración". Tampoco hay referencias a Akira en esta película, pero al menos el joven director Josh Trank, de 27 años, admite en entrevistas que aquel filme lo impactó mucho y que aquí se dispuso a homenajearlo. Poder sin límites tiene algún defecto en el guión: el protagonista es acosado no por uno sino por varios grupos de jóvenes abusivos, además de que es golpeado por su padre borracho, sobrecargándose de forma un tanto inverosimil su desgraciada vida. La cantidad de daños no es tan importante como la calidad de los daños a la hora de justificar un perfil resentido. Por otra parte, se hecha en falta un poco de ingenio en las líneas de guión, en su mayoría un griterío adolescente que llega a aturdir un poco. Por fuera de estos detalles, lo demás está perfecto. La cámara al hombro de tipo documental (el protagonista filma constantemente) aterriza la anécdota, volviendo especialmente vívido el descubrimiento y el desarrollo de los superpoderes. Con recursos limitados, el director hace un uso brillante de la tecnología digital CGI para generar vistosos efectos especiales, hay atmósferas increíblemente logradas -las escenas de vuelo, el enfrentamiento final- y un par de sorprendentes escenas que dan muestras de una privilegiada inventiva visual -obsérvese la conversación en el cementerio, con la cámara alzándose por encima de los personajes, en una toma inesperadamente poética, o el abrupto y explosivo corte durante la escena del protagonista hospitalizado junto a su padre-. Está claro que seguiremos oyendo del director Josh Trank por muchísimo tiempo más. Son realmente valiosos su aporte creativo, sus ideas para generar una historia de superhéroes (o en todo caso, de superantihéroes) y su voluntad para llevar al audiovisual hacia nuevas formas. El cine de género respira y se renueva gracias a esta clase de talentosos cineastas. Publicado en Brecha el 9/3/2012
Potter contra los fantasmas Como la mayoría del cine británico que llega, esta película da un primer buen impacto, ambientando la acción en una superficie atractiva, de clima y estética notables. Es la Inglaterra victoriana y el joven abogado (Daniel Radcliffe, protagonista de la saga Harry Potter) quedó viudo recientemente, sólo con un hijo pequeño. Su desánimo y su apesadumbrada expresión son constantes, y quizá las razónes por las cuales la firma en la que trabaja lo ponga a prueba con un último y difícil trabajo: arreglar el papeleo para poner a la venta la antigua casa de una viuda fallecida. Para ello se traslada a una villa olvidada, a una mansión alejada, carcomida por la vegetación y cuyo camino al pueblo queda sumergido por las periódicas subidas de las mareas. La atmósfera es perfecta, los misteriosos lugareños dan muestra de hostilidad y creencias supersticiosas, la mansión luce recargada de ominosos objetos y juguetes antiguos y los fenómenos paranormales no tardan en surgir. Para colmo, el protagonista entra en conocimiento de que los niños del pueblo mueren regularmente en horrendas circunstancias. El comienzo del abogado llegando a una mansión remota es similar al de Drácula de Bram Stoker. La llegada a un pueblo afectado, la oposición racionalidad-superstición y la lúgubre fotografía recuerdan a La leyenda del jinete sin cabeza de Tim Burton; la aparición de la cadavérica dama del título rememora a muchas otras similares, entre otras la de la reciente y brillante Insidious. Luego de la introducción comienza la lógica y esperada acumulación de sustos, y aquí es que la película comienza a parecerse aún más a otras. Hay un niño fantasma similar al de Al final de la escalera (y también se incluye un desenlace casi idéntico), los crujidos, los portazos, los ruidos inesperados, la existencia de un cementerio en las inmediaciones de la casa parecen de Los otros. Las sorpresivas apariciones de espectros dolientes y resentidos deben mucho al terror asiático. Si bien los recursos son efectivos, hay buenos sustos y los climas se mantienen, cada vez se cae más en la cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol. El joven director James Watkins se lució en su horripilante y sorprendente debut Eden Lake (2008), y esta película lo confirma como un sólido cineasta que logra lo que se propone. Pero el guión, basado en una novela de Susan Hill, limita las posibilidades y la película sigue un camino convencional ya visto una infinidad de veces. La presencia de Radcliffe reafirma la sospecha originaria de que este filme no es más que un “paquete” bien pensado y concebido para el éxito comercial. Como tanto cine británico, la sorpresa y el impacto originales, causados por tan atractiva estética, se redondean y neutralizan con un espíritu conservador y la ausencia de un esperado segundo impacto, audiovisual o conceptual. Publicado en Brecha el 13/4/2012
Mucho homenaje y no tanta magia No hay que confiar en los trailers: cualquiera que haya visto el avance de esta película podría pensar que se trata de un entretenimiento familiar, orientado especialmente a niños, repleto de aventuras, fantasía y escenas de acción. Pero esas presunciones no serían acertadas; lejos de ser recomendable para pequeños, -o al menos niños habituados, para bien o para mal, a la estructura dominante de entretenimiento, a escenas ágiles y dinámicas, al chiste constante y al montaje hiperfragmentado- esta película propone un elegante, estilizado y de a ratos reposado homenaje a uno de los grandes directores del cine silente. Es el comienzo de la década del treinta, en París. La innovación del cine sonorizado no calaba hondo aún, y en las salas podían verse películas de Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton. Hugo es un huérfano que vive escondido entre los recovecos y las olvidadas habitaciones de una estación de trenes. Y en su refugio guarda un tesoro, heredado de su padre: una especie de autómata metálico, hecho de complejísimos y pequeños mecanismos que él mismo ha logrado reparar, y sabe que el muñeco es la clave de un misterio, quizá hasta el vehículo para obtener un mensaje de su padre fallecido. El destino lo colocará junto al gran Georges Meliés, pionero de los efectos especiales, autor que se desempeñó en unos 500 cortos entre fines de 1890 y 1913. La película tiene puntos a favor, muchos y muy consistentes. La selección actoral es grandiosa -últimamente Scorsese sólo trabaja con los mejores- y entre ellos se cuentan el pequeño Asa Butterfield, Jude Law, Ben Kingsley, Helen Macrory, Ray Winstone, Christopher Lee, Michael Stuhlbarg y Sacha Baron Cohen (Borat ni más ni menos). La dirección artística recargada y barroca de Dante Ferreti dispone una estación de ensueños, con relojes inmensos, escaleras interminables y ventanales que redimensionan vistas citadinas. Hay memorables momentos que dan cuentas de la singular inventiva de Scorsese, como varios planos secuencia iniciales a través de la estación, una escena en que se muestra el deterioro a lo largo del tiempo de un set íntegramente vidriado, un par de estremecedoras pesadillas, y varias explicaciones de tipo documental sobre Mélies y sus métodos. Scorsese, en este pretencioso y deslumbrante homenaje, habla de la necesidad y el placer de conectar con la historia y con el pasado. De recuperar la mirada inocente, desprejuiciada, de dejarse seducir y llevar por un rico patrimonio fílmico, por esas imágenes primitivas pero innovadoras, bellas y rebosantes de creatividad. Lo que puede ocurrir es que algunas de las expectativas, en parte alimentadas por la misma película y sus diálogos, se vean frustradas. La ominosa presencia del autómata promete un misterio, una conexión sobrenatural, una inteligencia latente y una explicación que, cuando finalmente aparece resulta insuficiente. La amiga del protagonista, inspirada en los clásicos de Stevenson, Julio Verne y Dickens, espera entusiasmada una “aventura” que finalmente queda trunca, con alguna escena de persecución forzada como para cumplir con la cuota de dinamismo necesaria. La invención de Hugo Cabret es una película irregular, bellísima pero arrítmica, imponente pero algo tramposa, sincera pero un poco machacante en cuanto a lo que verbaliza acerca de la magia, los sueños, la maravilla de ir al cine y todos esos rollos. Esto último, en todo caso, si es algo que se siente no es necesario que sea explicitado.
Y con altura La anécdota central de esta película parte de una temática sensible y candente para la sociedad estadounidense, algo curioso considerando que se trata de una divertida comedia de acción de Hollywood, protagonizada por Ben Stiller y Eddie Murphy. La extendida situación que se dio durante y después de la crisis bursátil del 2008, en la que muchos ciudadanos de las clases medias se vieron estafados por empresas especuladoras, ya sea perdiendo sus casas luego de haberse retrasado en apenas un par de cuotas hipotecarias o viendo desaparecer de la noche a la mañana todos sus ahorros, invertidos en bonos u acciones volátiles. Aquí la acción se centra en uno de los edificios más seguros y lujosos de Nueva York, en pleno Columbus Circle. En la ostentosa suite del último piso vive un magnate de Wall Street, que queda en arresto domiciliario por haberse llevado cifras millonarias de sus inversores, además de haber estafado a muchos de los trabajadores del edificio, quedándose con sus jubilaciones y arrojándolos a la pobreza. Es así que un pequeño grupo de ascensoristas, mucamas, porteros y limpiadoras, sin mucho que perder, deciden hacerse de una revancha. Quizá no tengan experiencia en robos, pero conocen al detalle todos los rincones del edificio, más las rutinas del estafador en cuestión, y despliegan un plan con el objetivo de robarle una gran suma de dinero de su caja fuerte. Habrá que ingeniárselas para entrar al edificio sin ser advertidos, y saltarse los mecanismos de seguridad, más una custodia del FBI que lo vigila las 24 horas. Y aquí hay un doble acierto: el primero es que Alan Alda -veterano de la escuela de Woody Allen- está impecable en su rol de estafador de cuello blanco; es el perfecto empresario amable, sonriente y cordial al que es necesario rascar un poquito para encontrarle un costado soberbio, petulante y desagradable. Un villano odioso como pocos. Por otra parte, es notable ver a este grupo de incompetentes, arrojados al emprendimiento más grande de sus vidas y acudiendo a un supuesto profesional (Eddie Murphy), en definitiva, no más que un descuidista de poca monta. Se dispara un humor casi siempre efectivo en donde abundan los diálogos absurdos e inconducentes, la burla socarrona y el gag disparatado -la secuencia de acción que involucra a varios de los personajes y al auto de Steve Mc Queen, colgado a un centenar de metros de altura desborda originalidad-. El guión tiene sus huecos -sobre todo al final; hay un par de elementos resolutivos que parecen muy traídos de los pelos- pero está escrito por gente experimentada que ya había logrado entretenimientos sólidos; los guionistas Ted Griffin (La gran estafa) y Jeff Nathason (Atrápame si puedes). Y no deja de ser atractivo reencontrarse con un par de actores como Matthew Broderick y Eddie Murphy dando lo mejor de sí, reflotados luego de un buen tiempo de no vérselos en producciones de calidad. Robo en las alturas es una efectiva película de género que logra lo que se propone, que se nutre de gente talentosa y que tiene el poder de cambiarle el semblante al espectador. Es mucho más de lo que uno viene acostumbrando recibir en las salas.
Cuando las piezas encajan Hay veces que basta con dar con la nota justa para el tema indicado para que se logre el milagro. Y últimamente la industria tuvo unos cuantos aciertos en ese sentido; como comentaba en entradas anteriores, es difícil imaginar mejor director para la nueva Misión imposible que Brad Bird, otro que Guy Ritchie para la saga de Sherlock Holmes, y de la misma manera nadie podía calzar mejor para esta primer entrega de Millenium que David Fincher. En cierto sentido es probable que la misma serie literaria Millenium nunca hubiera sido tal si Fincher no hubiese filmado Seven, película que traía al universo del thriller la figura del asesino-torturador serial bíblico, psicópata moralista que castigaba víctimas pecadoras y que tantas veces se vio repetido en el cine, en subproductos que convendría olvidar. Fincher también había demostrado en Zodíaco ser un director capaz de lograr un thriller sólido, manteniendo con buen ritmo la atención de su audiencia durante más de dos horas y media. Desde la secuencia inicial de créditos el director da con el registro adecuado: un clip a lo James Bond, oscuro, sobregirado, envolvente y violento, al avasallador ritmo industrial de Trent Reznor y Atticus Ross reversionando a Led Zeppelin; se sugiere desde un comienzo lo que se va a continuar más adelante. La chica del dragón tatuado tiene las dosis de truculencia necesaria para todo policial negro que se precie, una puesta en escena estilizada, elegante, fría y austera. Fincher, a siglos luz de las majaderías de su Benjamin Button logra captar la esencia de las novelas originales aportando ambientes turbios, claroscuros, un atractivo y constante cromatismo gris, -salvo en los flashbacks, donde todo parece iluminarse repentinamente- y un montaje acelerado con pertinentes fundidos que propician climas y golpes de efecto. No se evitan los detalles escabrosos, abunda la sangre, hay un gato desmembrado, abuso infantil y violencia sexual como hasta ahora era imposible de ver en el cine de Hollywood –se nota que la MPAA está muy concentrada combatiendo la piratería y abandonó, al menos temporalmente, la censura de los contenidos-, las escenas sexuales llegan a niveles de erotismo quizá comparables a las que dio Bajos instintos en su momento, algo prácticamente insólito para el cine mainstream de la última década. Quizá Daniel Craig no convenza demasiado, quizá la nueva Lisbeth Salander (Rooney Mara) demuestre con su mirada más desequilibrio que sensualidad, quizá la película adolezca de los mismos vicios que la novela original –un protagonista demasiado intachable, el cliché del villano que habla demasiado cuando debería eliminar de una buena vez a su víctima- pero Fincher da lo mejor de sí y logra algo inexistente en el precedente sueco: ritmo, imágenes poderosas e impacto auténtico.
Holmes recargado Holmes pugilista, Holmes toxicómano, Holmes maestro del camuflaje y del disfraz; la nueva, adictiva y sobregirada saga retomó ciertas características que podían verse de a ratos en las obras originales de Arthur Conan Doyle y las potenció, convirtiendo al detective en un sobregirado y en un maníaco, en un temerario que se inmiscuye alegremente en el bajo hampa londinense, pasando desapercibido. Holmes como catástrofe natural, como bólido que se abre camino a puñetazos entre la mugre y el caos, con espíritu lúdico e implacable poder de deducción. Robert Downey Jr. y Jude Law se convirtieron en piezas perfectas e insustituibles gracias a su expresividad y su inagotable carisma, y el gran Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch, Rocknrolla), a diferencia de muchos directores llamados a filas por la gran industria, calzó perfectamente en la franquicia, logrando acoplar su universo cinematográfico personal al nuevo emprendimiento. De esta manera en esta secuela abundan los matones feos, hay juegos de azar, peleas callejeras, gitanos, explota el humor a lo Capra y los diálogos a lo Tarantino, el montaje rápido y los juegos temporales; elementos que estuvieron siempre presentes en la obra de Ritchie. La fórmula de éxito se repite: se enfatizan los indicios homoeróticos entre Watson y Holmes, con efecto humorístico impagable, se sobregira aún más la trama (pero dando tiempo al respiro y la distensión), se dispara aún más el dinamismo desatado (aunque ubicando con claridad personajes y situaciones en los espacios de acción), se redoblan las situaciones enigmáticas resueltas fugazmente por el protagonista (pero de forma en que el perder un detalle no afecta al entendimiento general de la trama). Hay secundarios notables: Jared Harris logra un Dr. Moriarty lo suficientemente desagradable, Stephen Fry es un hermano de Holmes tan excéntrico como él y, por sobre todos, Naomi Rapace interpreta a una vidente que acompaña las aventuras de la dupla casi por casualidad, conformando, con su erguida presencia y un semblante que sugiere una inteligencia distinta y silenciosa, otra pata a un núcleo que no podía resultar más atractivo. El guión de la anterior película tenía algunos huecos y algún notorio anacronismo. Aquí esto parece mucho más cuidado, hay mayor esmero en la escritura, se confía en la inteligencia del espectador y en su capacidad para comprender los dobles sentidos e ironías, y hasta se permite reflexiones de Holmes que pueden sonar pretenciosas pero que no dejan de ser inteligentes y profundas, como cuando le dice a Watson, en referencia al matrimonio, que prefiere morir solo a vivir en un perpetuo purgatorio, o cierta referencia a la fabricación masiva de armas y a asegurarse una demanda. Hay algún punto que puede sonar a disparate total, -como que Sherlock se deje torturar para poder sacar así ventajas de su enemigo- pero en fin, de eso se trata, de un dislate absoluto; uno que está muy bien concebido y que, además, tiene muchísima gracia.
Gracias, Hollywood Hay que prestar atención a esta clase de películas. En primer lugar, porque en el inabarcablemente insalubre terreno del género de acción, es muy difícil dar con una obra tan divertida, vital e inteligentemente construida. Pero también porque a su manera es una lección de cine, de cómo utilizar la ilusión de verosimilitud para generar algo volátil e inverosímil a todas luces. Y es una forma de explotar hasta un extremo la capacidad exclusiva del medio de dar rienda suelta a la imaginación y llegar allí donde no se había llegado antes. La película empieza con una divertidísima fuga de una cárcel rusa al compás de una canción de Dean Martin; se continúa con una infiltración a un edificio del Kremlin (en la que éste termina explotando), sigue con una vertiginosa y terrorífica escalada al edificio Burj Califa en Dubai –hoy el más alto del mundo- y un doble y simultáneo simulacro de negociación que no podría ser más intenso. Hasta entonces la composición fílmica es insuperable. Brad Bird, director de brillantes películas animadas (El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille) había demostrado ser maestro de la acción más dinámica y de la incorporación de tecnologías ficticias –armas, robots, dispositivos inteligentes- al universo dinámico y adrenalínico de la acción más desaforada. Aquí se utiliza en cierta escena, por ejemplo, una suerte de pantalla que simula la imagen de un corredor vacío, atrás de la cual pueden esconderse los personajes, generando suspenso. Bird también utiliza el montaje paralelo mostrando lo que les ocurre a los protagonistas y pantallas informáticas en las que puede verse en un mapa esa misma acción, dando cuenta de elementos extra que agregan tensión al cuadro. Todo esto realizado de forma que la interpretación de los dispositivos tecnológicos y su interacción con lo que ocurre sean evidentes y no se le escape a ningún espectador, lo que demuestra un gran conocimiento del lenguaje cinematográfico. No era de esperar que Bird se desempeñara tan bien en el universo de la acción real –acotado, difícil de malear- como en el de la ilimitada imaginería animada. La ambientación musical es genial y agrega puntos al tono jocoso y la creatividad desatada del planteo –ver los poderosos coros rusos durante la intrusión al Kremlin, o las escenas en Bombai, con una adaptación del tema original de la serie interpretada con instrumentos musicales locales-. Los actores están todos muy bien (especialmente las revelaciones recientes: Jeremy Renner y Léa Seydoux) y la nueva conformación del equipo podría dar la pauta de un nuevo comienzo para una saga que hasta ahora había dejado mucho que desear. Es verdad que los diálogos aquí no agregan demasiado y que uno está esperando que terminen para que llegue otra inyección de acción y vitalidad, y que el desenlace no queda a la altura de las expectativas, pero, ¿acaso importa demasiado? He aquí una película que vale cada peso del precio de su entrada, y un entretenimiento de primerísimo orden.
Un devaneo prescindible Christophe Honoré (Ma mère, Dans Paris, La belle personne) es uno de los nuevos niños mimados del cine francés. Quizá por una necesidad de renovación, quizá por una cuestión de autobombo regional, ultimamente hay jóvenes que van sucediéndose en la recepción de ovaciones y laureles, y siempre aparece una "nueva promesa" distinta. Hasta hace poco les tocó el turno a Francois Ozon y a Arnaud Desplechin, y vale cuestionarse si se encuentra allí realmente la renovación, si no siguen haciendo un poco más de lo mismo que hubo siempre, y si alguna de sus películas realmente trasciende algo en algún sentido. Honoré, -quien desde su debut en 2002 viene concibiendo una película por año- ha cosechado premios y la crítica especializada habla -como siempre- de un verdadero "autor" y de un gran heredero de la nouvelle vague. Honoré cuenta aquí con muchos elementos como para caer bien: un reparto de lujo (Louis Garrel, Clotilde Hesmé, Ludivine Saignier, Chiara Mastroianni, Brigitte Roüan) tramos musicales de tipo Los paraguas de Cherburgo, Conozco la canción o 8 mujeres, con los personajes cantando de a ratos, muchas referencias bibliográficas y cinéfilas a lo Godard -debe de aparecer una docena de títulos de libros que difícilmente tengan algo que ver con la trama- y una anécdota de amores y pasiones juveniles que bordea el melodrama lacrimógeno. Honoré se explaya en su temática favorita; la diversidad sexual, la homosexualidad y los límites difusos en las orientaciones amatorias de varios personajes, todos abiertos de mente, todos muy libres, todos muy bellos, todos muy progres. Hay un menáge a trois, luego una seguidilla de amoríos casuales por aquí y por allá, amor homosexual de variada índole. Y por supuesto, los elementos dramáticos. Fundamentalmente, la muerte súbita de un personaje principal, a poco de empezada la película, y el efecto de esta pérdida sobre los otros. El director evita los velorios, los llantos familiares y decide hacer un importante salto hacia adelante en el tiempo, quizá para eludir los aspectos más difíciles y trágicos del asunto. Honoré parece un Almodóvar lavado que no importuna ni incomoda demasiado, ni mete ningún dedo en ninguna llaga, ni sabe crear conflictos universales. Ningún personaje tiene costados reprobables o difíciles, todos superan, comprenden, miran el cuadro con tolerancia, con esa postura tan "progre" presente en mucho cine francés. Hablan de su vida íntima sin ningún complejo, relatan a algunos familiares con naturalidad sobre sus atípicas relaciones. Como si el autor plasmara sus deseos de cómo correspondería reaccionar ante determinadas situaciones y bajara línea de cómo debería ser la gente. Terminada la película, uno queda con la idea de haber recorrido la elegante y amanerada obra de un director que coqueteó con la sexualidad, con la muerte, los celos y el amor, sin decir absolutamente nada al respecto. Honoré cae, lamentablemente, en muchos de esos vicios que llevan a que tanta gente se tome para la burla al cine francés.
La revolución desde las sombras No son pocos ni insustanciales los méritos de esta película. Es verdad que la historia real de un mánager de los Oakland Athletics, equipo estadounidense de béisbol, puede llamar a priori a la desconfianza, y a suponer que nos encontramos aquí con otra película deportiva convencional, exitista y chovinista. Que habrá mucho deporte y poca sustancia y que por ser una historia ajena y lejana carecerá de interés. Pero es bueno saber que todos esos prejuicios son fulminados por una historia interesante y especialmente atípica. En primer lugar, el equipo de creativos volcado a este emprendimiento tiene un perfil marcadamente diferente a las tendencias hollywoodenses dominantes. El director Bennett Miller había filmado con madurez y plenitud de detalles su notable Capote, y los guionistas Steven Zaillian (La lista de Schindler, Pandillas de Nueva York) y Aaron Sorkin (Red social) supieron elaborar sustanciosos libretos centrados en momentos clave, en eventos escondidos y relevantes en los que se dieron sutiles pero determinantes inflexiones históricas. Y se trata más bien de una película sobre la economía, sobre la frialdad estratégica, sobre las habilidades ocultas de personas que trabajan en las sombras, lejos de los móviles periodísticos y del reconocimiento público. Personajes que, como bien se demuestra, son más determinantes para el éxito o el fracaso de un equipo deportivo que los entrenadores o los técnicos. Billy Bean (Brad Pitt) debe lidiar con un equipo en decadencia y un presupuesto irrisorio, para competir con cuadros casi imbatibles. Y para hacerlo, decide apelar a un brillante economista como asesor, para cambiar la fórmula de concebir el deporte y valerse de la estadística para conformar un cuadro sólido, sin grandes estrellas pero con jugadores astutos, despiertos y cautelosos. Jugadores que no se arrojan a robar bases, a concretar jonrónes o jugadas excepcionales, sino que se “embasen”, es decir, que no se dejen eliminar fácilmente y que ayuden al cuadro a avanzar y a anotar puntos sutil y paulatinamente. La fotografía de interiores, deslucida y opaca calza notablemente con una situación desesperada, de un equipo que ha entrado en una etapa de estancamiento y sostenida crisis. La dirección de actores es excepcional y se lucen especialmente un muy divertido y carismático Brad Pitt, un perfecto Jonah Hill (el gordito adolescente de Supercool) como joven genio de bajo perfil y Phillip Seymour Hoffman como un cansino entrenador, paradigma de los antiguos métodos. Las escenas de los partidos de béisbol son más bien cortas y escasas, y algunos divertidos tramos de llamadas a mánagers de otros equipos, de estudios concienzudos, de canjes y de despidos de jugadores son lo mejor de toda la película. Eso sí, cabe preguntarse si la “revolución” lograda por los personajes en términos de pensar la estrategia beisbolística le hizo un bien al deporte o si lo convirtió en algo más burocrático y aburrido de ver. Pero de ello opinarán los especialistas.
Ya era hora de que se estrenara en salas una película del gran Lee Chang-dong, cineasta surcoreano que, aunque desconocido por esta región, es un aclamado novelista que llegó a ser Ministro de Cultura de su país. Una invitación a revisar su filmografía: el hombre viene filmando sistemáticamente obras maestras una atrás de la otra. Películas siempre incómodas, siempre dramáticas, bellas y humanas, en ocasiones también profundamente conmovedoras. Éste es el caso. Poesía para el alma es la quinta película del director. Mija, de 65 o 66 años -ella misma lo duda- atraviesa una doble catástrofe. Está comenzando a olvidar las palabras y las cosas, y un médico le da el terrible diagnóstico: sufre de alzheimer. Simultáneamente cae en la cuenta de que su propio nieto, con el que vive y del que está a cargo, participó junto a otros adolescentes en violaciones grupales a una compañera, y que ella acabó suicidándose por el trauma ocasionado. Es verdad que esta premisa podría ser pasto para una película de explotación, para un regodeo trágico, gratuito y machacante, pero lo cierto es que la anécdota está abordada con altura, madurez y una inusual cadencia narrativa. Como ocurriría en cualquier familia -o en la mayoría- a pesar de la gravedad del delito y de la segura culpabilidad de su nieto, a la protagonista le corresponde salir en su defensa, tragarse sus principios y su propia moral y lidiar con el grupo de padres de los adolescentes violadores, quienes acuerdan darle una suma de dinero a la madre de la chica -30 millones de won, poco más de 25 mil dólares- y evitar consecuencias penales sobre sus hijos. Es a partir de este terrible universo de individualismos y de escasa preocupación por el prójimo que surge la poesía del título. Como dice el profesor de la protagonista, para escribir es necesario aprender a ver: no observar superficialmente, sino realmente ver en profundidad, entender. La creación artística surge ante la capacidad de empatizar, de ponerse en el lugar del otro. El arte emerge y desentierra lo que yace sepultado, ilumina las sombras y hace oír las voces acalladas. (Ahora se cuenta parte de la resolución de la trama, por lo que para algunos sería conveniente dejar de leer por aquí). La protagonista -atípica heroína- es la única capaz de ver más allá de la situación presentada, la única aparentemente horrorizada por el triste destino de Agnes, la niña suicidada. El único vehículo para evitar que su vida pase totalmente desapercibida, que se extinga o desaparezca. Su creación poética es la doble salvación, la vía para vencer al olvido, y Lee Chang-dong se asienta, traspasa y trasciende con esta película imprescindible.