El miedo disfrazado A veces pasa: una película de género de clásica factura sorprende por su orquestación, por sus portentosos climas, su efectividad y la imaginación en ella volcada. Insidious es una joya del cine de terror que, lejos de apuntar a la repulsión y al gore, busca –y encuentra- el miedo mediante sutiles mecanismos. Primero lo primero: el título que fue colocado a esta película en los países de habla hispana nada tiene que ver con el original Insidious. La traducción literal sería “insidioso”, pero en lugar de buscarse un sinónimo que sonara mejor se optó por un curioso y poco pertinente “La noche del demonio”. Se adelanta de antemano que existe una presencia demoníaca, detalle que sólo se revela pasada la mitad de la película. Y además, no es que exista una “noche” específica en la cual aparezca el demonio en cuestión, sino que se trata de un continuo de días –y noches-, sin ninguna preponderancia particular para ninguno de ellos. El término “insidioso” refiere concretamente a las pérfidas intenciones de un sinfín de amenazas que acechan a la pareja protagonista, a presencias extraterrenales que acosan a una familia tipo hasta la locura, al punto de llevar al coma a uno de sus tres hijos. Así, la película podría dividirse fácilmente en dos. En la primera mitad tiene preponderancia la mujer, una madre hiperabrumada por el cúmulo de tareas a su cargo, y que se ve poco y nada respaldada por su marido. En esta primera parte los espíritus acosadores hacen apariciones esporádicas y muy parciales, en ese estilo de terror sutil tipo Los otros o Al final de la escalera: hay objetos cambiados de lugar, puertas que se abren y cierran solas, extraños ruidos, sombras espectrales. Aquí se desliza cierta referencia metafórica a los miedos masculinos, haciéndose énfasis en la voluntad del protagonista de “escapar” del núcleo familiar ante una situación cotidiana con la que sencillamente no puede lidiar. En cambio, la segunda parte está centrada en ese mismo padre, en su aceptación de la realidad, en el movimiento que implica tomar cartas en el asunto y emprender un temible enfrentamiento a las fuerzas sobrenaturales en cuestión, y a sus propios miedos. La factura es impecable. James Wan es un director malayo de raíces chinas que creció en Australia, que ya había filmado tres sólidos largometrajes en Estados Unidos, El juego del miedo (la primera de la serie; la visible), Dead silence y Death sentence, y aquí logra su mejor película, caracterizada esencialmente por un clima lúgubre, de ensueño, y una puesta en escena soberbia y cuidada al detalle. La dirección artística es un lujo, y está repleta de elementos que se prestan para un análisis semiótico (relojes, juguetes y vestimentas antiguas se predisponen de forma sugerente) la ambientación sonora es fundamental en la construcción de climas, y los sonidos graves –que muchas veces aparecen descontextualizados, hasta en momentos no terroríficos-, no dan paz e incrementan el tormento al espectador. El montaje violento aporta dinamismo sin afectar al bienvenido clasicismo general del planteo. Insidious se apoya tranquilamente en un territorio seguro y transitado, –algunos fragmentos recuerdan a películas recientes, como Actividad paranormal, El orfanato o Shutter- pero desde allí se afirma para levantar auténtico vuelo y dar rienda suelta a la imaginación de sus creadores. Además, existen tres elementos o trampas retóricas que el director maneja a la perfección y que demuestran su profundo conocimiento respecto al género, herramientas que llevan a que Insidious logre sus sobresaltos y que la experiencia de su visionado adquiera tal intensidad. Primero: abundan las pistas falsas, es decir, los elementos presentados (una puerta entreabierta, un espejo, un cuarto visto parcialmente al fondo del cuadro) que captan la atención haciendo pensar que el próximo objeto de pavor provendrá de allí, cuando en realidad acaba surgiendo inesperadamente de otro sitio -este elemento es una constante en el buen cine de terror; un aspecto casi básico, vale decir-. Segundo: se introducen eficazmente falsas seguridades. Es decir, se genera un ambiente que lleva a creer que no pueda existir, al menos momentáneamente, una amenaza real sobre los personajes. Por ejemplo: en una escena la madre del protagonista cuenta una pesadilla y se reproduce lo que ella vivió en ese sueño. El espectador así sabe que está doblemente amparado, por tratarse de una situación pasada y por ser un contexto no-real, y que por eso todo lo que se muestre allí no interferirá con el presente que viven los protagonistas en ese momento. Pero inmediatamente la narración se corta, con un impactante cuadro de la realidad actual en el que la figura de la pesadilla hace acto de presencia, abruptamente y en un plano absolutamente desconcertante, a pleno día y en plena charla. Lo mismo ocurre en una escena en que el abarrotamiento de gente amigable dentro de una misma habitación hace pensar en una situación segura. Pero es tan ingenua la creencia de que el miedo no llega en esos momentos como pensar que uno no va a asustarse en una sala de cine colmada de gente. Tercero: el elemento más atípico, -y a través del cual James Wan da muestras definitivas de genialidad- es el saber insertar un falso registro en plena narración. El director logra introducir elementos humorísticos en una trama que no podía ser más grave y oscura; y es realmente difícil –o imposible- dar con una película de puro horror con esta clase de elementos ridículos, hilarantes, descontextualizados, casi kitsch –como la aparición de un par de frikkis con pinta de caza-fantasmas, especializados en detectar fenómenos paranormales- que llevan a arrancar risas nerviosas de la audiencia. En el imaginario popular, una película de miedo no puede dar risa, y éste es un elemento que Wan utiliza para desconcertar, impactar y descolocar aún más al espectador. Aquí hay sabiduría. Se ha vuelto imperativo seguir a James Wan, auténtica revelación del panorama del terror actual. Y qué mejor idea que vivir el impacto de Insidious ahora, que está pasando por la pantalla grande.
Luminosa y lacerante Se estrena "Incendies", profundo, polémico y multipremiado drama canadiense que ya se perfila como una de las mejores películas de este año. Basándose en una obra teatral del libanés Wajdo Mouawad, el director Denis Villeneuve logra un portentoso despliegue audiovisual que, conjugado con una atrapante temática reconciliadora y antibélica, no dejará a ningún espectador inalterado. “En el fuego vencido/ ya no hay rasgos humanos,/ no hay bocas gritando,/ no hay huesos destruidos,/ ni narices ni rodillas./ Todo se transforma/ en materia sombría/ untuosa y anónima donde intentamos/ leer en vano. La ceniza/ no tiene nombre./ Sin embargo la conocemos/ en lo profundo del esqueleto/ sin embargo cae, despacio/ y cubre nuestros rasgos”. (“La ceniza no tiene nombre”, Lasse Södeberg, Suecia, Estocolmo, 1931.) Desde su escena inicial, la película logra un efecto hipnótico y desestabilizador. Con el melancólico tema de Radiohead “You and whose army”, la voz cadenciosa de Tom Yorke recuerda sobre la alarmante capacidad del hombre para olvidar cosas. Mientras, observamos a un grupo de niños desarraigados a quienes, como en una procesión, les rasuran las cabezas una a una. La cámara lenta da una sensación de irrealidad, de ensueño. Pero de pronto uno de ellos mira fijamente a cámara; lo artificioso de la escena se ve resquebrajado por una súbita sensación de emergencia. Hay algo incómodo en ese rostro; su intensa mirada penetra, interpela al espectador señalándose a sí mismo: aquí estoy. Ese impactante comienzo da las pautas de que nos vamos a encontrar con una película concebida con muy buen gusto e impecable factura, y también con una atípica obra de autor, repleta de significación. La historia comienza en Canadá, en la actualidad. Tras un profundo mutismo, una mujer, Nawal (Lubna Azabal) muere. El notario Lebel (Rémy Girard), les lee a los hijos adultos Jeanne y Simon (Mélissa Désormeaux-Poulin y Maxim Gaudette) una extraña última voluntad, al tiempo que les entrega dos sobres cerrados. Deben encontrar a su padre, al que creían muerto, y a su hermano, cuya existencia ignoraban, y entregarles a ambos dichos sobres. Es así que la hija decide emprender una travesía por algún impreciso lugar de Oriente Medio y tiene lugar una pesquisa en la que empieza a comprender las terribles circunstancias que la precedieron y que determinaron su vida. De esta manera, la película se centra en Jeanne, su investigación de tipo policial en la que cada paso trae una nueva revelación, y paralelamente, en la madre recorriendo los mismos parajes, en una inhóspita guerra civil entre cristianos y musulmanes, mucho tiempo atrás, por los años setenta. El espectador, de esta manera, visualiza hechos de los que la hija nunca logra enterarse, o de los que sólo se enterará a medias, sin nunca poder completar la totalidad del cuadro. Los “incendios” del título, refieren al abrasador poder destructivo de las guerras y las masacres en general, aquellos que enquistan un trauma, anulan la expresión y amputan la capacidad de recordación, impidiendo un correcto registro histórico. A los estragos que calan tan hondo como para que sus secuelas se reproduzcan generacionalmente. La tarea de reconstrucción de la protagonista es terriblemente ardua; los testigos la destratan, se cierran en sí mismos y en principio se niegan a dar detalles sobre miserias pasadas. Si finalmente se llega a una resolución es, ante todo, porque el azar jugó a favor. Enfrentar fantasmas, deambular entre escombros, escrutar ilegibles cenizas de fuegos atroces, son las imperiosas tareas de semejante travesía. La omisión del nombre del país en que se ambienta la película busca dar una dimensión universal a la historia. La guerra civil del Líbano que hubo entre los años setenta y noventa se ajusta a lo descrito, pero en determinado momento en un vidrio puede leerse “Palestina” y varias veces puede verse su bandera. Los nombres de las ciudades que se mencionan pertenecen a distintos países árabes, y el campo de refugiados que aparece y los bellos paisajes semi-desérticos pertenecen a Cisjordania. En cualquier caso, los indicios son variados y hasta contradictorios, y es evidente la voluntad de anular la especificación geográfica. Incendies fue nominada al oscar a mejor película extranjera, premio que al final fue entregado a la danesa In a better World, de Susanne Bier. Pero vale decir que en cuanto al poder de impacto, difícilmente haya tenido un contrincante digno, y la película regala escenas inolvidables y devastadoras. Una brillante escena dentro de un autobús rememora al mejor Hitchcock y le agrega dosis de pavor y adrenalina; cerca del final, resulta único e inesperado un diálogo entre hermanos en el que tiene lugar una revelación matemática horrorosa. Incendies es de esas películas que llaman a la reflexión y a la sugerencia, pero también de las que exponen la creencia de que el cine llega y levanta vuelo cuando hay para ofrecer un guión poderoso, personajes fuertes, espectacularidad, cuidado y belleza formal. Luminosa y cortante como una hoja de afeitar, es también de ésas que duelen y dejan sus marcas. No es difícil señalar, de todas maneras, algunos elementos defectuosos. El intrincado guión plantea, desde el vamos, serios problemas de verosimilitud –¿para qué Nawal querría dejar semejante legado a sus hijos?, ¿y cómo podría darse tal acumulación de casualidades en tan errática pesquisa?-. A algunos espectadores les podrá sonar rebuscada la traumática historia de Nawal, pero también es la clase de anécdotas de las que se suele oír eventualmente y que invitan a recordar que la realidad suele ser más increíble que la ficción. La guerra, además, mueve muchas veces a ramificaciones abominables como las que se exponen. Una de las críticas más duras a la película que puede leerse en Internet fue publicada en Página 12 bajo el título “La guerra hecha un culebrón sensacionalista” y está firmada por la aguda pluma de Horacio Bernades. Aunque el autor comete el horrendo crimen de contar despreocupadamente y sin ninguna advertencia la fulminante vuelta de tuerca final, también hace valiosos apuntes: “Hay algo de la teoría de los dos demonios en la muy alegórica doble pesadilla que Nawal ha debido afrontar, antes del alivio del exilio. Y es de una peligrosa superficialidad política la idea de una mujer que se hace guerrillera para cumplir con una venganza personal.” El señalamiento no es menor, y cierto es que a muchos espectadores podría hacerles ruido. Está en cada uno resolver si puede desestimarse este aspecto teniendo en cuenta la imponente factura formal y estructural o si renegar de la película toda considerando el estridente detalle.
Remakes nunca fueron buenas La fórmula ganadora de la notable ¿Qué pasó ayer? quedó intacta para esta secuela. Los tres mismos personajes atraviesan una amnésica jornada en la que reconstruyen una noche de descontrol y juerga extrema. Otra vez perdieron a uno de los integrantes del grupo, otra vez se encuentran con desconocidos que los recuerdan con cariño y con otros que corren tras sus cabezas, una vez más recorren lugares inverosímiles, siguiendo pistas que los guían por caminos absurdos. De vuelta el desmadre es soslayado, y la más desaforada acción no se muestra; mediante indicios el espectador, junto a los protagonistas, logra hacerse una idea de los sucesos precedentes. Si antes la acción se centraba en Las Vegas, aquí los compañeros se movilizan a Bangkok, Tailandia, con motivo de las nupcias de otro de ellos. No es casual que el punto neurálgico de la prostitución y el turismo sexual haya sido el elegido para esta secuela, más allá del atractivo paisajístico que tenga para ofrecer la ciudad. Si bien los personajes no van al país con otra intención que asistir al casamiento, la película podría ser leída como una invitación a perderse en el descontrol y la desregulada oferta sexual de la capital, y como otra desgraciada mirada hedonista y etnocéntrica, de esas que retroalimentan una realidad social acuciante y lamentable. Cabe apuntar que los guionistas, al ser conscientes de que están repitiendo prácticamente al dedillo los elementos de la entrega anterior, redoblaron la apuesta por el desenfreno extremo, llegando a giros de guión que fuerzan demasiado la verosimilitud. Uno de los protagonistas es baleado, a otro se le corta un dedo, se ven implicados en una trama de narcotráfico y venta de armas, -con policía infiltrado incluido- y un sinfín de elementos inconexos que, acumulados, delatan una voluntad de impresionar más que de dejar un libreto coherente. De esta manera, la pesquisa “policial” se ve enormemente perjudicada. Asimismo, los personajes están mucho menos trabajados y tienen reacciones poco creíbles, como las muecas y el griterío histérico de Ed Helms, en un rol demasiado desencajado para lo que solía ser su personaje. Dejando de lado estos (nada menores) detalles, queda aún algo de ese fulgor que caracterizaba la entrega anterior. Las cambiantes situaciones y locaciones impiden que la atención decaiga. El director Todd Philips integra buen ritmo, una incorrección política estimable –basada en el lado oscuro de los maridos pulcros, atentos y “perfectos”-, aire fresco y una vitalidad festejante. Muy lejos de su precedente pero sin dudas algo mejor que la anterior película del director –Todo un parto con Robert Downey Jr.- ¿Qué pasó ayer? Parte II, tiene la energía suficiente como para que la experiencia sea llevadera a pesar de todo.
Imprimiendo desde las sombras El comienzo de esta película es tan entretenido como original: un recorrido a través de la historia del Super 8, el primer formato de cine casero de acceso popular. La voz en off relata, en tono jocoso, el estilo de esas primeras grabaciones de aficionados, allá por los años setenta. Las cosas que se filmaban –y las que no-, la evolución en la forma de filmar, las formas de innovación que estos pioneros lograban, registrando intrépidamente desde las sombras. Este comienzo es perfecto, la selección de imágenes es sugerente, difícilmente superable, y asimismo sorprendentemente divertida. Un género tan atípico como el “documental humorístico” parece encontrar aquí un auténtico exponente. Pero la película da prontamente un giro, -sin perder en ningún momento el humor- y comienza a centrarse en Jorge Mario, superochista amateur desde hace cuarenta años, y eje central de esta película. Oriundo de Concordia, Entre Ríos, se trata del paradigma del hombre-orquesta: septuagenario infatigable, odontólogo de profesión, filatelista, jugador de paddle, campeón de tiro, coleccionista en general –de latas, billetes, películas propias y ajenas-, cinéfilo obseso –lleva un listado con las fichas técnicas de todas las películas que vio en su vida, que al momento del rodaje suman 13.986 títulos (!)- conductor de un programa radial y fundador y líder de un grupo de boy-scouts. En 1951, cuando tenía diez años, ocurrió un suceso que determinaría su vida: el director Jacques Tourneur y su equipo llegaron a la ciudad de Concordia, Entre Ríos, para filmar El camino del gaucho, y hoy puede verse a Jorge Mario recolectando firmas para convertir un álamo, elemento fundamental de aquel rodaje, en patrimonio cultural. Sus películas en Super 8, filmadas con amigos y vecinos, fueron fundamentalmente westerns criollos, denominados por el mismo como del “fart west”, –todavía no me queda claro si es un chiste voluntario o involuntario por parte de Jorge Mario, fart es pedo en inglés- y entre las cintas de su autoría cuenta con varias entregas, -más sus correspondientes remakes- de Winchester Martín, cortometrajes sobre un cowboy que salía a vengar a su novia violada y asesinada. Por la precariedad de sus rodajes y los resultados obtenidos, podría definírselo como un Ed Wood de menores pretensiones. En un comienzo podría parecer que el brillante director Néstor Frenkel (autor de las grandiosas Buscando a Reynols y Construcción de una ciudad) se burlara de Mario, de su excentricidad y su simpleza, pero pronto la película va dejando en evidencia el encanto y el cariño irresistible que este personaje despierta, así como su indeleble pasión y su lucha abnegada contra el olvido. Y Frenkel, un obseso de lo que hubo y ya no está y de la recuperación de la memoria, potencia su legado con este grandioso documental, aportando a su noble causa nada menos que la inmortalidad en formato fílmico.
Gatos con principios Disneynature es una división ecologista de la Disney que se dedica, básicamente, a hacer un cine “salvapantallas” es decir, documentales centrados en animales salvajes, orientados a niños, muy logrados y vistosos pero que a la vez dejan muy poca cosa para recordar. El más impactante de todos fue Tierra, que ofrecía tomas aéreas asombrosas y situaciones sorprendentes –como un enfrentamiento entre leones y elefantes, o un oso polar famélico a punto de atacar una colonia de morsas-. Aún cuando la película poseía momentos de auténtico impacto, la selección de escenas se intuía caprichosa, motivada por criterios de espectacularidad y por la aceptación popular a ciertas especies –los privilegiados eran los cachorros peludos, torpes y adorables-, y se echaba en falta cierta unidad temática o un hilo conductor sólido que anudara las distintas anécdotas. Siguiendo en la misma línea, aquí se eligen varios animales populares, los leones y los chitas, seguramente escogidos por su suntuosidad y sus parecidos comportamentales y estéticos con los cercanos y queribles gatos domésticos. Se relata la historia de dos madres en su lucha contra la adversidad: una chita y una leona. Ambas tienen crías que cuidar, y se hizo un seguimiento a sus familias durante dos años por la reserva de Maasai Mara, en Kenya, y también a un tercer grupo de leones machos –que en un principio vendrían a ser algo así como los “villanos” patoteros-. Aquí el presupuesto es mucho menor al utilizado en Tierra (43 millones de dólares) y Océanos (30 millones) llegando quizá a los 15 o 20 millones, y la diferencia es notoria, ya que si bien hay imágenes poderosas y muy bien logradas, el impacto visual no es equiparable con ninguna de las anteriores. La narración se nutre de una voz en off permanente -Samuel L. Jackson en la versión original, doblada en las copias exhibidas en Montevideo- que relata los pormenores de las protagonistas, sus vínculos familiares, y que, lamentablemente, incurre en una descripción de los sentimientos de los animales, sus motivaciones y sus objetivos, por lo que es de deducir que los realizadores tuvieron largas y amenas charlas con ellos. Y es que se insiste en esa torpe antropomorfización de los animales, que ya había tenido sus indicios en Océanos –aunque nunca al nivel de la irritante La marcha de los pingüinos- quitándole credibilidad y rigor documental a la producción. Aquí se habla de la “extraordinaria valentía”, o de “la determinación” de las madres, cuando puede vérselas enfrentando amenazas y siguiendo sus básicos y elementales instintos protectores para con sus cachorros. Se habla de que el “rey” león recorre la llanura buscando “expandir sus territorios” cuando seguramente esté buscando satisfacer sus necesidades alimenticias y sexuales. Se esbozan frases complacientes y muy poco creíbles como que el macho alfa de la manada “para Mara (una cachorra) es el mejor papá del mundo”. O luego de una ardua tormenta que los leones deben fumarse íntegra, que para ellos fue una “bendición” porque el suceso logró “mantener a la familia más unida que nunca”. Con un guión mejor elaborado, la película pudo haber contado un relato agradable para los niños sin insultar la inteligencia de los padres, ni inventarle explicaciones a las muchas veces incomprensibles e inasibles reacciones de los animales.
Ronquidos en la sala Es difícil expresar en palabras objetivas el aburrimiento extremo al que es capaz de conducir esta película. Es verdad que hay tantas subjetividades como espectadores y que el director tailandés Apichatpong Weerasethakul ha sido venerado por buena parte de la crítica internacional, que desde hace años cosecha estatuillas como pocos, y que esta película (o lo que sea) se llevó nada menos que la palma de oro en Cannes. Que los espectadores partidarios del cine más moroso, de Albert Serra y Sokurov, de Bela Tarr y Kiarostami, se maravillarán con las dos interminables horas de cripticismo, paisajes selváticos, diálogos monotonales y discontinuidad narrativa que ofrece Apichatpong en ésta, su última entrega. Pero de todos modos es difícil evitar preguntarse qué cuernos pasa por la cabeza de tantos exegetas creyentes en la grandeza de este director. Se habla de una experiencia sensorial única, de significados elevados e inaprensibles, de que para conectar con el cine de Weerasethakul hay que fluir junto a él. Es verdad que el hombre demostró tener talento alguna vez, que logra postales bonitas –quizá un puñado de fotogramas de Tropical Malady- y que de vez en cuando tiene buenas ideas –la primera mitad de Syndromes and a century tenía una estructura narrativa muy curiosa- pero digamos que hay unos cuantos a los que no nos llega mucho el rollo místico y que quedamos totalmente por fuera de su magia hipnótica y su subyugante poderío audiovisual. Es una pena que el director busque con tanto ahínco y falta de discreción la poesía en cada una de sus exhalaciones, que enfoque la selva con el detenimiento de un autista, que su hermetismo suene tan rebuscado y que tenga tan poco para decir (aquí sus defensores aducirán que sus películas dicen muchísimas cosas, aunque se vean en dificultades de explicar exactamente qué es eso que les dice). El consagrado director creció y maduró en la selva, y de ahí su vocación contemplativa y su fascinación por ella. Pero hay espectadores a los que la selva por sí sola no nos dice demasiadas cosas, y que nos gustaría que nos condujesen hacia conceptos un poco más concretos sobre la inescrutabilidad de la muerte, el azar, las dimensiones paralelas o las vidas múltiples. Pero a no equivocarse, Weerasethakul es un genio. A los 45 minutos de comenzada su Blissfully yours insertó de forma impredecible los títulos de crédito; una sesuda hazaña, casi rupturista. A la mitad del metraje de esta obra maestra (mejor que deje de leer el lector interesado en las “sorpresas” guionísticas) una princesa es fornicada por un pescado, en una escena de indefectible vuelo cinematográfico. Y sobre el final los personajes se desdoblan, multiplicándose y comenzando a vivir dos realidades simultáneas… pero cómo se le habrá ocurrido. Sin dudas, una mente incansable, desbordante de creatividad.
Pánico y locura en la mugre Los ejemplos ya son tantos que hasta se vuelve difícil seguirle los pasos. La animación estadounidense está atravesando una verdadera revolución creativa, sin precedentes en su historia -quizá sólo comparable a la que ocurría en los años 30, a los comienzos del cine sonoro-. A las impagables compañías de animación Pixar, Dreamworks y Sony Pictures Animation también hay que sumarles ahora la Disney (que asombra con películas recientes como Bolt o la grandiosa Enredados) Blue Sky Studios (Robots, Horton y el mundo de los quién) y la que aquí entra en juego: Industrial Light & Magic. Se trata de una histórica compañía de efectos especiales, fundada por George Lucas, que desplegó habilidades en Star Wars (las dos trilogías), Volver al futuro, Men in black, varias Harry Potter, Iron man y un larguísimo etcétera. Rango vendría a ser su primer largometraje de animación de producción propia, y el director a cargo no es otro que Gore Verbinski, un amante del cine clásico que ya había desenterrado el cine de piratas con la trilogía Piratas del caribe. Rango es un western. Y no hay caso, no hay forma de matar al género. No sólo está más vivo que nunca, sino que además es el terreno en el cual hoy se ensayan demencias experimentales como The burrowers (mezcla de terror y western) la bizarrada japonesa Sukiyaki western Django (de Takashi Miike) o el estridente divertimento surcoreano The good the bad and the weird. Aquí la animación busca una estética desagradable y grotesca que puede chocar al comienzo, pero que al cabo de un rato se vuelve costumbre, cuando se descubre la coherencia del universo presentado. Porque aquí nos retrotraemos a los westerns más sucios, aquellos de Peckinpah y Leone, en donde el polvo desértico se apuntalaba en rostros curtidísimos y expresiones intimidantes. El personaje principal –a quien en la versión original le da voz Johnny Depp- es un camaleón doméstico que va a parar a un pueblo llamado acertadamente Mugre, y se asemeja un tanto al toxicómano Jack Sparrow de Piratas del caribe, en el sentido en que reacciona al peligro de formas inverosímiles, desplegando comportamientos impensables, escenificando situaciones y ensayando una mitomanía patológica. El pueblo de mala muerte es habitado mayoritariamente por roedores de pocas luces, que colocan al fabulador como Sheriff, por lo que queda expuesto a peligros inconmensurables. Las escenas de acción están muy bien logradas. La persecución de los murciélagos, o el enfrentamiento del protagonista con un par de animales inmensos son poderosos y vertiginosos. Las referencias cinéfilas son una infinidad, y los chistes adultos de doble sentido –muchos de índole sexual- llaman la atención y agregan cierta personalidad al planteo. De la misma manera que en los westerns de Leone, los personajes no presentan relieves psicológicos, pero sí rasgos caricaturescos que los vuelve atractivos. Carente de profundidad alguna pero eficaz en sus pretensiones de divertir, Rango es, en definitiva, otro digno entretenimiento familiar.
Elegante, y de manual Lo primero que llama profundamente la atención en esta película es su director: Florian Henckel von Donnersmarck, el alemán de La vida de los otros, aquella película que exponía notablemente el espionaje a los círculos intelectuales por parte de la policía secreta, durante los últimos años de existencia de la República Democrática Alemana, y que le valió al cineasta tantos elogios, prestigio y premios internacionales. Aquí el viraje de von Donnersmarck es radical. Se trata de una superproducción de 100 millones de dólares, un elegante thriller de implicancias internacionales, con servicios secretos coordinados en una persecución por las calles y canales de Venecia detrás de un criminal del mundo financiero. Un entretenimiento light basado en las confusiones, los engaños y una manida y fallida trama romántica. Pueden sentirse los ecos de la grandiosa Charada (1963) de Stanley Donen, pero sin ideas nuevas, sin la química, las energías y el espíritu lúdico que caracterizaron ese clásico. Es de agradecer que no se busque mantener la atención con una escena de acción cada cinco minutos, un giro argumental tras otro ni reiterados golpes de efecto, pero sí se hubiera echado en falta que los protagonistas tuvieran motivaciones creíbles o profundidad psicológica, y que se respirara cierta atmósfera -el montaje parece cortar a hachazos todo intento de conseguir un buen clima-. Johnny Depp y Angelina Jolie hacen lo imposible para insuflarles vida a los protagonistas pero no pueden con semejantes estereotipos. Jolie además parece estar demasiado flaca como para que le quepa bien el rol de mujer sexy; seguramente se vería mucho más bella si le alivianaran el rostro de medio kilo de maquillaje, y la pretensión de asemejarla a Sophia Loren en un baile de gala no la favorece en absoluto. Al que parece haberle ido mejor es a Paul Bettany, al que le concedieron el único rol interesante, el de un perseguidor empecinado y envidioso al que todo le sale mal. Para cerrar, la vuelta de tuerca final, ese último e infaltable ingrediente que necesitaba la película para seguir todos los pasos del lugar común y la fórmula establecida. Es de esas que pretenden resignificar toda la película y llevar a pensar escenas precedentes, pero la incorporación no resiste el más mínimo análisis, ya que algunos diálogos, o mejor dicho, la ausencia de diálogo en algunos tramos en que los protagonistas están juntos, desobedecen al más básico sentido común. Parecería una búsqueda de audacia a cualquier costo, un guiño final al espectador para que quede contento consigo mismo por haber entendido, captado en su totalidad la obra. Pero el costo está en que se pierde firmeza, unidad y coherencia, y que El turista no pueda ser considerada como algo más que un defectuoso y olvidable ejercicio de género.
El hombre indicado Esta brillante animación supone la conjunción de dos talentos: el animador francés Sylvain Chomet, y el director, actor cómico y guionista Jacques Tatischeff (generalmente conocido como Tati), autor de clásicos personalísimos como Playtime, Mi tío, y Las vacaciones del Sr. Hulot. Junto a Otar Ioselliani, Chomet es uno de los más evidentes herederos del legado estilístico de Tati. En Las trillizas de Belleville, Chomet ya hacía uso de una acción detenida, sin diálogos, con planos generales en los que se entrecruzaban los personajes y dando una visión infantil y caricaturesca del mundo, en una obra repleta de ternura, humor y melancolía. También suponía un lacónico homenaje al vodevil, por lo que el espíritu de Tati sobrevolaba la obra en toda su dimensión. Tati, por su parte, demostró en su obra haber sabido heredar de Buster Keaton la inocencia, la burla soterrada y la inteligente y elaborada utilización de la puesta en escena para crear gags (instancias humorísticas carentes de diálogos), y de Chaplin la crítica social y la entrañable dimensión humana de los personajes. Sus películas son, además, frescos sugerentes y representativos de los cambios sociales de una época. El guión de El ilusionista fue escrito por Tati en 1959, y fue un regalo y un pedido de perdón a su hija adolescente, Sophie Tatischeff, por haber sido un padre ausente y no haberla conocido. Tati murió en 1982 sin nunca haber llevado el guión al cine, ya que lo consideraba demasiado lúgubre. El libreto fue entonces conservado por Sophie quien pasó mucho tiempo buscando el director indicado para proponerle la filmación de la película. Cuando Sophie vio Las trillizas de Belleville no lo dudó más, y supo que Chomet era el hombre. Terminada la Segunda Guerra Mundial comenzó la decadencia de los Music Hall. La televisión y las bandas de rock supusieron una afluencia del gran público a nuevas formas de espectáculo y asestaron el golpe final a la feria de varietés. El mismo Tati había iniciado su carrera humorística en el Music Hall, entre acróbatas, payasos, bailarinas, mimos y magos, por lo que es comprensible que esta película esté tan cargada de melancolía, y que, a nivel conceptual, impere una atmósfera sombría, en un mundo circense que vive sus últimos estertores, y que se ve fulminado por nuevas formas artísticas. Tatischeff –el mismo Tati, ataviado con la típica gabardina corta y la pipa, y la forma de caminar característica de su personaje, el Sr. Hulot- es un viejo ilusionista que viaja de un lugar a otro ofreciendo sus espectáculos. Pero últimamente el público es insuficiente, y sus funciones son un fracaso tras otro. Todo el entusiasmo popular parece llevárselo los “Brittons” -versión en clave burlesca de Los Beatles-, y el detalle da cuentas, como pocos, que el mundo ha cambiado para siempre. Una escena en que unas chicas emiten chillidos por la calle y se pelean por un pedazo de póster de los Brittons demuestra que los días de gloria de Tatischeff forman ya parte de un pasado remoto. Luego de su decepción en París, el ilusionista comienza una gira por Reino Unido, junto a Alice, una adolescente escocesa que cree que él es un mago de verdad, y que es capaz de conseguirle la ropa y los objetos que quiere. Con tal de no romperle la ilusión, Tatischeff busca la forma de concederle sus deseos, obteniendo dinero en trabajos nocturnos. Mientras, varios personajes en decadencia abandonan las esperanzas de proseguir con su trabajo de artistas. La película tiene su primer escena en blanco y negro, pero en seguida Chomet inunda el cuadro con una nutrida paleta de colores. Nadie mejor que él podría haberse asignado para la ardua tarea de revivir el guión de Tati, ya que El Ilusionista es, de todos modos, una obra vital y luminosa, que fue concebida con el mayor de los respetos al guión original –del que se conservaron la mayoría de las escenas-, a la riqueza de la obra de Tati, y a su estilo visual y formal. Sophie estaba en lo correcto: Chomet era el hombre indicado.
El mexicano equivocado El falso trailer que acompañaba el proyecto compartido de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino Grindhouse, y que fue el germen original de esta película, estaba buenísimo. Un homenaje a las películas de explotación de los años setenta, con el chicano maldito y de rostro taladrado Danny Trejo prometiendo desbordes sangrientos, sexo y machetazos gratuitos al por mayor. Como el trailer fue bien recibido y la tentación era grande, Rodríguez decidió convertirlo en largometraje, sublimando así esa bizarra fantasía. El temerario Machete (Trejo) es un ex policía especializado en la lucha con armas filosas y pesadas. Luego de haber sido dado por muerto por un encuentro con el rey de la droga Torrez (Steven Seagal) se instala en Texas para rehacer su vida y es contratado para asesinar a un senador corrupto y xenófobo (Robert DeNiro), pero con la oculta intención de tenderle una trampa al protagonista y usarlo como carne de cañón para una conspiración política. Y naturalmente, como dirá Machete con su pétrea mirada en alguno de los tantos primeros planos a lo Sergio Leone que le dedican: “Han tratado de joder al mexicano equivocado”. Y son de agradecer varias escenas de corte violento -en todo sentido- en que el vengativo protagonista despedaza docenas de pistoleros armados, con saña y radical falta de escrúpulos, y esa atmósfera desértica que tan bien funcionó en otras películas de Rodríguez como El mariachi, La balada del pistolero y Del crepúsculo al amanecer. Por supuesto, para poder sostener e hilar las escenas del trailer, era necesario esbozar un guión, un argumento que sirviera como excusa a tanto desmadre. Y ahí es que Rodríguez fracasa estrepitosamente: incapaz de crear un solo personaje interesante, plantea tramas y subtramas largas, vacías e inconsistentes –y eso que la acción transcurre cerca de la frontera de México-Estados Unidos, y hace referencia continua al conflicto de la inmigración ilegal- provee al relato de una arritmia radical -esto podría haberse solucionado con un montaje más riguroso- y diálogos soporíferos. El director mexicano, curiosamente, pretende darle un trasfondo serio a una película que se suponía iba a ser de explotación, y se esmera en continuar demostrando sus inmensas carencias para la realización audiovisual. Dejando esto de lado, la película aporta divertidos tramos que, por su extrañeza y singularidad, tienen lo suyo. Y no tiene desperdicio ver a algunos veteranos actores de la clase B como Don Johnson, Steven Seagal y Jeff Fahey aportando su presencia y su bizarrez natural. Claro que quizá lo mejor sería esperar a verlos en una futura edición de DVD, y así poder hacer un buen uso del botón de fast forward.