Oscuridad inconclusa En una de las escenas de apertura puede verse a Hermione -una ya madura Emma Watson, que parece actuar cada día mejor- en su casa, de rostro grave y compungido apuntando a sus padres con su varita, y arrojándoles un implacable hechizo desmemorizante. Consciente de que su destino próximo la colocará en situaciones de extremo peligro, y que quizá incluso la exponga a la muerte, Hermione prefiere borrarse a sí misma de los recuerdos de sus progenitores. Al poco tiempo se desatarán sanguinarios ataques de mortífagos hacia los principales personajes, en los cuales morirán varios de los últimos y la sangre se derramará en forma intermitente. Los protagonistas ya no son niños (los actores mucho menos) y ya no están amparados por su viejo director –el tristemente fallecido Dumbledore-; obligados a madurar de golpe y a asumir una responsabilidad inmensa, la tensión se cierne gravemente sobre ellos. Así, esta séptima entrega es, hasta hoy, la más oscura y tétrica de las películas del niño mago, la menos rebajada de violencia y la primera que no está ambientada en el colegio Hogwarts, sino en el inhóspito mundo exterior -aquí los protagonistas emprenden una travesía en busca de objetos varios que les servirán para exterminar al villano-. Para extender aún más una larga saga que amenazaba con culminar, y con obvias intenciones comerciales, la adaptación cinematográfica de la séptima novela de Harry Potter fue dividida en dos partes, de las cuales ésta sería la primera, y la segunda y última estaría proyectada para estrenarse en julio del 2011. La decisión es beneficiosa por un lado, en el sentido en que son respetadas las diversas instancias de acción presentadas en el libro –no hay grandes omisiones- pero también trae algunas consecuencias negativas: en la novela había una atroz bajada de ritmo, con los protagonistas alojados en una carpa en medio de un bosque y sin saber bien qué hacer, que es reproducida sin elipsis, y que lleva a que la narración se estanque drásticamente. El otro problema es que la película no tiene un desenlace contundente, sino que termina con un decepcionante e inevitable “continuará”, dejando una sensación de extracto o de capítulo carente de unidad. Se está haciendo notoria la distancia actoral de Daniel Radcliffe (Potter), apenas correcto, con la de sus dos brillantes acompañantes Emma Watson (Hermione) y Rupert Grint (Ron), que se roban la película y logran cambios de registro y dobleces emocionales en pocos gestos. Como de costumbre, los demás secundarios están perfectos -la escuela británica se hace sentir- y la película en conjunto es disfrutable, aunque sin dudas un tanto hermética para quienes no tengan presentes las novelas o las anteriores películas. Por otra parte, los primeros veinte minutos son ágiles, intensos y poderosos, y más adelante no se vuelve a retomar ese nivel. En definitiva, como en tantas otras entregas, queda la sensación de que si bien hay potencial, no estuvo muy bien administrado y resuelto.
Prostitución masculina En la crítica argentina se desató una aguerrida polémica a comienzos de este año, por la curiosa aparición de la película Jackass 3D en la lista de Fipresci a las seis nominadas a mejor película extranjera. En algunos medios y páginas web se señaló inmediatamente que algunos de los votantes que eligieron la película como una de las mejores del año fueron varios de los redactores de la revista El amante cine. Se desencadenó entonces una discusión entrecruzada entre críticos (sobre todo en la página web Otros Cines) en la que no faltaron las subidas de tono, los insultos y las acusaciones de intolerancia, y El amante incluyó tres páginas de la revista de febrero -dos de ellas escritas por su director, Gustavo Noriega-, para defenderse de los ataques, fundamentar la decisión y aportar alguna reflexión sobre la crítica de cine. Los redactores de El amante son proclives a esta clase de actitudes, y tienen la costumbre de reverenciar películas que no suelen ser bien vistas por el común de la crítica cinematográfica. Para los que no lo tienen en cuenta, Jackass es un programa de televisión que surgió para el canal MTV en el año 2000, y en el que los protagonistas acometen acciones como martillarse los testículos, orinarse unos a otros, enmierdarse de pies a cabeza, planificar accidentes en donde ellos mismos son las víctimas. Todo esto entre risas, en un festejante ambiente de juerga grupal. Cuando el líder del grupo se pone unos patines y se hace embestir por un toro, todos sus compinches le dan bombo y le dicen que es poco menos que un genio, y cada vez que uno atraviesa una nueva situación autodestructiva es felicitado por sus pares, quienes lo avalan por haber llevado hasta tal extremo su estupidez. “Jackass” significa imbécil, o pelotudo, toda una definición y una asunción de sentidos. Desde ya pido disculpas por entrar en este tema con tanto retraso; el debate ya tuvo su momento álgido hace un par de meses y parece haberse acallado. Motivado por tan interesante y estimulante polémica, -en la que además, los escribas de El amante parecían tener toda la razón del mundo- me dispuse por fin, a ver Jackass 3D, pensando divertirme un buen rato. Supongo que no hace falta decir que me encontré con un despliegue desaforado de mal gusto y estupidez, pero los aspectos que más chirrian es que se haya convertido en un éxito de taquilla, -fue distribuida por Paramount Pictures y recaudó 50 millones de dólares sólo durante la primer semana de exhibición- que los protagonistas sean poco menos que estrellas, y que, justamente hoy, en momentos en que la inteligencia escasea y la nutrición intelectual está tan desvalorizada, un subproducto de la televisión chatarra cobre semejante notoriedad. Los implicados de El amante y los otros votantes no merecen la desconfianza a priori y no hay pruebas para creer que se coordinaron de antemano para hacer una votación en bloque. Lo más probable es que se hayan divertido realmente, que les guste mucho la película y, considerando que es de sus favoritas en el año, que la verían muchas veces más. Pero no puedo dejar de expresar mi desconcierto porque sea precisamente Jackass 3D la película que haya estado en el centro de la polémica, cuando lo que debería haber sucedido es que quedara sepultada por el silencio. El episodio es sumamente elocuente sobre el estado actual de la industria, y por supuesto, de la crítica en general. La crítica de cine es un oficio cuya función es, entre otras, orientar al público, educar su mirada, ponderar ciertas películas por sobre otras con cierto aval de conocimiento y experiencia. Quizá aprendí mal la lección, pero por lo menos hasta donde creía, la crítica se caracterizaba por aprobar películas que estimulan el pensamiento y no aquellas que pretenden anularlo. Jackass es el abandono de toda sugerencia, la búsqueda premeditada del morbo, es el regodeo en la propia imbecilidad, el encumbramiento de un grupo de seres que triunfaron en la vida autodestruyéndose. Es un ámbito de prostitución masculina en el cual el físico es entregado para hazañas dolorosas, pero muy bien pagas. Los críticos que hablan bien de Jackass 3D parecen poner el énfasis en la espontaneidad, en las risas cómplices, en el aire de camaradería que exuda la película. Resulta curioso pero, palabras más, palabras menos, hablan de un “canto a la amistad”. Lo siento, pero no pude ver esa amistad en Jackass 3D. En mi barrio, cuando alguien golpea al prójimo en la mandíbula con un gancho boxístico, agarrándolo desprevenido, recibe la definición de “hijo de puta”.Cuando a un compañero con una fobia severa a las serpientes se lo hace caer en un foso repleto de ellas, se está llevando a cabo una hijoputez mayúscula. En cuanto a las risas cómplices, me suenan más a un “lo logramos, nos estamos llenando de oro gracias a millones de espectadores que pagan por vernos hacer tres pavadas”. Supongo que Tinelli no se atrevería a hacer algo tan escatológicamente extremo como Jackass por una cuestión de escrúpulos. Y llegados a este punto, sólo cabría esperar que algunos críticos festejen la radicalidad y la espontaneidad del baile del caño y del cine de explotación de la tortura. Pero en fin, nadie desprestigia tanto a los críticos como ellos a sí mismos.
El miedo multiplicado No pueden negarse los méritos de la primer Actividad paranormal. Más allá de que se haya convertido en la película más redituable de la historia, (su presupuesto original fue de 15 mil dólares y se hizo de beneficios que multiplicaron por 10 mil esa cifra) fue para Oren Peli, su creador, un verdadero hallazgo haber dado con recursos cinematográficos tan brutales y efectivos, pergeñar una sencilla fórmula capaz de despertar miedos profundos y atávicos en la audiencia. Pese a su buena cantidad de defectos, la película infundía terror hasta en los más valientes, y en ella se utilizaban con sabiduría los sonidos de fuera de campo, la sugerencia, la aparición paulatina in crescendo de intervenciones sobrenaturales. Se ubicaba al espectador en una posición de voyeur permanente, por lo que fisgoneaba, cámara mediante, la vulnerable intimidad de una pareja protagonista y se lo volvía testigo de amenazas espeluznantes. Lo llamativo de esta Actividad paranormal 2 es que muchas de las más importantes características de la primer película parecen redoblarse. Naturalmente, el presupuesto base se ha ampliado -es de casi 3 millones de dólares- pero también se agrandaron las dimensiones de la casa; ahora tenemos una concurrida familia, perro y bebé incluidos, como víctimas de la presencia demoníaca, y las cámaras que registran la acción son ahora siete, seis cámaras de vigilancia más una de mano que se mueve por todo el campo de acción. También es cierto que se multiplicaron los problemas de ritmo, la primer película se detenía un buen tiempo en la presentación de personajes, y las prometidas actividades del título se hacían esperar demasiado. Aquí la presentación dura aún más, convirtiendo la primera mitad en un hueso estirado y duro de roer, la típica filmación casera de una familia haciendo y diciendo boludeces; es decir, la clase de material audiovisual que podría interesarle a los involucrados y a pocos más. Debe decirse, también se redoblan los problemas de coherencia. Quizá el mayor bache de verosimilitud de la primer película es que los protagonistas no abandonaban la casa aún luego de saber que un demonio los acechaba. Ahora ocurre exactamente lo mismo, y los personajes no hacen lo que haría cualquier otro mortal en su situación: huir despavoridos, mudarse a un hotel, irse a vivir prontamente a otro estado. Y curiosamente, lo que se redobla durante la segunda mitad es el miedo. No es sólo que haya un par de sustos capaces de hacer saltar de la butaca -literalmente- a una sala entera, sino que además Actividad paranormal 2 logra algo que ya quisieran centenares y miles de películas de terror de todo el mundo: despertar miedo al miedo. Mediante la sugerencia y la constante amenaza de un nuevo y terrible sobresalto, los últimos tramos provocan una angustia constante, y llevan a una situación en que el espectador queda pendiente y alerta de cada puerta entreabierta, de cada movimiento extraño, de cada indistinguible y horripilante sonido. Y es una sensación que muchos llevarán a sus casas y a sus cuartos, así que conviene alertar que, almas sensibles, deberían abstenerse.
Jubilados a las armas La amplia mayoría de las películas de acción apuntan al tamaño del artificio, a la explosión más grande, el salto más espectacular, la persecución más rebuscada. Y además suelen ser muy malas. Por eso, es realmente llamativo encontrarse con una película de acción que deja esos elementos relegados a un segundo plano y se esfuerza principalmente en construir personajes. ¡Y qué personajes! RED significa Retired Extremely Dangerous, y se trata de un escuadrón improvisado de veteranos ex agentes de la CIA, especialistas imbatibles de tipo James Bond, reunidos a la manera de los protagonistas de La gran estafa, pero en un principio, como Jason Bourne, para escapar de sus superiores, y combatirlos. El elenco es grandioso y se hace notar. Bruce Willis es el “joven” líder; fibra, inteligencia y presencia; el personaje de Morgan Freeman –acreedor de un cáncer en etapa cuatro- es puro encanto y seducción. John Malkovich hace de esos papeles que les van mejor, el de un demente remachado, y Helen Mirren, por su parte, está bellísima y su versatilidad le permite componer el personaje más atractivo y querible del cuadro, una francotiradora ex MI6. Todos juegan con esa dualidad de ser adorables y terribles al mismo tiempo, confiesan su adicción por matar gente y finalmente se arrojan a la más desquiciada y adrenalínica misión: asesinar al vicepresidente de los Estados Unidos. Como apunte irónico, un quinto integrante es Brian Cox, un ruso ex KGB que tiempo atrás pudo haber sido enemigo acérrimo de Willis y compañía, pero que hoy lucha hombro a hombro junto a ellos, como uno más. Es verdad que a nivel de las escenas de acción no hay nada demasiado brillante. Está muy bien un combate cuerpo a cuerpo de Willis en una habitación cerrada -es de esos en los que todo en la pantalla es tensión y caos sangriento, y se ven involucrados los muebles, las duras paredes y las cristalerías- y en otras ocasiones se utiliza muy inteligentemente el recurso del montaje paralelo para alternar escenas apacibles con el dinamismo más desacatado, provocando un efecto humorístico. Fuera de ello, no puede verse nada muy sobresaliente en este ámbito. Esta película funciona a las maravillas como el entretenimiento que es. Dinámica, lúdica, y repleta de la clase de actores que da gusto de ver en la pantalla. Se inscribe fácilmente dentro de varias tendencias; es una adaptación del cómic al cine, entra dentro del universo autosatírico hollywoodense en el cual una vieja gloria de los años ochenta se burla de sus propios clichés –Schwarzenegger inauguraba el “subgénero” con El último gran héroe (1993)- muestra a los servicios de inteligencia norteamericanos como burocracia inescrupulosa dispuesta a eliminar a quienes detentan secretos de estado –la trilogía Bourne marca el camino-, y en estructura, no se aleja de los llamados “caper films” –algo así como películas de atracos, pero con toques humorísticos-. En fin, la pólvora está descubierta desde hace rato, pero qué gusto verla funcionar tan bien, marcando el inicio de una nueva franquicia.
Ciudadano Zuckerberg Que el fenómeno de Facebook cobró dimensiones inusitadas no es novedad para nadie. Tampoco que significó una revolución a nivel social, en lo concerniente a la multidireccionalidad de la información, las formas de interacción grupal, o la novedosa capacidad de difundir, rápidamente y en círculos allegados, tanto banalidades como cuestiones de vital importancia. También podría verse como una pérdida de tiempo, una forma de exhibicionismo, un sitio desbordado de información desechable y hasta un peligro en potencia para cualquier usuario, ya que uno podría ser objeto de exposición involuntaria, de destrato real y hasta de una sangrienta burla grupal. Como toda plataforma tecnológica que se propaga y difunde masivamente, puede ser vehículo para una infinidad de usos y traer toda clase de repercusiones, tanto positivas como negativas. Pero nadie puede negar que Facebook llegó para quedarse, que más de 500 millones de usuarios en el mundo lo utilizan, y que no lo harían si no consideraran que les aporta beneficios reales. Desde hace años, el aspecto más cuestionable y cuestionado del servicio es su política de privacidad. Una investigación muy reciente del diario The Wall Street Journal da cuentas de que varias de las aplicaciones más utilizadas de Facebook (Phrases, Causes, Quiz Planet, y varios juegos de Zynga como Farmville, Mafia Wars y Texas HoldEm) exponen la información de los usuarios a agencias de publicidad y empresas de seguimiento de actividades en Internet. Y una vez más Facebook, -que tiene una base de datos que debe ser la envidia de cualquier servicio de inteligencia- a diferencia de lo que dicen sus portavoces, demuestra que no puede garantizar la privacidad de los contenidos (y quizá ni siquiera lo pretenda). El sentido de la oportunidad. En esta situación de masificación desaforada y duros cuestionamientos éticos es que surge esta controversial, incisiva e impactante película. Su centro es Mark Zuckerberg (interpretado por Jesse Eisenberg) y el proceso por el cual creó y desplegó lo que hoy se conoce como Facebook. Zuckerberg tenía 19 años cuando lanzó el sitio web y hoy se ha convertido, con 25 años, en el multimillonario más joven de la lista de la revista Forbes, ostentando un patrimonio neto de 2.000 millones de dólares. Y la película no es generosa con Zuckerberg, más bien todo lo contrario. Se lo presenta como un freaky escalador, arrogante y vengativo, y se da cuentas de las maniobras de las que supuestamente se valió para su iniciativa. El guionista Aaron Sorkin se basó en un libro que ya había ventilado estos aspectos: The accidental billionaires, que daba cuenta, entre otras cosas, de dos juicios orales emprendidos contra Zuckerberg; uno por parte de los gemelos Winkleboss, que lo acusaron de robar su idea, y otro de Eduardo Saverin, su ex mejor amigo y socio cofundador de Facebook, quien alegó haber sido engañado y defenestrado de la empresa. Ambos juicios son expuestos parcialmente en esta película, y tienen lugar largos flashbacks que cuentan las situaciones hipotéticas que habrían llevado a esos desenlaces. Y hay que resaltar que son realmente hipotéticas, porque, como dice en determinado momento Zuckerberg en la película, la gente suele mentir en los juicios orales, y aún más cuando hay cifras millonarias en juego. Pero tanto el guionista como el director David Fincher (Seven, El club de la pelea, Zodíaco) optaron por creer en las versiones de los demandantes –que seguramente sean ciertas, vistas las respuestas que el mismo Zuckerberg dio oralmente en los juicios- y de desplegar esos flashbacks creyendo en la culpabilidad del magnate. No ha faltado quien acuse a la película de ser tendenciosa, y aquí se abre uno de los más interesantes puntos de polémica. Corresponde a cada espectador decidir si dar por cierta la versión de la película –y de los demandantes- así como considerar si el triunfo monetario y el prestigio de Zuckerberg es realmente merecido. No debe negarse que una película-denuncia contra un multimillonario de este calibre es un acto arriesgado, valiente y –todo debe ser dicho- un tanto oportunista. Sorkin escribió su cuidadoso guión asesorado con un equipo de abogados, para que no existiera ningún elemento del que a su vez se pudieran valer los abogados de Facebook y que les sirviera para detener el rodaje de la película o levantar cargos contra la producción. Contrariamente a lo que se difunde mediáticamente, la película no incurre en detalles de la vida sexual del personaje, y esto sin dudas es un gran acierto, ya que esos elementos no serían pertinentes sobre el tema en cuestión, el cual es, en definitiva, qué clase de persona es Zuckerberg y por qué diablos los usuarios de Facebook deberían depositar su “confianza” en él. Vuelve Fincher. Polémicas aparte, Fincher logra una obra absolutamente sobregirada y verborrágica, con un montaje paralelo trepidante, un ritmo incansable y estimulante y personajes y anécdotas que sumergen al espectador en el relato. La ficción tiene originalmente como foco al grupo de hackers adolescentes de Harvard, que pronto serán devenidos yuppies. Este abordaje puede recordar al de algunas comedias adolescentes tipo Supercool, ya que se muestran sus vidas cotidianas y su interacción, sus intereses, sus pretensiones de sobresalir, destacarse, y ser aceptados socialmente. Pronto, los círculos selectos y de clase alta expuestos, las lujosas fiestas y una ambientación impecable y poderosa rememorarán a American Psycho y a sus lujos frívolos, la hipocresía, la competencia soterrada en las relaciones sociales. Fincher crea un protagonista-villano temiblemente creíble, un ególatra capaz de vender a su madre con tal de destacarse, pero con indicios de culpa, necesidades comprensibles y defectos siempre reconocibles y humanos. Un ser alienado que cuanto más poder tiene más solo se siente y que, paradójicamente, ha creado un imbatible estructurador de vínculos sociales. Fincher, que nos había empalagado hasta la náusea con su última El curioso caso de Benjamín Button vuelve aquí a ese registro austero, distante, mecánico e imparable que utilizó en Zodíaco. Red social es una maquinaria precisa, aceitada y estudiada al detalle, filmada con la misma energía con la que los adolescentes que pueblan la pantalla se arrojan a sus colosales emprendimientos. Es un alivio ver a Fincher una vez más concibiendo una gran película, logrando un cine complejo, reflexivo, repleto de dobleces que nos obligan a cuestionar seguridades y a conocer nuevas dimensiones de un fenómeno que trascendió todas las expectativas. Como la obra maestra de Welles Ciudadano Kane (1941) que había sido inspirada en la figura del magnate de la prensa William Randolph Hearst, Red social intenta un bosquejo del perfil de un multimillonario influyente y contemporáneo, dejando muchos cabos sueltos sobre su personalidad. Pero una de las diferencias es que aquí Sorkin y Fincher señalan con nombre y apellido. Hay un detalle que dejará a muchos espectadores un poco por fuera de muchas situaciones y diálogos expuestos, y es que la película no parece pensada para quienes no estén habituados al uso de Internet, o no conozcan el servicio de Facebook o de alguna plataforma virtual similar. Así, ciertos vocablos utilizados como “muro”, “tráfico”, o “hits” se utilizan corrientemente como base, y de allí se va a más. La grandiosa y sugestiva escena final sería llanamente incomprensible para un analfabeto informático.
El peor capítulo El término anglosajón spin-off refiere a un proyecto nacido como extensión de otro anterior, y suele aplicarse al cine para nombrar una película que surge tomando ideas o personajes existentes. El director Paul W. S. Anderson desde hace años que se dedica a filmar casi exclusivamente spin-offs, ya sea en la resurrección de sagas existentes (Alien vs depredador), la remake (Death race) o haciendo películas basadas en videojuegos (Mortal Kombat, Resident evil y esta Resident evil: la resurrección). Siempre hizo películas parecidas: de acción que oscila entre la ciencia ficción y el terror, con variadas dosis de gore, y casi siempre inmersas en entornos futuristas, con tecnologías de punta, estructuras arquitectónicas compactas, espejadas y posmodernas. Sus personajes, muy vistosos, lucen armas sofisticadas y están perfectamente peinados y nutridos a pesar de las adversas circunstancias que supuestamente atraviesan. Anderson es un artesano bastante mediocre que supo construirse un perfil definido, y dentro de todo, algunas de sus películas se dejaban ver y funcionaban como entretenimiento fugaz: La nave de la muerte, Resident evil, y Alien vs. Depredador. Por su parte la saga de Resident evil tuvo algún momento de dignidad. La primera tenía buenos climas y transmitía cierta sensación de enclaustramiento al estilo Alien, pero la segunda era un producto totalmente rutinario e insulso, de consumo rápido y olvido inmediato; la tercera volvía a levantar un poco el nivel y supo ofrecer su cuota de zombies hambrientos de tripas y matanzas masivas, más algún sobresalto, buenas atmósferas, alguna buena escena de acción, un enfrentamiento final contra un monstruo grandote y desagradable y por supuesto, a Milla Jovovich desmembrando a unos cuantos fiambres ambulantes. Lo curioso de esta nueva entrega es que ni siquiera parece cumplir los requisitos básicos que los consumidores habituales suelen exigir al género: aquí los zombies son sólo una impersonal y circunstancial amenaza que ni siquiera se ve muy seguido, y cuando aparecen son bajados a balazos sin ninguna sorpresa ni dificultad; no se logra generar tensión ni miedo en ningún momento, básicamente porque no existe un conflicto bien definido ni personajes con los que valga la pena identificarse; tampoco hay una trama sólida que seguir, la cinta empieza abruptamente continuando el irrecordable final de la anterior entrega y termina de la misma manera, en un corte a créditos que parece tan arbitrario como el comienzo. Es muy difícil establecer dónde está la presentación, el nudo y el desenlace, y eso que la película parecería pretender una linealidad clásica. Aunque más que una película parece un extracto, un mal capítulo de una serie que quizá tenga algo que ofrecer, en próximas entregas.
Seis pies abajo El terreno estaba muy abonado: dejando de lado precedentes ancestrales como los cuentos El entierro prematuro, o Berenice de Poe, y un sinfín de anécdotas reales de asfixia, desesperación y cajones febrilmente rasguñados por dentro, desde poco tiempo a esta parte el cine ha dado algunos firmes ejemplos que precedieron e influyeron con claridad en Enterrado. Sin lugar a dudas, el segundo volumen de Kill Bill, en el que la protagonista era inmovilizada, colocada en un ataúd, confinada y enterrada, en una escena que tenía buenos tramos de oscuridad total y transmitía una claustrofobia insoportable. Más adelante, Tarantino redobló su apuesta en su brillante doble capítulo para la serie CSI Las Vegas, en el que uno de los integrantes del equipo de forenses era secuestrado y colocado bajo tierra, sin que él ni los de afuera supieran en qué sitio se encontraba. Y qué decir del indescriptible mediometraje Haze, de Shinya Tsukamoto, centrado en personajes sufrientes y prácticamente inmóviles que a duras penas podían arrastrarse dentro de recintos infames, cerrados, oscuros y laberínticos. Pero Enterrado tiene una base fundamental que lo emparenta más fuertemente con los experimentos lúdicos que solía hacer Alfred Hitchcock, en los que al director inglés se le daba por ubicar una película entera sobre un bote a la deriva (Ocho a la deriva), o por filmar toda la acción en un único plano y sin más cortes que los impuestos por los cambios de rollo (La soga). Aquí la acción transcurre en su totalidad al interior del oscurísimo y sofocante ataúd, y el protagonista en principio dispone solamente de un celular, un yesquero, unos marcadores y un frasco con ansiolíticos. Más adelante descubrirá que hay otros objetos en el cajón, y que también podrán serle útiles. La puesta en escena del director español Rodrigo Cortés es fenomenal. Aunque a muchos les cueste creerlo, la película no decae en ritmo en ningún momento, ya que ofrece una tensión constante fundamentalmente debido a la variedad de recursos que escasean y de los que depende la vida del personaje (el aire, la batería del celular, la iluminación, finalmente el frágil material del mismo ataúd) y elementos imprevistos que le complican aún más la existencia. La permanente variación de las tomas, la notable actuación de Ryan Reynolds, la brillante banda sonora de Víctor Reyes y la indignación general provocada por la flagrante injusticia de la situación proveen a la película de una atmósfera intensa, difícil de tragar para el que no esté preparado para tal experiencia. El punto más cuestionable y polémico de la película es el hecho de que la acción esté situada en Irak, que el personaje sea un camionero norteamericano y que el responsable de su situación sea un (¿terrorista?) irakí resentido. Es verdad que la película intenta una crítica lateral a la guerra, a los negocios turbios de las empresas norteamericanas instaladas en Irak, y a la ética del gobierno. Pero no por ello deja de molestar que la víctima sea un norteamericano y el tipo jodido un irakí, y que la elección de semejante contexto huela tanto a oportunismo temático.
Para llenar el ojo Esta película plantea, en una contienda épica entre lechuzas –armadas con garras metálicas y vistosos yelmos- una lucha entre el bien y el mal que es además una evidente parábola del enfrentamiento de los aliados contra el nazismo: por un lado están los “puros” una raza despiadada liderada por un déspota que utiliza y adoctrina a sus subordinados como carne de explotación y de cañón, y por otro, los guardianes “del oeste” fraternos, tolerantes y de buen corazón. Todo esto habría sido un bonito planteo propagandístico en tiempos de la Segunda Guerra, pero hoy suena a facilismo, a anacronismo obsoleto, y hasta llega a rechinar en alguno de sus planteos, como el tratamiento de la guerra como un infierno necesario, la exaltación heroica de los veteranos de contiendas pasadas y la solemnidad de los enfrentamientos. El guión es bastante flojo: la película está basada en las tres primeras entregas de la saga literaria Guardianes de Ga’hoole, pero los que han podido comparar ambas obras apuntan que se perdió mucha profundidad y cierta densidad psicológica en los personajes. Y seguramente sea cierto: dos secundarios son los típicos creados en las animaciones infantiles para buscar una simpatía forzada. Medio locos, hiperactivos, torpes y verborrágicos, una mezcla del burro de Shrek con el rey lemur de Madagascar. Uno sólo de estos ejemplares podría ser tolerable y hasta ameno, pero aquí los dos juntos aturden y demuestran que hay muy poca imaginación volcada en el trazado de sus perfiles. El resto de los personajes no escapa a los estereotipos, los malos son malísimos, hay un par de traiciones que se ven venir desde que sus ejecutores son presentados y no hay escena de transición que no rememore a otras de películas recientes. Lo que está muy pero muy bien son los aspectos técnicos, hay un esmerado detallismo en las texturas, las superficies, los movimientos, los plumajes de las lechuzas y los pelajes de otros animales, e incluso hay un par de vuelos en plena tormenta que son particularmente vívidos y vistosos. Pero aquí surge también otro defecto: varias lechuzas son muy parecidas entre sí, y en varias situaciones es difícil diferenciarlas cuando tienen lugar las numerosas y rápidas escenas de acción -¿será por eso que hay tantas cámaras lentas?-. El director Zack Snyder (300, Watchmen) es un entusiasta de las épicas heroicas, de los ralentis aparatosos y los fuegos de artificio, pero suele fallar a la hora de darle sangre y humanidad a sus personajes. Y así muchos saldrán de las salas encandilados por esta animación fulgurante, pero sin nada que llevarse a sus casas.
Destellos japoneses El cine del director Hirokazu Kore-eda es en apariencia calmo y sutil, de aproximación discreta y casi casual a ciertos grupos humanos y sus comportamientos. Pero tras internarse en sus cuadros cotidianos uno comprende que escapan por completo a lo ordinario, y que donde en principio pareciera que no ocurre nada relevante pueden estar diciéndose muchísimas cosas. Kore-eda no es en absoluto proclive a temáticas pueriles o insustanciales, y en Todavía caminando confirma una vez más su capacidad para exponer y radiografiar aspectos de una sociedad entera, los problemas de comunicación y los choques intergeneracionales, así como algunas penurias, mezquindades y contradicciones humanas, de las que nadie podría decir que esté completamente libre. Otra vez el director aborda como temática central la muerte, pero sobre todo su huella entre los vivos; la muerte como estigma, como ausencia incurable, como vacío; la muerte como lastre irremovible, como disparador de recuerdos, como detonante de culpas. Por su parte Kitano ha hecho recientemente un quiebre en su obra, abandonando temporalmente los géneros para volcarse a un cine excesivo, multicolor y casi caótico, que bordea permanentemente el kitsch, cuando no se hunde directamente en él. Aquiles y la tortuga es una película sosegada y medida en comparación con sus últimas dos obras, pero no por ello menos sentida o intensa. Es cierto que puede echarse en falta aquel Kitano serio y solemne de Flores de fuego o Dolls; no en vano las mejores películas de su carrera. Pero aunque quizá el director no se encuentre en el mejor de sus momentos, Aquiles y la tortuga es una muestra de su indiscutible talento, una obra no exenta de agudas reflexiones sobre el mundo del arte y los seres que lo habitan. Todavía caminando: la familia japonesa bajo la lupa. Dos hermanos adultos van con sus respectivas familias a visitar la casa de sus ancianos padres. La película se centra en 24 horas de la vida de un viejo núcleo familiar disgregado, que se reúne después de un tiempo sin verse para conmemorar el decimoquinto aniversario de la muerte del tercero de los hermanos. Desde un comienzo Ryota (Hiroshi Abe) el hijo mayor, pretende inventar excusas para evitar encontrarse con sus padres, señal de que su relación con ellos es tirante y conflictiva. Conforme avanza la película el espectador se dará cuenta de que Ryota tenía sus buenas razones; al menos tres. La principal de ellas, que se encuentra desempleado y que la orientación laboral que eligió -restaurador de obras artísticas- no le está rindiendo frutos. Aún contando con más de cuarenta años, le pesa la autoridad de su padre Kyohei (Yoshio Harada, un legendario actor que trabajó en más de 100 películas) quien pretendió imponerle la medicina desde pequeño, para que heredara su clínica. En una película de Mike Leigh los conflictos saldrían a flote con gritos y llantos catárticos, pero en la familia japonesa las verdades suelen aflorar mediante sarcasmos, punzantes ironías, soterradas crueldades. En pequeños detalles pueden leerse resentimientos subyacentes y también gracias a los niños, que oportunamente dicen lo que los mayores callan. Kyohei, ahora jubilado, se presenta sólo para comer, y puede notarse que no soporta estar mucho en su casa, acostumbrado como estaba a ausentarse durante largas jornadas laborales. Es así que al viejo se lo ve incómodo, malhumorado, como en un impasse perpetuo, sin saber bien que hacer con su tiempo, queriendo evitar a su familia y a la vez verlos un poco, aunque quizá sólo lo indispensable. Su esposa, una veterana ama de casa (Kirin Kiki) se muestra como depositaria de agudos resentimientos, y en su rostro trae marcados los zurcos de profundos dolores. Por debajo de las buenas maneras, de su calidez y del agasajo gastronómico deja escapar ácidos ponzoñosos, inyectados con perspicacia en medio de charlas casuales. Es ella quien dejará escapar el indicio de las frustraciones y decepciones de su matrimonio, y su canción favorita, de ocultos significados, es la que le da el nombre a la película. Quizá los jóvenes no sean mejores, pero Kore-eda centra su austera aproximación en la pareja de ancianos, volviéndolos al mismo tiempo reprobables y entrañables. El poder de sugerencia de la película es excepcional. Cada escena agrega sutilmente información, el cuadro general nunca se presenta del todo digerido y es el espectador el que va descubriendo los vínculos familiares, las motivaciones personales, las inquietudes de cada uno de los personajes implicados. Una escena cercana al final puede referir a una charla aparentemente insustancial que hubo al principio de la película, resignificándola. Un diálogo muestra inicialmente que uno de los niños considera ridículo que exista vida después de la muerte, y en otra escena más adelante lo podemos ver con la vista fija en una tumba, observando a la anciana en un ritual de ofrenda de agua y flores a su hijo muerto. Aunque el niño no diga nada, el espectador atento podrá leer su descreimiento y apatía. Gracias a la experiencia que tuvo el director en su insuperable Nadie sabe, por la que trabajó durante casi un año filmando niños con aproximación casi documental, aquí supo elaborar un plan de filmación en el que los niños no tenían que seguir lineamientos ni un guión específico, logrando que parezcan sumidos en sus juegos o en sus cavilaciones, como si los equipos de filmación no existieran. La dirección de actores es por su parte magnífica, generando una ilusión de naturalidad absoluta. Se denota además un cuidado puntilloso por la dirección artística y especialmente por los objetos distribuidos en las diferentes habitaciones de la casa, reveladores de la forma de vida de los padres, elocuentes de su indeleble reverencia hacia el difunto. Como el maestro Yasujiro Ozu, Kore-eda filma el recambio generacional, el choque entre tradición y modernidad, el transcurrir del tiempo y sus implacables estragos en el hombre. Pocos cineastas podían pergeñar una aproximación a nuestra época tan profunda y agradable, una obra que invita al espectador a formar parte activa y fluir junto a ella en dos horas que, bien encaradas, se pasan volando. Aquiles y la tortuga: el artista y sus pormenores. Takeshi Kitano es el artista multifacético por excelencia, ya que además de ser cineasta es productor, actor, pintor, comediante, escritor, poeta, músico, bailarín de tap, conductor de programas para televisión y diseñador de videojuegos. Antes, cuando todavía no era un personaje público, fue mozo en un café, reponedor de supermercado, ascensorista, conductor de taxis, y hasta trabajó en un bar de striptease frecuentado por yakuzas. Aquiles y la tortuga es la tercera parte de lo que puede definirse como una trilogía autorreferencial y autocrítica de Kitano, compuesta además por las fellinianas Takeshis (2005) y Glory to the filmmaker! (2007), en la que se distancia enormemente de su obra anterior, sobre todo por desligarse de la violenta tonalidad de casi todos sus filmes precedentes. En Takeshis exploraba su faceta como comediante -debe recordarse que Kitano ya era un personaje popular de la televisión antes de volcarse al cine- y en Glory... la de cineasta, aunque allí se presenta como un sujeto que, obsesionado por alcanzar el éxito, entrega un fracaso comercial tras otro. En Aquiles y la tortuga le tocó el turno a su faceta como pintor. Hijo de un pintor de brocha gorda alcohólico, Kitano se desempeñó desde pequeño en ese terreno artístico, rasgo que puede verse reflejado en la composición plástica de la mayoría de sus películas. Cuando en 1993 sufrió un accidente de motocicleta que le llevó al coma por varios días y le dejó la mitad de la cara paralizada se volcó de lleno a la pintura, circunstancia similar a la que atraviesa un personaje secundario en Flores de fuego. En Aquiles y la tortuga se cuenta la historia, como en un biopic, de un artista que desde pequeño atraviesa todo tipo de penurias, manteniéndose siempre firme en su persistencia de pintar y ser reconocido. Aunque el registro de esta película se distancia de las dos últimas porque el director retoma luego de años una narrativa calma, clásica y lineal, la tonalidad estética y genérica es cambiante y absolutamente atípica. A un trágico comienzo dickensiano centrado en la infancia del pintor le sigue un período de juventud repleto de hilarantes elementos de comedia, y los tramos finales, sin perder del todo el tono burlesco, se adentran en un intenso dramatismo. La película comienza con una preponderancia de tonalidades ocres y sepias, y a medida que avanza la gama de colores se va ensanchando. Los tramos finales, precisamente los más amargos y dramáticos, están dominados por colores vivos y chillones. Es por todo esto que quizá cueste un poco tomarse a Aquiles y la tortuga muy en serio. El director a dicho en una ocasión que su cine “es una maravillosa caja de juguetes con la que juego”, y por momentos podría sospecharse que toda la película no fuera más que una gran tomadura de pelo y que Kitano se burlara a carcajadas del extremo patetismo al que expone a su personaje. Pero si hay algo que no puede criticársele al director es el filmar a medias tintas, y tampoco podría tomarse a la ligera su nihilismo rasante y corrosivo a la hora de echar por tierra el mundillo del arte, las modas y las tendencias pasajeras y la ridícula y caprichosa forma en que algunos mercaderes determinan el éxito o el fracaso de un artista. Aquiles y la tortuga no sólo es una reflexión sobre el mundo de la pintura, sino sobre el arte en general. La paradoja de Zenón en la que Aquiles nunca llega a alcanzar a la tortuga por más que corra mucho más rápido que ella permite múltiples lecturas. Como en su Glory... el protagonista aspira a alcanzar el éxito, y cuánto más se esfuerza su fracaso es mayor. También puede pensarse que lo que persigue es su identidad y su plenitud artística, sólo pudiendo conseguirlo al cambiar su objetivo y la perspectiva. Asimismo, los dos integrantes de la pareja protagonista pueden verse como los personajes de la parábola, quienes sólo podrían unirse verdaderamente luego de haber atravesado un arduo e intrincado camino. “Ser famoso no tiene nada que ver con el talento” dice un personaje en un momento crucial, resumiendo uno de los postulados de la película. Kitano es testigo de esa realidad por su experiencia en el mundo televisivo, por haber obtenido mayor éxito como conductor de programas de entretenimientos que como cineasta. Aquiles y la tortuga es una queja, una sangrienta ironía a la arbitrariedad y la farsa del éxito popular, y al cúmulo de injusticias que trae aparejado.
El año es 1982, faltan apenas unas semanas para que comience la Guerra de las Malvinas y la dictadura argentina ya se viene cobrando cerca de 30 mil víctimas. También atraviesa sus últimos estertores, pero mientras aún se mantiene, la rigidez, la solemnidad vacía, el control y la vigilancia –ya fuese real o una mera ilusión reproducida en el imaginario colectivo- son la constante. Prácticamente no hay espacio para la creatividad, para las pulsiones vitales, para la risa. Es así que un universo marcial, de dominación vertical y en el cual el mayor valor reconocido es la disciplina, también significa un sinfín de micro-infiernos institucionales. Ciencias Morales es el nombre de la novela de Martín Kohan en la que se basa esta película; Ciencias Morales es también el nombre que tenía el prestigioso colegio conocido hoy como “Nacional Buenos Aires”, que se ubica a una cuadra y media de la Plaza de Mayo. De la mano de Foucault y con una diabólica impronta hanekiana –una mirada austera y distante, con personajes parcos, hieráticos y de retorcidos contornos psicológicos- el oscuro y sofocante colegio es presentado como un exponente de dominación social, un ámbito regido por un sistema implacable de faltas y sanciones, en el cual un botón desabrochado, el pelo crecido un centímetro de más o tomar mal la distancia en la fila deriva en una retahíla de broncas y reprimendas. Marita (la brillantísima Julieta Sylberberg, que ya se había lucido en La niña santa de Lucrecia Martel) es el último eslabón de una nefasta cadena represiva. También el más débil, el más expuesto y, quizá, el más maleable. Es la preceptora –en la jerga normal y ajena a tanta majadería militar, bedel, o adscripta- encargada de vigilar, de imponer su “mirada invisible” en dirección a cualquier falta que pudiera acontecer en sus inmediaciones. Así, besos encubiertos, comentarios fuera de lugar, una pelea entre estudiantes son inmediatamente denunciadas a sus superiores. Fumar en los baños puede ser un atrevimiento intolerable, el germen de la sedición inoculado en una juventud descarriada; como tal, debe ser amputado de raíz y corregido inmediatamente. Como la Isabelle Huppert de La profesora de piano de Haneke, Marita -aún virgen a los veintitrés años- comienza a desarrollar un morbo que la lleva a esconderse en los baños –con la excusa de la vigilancia- para fisgonear a los adolescentes entre olores nauseabundos. La mirada invisible, así, se ve subvertida en una actitud de control abusivo, producto de una sexualidad mutilada. La atmósfera es perfecta. Rígidas y opacas estructuras arquitectónicas se condicen con el miedo febril y el aburrimiento establecido. Una banda sonora eventual, sutil e in crescendo acentúa con fuerza las superficies dramáticas. El final, despegado del que había en la novela original, inesperado y catártico, es perfectamente coherente con el universo presentado, y funciona como una suerte de alivio para el espectador. Es parte de esas agradables licencias que se puede permitir el cine, pero que, sabemos, difícilmente podrían haber tenido lugar en un momento histórico en el cual el miedo paralizaba a casi todos. Y unas últimas imágenes de archivo, con el militar Galtieri en un balcón y una multitud enardecida festejando la recuperación de las Islas Malvinas es inmensamente elocuente sobre ese nacionalismo y ese fascismo cotidiano que supo avalar tanto horror, y que aún sabe estar presente en algunas capas de la sociedad argentina.