Cuando la voracidad comercial da más miedo... Sabe Dios por qué nos gustan tanto las películas con tiburones asesinos pero desde la Jaws (1975) de Spielberg a esta parte no ha faltado año en que no se conozca alguna historia con estos animales de antagonistas, o bien cumpliendo algún rol secundario cuando se necesita un buen golpe de efecto. Porque en esto no hay dudas: los tibus te animan la fiestita. Siempre. ¿Son malas estas películas? Casi sin excepciones. Y en raras ocasiones llegan a estrenarse en salas de cine (Alerta en lo profundo, Mar abierto, Terror en lo profundo 3D y, más recientemente, Miedo profundo lo han logrado). Algunas son clase Z, como la saga de Sharknado realizada por SyFy Channel, y otras incursionan en una digna clase B (recuerdo la australiana Bait de Russell Mulcahy que aquí no se estrenó). Si se siguen manufacturando en serie debe ser nomás que el interés del espectador no ha ido mermando con el tiempo. La dudosa calidad de los títulos, por otra parte, exige cierta indulgencia o directamente el fanatismo de una audiencia conocedora del género que a esta altura sabe que los milagros cinematográficos son tan aislados que -cuando se dan- hay que atesorarlos porque nunca se puede anticipar si podrán volver a repetirse. Megalodón, el último ejemplo de este enfrentamiento entre hombre y escualo, no es uno de ellos. A diferencia de otros subproductos pobremente realizados, en The Meg la Warner Bros. no escatimó en gastos y erogó 130 millones de dólares que de a ratos se ven en la pantalla. El problema es que no han contratado a profesionales de talento para adaptar la novela de 1997 de Steve Alten -la primigenia de una lista que suma siete entregas hasta el momento- y para colmo de males, tras la partida del denostado Eli Roth, le confiaron la dirección a un realizador como Jon Turteltaub cuya obra ostenta más caídas que picos. El tipo es un asalariado de Hollywood con escasa imaginación y Megalodón se ve afectada por su sempiterno vuelo bajo como artista. Si de por sí el guion es un cúmulo de clichés irremontables la tarea “creativa” del responsable de Jamaica bajo cero tampoco ayuda mucho que digamos. La orden del estudio de bajar el grado de violencia para acceder a la calificación para mayores de 13 años condicionó y terminó perjudicando a la producción. Es lo lamentable del esquema piramidal de Hollywood. Por eso se agradece cuando vemos una película más chica con una autoría más evidente, sea ésta de un guionista o un realizador. Los auténticos artífices de una obra, recordemos… La presencia encabezando el elenco de Jason Statham parecía una elección de casting un tanto desconcertante debido a los antecedentes del actor británico que desde su consagratorio papel en El Transportador ha demostrado sentirse más cómodo en proyectos de acción. Vista la película queda claro que se le ha otorgado a Statham la trascendencia que el star-system demanda convirtiendo a Megalodón en un enfrentamiento monumental y épico entre Jonas Taylor (el personaje que encarna el pelado) y el monstruo prehistórico al que refiere el título. Es tan absorbente ese duelo que los demás actores quedan relegados en la atención del director no a un segundo sino más bien a un tercer plano. La verdad es que los guionistas Dean Georgaris, Jon Hoeber y Erich Hoeber no aprobarían el examen ni del profesor más benévolo de una escuela de cine. Así de malo es su trabajo: diálogos bochornosos y un rejunte de escenas sin ingenio ni ideas que salven una línea argumental que atrasa años. Si al menos las secuencias con el tiburón tuvieran un tratamiento lisérgico símil Sharknado distinta podría haber sido la recepción crítica. Megalodón tiene humor, pero uno tan burdo y limitado que no conforma a nadie. El grado de delirio debía venir de la mano de un contenido más bizarro que el estudio no estaba dispuesto a experimentar por temor a dejar afuera a una franja de público que no sintonizara con esa onda. No será la primera producción que se malogra por querer abarcar demasiado. No obstante, hay que decirlo, comercialmente se superaron las expectativas. Por eso sostengo que nunca podremos entender del todo los elementos que hacen un éxito o un fracaso de un filme… y mucho más en estos tiempos de Netflix donde es aún más complicado que la gente deje sus hogares para ir al cine. Una arista con la que se debe convivir en esta era moderna es el de las coproducciones con China que aporta -además de sus millones- un mercado inmenso y desde luego algunos actores para facilitar la identificación con su público. Quizás tenga que ver con el idioma inglés que no le resulta natural hablar, pero en todo caso es penoso el desempeño de la actriz Bingbing Li como la coprotagonista e interés romántico de Statham. Un poco más digna es la tarea del conocido Winston Chao (El banquete de boda). Igual ni el más prodigioso de los intérpretes hubiese podido mejorar a estos personajes concebidos sin ninguna carnadura. Da pena que buenos actores como Rainn Wilson y Cliff Curtis pasen completamente desapercibidos en la pantalla. No pueden aportar nada excepto la intriga de si se convertirán o no en víctimas del voraz megalodón. El aspecto más festivo de esta historia trillada hay que buscarlo por el aura de héroe indestructible que le han diseñado a un Jason Statham, como han dicho por ahí, “en modo Dios”. Las peripecias acuáticas de Jonas en su cruzada contra el tiburón son divertidas pero la película en su conjunto no se disfruta ni siquiera bajando el nivel de exigencia. Los efectos especiales son adecuados (el CGI no pasa vergüenza como en otras superproducciones). A no preocuparse: el subgénero no morirá por esta mala película.
La chatura es el virus. Maze Runner: La Cura Mortal viene a culminar una saga que siempre prometió más de lo que estaba dispuesta a entregar. Quienes no leímos los libros de James Dashner -una trilogía a la que luego se le agregaron tres volúmenes más que expanden el universo distópico pergeñado por el autor- no sabíamos muy bien que esperar de sus adaptaciones fílmicas, aunque el detalle de haber mantenido siempre al mismo director (Wes Ball) se supone implicaría una mirada más o menos coherente y/o cohesionada en la forma de encarar la historia y los personajes. Por lo visto la 20th. Century Fox ha quedado completamente satisfecha con su trabajo y hasta cierto punto compartimos esa aprobación. Un aspecto destacable es que, con sus más y sus menos, el proyecto logró llevarse a cabo en su totalidad fortalecido por el notable éxito comercial de la primera entrega (Maze Runner: Correr o morir, 2013). Pensemos que con una temática afín existen otras sagas literarias que quedaron inconclusas en su traslado a la pantalla grande: El juego de Ender y La quinta ola, por citar un par de ejemplos, se quedaron en apenas el primer eslabón de la serie. Para la Lionsgate resultó particularmente frustrante lo acontecido con la trilogía Divergente/ Insurgente/ Leal ya que fue perdiendo el interés del público hasta que los catastróficos números en rojo del último capítulo selló el destino de una saga a la que le faltó un cierre (el guión adaptado de la novela Leal se había dividido en dos filmes). Posiblemente se concrete un telefilme para concluir la historia y luego se realizaría una serie de TV para la cadena de cable Starz aunque no está claro si participaría el elenco original; por lo pronto la actriz protagonista Shailene Woodley ha declarado que no será de la partida. Al margen de esta fatídica experiencia, casi todo Hollywood sigue apuntando sus cañones a lograr recrear el suceso de Los juegos del hambre (2012/2015). La tetralogía basada en la obra de Suzanne Collins sin lugar a duda se ha convertido en el caballito de batalla de este subgénero tan explotado en años recientes, y Maze Runner es uno de los tantos productos que han procurado no quedarse al margen de esta tendencia cinematográfica. ¿Con qué resultados? Bueno, eso ya depende del cristal con que se mire… Tanto Correr o morir como su continuación Prueba de fuego (2015) superaron holgadamente las expectativas en cuanto a su tratamiento de la acción y el suspenso, pero se las percibió un tanto raquíticas en lo conceptual y/o argumental. Básicas, digamos. Los personajes se quedaban en la superficie y ninguno aspiraba a otra cosa que no sea un estereotipo. Con una intriga bien dosificada, especialmente en Correr o morir, estas limitaciones eran tan visibles como perdonables a la hora de hacer un balance general. Porque si hay algo en lo que la trilogía no falla -y por eso alabamos la mano del director Ball- es en su solidez narrativa y su valor como entretenimiento puro. La primera película tenía un tono más claustrofóbico al estar circunscripta prácticamente a un decorado único, los alrededores del tan mentado laberinto de la corporación CRUEL, mientras que en la secuela el guionista T.S. Nowlin multiplicó los escenarios y fue incorporando muchos personajes a una trama que empezó a extrañar cada vez más esa dosis de imprevisibilidad que fuera una carta fuerte en Correr o morir. Los conflictos planteados en Prueba de fuego son retomados y ampliados en La Cura Mortal con una ampulosidad dramática digna de una telenovela -y no de las buenas-. Hay un problema con la carga emocional que le han adosado a los personajes principales por el simple, y lógico, hecho de que llegamos al desenlace de la historia y hay que terminarla bien arriba. El tema es que esto debería darse de modo natural y no forzando los vínculos como se hace aquí. El verosímil, si es que alguna vez se tuvo, se pierde sin remedio entre decisiones caprichosas y cuestiones pasionales que hacen bastante ruido en este contexto post apocalíptico. La subtrama de Thomas y Newt nos retrotrae a la de Frodo/Sam en El Señor de los Anillos con un dejo gay-friendly tan marcado como inconducente. Un villano de opereta como el Janson de Aidan Gillen no ayuda en nada, y no puede disimularse la pobreza con que fueron trazados los roles femeninos (sin hacer foco en el desempeño de las actrices Rosa Salazar, Kaya Scodelario y Patricia Clarkson que hacen lo que pueden con sus esquemáticos papeles). La Cura Mortal no desentona con Correr o morir y Prueba de fuego a la hora de servir escenas de acción con todo el oficio que ya había demostrado en esas obras el realizador Wes Ball. Sin ir más lejos la secuencia de presentación parece escapada de Rápidos y furiosos 5 con Thomas (Dylan O'Brien), Newt (Thomas Brodie-Sangster), Jorge (Giancarlo Esposito) y Brenda (Rosa Salazar) montando un asalto espectacular al tren donde llevan prisionero a Minho (Ki Hong Lee). El despliegue técnico y la parafernalia de producción que denota dicho segmento es tan impactante que la película luego no logra emular ni mucho menos superar semejante proeza. Una contra recurrente en Hollywood por estos días (le sucedió algo parecido a la última Piratas del Caribe). Ni bien se termina el primer acto lo que sigue genera algún déjà vu con Fuga de Nueva York. Si en Correr o morir el objetivo era salir del laberinto y en el principio de Prueba de fuego ocurría otro tanto con el escape del grupo de las instalaciones de CRUEL, en La Cura Mortal deben ingresar a una ciudadela ferozmente vigilada que es el último bastión de quienes aseguran estar luchando para encontrar la cura del virus que convierte a la gente en virtuales zombis. Y por supuesto que después hay que salir de ese infierno en medio de una guerra entre facciones, analogía eternamente burda de las diferencias de clase que seguirán existiendo mientras el mundo continúe siendo un lugar habitable. No es casual la referencia a Fuga de Nueva York. La Cura Mortal le debe tanto al filme de John Carpenter como a muchos otros (hay un gran guiño a Aliens en el clímax en la azotea), síntoma revelador de una falta de personalidad llamativa. En el rubro originalidad es poco lo que aporta esta trilogía cumplidora como pasatiempo pero cuya resolución decepciona al confirmarse la precariedad psicológica de los personajes así como una línea argumental tan simplona que ni siquiera intenta disimular su falta de ambiciones. De esa chatura, no hay retorno…
Amor a la marciana. Evaluando a la distancia sus películas estrenadas en la Argentina se podría conjeturar que al realizador británico Peter Chelsom siempre le faltaron cinco para el peso. No suelen ser obras bochornosas ni mucho menos –aunque habrá quien opine lo contrario de Hannah Montana: La película- pero es innegable que suelen quedarse en un plano de medianía artística poco recomendable. Ricos, casados e infieles (2001) fue un fiasco de 90 millones de dólares con un elenco de lujo tirado a la basura. Señales de amor (2001), en cambio, resultó una comedia romántica aceptable -con John Cusack todavía en plena forma- y ¿Bailamos? (2004), esa remake de un filme japonés de los 90’s con Richard Gere intentando tirar unos pasos coreografiados, hizo las delicias de las señoras cuarentonas que se sintieron representadas ya no solamente por las letras de Ricardo Arjona. Tras dirigir el film concierto de Miley Cyrus y el largometraje de Hannah Montana, Chelsom se tomaría cuatro años para estrenar Héctor en busca de la felicidad; otro vehículo para el lucimiento de Simon Pegg que no tuvo buenas críticas ni anduvo bien en la taquilla. Llegamos al 2017 y con el flamante lanzamiento mundial de El espacio entre nosotros el inglés volvió a sufrir un revés comercial y crítico. Por mi parte esta vez voy a intentar defenderlo porque la película, modesta como es, no merece el escarnio enfático que está sufriendo desde los medios. En todo caso hay obras infinitamente peores que no han recibido tantos palos. El espacio entre nosotros es una fantasía romántica en principio destinada a los adolescentes pero tan bien actuada que consigue llamar la atención también del público adulto. La historia es sentimental hasta un extremo pocas veces vista: Gardner (un excepcional Asa Butterfield) nació en una misión espacial en el planeta Marte donde debe residir rodeado por una comunidad de científicos que lo ha criado ya que en la Tierra su mera existencia sigue siendo un secreto para el público. Por haber nacido en un medio ambiente tan distinto al terráqueo el joven de 16 años no podría sobrevivir al cambio de gravedad pero el querer conocer a su padre y a la estudiante de secundaria Tulsa (una Britt Robertson que con 27 años debería empezar a despedirse de estos roles de colegiala), con la que chatea a diario, lo convence de someterse a una operación para fortalecer sus huesos (uno de los déficits físicos que lo aquejan, hay varios más) y emprender el viaje a la Tierra acompañado por su madre postiza Kendra (la siempre hermosa Carla Gugino), y con la venia del director responsable del proyecto Nathaniel Shepherd (el invariablemente superlativo Gary Oldman, en un papel sin mucho relieve). Al llegar todo es nuevo y maravilloso para Gardner; los colores de la atmósfera terrestre no podrían ser más distintos al paisaje marciano habitual; la fauna, la flora, la gente, la arquitectura… todo es pura emoción para nuestro joven héroe. No obstante, la idea de la NASA de encerrarlo para tenerlo a buen resguardo y someterlo a nuevos tests le genera un rechazo lógico. La película cobra impulso y nuevos bríos con la fuga de Gardner de la instalación gubernamental. Tras presentarse en el colegio ante una sorprendida Tulsa el dúo no tarda en congeniar y se marchan a la aventura con la intención de dar con el paradero del papá del chico. A Tulsa, una jovencita bastante descreída de la gente tras pasar toda su vida en diversos hogares con padres adoptivos poco recomendables, le cae muy bien Gardner que contagia alegría con su entusiasmo casi infantil por todo lo que va descubriendo en el camino. Sin embargo la historia de que viene de Marte no se la cree… aunque tampoco se decide a abandonarlo. Digamos que Tulsa tiene sentimientos encontrados pero se mantiene leal pese a las dudas. En la vida real, si estuviéramos en su lugar, no nos darían los dedos para llamar al Borda. El espacio entre nosotros construye una segunda mitad del relato con la apariencia de una road movie dinámica, con la gran química entre Asa Butterfield (en la mejor actuación de su breve carrera) y Britt Robertson como principal atractivo, y sin grandes alardes creativos por parte del guionista Allan Loeb que no sabe muy bien qué hacer con los personajes adultos. De todos modos lo que queda en pie es tan ameno como para saber disculpar sus fallas. El argumento podrá ser ridículo pero el combo “adolescentes + sci-fi +romance + road movie” funciona en tanto y en cuanto guardemos en nuestro corazoncito una pizca de esa misma inocencia que brota con tanta naturalidad en nuestro chico de Marte.
Una saga que aún agotada da pelea. La saga de Inframundo abarca trece años desde aquella primigenia Underworld de 2003 (todavía la más consistente de todas) hasta el quinto capítulo estrenado por estos días en Argentina. Narrativamente, en cambio, la línea argumental comprende varios siglos de lucha incesante entre vampiros y lycans. Esta confrontación puesta de relieve mediante una mitología un tanto básica fue combinada con una historia de amor prohibida entre la guerrera vampira Selene y Michael -primero hombre y luego un poderoso híbrido de lycan y chupasangre-. Para lo que debería esperarse de ella la relación nunca cobra verdadero interés entre otras razones por la nula química entre Kate Beckinsale y Scott Speedman. Por otro lado dicho vínculo quedó trunco cuando el actor no quiso retomar el rol luego de Inframundo: Evolución (2006). Así las cosas los guionistas debieron forzosamente empezar a modificar una trama que nunca sabremos si estuvo planeada desde el arranque o se fue improvisando sobre la marcha (suponemos esta última opción). La Beckinsale, sorpresiva heroína de acción sin antecedentes en el género si no contamos a la vilipendiada Pearl Harbor: Entre el fuego y la pasión (2001), siempre encaró con hieratismo y frialdad su papel que sólo estuvo ausente en la precuela Inframundo: La rebelión de los lycans (2009). Al no ser un personaje carismático llegamos a la conclusión que sólo el amor por el género de los fans es el principal sostén de esta franquicia que ha tenido un nivel de producción apenas decoroso dentro de los márgenes de la clase B y muy escuálida en términos de humor (prima la solemnidad por lejos). Tras una dentro de todo digna cuarta entrega (Inframundo: el despertar, 2012), la saga continúa con la despareja pero intensa Inframundo: Guerras de sangre (2016), dirigida por la debutante Anna Foerster. Les advertimos que no es el final: el productor Len Wiseman –director de las dos primeras Underworld y ex marido de Beckinsale- ha anunciado la realización de una sexta producción aunque sin aventurar si será el cierre definitivo o no. Lo más sensato sería no aguardar otros cuatro años para filmarla: la Beckinsale se conserva más que bien para los 43 años que ostenta pero el tiempo a la larga no perdona. Ni siquiera a Selene… Uno de los aspectos más salientes de Inframundo y sus secuelas (y precuela) es que han sido coherentes en el tratamiento estético y el nivel desatado de violencia con el consiguiente despliegue de gore y demás efectos requeridos para las escenas más extremas. Francamente creo que esto ha sido esencial para la consolidación de la franquicia: el espectador que viene siguiendo las idas y venidas de Selene conoce de sobra el material brindado por los autores. No se les cae ni una sola idea creativa pero tampoco han traicionado las fuentes y esto es algo que debe reconocerse. Las secuencias de acción con tiroteos y muertes a mansalva no han disminuido ni un ápice y vuelven a ser lo más destacado de Guerras de sangre. Pese a ello las transformaciones de los lycans se convierten una vez más en el talón de Aquiles de esta y de las demás películas. El digital salta a la vista y el artificio no puede disimularse. Pero es algo con lo que debió lidiarse desde los mismos inicios de la saga. Todos estamos preparados para hacer la vista gorda ante estas deficiencias técnicas. De no ser así no estaríamos viendo una quinta parte. Con experiencia como directora de segunda unidad, asistente de dirección y directora de fotografía, en Guerras de sangre la realizadora Anna Foerster ha plasmado una prolija ópera prima que no llega a la cúspide alcanzada por Len Wiseman pero está a la misma altura que los suecos Mårlind & Stein de I4 y muy por encima de la pobre dirección del franco-griego Patrick Tatopoulos en I3. Los últimos cuarenta y cinco minutos Foerster y su editor Peter Amundson ponen toda la carne en el asador y aprietan el acelerador a fondo sin perder claridad narrativa aún en medio de unas bataholas caóticas entre las facciones intervinientes. El guión de Cory Goodman es tan limitado como los anteriores filmes. Aquí por primera vez se le da una explicación a la desaparición de Michael… creerla es otro tema. Selene ha renunciado a su hija para no ponerla en peligro pero tanto los lycans como los vampiros la buscan debido a su invalorable sangre (que le permite caminar bajo el sol sin perecer entre otras ventajas por descubrir). Entre los nuevos personajes tenemos a Semira (Lara Pulver), vampiresa de gran ambición y nada de escrúpulos, su lugarteniente y amante Varga (Bradley James, el anticristo de la serie de TV. Damien), la bella guerrera Alexia (Daisy Head) y el líder de los lycans Marius (Tobias Menzies, visto en Juego de Tronos). De Inframundo: el despertar vuelve a ser de la partida el activo David (Theo James) junto a su padre Thomas (Charles Dance, otro veterano de Juego de tronos): en concreto quizás los únicos aliados de una Selene agotada de tantas guerras pero aún dispuesta a dar un esfuerzo más… Como Selene el espectador que fue testigo de toda la mitología que rodea a la saga de Inframundo también está un poco saturado de todos estos dimes y diretes bastante reiterativos. Pero si llegamos hasta acá queremos saber cómo concluye la historia de estos más que llamativos Capuletos y Montescos. Huelga decir que esperamos una orgía de sangre…
La felicidad era esto (¿o una canción de Palito?) Viendo el trailer de Trolls (2016) me había hecho cierta idea sobre lo que podría encontrarme al visionar el filme. No fue así exactamente. Están presentes los aspectos salientes que más me llamaron la atención (el colorido de ese universo fantástico, la energía vital de sus personajes y la buena música de una banda sonora pletórica en hits de los 80’s) pero al margen de esos modestos aciertos no queda mucho para destacar. Al guión de Jonathan Aibel & Glenn Berger (responsables de la trilogía de Kung fu Panda) le faltó creatividad y frescura. Ni me atrevería a mencionar la palabra originalidad. La dupla se quedó corta en ingenio a la hora de matizar una historia con los condimentos justos para conformar a un público demasiado fogueado debido a la sobreabundancia de ofertas en producciones animadas donde Pixar y Disney, obviamente, acaparan los títulos más taquilleros. Trolls surge de esos muñequitos concebidos a fines de los 50 por el danés Thomas Dam que fueron furor en toda Europa hasta expandirse con gran éxito por el resto del mundo haciendo multimillonario a su creador. Usufructuando el encanto de estas criaturitas la DreamWorks Animation tenía el triple desafío de urdir una historia atractiva, seleccionar un reparto de primer nivel para darles vida con sus voces, y no equivocarse en las canciones a elegir ya que pese a tratarse de un musical prácticamente no hay material nuevo. Adivinen cuál de los tres no se cumple… Si bien las similitudes y referencias con otros productos de consumo pop están a la orden del día, yo diría que el modelo a imitar es sin lugar a dudas Los pitufos. Hay algo de Shrek también en las figuras de los bertenos, una raza símil ogros que una vez al año celebra el “trollsticio”. Esta festividad propone la ingesta de trolls por un día como método terapéutico para alcanzar la felicidad. Dicho sea de paso este concepto lleva a explicitar a través del conflictuado Ramón (Justin Timberlake) lo que antiguamente se denominaba “superobjetivo” y que consistía básicamente en transmitir el tema de la película de manera subliminal o como mínimo con cierta sutileza. Hoy día el dichoso “superobjetivo” es verbalizado e incrustado en el espectador a martillazos. Lamentable. No se puede negar que Trolls encandila desde el apartado visual gracias a un virtuosismo técnico donde la animación sigue alcanzando nuevas cotas de perfección a expensas de una inversión de muchos dólares (120 millones, ni más ni menos). ES muy linda de ver pero además de eso hubiese sido aconsejable pensar en un contenido más elaborado que esta simple y muy elemental fórmula que recicla mucho y crea muy poco al ritmo de canciones de Cyndi Lauper, Simon & Garfunkel; Earth, Wind & Fire o el mismo Justin Timberlake que aporta la muy movida Can’t stop the feeling! Si no nos ponemos exigentes me temo que producciones sin auténtica inspiración como Trolls serán mayoría en un futuro cercano. ¿O ya la son? Ojalá me equivoque…
El placer de sentir miedo La carrera de James Wan tomó un giro inesperado cuando firmó contrato para dirigir Rápidos y furiosos 7. La elección de Vin Diesel y compañía era por demás extraña ya que el malayo apenas si contaba con un antecedente en el género, la muy efectiva Sentencia de muerte (2007). El fantástico destino comercial de la más reciente aventura de Dom Toretto estaba escrito aunque no fuera Wan quien se encontrara sentado detrás de cámaras. Lo que no quita el excelente desempeño de este realizador de enorme talento que para regocijo de Hollywood también es un hacedor de éxitos como lo señalan El juego del miedo (2004), La noche del demonio (2010), El conjuro (2013) y La noche del demonio: capítulo 2 (esta última con una risible inversión de 5 millones de dólares recaudó 161 millones de la verde moneda). Llamó poderosamente la atención la elección de Wan porque siendo un artista con tantas condiciones -además de poseer una originalísima y por ende inimitable sensibilidad para hacer cine de terror-, su alejamiento del género que lo encumbrara disparó las alarmas de todos. Annabelle, spin-off del sensacional prólogo de El conjuro, resultó un fiasco así como una prueba flagrante de que la imaginación de Wan para generar climas de miedo a través de una puesta en escena maravillosa no es algo que esté al alcance de cualquiera. Y otro tanto le ha ocurrido a La noche del demonio 3. Claramente existe un abuso al generar franquicias insostenibles desde lo argumental pero mientras rindan en la taquilla es algo inevitable. El creador de El silencio de la muerte se tomó un respiro al volcarse a la acción disparatada de Rápidos y furiosos. Debido a su buen hacer a lo largo del conflictivo rodaje –recordemos que la muerte de Paul Walker obligó a parar la producción por muchos meses- le ofrecieron volver a dirigir la octava entrega actualmente en filmación. Wan, para alivio de sus seguidores, no aceptó el convite porque quería ser él quien se encargara de llevar a buen puerto El Conjuro 2. El filme, que está uno o dos escalones por debajo de su antecesora, contiene todos los elementos básicos que son parte vital de esta clase de relatos. Pero la diferencia la aporta Wan con su incontrastable estilo. Este hombre no se cansa de sacar oro del barro con prácticamente nada. Apoyado en un notable director de fotografía (Don Burgess, habitual colaborador de Robert Zemeckis), una producción impecable en todos sus aspectos y un plantel de actores que a pura convicción rescata cualquier debilidad de guión, El conjuro 2 tal vez perdió algo de frescura pero se mantiene tan sólida como lo permite el oficio de su director. Han transcurrido varios años desde el episodio de posesión que narrara El conjuro y el matrimonio de investigadores paranormales Ed y Lorraine Warren (los magníficos Patrick Wilson y Vera Farmiga) continúan ayudando a la gente en problemas además de seguir sumando artículos espeluznantes a su catálogo del siniestro Museo de lo Oculto. Durante la investigación del famoso caso de Amityville la clarividente Lorraine sufre una experiencia traumática al ser embargada por una visión tan horrorosa que le provoca un replanteo de su vocación. Como consecuencia la mujer le pide a su marido que reduzcan al mínimo su contacto con lo sobrenatural. Lorraine está aterrorizada pero hay cosas que prefiere no revelárselas a nadie. Ni siquiera a Ed. Tiempo después un representante de la iglesia les solicita como favor que se trasladen a Londres para establecer cuanta veracidad existe en los ataques al parecer inexplicables que está padeciendo una mujer soltera con sus cuatro hijos. Pese a la reticencia de Lorraine los Warren no pueden negarse y se embarcan en lo que eventualmente se denominaría como el caso de Enfield, quizás el más célebre de los casi 10.000 eventos documentados en la vida real por esta pareja tan particular. Nuevamente se desata una pesadilla sobre una familia que ve como de la nada de pronto se producen todo tipo de manifestaciones extrasensoriales donde corren un serio riesgo no solo físico sino también psicológico. La trama es simple como la anterior entrega pero aún así los guionistas se las rebuscaron para encontrarle un par de vueltas de tuerca a la historia. A partir de esos puntos de giro habrá quienes no le vean sentido al guión. Otros pensarán que los 133 minutos de duración son un exceso. Pero no nos engañemos, los que buscan entretenerse con películas como estas no necesitan de un libro de hierro ni les preocupa que se extienda en demasía el conflicto. Pero no nos engañemos, los que buscan entretenerse con películas como estas no necesitan de un libro de hierro. El fuerte aquí pasa por otro lado. Y volvemos a recaer en la figura de James Wan. Estéticamente El conjuro 2 sigue en sintonía con esos esplendorosos clásicos de los 70’s que han sido y serán de por vida los favoritos del público. Wan les rinde homenaje desde el tratamiento visual y logra su cometido de asustar porque es un director que se pone en la piel del espectador y se lo gana a fuerza de inteligencia. A otros realizadores se les puede anticipar de lejos cada jugada o movimiento que tienen preparado. A Wan no. Por eso la gente le es fiel y convierte cada uno de sus filmes en una cita ineludible con el mejor cine de género. Porque eso, ni más ni menos, es El conjuro 2.
El amor viene de arriba Sin temor a caer en absolutismos sostengo que la comedia romántica es uno de los géneros más entrañables del cine, y como para confirmarlo tengo varias películas favoritas que sigo repasando una y otra vez. ¿Por qué? Por el simple motivo de que me hacen sentir bien. Si la obra está hecha como Dios manda, y la química entre los actores fluye correctamente, se genera una emoción genuina que nunca me aburre volver a vivenciar. Aún admitiendo que algunas de ellas no aportan nada novedoso, limitándose a reciclar una fórmula ya instalada desde que se inventó el querido cinematógrafo, hay ocasiones en que las interpretaciones del elenco salvan al producto de sus propias limitaciones. Porque no siempre van a aparecer obras redondas como Cuando Harry conoció a Sally, Quiero decirte que te amo (la de Rob Reiner, no confundir con la de Lawrence Kasdan), Hechizo del tiempo, Un lugar llamado Notting Hill o Pasión de cristal (una debilidad personal), por citar sólo unas pocas. El cine argentino de las últimas décadas le ha dedicado bastante poca atención a este género pese a contar con muchos fanáticos incondicionales (¡y es tiempo que reconozcamos que no son sólo chicas las consumidoras principales!). Por este motivo es una alegría que Caída del cielo llegue a la cartelera vernácula. Se trata de una producción independiente quizás con más buenas intenciones que logros concretos pero su mera existencia será de ayuda para que vuelva a instaurarse la comedia romántica en nuestro medio local. Un aspecto a considerar es la óptima dupla que conforman Muriel Santa Ana y Peto Menahem que se conocen y han trabajado juntos antes en varias oportunidades. Es esencial este dato ya que la película de Néstor Sánchez Sotelo se apoya en ellos para llegar a un público que aún en su avidez por estos relatos del corazón difícilmente peque de condescendiente y justifique sus fallas (que las tiene). El guión es un buen borrador pero resulta evidente que le falta un poco de todo: una trama de mayor relieve, desarrollo de personajes secundarios, subtramas de peso y un uso más inteligente de Sebastián Wainraich que es introducido en la historia como si fuera el tercer vértice de un triángulo amoroso y se queda sólo en el amague. Lo más destacable, además de las grandes actuaciones de Santa Ana y Menahem, seguramente es el primer acto donde Caída del cielo sorprende con su planteo y establece los inicios de la relación entre Julia y Alejandro, dos seres solitarios destinados a quererse con las clásicas idas y venidas que son el ABC de la comedia romántica. Se nota que en esa situación desencadenante hay unos cuantos detalles jugosos fruto de la inventiva de los actores antes que del ingenio de los tres guionistas involucrados. Si la idea se hubiese transformado en un cortometraje poco se lo podría reprochar al trabajo de los autores. El problema es que una vez superado ese primer acto el idilio de Alejandro y Julia demora en tomar forma y por momentos no se entiende muy bien hacia dónde lo están llevando. Estas dilaciones e indecisiones conspiran para que el filme encuentre un tono preciso e interpele a su audiencia con mejores armas. Alejandro y Julia son dos cuarentones en conflicto. Él es un sonidista que trabaja en teatro, vive sin compañía en un departamento modesto y anímicamente no la está pasando nada bien. Ella es una mujer desocupada oriunda de Pergamino que se mudó a Buenos Aires siguiendo a su novio; ambos convivían en el mismo edificio de Alejandro pero al disolverse la pareja Julia se quedó sola. Nunca se vieron hasta el día en que Julia, ¿accidentalmente?, cae de la terraza al patio de un atribulado Alejandro. La razón de dicha caída está justificada argumentalmente. Si de manera creíble o no, ese es otro tema (totalmente subjetivo). Lo interesante es observar cómo unieron el accidente con los conflictos internos de Alejandro. Cuando en el final Alejandro confiesa lo que confiesa frente a la puerta de Julia la obra alcanza la profundidad, la sensibilidad y la emoción indispensables para salir del cine con la sensación de que nos llevamos algo más que un simple pasatiempo. Gran monólogo, gran actuación de Peto. Entre tanta propuesta diversa que llueve semana a semana, la calidez y los toques de humor de Caída del cielo no pasan desapercibidos y la redimen de sus defectos.
Cuento de hadas on the rocks Los cuentos de hadas se siguen propagando con cada nueva generación que surge. No son historias que pasen de moda precisamente. En tiempos remotos se transmitieron a través del relato oral y luego se recopilaron mediante la palabra escrita con el trabajo de gente como los hermanos Grimm, Charles Perrault, Hans Christian Andersen, Carlo Collodi y Joseph Jacobs, por mencionar sólo a los más conocidos. Aún para un género tan perennemente próspero, en los últimos años estamos viviendo un pequeño veranillo en la industria audiovisual con constantes lanzamientos de largometrajes y series que retoman o reversionan esos personajes tan caros a la cultura popular. La lista es larga pero daremos algunos ejemplos. Once upon a time cuenta con 5 temporadas desde su debut en 2011; a su vez la serie contó con un spinoff, Once upon a time in Wonderland, que tuvo una temporada de 13 episodios y no fue renovada. Otra producción digna de mención es Grimm, y de hecho acaba de anunciarse que tendrá una sexta temporada reducida con la que se le dará un cierre definitivo. Por otra parte Sleepy Hollow, basado en el cuento de Washington Irving, va por su tercera temporada. Si bien fue cancelada hace poco también se conoció una remake o reboot de La Bella y la bestia (¿recuerdan la pareja de Linda Hamilton y Ron Perlman allá por los 80’s?). Películas se hicieron varias, las más recientes son La Cenicienta de Kenneth Branagh, Maléfica con Angelina Jolie, Espejito espejito con Julia Roberts, Hansel y Gretel: cazadores de brujas con Jeremy Renner, La chica de la capa roja con Amanda Seyfried y hasta nos encontramos con un musical, la fallida En el bosque. Tampoco no nos olvidemos de un sinnúmero de filmes animados como ser Shrek, El gato con botas, Enredados, Frozen: una aventura congelada, etc. En el 2012 se estrenó la película Blancanieves y el cazador, con Kristen Stewart y Chris Hemsworth en los roles del título. Comercialmente el concepto funcionó muy bien y la idea de la Universal era producir una secuela repitiendo estrellas y director (Rupert Sanders). Claro que el escándalo mediático que explotó cuando se divulgó sobre el affaire extramatrimonial de Sanders con su joven actriz provocó el alejamiento de ambos del proyecto, y cambios de todo tipo en el guión en el que colaboró ni más ni menos que Frank Darabont (The Walking Dead). Aquella obra no carecía de atractivos aportando una mirada fresca y aggiornada sobre el cuento de Blancanieves con efectos visuales de primer nivel y un tono de fantasía épica muy en la línea de El Señor de los Anillos. La secuela sin ser execrable parece menos convincente en su rara combinación de precuela/secuela, con Hemsworth haciendo pareja con la bonita colorada Jessica Chastain. Lo mejor de El Cazador y la Reina del Hielo pasa sin lugar a dudas por su excelente reparto. Además de los ya citados vuelve Charlize Theron a resucitar a la malvadísima reina Ravenna y se incorpora la todo terreno Emily Blunt como Freya, hermana menor de la anterior y Némesis de los cazadores Eric (Hemsworth) y Sara (Chastain). Con actores tan sólidos hay que tener recursos para destacarse en papeles secundarios y afortunadamente en esto la película del debutante Cedric Nicolas-Troyan da la talla: son magníficos los desempeños de Rob Brydon, Nick Frost, Sheridan Smith y Alexandra Roach interpretando a unos enanos tan desavenidos como entrañables. El guión da la sensación de haber sido demasiado manoseado por sus varios autores (algunos de ellos no acreditados) y no luce una gran cohesión ni denota un mayor esmero o ingenio en el armado de la trama y en su correspondiente desarrollo. No obstante su intrascendencia, esto no significa que no cumpla su función de entretener con armas similares a las de su antecesora: hay aquí una buena dosis de acción, romance y humor que ayudan a disimular la poca inspiración de un libreto tan impersonal como la dirección del francés Nicolas – Troyan. Demasiados actores para tan magros resultados. Empero, considerando los inconvenientes ya enumerados, podría haber sido peor. Se puede ver, nada más no esperen algo memorable.
Una fábula imposiblemente bella Asombro. Deslumbramiento. Admiración. Los adjetivos se quedan cortos a la hora de alabar la técnica empleada para animar digitalmente a todos los animales que aparecen en la bellísima nueva adaptación fílmica de El libro de la selva producida por la Disney. Un tanto lejos quedaron los primeros intentos de recrear la figura humana con cualidad símil fotográfica. Fue en el filme de 2001 Final Fantasy: el espíritu en nosotros que se procuró, infructuosamente vale aclararlo, alcanzar ese hiperrealismo. Causaba suma extrañeza ver el cuerpo humano convertido en un híbrido entre dibujo y fotografía. Ni chicha ni limonada. La película fracasó comercialmente aunque en lo artístico no llegó a pasar vergüenza. Una de las decisiones más importantes que tomaron los productores de esta flamante versión del libro de Rudyard Kipling fue utilizar a un niño de carne y hueso que pueda interactuar con todos los personajes del reino animal que llevan adelante la historia, que sí fueron concebidos a través de las computadoras con resultados inmejorables. La tecnología CGI seguirá su camino perfeccionándose aún más pero al momento de recordar cuál fue la película bisagra seguramente todos los dedos apuntarán a esta espectacular obra del director Jon Favreau. Al margen de la calidad de los efectos el otro triunfo enorme es la narrativa misma del filme manejada con mano maestra por Favreau. Son múltiples los factores que inciden en el trabajo de un cineasta y el responsable de Iron man se luce en todos y cada uno de ellos. La experiencia de administrar grandes presupuestos, lidiar con los irrazonables estudios y saber tratar a mega estrellas tan caprichosas como Robert Downey Jr. no puede ni debe ser subestimada. Las siete películas previas que integran su filmografía constituyeron el campo de batalla en el que se fogueó como profesional de la industria. En El libro de la selva Favreau apela a todo su conocimiento y dominio del lenguaje audiovisual ingresando por primera vez a la categoría de artista del cine. Muy pocos artesanos lo logran. Además de la capacidad técnica se requiere una sensibilidad muy fina para potenciar un producto que conforme al espectador común y al especializado. El libro de la selva es esa rara avis que emociona a todos por igual, chicos y grandes, por las bondades de un texto inoxidable donde la fábula de Mowgli y su lucha por encontrar su lugar en el mundo armoniza exquisitamente con la representación gráfica de la selva y sus moradores. Sin dudas una proeza técnica llevada a cabo por el director y su legión de colaboradores entre los que merecen destaque el director de fotografía Bill Pope, el editor Mark Livolsi, el diseñador de producción Christopher Glass, el compositor John Debney y la batería de efectos especiales a cargo de Weta Films, Digital Domain y Jim Henson’s Creature Shop entre muchos otros. Con todos sus aciertos estéticos El libro de la selva podría haber sido un proyecto fallido de no haberse escogido al niño correcto para encarnar al noble y valeroso Mowgli. No existía margen para el error. Cientos de candidatos fueron evaluados y por suerte de ese casting monstruoso surgió el expresivísimo Neel Sethi para ponerse en la piel, y casi diría el alma, del cachorro humano que siendo poco más que un bebé sobrevivió al ataque del feroz tigre Shere Khan (Idris Elba) para ser rescatado por la pantera Bagheera (Ben Kingsley) y luego entregado en adopción a los lobos que lo criaron como a un hijo propio. Años después el retorno de Shere Khan con ánimo vengativo desencadena terribles consecuencias en una comunidad que tiene sus leyes y códigos estrictos para la supervivencia. Además de la sabia Bagheera ahí estará para asistirlo el oso Baloo (Bill Murray) con su picardía e insaciable afición por la miel, y el aporte más episódico de la serpiente Kaa (que con la insinuante voz de Scarlett Johansson aporta quizás la escena más terrorífica) y el gigante primate Rey Louie (Christopher Walken) como antagonistas de transición o alternativos al principal, el temible tigre de Bengala quemado por la flor roja (fuego) que le ha dejado un aspecto aún más siniestro si cabe. Su condición innata de actor le ha servido a Jon Favreau para sacar lo mejor del pequeño foto libro 03Neel Sethi que actúa con una naturalidad admirable rodeado de toda la parafernalia técnica posible (pantalla verde, efectos con marionetas en vivo, actores con sensores para captura de movimiento que interpretan a los animales en el set, etc). Cuando se observa el descomunal trabajo ya concluido sólo queda agradecer por tanta magia a todos los involucrados. Son muchas las emociones que nos embargan durante los ajustados 105 minutos de metraje. La agitada aventura selvática de acción a lo Tarzán alterna con escenas de gran suspenso donde la vida de Mowgli corre un gran riesgo y que se amalgama de buena manera con un mensaje de respeto y proteccionismo entre las especies que es realmente conmovedora. Hay una secuencia en la que Mowgli con sus “trucos” (fruto del ingenio humano) ayuda a sacar un elefantito de un foso. La pantera y el oso son testigos privilegiados del rescate milagroso e intercambian una mirada tan increíblemente profunda y humana como para dejar en ridículo a los inexpresivos actores que animan a Batman y Superman en la última película de Zack Snyder. Si la técnica del cine permite rodar una escena de semejante resonancia emocional como ésa, el futuro… ya está aquí. Sólo se requieren los talentos que sepan utilizar estas formidables herramientas con la misma convicción y verosimilitud que el equipo de Favreau. Aplausos para ellos.
¿Dónde estás E.T.? Si ya es mala la primera película de una nueva saga destinada al público adulto joven -básicamente adolescentes-, el panorama no podría ser más desolador. Con un nivel tan bajo, ¿qué expectativas podemos depositar en las continuaciones? La Quinta Ola cuenta con demasiados profesionales de gran capacidad en todos sus rubros para terminar siendo la decepción que indudablemente es. ¿Los motivos? Son varios. Entre ellos la subestimación de la inteligencia de un público que no necesita como condición sine qua non que la obra en cuestión funcione a partir de una fórmula agotada de tanto uso. En este caso una trama de invasión extraterrestre matizada con una subtrama romántica –el inefable triángulo amoroso- que en lugar de humanizar y darle relieve a los personajes lo único que logra es hundir la historia en el más banal de los lugares comunes. Sin ser ninguna maravilla el primer acto del filme interesaba lo suyo presentando a los protagonistas e introduciendo el conflicto principal. La cosa derrapa cuando aparece el actor Alex Roe que parece más un modelo publicitario de jeans y espuma de afeitar que un actor de cine. Como uno de los vértices del mentado triángulo este muchacho es el infortunado vehículo para expresar cinematográficamente las obsoletas ideas de los autores y el realizador. ¿Denotar tensión sexual con la imagen de un hombre bañándose en el lago y su objeto de deseo espiándolo desde atrás de un árbol? ¿En serio? ¿Se habrán enterado que estamos en el siglo XXI? ¿No sienten vergüenza? Parece que no. Creerán que lo compensan los millones de dólares. Allá ellos… En literatura un buen escritor puede usufructuar las posibilidades que le da la extensión del relato para disimular o hacer olvidar los clichés de la historia. Y aparentemente, si le vamos a dar crédito a los críticos, Rick Yancey lo es. El problema pasa por el traslado de esa novela a la pantalla grande. Ni siquiera gente tan talentosa como Susannah Grant (Erin Brockovich), Akiva Goldsman (ganador del Oscar por Una mente brillante) y Steve Pinkner (escritor veterano de excelentes series como Alias, Lost o Fringe) ha sido capaz de adaptarla sin caer en todo tipo de absurdos. Algunos derivados de la línea argumental, otros simplemente de la relación entre los personajes. Especialmente ridículos resultan los encuentros/ desencuentros entre Cassie (Chloë Grace Moretz) y Evan (Alex Roe). El tercero en discordia, Ben (interpretado por Nick Robinson), sale menos perjudicado porque aún no interactúa mucho con ellos. Pero que futuro negro le vemos… Si guionistas tan sagaces como los mencionados caen en errores de principiantes –previsibilidad en las acciones dramáticas, vueltas de tuercas que se ven venir de lejos, construcción nula de personajes tridimensionales, etc.- los sospechosos de siempre son los ejecutivos y los productores que deben haber metido más manos en ese guión de lo que indica la ficha técnica. No hay que ser un adivino para sacar esta conclusión. Nada más aplicar una pizca de sentido común. El mismo que le negaron a la película con tantas decisiones arbitrarias desde el comienzo hasta el final. La Quinta Ola narra una invasión alienígena cuyo objetivo primario es despoblar el planeta para hacerlo propio. La estrategia para el exterminio sistemático de la raza humana se va desarrollando en capas como una cebolla y abarca desde un pulso electromagnético que deja a la Tierra incomunicada hasta terremotos que devienen en tsunamis descomunales. Los extraterrestres esconden también otros planes maquiavélicos pero me los reservo por si el lector decide ver la película. Uno de los aspectos que debería haber jugado un rol clave es la paranoia que se desata en los sobrevivientes al revelarse que los aliens se alojan en un huésped humano y es imposible reconocerlos sin usar la tecnología (aquí surgen claras reminiscencias de dos de las más celebradas obras de John Carpenter: El enigma de otro mundo y Sobreviven). Lástima que ese detalle nada menor no sea explotado con más propiedad. Quizás se lo reservan para la segunda película. ¿Quién sabe? Aquí todo puede ser… Pese a que la verosimilitud trastabilla cada dos o tres escenas hay que confesar que esta Quinta Ola mantiene un ritmo constante, nunca aburre y arranca unas cuantas carcajadas que, si bien no están buscadas, con el ánimo adecuado podrían hacer más llevadero el periplo de Cassie. Una improbable heroína que anima con limitados recursos Chloë Grace Moretz, una actriz que cuando era más chica nos hizo creer que contaba con un amplio registro interpretativo que la realidad llevó a su justo lugar cuando sus mohines infantiles se quedaron olvidados en el tiempo. Ron Livingston, Maria Bello y en particular Liev Schreiber deben haber estado flojos de fondos para aceptar trabajar en este filme. Que de todos modos en comparación con Crepúsculo o alguna otra saga similar claramente está un peldaño más arriba. Consuelo de tontos pero consuelo al fin…