Pequeños héroes Sully: hazaña en el Hudson (Sully) es una película que se basa en, o parte de, un evento específico. Chesley Sullenberger, Sully para los amigos, se hizo famoso el 15 de enero de 2009 cuando aterrizó de emergencia un avión sobre el río Hudson, salvando las vidas de los ciento cincuenta individuos a bordo. Obviamente, este suceso es el eje central del film. Las formas de contarlo son múltiples y Eastwood demuestra que sigue siendo el mejor narrador cinematográfico contemporáneo por la manera en que decide hacerlo. Eastwood no utiliza el accidente para un comienzo adrenalínico ni para su clímax, y desde el comienzo, gracias a un diálogo televisivo, sabemos que todos sobreviven. El evento incluso se repite varias veces durante el film, aunque sepamos cómo culmina. Porque Eastwood sabe que el efecto solo no importa, que los hechos reales son solo su punto de partida. En cada iteración, Eastwood involucra un nuevo punto de vista. Pilotos, pasajeros, empleados, socorristas, turistas, ciudadanos; cada nuevo testigo funciona con la misma potencia en el relato. Sully es una película sobre el heroísmo, sobre sus formas y sobre su peso (como también lo era, por ejemplo, American Sniper), pero aunque lleve su nombre, no es solo sobre Sully. No hay en el film un héroe individual, sino individuos heroicos. Al enfocarse en cada involucrado, al detenerse a explorar el efecto en el controlador aéreo o el conductor del ferry, Eastwood reafirma su profundo humanismo. Aunque el accidente se repita, su efectividad no decrece. Cada vez la emoción es nueva, porque quien la vive es nuevo, y quien la vive no es un títere del guion, sino una persona. Ahí la maestría de Eastwood: en respetar a sus personajes y su relato, en entender que el cine no requiere de golpes de efecto, sorpresas o convenciones de género cuando se sabe cómo narrar.
La fuerza del cariño Amateur es una película rara en ambos sentidos, en tanto es extravagante, pero también única. Es una película de género, de las que cada vez hay más en el cine nacional, pero lo es de manera completamente distinta. La dirige Sebastián Perillo, que tiene bastante experiencia como productor, incluyendo otro hermoso film de género: Fase 7. Y no carece de falencias, con algunos problemas de guion y escenas resueltas, desde lo formal, con cierta torpeza. Pero lo que la destaca, lo que la separa del resto y con lo que logra su encanto, es la absoluta afección por el género, por el cine en general, que demuestra. Martín (Esteban Lamothe) trabaja en un canal de televisión y tras encontrar un video oculto, se obsesiona con su vecina, Isabel (Jazmín Stuart). Ella es pareja de un tipo turbio (Alejandro Awada), también hay una encargada metiche (Eleonora Wexler) y un policía medio inepto (Daniel Kargieman). Después hay persecuciones, intrigas, sexo y alguna que otra muerte sorpresiva. Toda esta trama de crímenes y obsesiones, que homenajea mucho a De Palma, se desarrolla con total compromiso de director y actores. No hay distancia irónica, nada de jactarse de su propia cinefilia o hacerse los piolas (como en Kryptonita). Todos los involucrados entienden las reglas del juego y se entregan de lleno al pastiche, particularmente Kargieman y Stuart, una de las presencias más cinematográficas, más fascinantes, del cine nacional contemporáneo. Esa apuesta por el afecto honesto, ese emular sin soberbia es, hoy en día, toda una jugada de riesgo. Y es gracias a ello es que Amateur logra elevarse por encima de sus problemas y entretener sin culpas ni altanería.
Te hubieras quedado Tom Cruise lleva décadas sin protagonizar una sola película mala. Ya es obvio señalar que las Misión imposible son de lo mejor del cine americano de los últimos tiempos, pero hasta los más pequeños trabajos (dentro de sus escala, digamos, un Oblivion) son films que se elevan por encima de la media. Claro, Cruise no solo actúa, también produce, y produce en serio. Spielberg, De Palma, Kubrick, los dos Scott; la lista de directores con los que trabajó, que sigue mucho más allá de estos ejemplos, es indudablemente la envidia de cualquier actor del universo. Y en toda esta filmografía, Jack Reacher (2012), dirigida por Christopher McQuarrie, es una de las mejores. Relativamente dentro de los códigos del thriller de acción, basada en una novela que, podemos suponer, no debe ser muy buena (hay como veinte libros del personaje, ninguna saga con veinte libros puede tener mucho para decir), la película renegaba de los límites de un único género y estaba llena de ideas, visuales y narrativas. Con ciento treinta minutos, no le sobraba un solo plano y alternaba con maestría secuencias profundamente emotivas (la reconstrucción del crimen original), escenas de acción pura (la persecución con la policía) y precisos momentos de humor (el final de la persecución, la pelea en el baño). Y ayudaba, también, un elenco de secundarios excelentes que incluían a Rosamund Pike, Richard Jenkins, Robert Duvall y el siempre fascinante Werner Herzog. Cuatro años más tarde, llega la secuela, dirigida por Edward Zwick, que una vez hizo una película buena, justamente con Tom (El Último Samurai). Y todo, pero todo lo que se destacaba en la original acá brilla por su ausencia. Empezando por el elenco, un rejunte de nadies televisivos entre quienes la más destacable es Cobie Smulders, que estaba muy bien en How I Met Your Mother, pero que claramente encontró su techo en la pantalla chica. Los antagonistas son Robert Knepper, que solía masticar escenografía en Prison Break, y Patrick Heusinger, que quizás hizo algo, pero nada de lo que demuestra en esta película justifica el tratar de averiguarlo. Su personaje, un asesino profesional sacado directamente de un telefilm mediocre de los 90, es la síntesis perfecta de una película tan atrozmente genérica como Jack Reacher: Sin retorno. Si la película de McQuarrie se distinguía por su cantidad de ideas, la de Zwick logra lo mismo por su carencia. Es posible que esto sea, en parte, culpa de una adaptación perezosa de una novela mala. Una simple búsqueda por internet confirma que en el caso de la primera, las diferencias entre libro y película eran numerosas, y que gran parte de las bondades del film eran creaciones originales. Pero es claro que la culpa no se puede limitar a eso. Plagada de diálogos trillados, sobreexplicativos y con una trama confusa que parece más complicada de los que en realidad es sólo por lo mal narrada que está, Zwick tampoco logra con eficacia una sola escena atrapante y hasta las peleas son tediosas. Cruise es el único punto en contacto con la gran obra anterior, pero en realidad ni siquiera eso. Apagado, sin nada del carisma que lo caracteriza, ni señales del humor o la humanidad con los que había dotado a Reacher antes, solo logra que deseemos que este exMayor del ejército hubiera hecho caso de la advertencia que le parecía dar el título en inglés: Nunca vuelvas.
Predicarle al coro Hace no mucho tiempo atrás, los panfletos disfrazados de documentales filmados por Michael Moore generaban bastante ruido. Moore era conocido por todo el mundo como un (supuesto) paladín de la verdad, un periodista arriesgado y subversivo que no temía enfrentarse a quien fuera en su cruzada por la causa justa de turno. Se llenaban salas, vendía libros, aparecía en los noticieros. Hasta le daban premios, confirmando de paso que de arriesgado y subversivo no tenía un gramo, y Bowling for Columbine (2002) se llevaba el Oscar a Mejor Documental unos años antes de que Farenheit 9/11 (2004) obtuviera la Palma de Oro de Cannes. Ahora se estrena ¿Que invadimos ahora? (2015), una película que, ya sin la urgencia de sus éxitos iniciales, deja todavía más al descubierto las grandes falencias y pocas virtudes de Michael Moore. Más allá de todos sus errores, los temas que Moore elegía en sus primeras películas eran al menos dignos Goliats. La tenencia de armas en USA, la guerra contra el terrorismo y el sistema de salud eran enemigos bien elegidos, incluso si su forma particular de abordarlos era incorrecta. En ¿Que invadimos ahora?, Moore parodia la tendencia americana a la invasión territorial planteando una invasión propia a países “que funcionan bien”, para apoderarse de aquellas buenas medidas que USA carece. Entonces va a Italia y queda fascinado por la cantidad de días de vacaciones, y viaja a Francia a maravillarse por la comida que sirven en las escuelas. Por supuesto que no se ahorra sus típicas trampas y, entre otras, muestra a los niños franceses asqueados por la comida chatarra americana, curioso suceso considerando que Francia figura sexta en la lista de cantidad de sucursales de McDonalds globalmente. Así con varios países, siempre con la superficialidad que lo caracteriza, tomando cada cuestión particular como si existiera en el vacío, incapaz de ahondar en tema alguno. Esta carencia de rigor y de la lógica más básica siempre estuvo en sus películas, pero en este caso se vuelve aún más notoria por la trivialidad de su planteo. El humor, el punto más fuerte de un realizador que no temía burlarse de sí mismo, sigue presente y es el único descanso en medio de tanta irresponsabilidad discursiva. Moore solía recorrer sus películas con furia e indignación, y aunque fueran más panfleto que documental (porque no buscaba respuestas en el mundo sino que entraba con ellas de antemano y te las tiraba como ladrillazos), lograba llamar la atención sobre problemas reales. Pero ahora ni esa energía le queda y el resultado es una película dirigida para sus acólitos, para los que no necesitan argumentos sino aplausos por lo que ya saben, para los que entran convencidos esperando un nuevo sermón del predicador Michael.
Historias Extraordinarias (Parte 2) Debe haber pocas cosas que me interesen menos que la cumbia. Ni siquiera sé muy bien si la música de Gilda es cumbia, música tropical o bailanta, o si todos son sinónimos. Podría buscar la respuesta en internet, pero ni para eso alcanza mi nulo interés (y además me arruinaría el comienzo del texto). Sin embargo, me encontré sumamente emocionado viendo Gilda, no me arrepiento de este amor. La película de Lorena Muñoz se construye con las mejores herramientas del cine clásico, y gracias a ellas su relato se vuelve universal. Las películas “basadas en hechos reales” suelen caer en una trampa: presumir que este dato es suficiente para atrapar al espectador, que esto le agrega una importancia inherente. Nada más lejos de la verdad. Ese dato, esa línea, es irrelevante. El cine narrativo, el arte en general, funciona o no en base a su forma, sus métodos; el origen de la historia no influye de manera alguna en su efectividad. Esas son preocupaciones para los libros de historia y los documentales, la ficción tiene otros asuntos que atender y los hechos reales le sirven en tanto se entiendan como punto de partida, nada más. Gilda, no me arrepiento de este amor es un biopic de (spoilers) Gilda, nombre artístico de Míriam Alejandra Bianchi, cantante de enorme y fugaz popularidad que falleció en un accidente vial en 1996, a pocos años de haber comenzado su carrera musical. Tras su muerte, su figura ganó estatus de santidad entre sus seguidores, con santuarios y parafernalia incluida. Como agregado, en principio su familia no aceptó su cambio de carrera, lo que culminó en la separación de su marido. Todos estos elementos (muerte de joven, santificación, divorcio, enfermedades) podrían prestarse para un carnaval de golpes bajos y miserabilismo, devenires nada ajenos para el cine nacional. Con inteligencia, Muñoz evita pisar ese palito y lo hace al inscribir su historia en el género del biopic, uno fuertemente codificado e instaurado en la historia del cine, con gran respeto por sus formas. El momento en que el personaje de Roly Serrano (en el mejor rol de su carrera) exclama “entonces te llamás Gilda”, deja ver la creación simple del mito con la potencia de la síntesis; eso es saber utilizar la narración clásica. Las dificultades familiares, el lado oscuro del mundo de la cumbia, los puntos más bajos de su vida; todos estos eventos son utilizados para la construcción del mundo y de su historia, sin opacar el eje central. Aunque un aura de tristeza tiñe al film como constante premonición de la tragedia final, Muñoz acierta al concentrarse en la carrera musical de Gilda para construir un relato de ascenso a la gloria que no carece de breves pero bellos momentos de goce. La actuación de Oreiro deja ver el cariño y respeto de la actriz por su personaje, sus ambiciones, angustias y alegrías siempre trabajadas desde la sonrisa y la mirada. Los momentos finales, desde el show y la canción elegida hasta el modo de narrar el accidente, cierran el film con una secuencia de enorme intensidad emocional. Si bien la película comete algunos errores (el travelling del féretro inicial es lamentable y las escenas del marido enojado se vuelven un poco repetitivas), Muñoz demuestra que comprende algo que muy pocos de sus pares locales entienden: el poder de una historia bien contada, de confiar en las imágenes y en el público, de utilizar lo mejor del clasicismo trabajado una historia que trascienda más allá de la anécdota.
Historias Extraordinarias (Primera Parte) El Ciudadano Ilustre es una película excepcional. En la escena inicial del film de la dupla Cohn-Duprat, el escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez) recibe apesadumbrado el Nobel de Literatura. La consagración, él explica tras aceptar el premio, significa que ha pasado a ser canónico, una voz del consenso que ya no provoca incomodidad alguna. Esta es la presentación del personaje, pero también una declaración de principios (y de guerra) del film. Cinco años más tarde, Mantovani vuelve al pueblo que lo vio nacer, al que abandonó de joven para no volver, y se reencuentra con viejas amistades y amores de la adolescencia. Mantovani, que se curó de los males del nacionalismo viajando, encuentra en esa pequeña sociedad cerrada un ecosistema que no acepta disenso alguno ante sus valores y verdades básicas. Con brutalidad, Cohn y Duprat arremeten contra el chauvinismo local, que tiñe desde la política a la cultura, sin dejar cuartel. Desde su estreno, no han faltado los que buscan relaciones directas entre las ideas de la película y los eventos de la última década (y un poco más) del país. Aunque válidas, el conflicto del film es en verdad uno mucho más viejo en estas tierras y ejemplos hay de sobra, así nos remontemos a Sarmiento o a Borges (y su famoso “dormir por la Patria”). El de Mantovani es un conflicto tan histórico como vigente, y el film de Cohn-Duprat es el único en años, si no décadas, que se atreve a abordarlo con firmeza. Y, afortunadamente, también sabe hacerlo sin caer en representaciones maniqueas, algo que no lograron en El hombre de al lado (2010). A pesar de que expone sus ideas implacablemente, El ciudadano ilustre no se olvida de que es cine y no panfleto. Desde el comienzo es claro que ni Mantovani es un santo, ni Antonio (Dady Brieva) y el resto del pueblo unos villanos absolutos. Cohn y Duprat les permiten existir, los observan con sentido del humor pero sin dejar de comprenderlos. Aunque se posicionan firmemente con Mantovani, el devenir del escritor es consecuencia de su propio accionar errado. Cuando el pueblo finalmente se pone en contra del visitante, no es por sus posturas sino por sus actos. Todo se construye desde los personajes, desde sus lugares y costumbres, de los que pueden reírse por igual, más allá de su posición en el conflicto, y a los que evitan observar con desdén. Con un elenco de actores secundarios maravilloso, pueblan a Salas con decenas de personajes entrañables, arquetípicos pero no chatos. La representación del pueblo es un gran logro del film que demuestra el ojo para el detalle de los directores. Salas captura la esencia del pueblo de interior sin caer en escenas de costumbrismo. El Ciudadano Ilustre es una película excepcional porque, simplemente, no hay otras iguales en el cine nacional actual que se atrevan a defender cruzadas quijotescas tan poco populares con tanta lucidez y ferocidad, y más importante aún, que lo hagan con las mejores herramientas del cine narrativo.
Atendeme Ante una obra de Stephen King, la pregunta nunca es si la adaptaran al cine o televisión, sino cuándo. Eventualmente, todas llegan al formato audiovisual. Ahora le tocó a Cell, la novela del 2006 en la cual una señal extraña emitida a través de los celulares convierte a la mayor parte de la población en zombies. La película tuvo una producción complicada. Inicialmente iba a ser dirigida por Eli Roth, el amigo de Tarantino con conocido prontuario en el cine de terror, pero este se fue y terminó siendo dirigida por Tod Williams, el de Una mujer infiel (The Door in the Floor, 2004). Filmada en 2014, tardó dos años en estrenarse, y cuando lo hizo, se encontró con una respuesta particularmente negativa, con una exacerbación extraña para una película tan modesta. Muchos la criticaron por poseer, supuestamente, un discurso en contra del uso masivo de celulares, que vendría a ser una pavada similar a acusar a El resplandor de ser un panfleto en contra de los hoteles. No hay nada que realmente sostenga esta acusación en el film, pero el que le gusta sentirse perseguido en cualquier recurso narrativo siempre encuentra una ofensa. El pulso: la llamada del apocalipsis, como la titularon localmente con habitual ridiculez, reúne a John Cusack (que no está envejeciendo con mucha gracia) y Sam Jackson, dupla que ya adaptó a King en el 2007 con 1408. Afortunadamente, ambos se toman en serio su labor, a diferencia de otros actores que parecen resentir sus roles en films menores (digamos un Willis o un De Niro). Los acompañan Isabelle Fuhrman y el gran Stacy Keach, que con un rol breve agrega enorme nobleza. El film plantea un escenario apocalíptico típico, con ciudades abandonadas y destruidas que zombies recorren buscando tentempiés. La producción accidentada del film y su carencia de gran presupuesto se notan y se convierten intermitentemente en bondades o defectos según la escena. Por un lado, permite que la película vaya siempre al punto y no se detenga en escenas redundantes o tiempos muertos. Por el otro, genera algunos diálogos agresivamente expositivos y cierto uso irresponsable de CGI berreta, particularmente en la horrenda escena final. Pero, finalmente, su mayor virtud es esta honestidad: no hay aires de grandeza, ni autoconciencia canchera, sino una historia sencilla de género narrada con efectividad. Cine clase B con orgullo, del que agarrás en el cable o encontrás en Netflix y pasás un buen rato.
Normalmente, cuando se estrenan nuevas versiones de personajes recurrentes de la historia del cine, me gusta armarme un minifestival monotemático para revisitar las anteriores, o aprovechar para ver las que me faltaban. En el caso de Tarzán se me complicaba. El señor de la jungla fue muy adaptado, ya desde las primeras décadas del cine, y sus versiones cinematográficas aparentemente rondan las varias decenas. La leyenda de Tarzán vuelve al Tarzán civilizado de la obra original de Edgar R. Burroughs, nada de Chita ni de “Yo Tarzán, tú Jane”, y lo inserta en un Congo con Contexto Histórico. Hay algo de denuncia políticamente correcta en el medio sobre los horrores del Colonialismo, y aunque hay dos malos al final solo el aborigen merece redención. Léon Rom (Christoph Waltz), personaje histórico real, le secuestra la mina a Tarzán (Alexander Skarsgård) y este debe recorrer medio Congo para rescatarla, acompañado por George Washington Williams (Samuel L. Jackson), otra figura real de la época convertido en una especie de sidekick inútil. Jane (Margot Robbie) cumple un rol de damisela en apuros y nada más. Hay cierta ingenuidad en sus interpretaciones que es consistente con la estructura del guion y con el intento de recuperar el espíritu de la aventura clásica. En ese sentido, las intenciones detrás del film parecen honestas, por eso sus problemas parecen provenir menos de decisiones erradas que de pura pereza. La extrema linealidad de la trama y sus personajes vagamente definidos son acompañados por pocas ideas visuales, con un trabajo de CGI (lo “hecho por computadora”) bastante mediocre para una superproducción y escenas de acción incomprensibles. Los únicos momentos bellos son los planos NatGeo de África, sin personajes vacíos ni animación trucha molestando, son la única aparición de algo verdadero en la pantalla. Para llenar tiempo, una serie de flashbacks interrumpe la acción constantemente, muchas veces con información que ya había sido entregada por diálogos previamente. La estampida final, con Tarzán explotando sus poderes de arreo de ganado, lleva la torpeza al punto más alto y cierra el film a los tumbos. Parecido a lo que sucedió recientemente con Warcraft, La Leyenda de Tarzán demuestra que a veces no alcanza con tener las mejores intenciones para llegar al buen cine.
Buenos muchachos Acá dicen que son peligrosos, pero en realidad son macanudos. The Nice Guys, en su título original, es el regreso de Shane Black tras su breve paso por Marvel con Iron Man 3 (2013). Black fue el guionista de clásicos del buddy-cop como las Arma Mortal (1987) o El último Boy Scout (1991), y director de Kiss Kiss Bang Bang (2005), una de las mejores del género. Russell Crowe y Ryan Gosling son ahora los compañeros dispares, y no es poco mérito lo que Black logra con ambos. Crowe es Jackson Healy, el serio de la dupla, un fixer (alguien que te “arregla” inconvenientes), enorme, bruto y algo chandleriano (de Raymond, no el de Friends) que arrasa como búfalo con cada problema. Pero la sorpresa es Gosling, que vuelve a demostrar que es un gran comediante (como ya se veía en Loco y estúpido amor) con la que fácilmente es la mejor interpretación de su carrera. Su Holland March, detective torpe, frágil y bastante perdedor, resulta una excelente oportunidad para el despliegue de sus capacidades para el humor físico. La escena en el baño con cigarrillo y arma o el intento de acceder a un local rompiendo una puerta son gags perfectos, con un timing imposible de planificar, pura naturalidad y coordinación. La química entre ambos protagónicos es innegable, sus diálogos y miradas siempre en el momento preciso. El segundo gran descubrimiento es Angourie Rice, que interpreta a la hija del personaje de Gosling, Holly. Como una buddy más, Holly se entromete en la aventura a pesar de los deseos del padre, a fuerza de sed de aventura. El verdadero cerebro de la banda y dotada de mucho carisma, Rice es uno de esos descubrimientos que auguran grandes carreras, un talento fresco lleno de posibilidades. Al comienzo, en una secuencia inicial que ubica temporal y espacialmente el film y plantea todo su ambiente, un auto atraviesa un hogar violentamente. Así como bestia cae la trama y así avanza toda la película, a los tumbos atravesando asesinatos, tiroteos y tramoyas políticas. Entre el noir (con esa trama de polución ambiental que recuerda a Chinatown) y el absurdo, las muertes y desapariciones que unen a los protagonistas son un mcguffin consciente que Black no intenta ocultar, una excusa para sus escenarios y situaciones. La ambientación de Los Ángeles en los 70s, cada evento y cada esquina, es aprovechada y lograda como pocas veces (y no vengan con ese bodrio célebre de Inherent Vice). La escena de la demostración pacífica, con activistas fingiendo estar muertos con máscaras de gas, es un gran ejemplo de cómo agarrar una escena necesaria narrativamente (la búsqueda de información) y aprovechar un elemento del universo del film (los activistas) para desarrollarla en una situación que además de útil sea inmersiva y humorística. The Nice Guys es una fiesta para Black, cada secuencia un mundo para explorar y una nueva manera de jugar. Si Black, al que claramente le cuesta conseguir filmar, vuelve sobre su tema habitual, no es por repetición o run for cover sino por goce. Su tercer largometraje como director es una película que construye su mundo con devoción para compartir su fascinación con nosotros y entretener, la celebración absoluta de una pasión y un delicioso pedazo de pastel.
Publicada en la edición #284.