Publicada en la edición #284.
El país de los decoradores “Si yo tuviera un mundo propio, todo sería sinsentido”, dice Alicia al comienzo de Alicia en el país de las maravillas (1951). Bueno, mala suerte, Alicia. Esta vez te vas a quedar con las ganas. Alicia a través del espejo (2016) es visualmente llamativa pero nada más, un caso de realizadores que no están a la altura de las herramientas a su disposición. Es extraño, teniendo en cuenta que su director es James Bobin, director de las dos genialidades más recientes de los Muppets y de una de las series más divertidas y originales de los últimos tiempos, Flight of the Conchords. Si bien esta película de Bobin es considerablemente mejor que la predecesora de Burton, que hacía del Sombrerero Loco una especie de Aragorn esquizoide, apenas logra elevar a mediocre lo que empezó siendo pésimo.Los personajes de Lewis Carroll en versión Burton siguen habitando el mundo fantástico del film, pero se ve que para Bobin no son lo suficientemente irritantes y agrega a uno de los comediantes más exagerados disponibles hoy en día, Sascha Baron Cohen, en el rol de la personificación misma del concepto del tiempo, que se convierte en antagonista al no utilizar sus poderes para que la película termine más rápido. Wasikowska, gran actriz ella, es el único personaje atrayente entre numerosos actores insoportables o mal utilizados (la aparición de Rickman, aunque emotiva por ser uno de sus trabajos finales, es extremadamente breve y el gran Stephen Fry resulta irreconocible por el desgano de su interpretación). Aunque es un cumplido para Wasikowska, es también evidencia de las enormes fallas del film que en una aventura por un mundo (supuestamente) maravilloso lo único atractivo sea el personaje perteneciente al mundo real. Y es que el gran problema al atravesar este espejo es que Wonderland carece de wonder, no hay maravillas en ese país, solamente un ejército de diseñadores y maquilladores bastante talentosos. El ingreso al mundo fantástico de Alicia, una invitación a la imaginación desbocada, es regulado por Bobin y compañía a fuerza de un universo extremadamente pequeño, limitado a dos o tres locaciones (la casa de Sombrerero, la de Tiempo, el pueblito), y un relato lineal y predecible. El Sombrerero en esta entrega cambia la espada por ¡traumas de la infancia! (el padre no lo abrazaba lo suficiente, ¿vió?), tan traumáticos que casi lo revientan. Alicia debe remontarse al pasado, a un pueblo pseudo-medieval de marca genérica donde lo maravilloso desaparece aún más y ni los maquilladores talentosos quedan. Hay una pelotita McGuffin-máquina temporal y varios la quieren, pero si se ven a ellos mismos en el pasado se puede romper el presente (lo que de todas formas no sería una gran pérdida). Humanizar a estos personajes, atarlos a un relato convencional y forzarlos a convivir en un universo finito y consistente significa traicionar la propuesta básica del film de un escape a una aventura ilimitada y desquiciada. Lo que debería ser una oportunidad para explotar toda su creatividad, Bobin lo convierte en un brutal proceso de normalización. Una de las características principales del libro original, escrito por Lewis Carroll, eran los ingeniosos y constantes juegos de palabras. En honor a esto, el film llena el guion con incontables variaciones de chistes sobre la misma palabra, “Tiempo”. Alguien levanta al tipo mientras exclama “el tiempo vuela”, y así todo el día. Es una atrocidad, no por exigir respeto frente a la obra original, sino por la manera de desaprovechar el material disponible y limitar aún más las posibilidades de la película. Nada más lejano al mundo de sinsentido soñado por Alicia que este film sin libertad ni juego, constreñido a reglas innecesarias y formatos prefabricados que eliminan cualquier posibilidad de maravillar.
Fiesta de graduación X-Men: Apocalipsis viene a concluir la segunda trilogía de películas de los mutantes y lo logra con honores. Con Primera generación, Matthew Vaughn revivió la franquicia, en ese momento bastante devaluada tras el fracaso de las agredidas X-Men: La batalla final (inmerecidamente, porque tropezaba pero no era la caída que acusan) y Wolverine: Orígenes (merecidamente, porque era un desastre), remontándose al origen del grupo titular. Viendo que sus chicos crecían sin él, Singer volvió en Días del futuro pasado. Si Primera generación reiniciaba el mito, Singer utilizaba algunos truquitos temporales en la secuela para conectarlo con la trilogía original al mismo tiempo que limpiaba la pizarra para nuevas aventuras que no estuviesen obligadas a terminar en el mismo puerto. X-Men: Apocalipsis, entonces, cierra esta trilogía fundacional. Los mutantes tienen que entregar la tesis, y esto significa enfrentarse al mutante primigenio, el primero y el más malo de todos, el Apocalipsis del título. La película de Singer utiliza este mutante original obviamente como antagonista súper poderoso, pero principalmente para cerrar la saga fundacional justamente explotando el tema de los mitos, su importancia y su creación. Adorado desde el Antiguo Egipto, en una secuencia inicial excelente que es toda una gran aventura contada en diez minutos, En Sabah Nur (como le dicen los amigos) despierta en los 80 y busca retomar el foco de atención. La lucha de los mutantes abandona el plano político de las anteriores para volverse sobre su propia esencia. Ya sin ataques a presidentes ni discusiones de leyes, el relato se enfoca en la épica de los héroes y sus orígenes a pura aventura. Con una estructura perfectamente organizada, circular, donde cada personaje tiene su viaje personal y relevancia dentro de un relato mayor, llena de enormes secuencias humorísticas, musicales, dramáticas y épicas (la de Quicksilver, la del bosque, la de los misiles, la inicial), el film entiende y aprovecha el poder simbólico, metafórico e icónico de los héroes y su espectacularidad. X-Men: Apocalipsis es una película con héroes y sobre el cómo y el por qué de los héroes. Singer realiza su film más reflexivo (que incluye un chiste-golpe a Ratner) y ambicioso, con una escala de destrucción Emmerichiana, al mismo tiempo que proclama su cariño infinito por los personajes que ayudó a crear. Si bien el final anuncia un nuevo sinfín de posibilidades y futuras entregas con la nueva generación de mutantes (algunos más históricos, como Lawrence y Jackman, ya anunciaron su retiro de la franquicia), X-Men Apocalipsis, sumamente entretenida y sabiamente autoconsciente, es un cierre perfecto para la saga.
Publicada en la edición #284.
La ligan los de la justicia Qué manera de pelearse los superhéroes este año. Entre Batman vs. Superman y Capitán América: Civil War se pueden establecer varios paralelos, y no solo porque en ambas los tipos buenos se revientan a golpes. Pero hay una gran diferencia, y es que la de Marvel, más allá de algunos problemas, es una película de verdad. El mayor problema de Civil War es que su conflicto central es bastante pelotudo. Los buenos tienen que pelearse y hay que justificarlo. Este conflicto, a grandes rasgos, viene del cómic en que se basa la película. Los sucesos de las películas previas, en las que se rompen muchas ciudades, terminan generando Consecuencias Graves. El tema es que los superhéroes, tipos en calzas que resuelven sus problemas a los bifes, son metáforas enormes de por sí, hiperbólicas, groseras. Utilizarlos para abordar directamente temas políticos y sociales con pretendida seriedad e importancia contradice su naturaleza. Esto es lo que no entiende Snyder, que va y pone a Superman angustiado en el Congreso. Los momentos más flojos de Civil War son cuando el conflicto de la responsabilidad de los superhéroes se plantea y crece. Por suerte los Russo aprendieron de la gente que construyó este universo, principalmente de Jon Favreau y Joss Whedon, y este problema desaparece rápido. Tony está triste, sí, pero eso no le reduce su carisma ni le quita los one-liners. Civil War es, como debe ser, una película caótica, gigante, desaforada. La narración, que sigue a una cantidad absurda de personajes y lugares, se tropieza al comienzo pero termina encajando perfectamente. Cada personaje preexistente tiene su lugar y función, incluso los que ni aparecen, y la película encima logra insertar varios enmascarados nuevos. El peso del historial conjunto agrega una fuerza adicional al film y, al volverse personal en lugar de un Tema Importante, el conflicto gana potencia. Downey Jr., Evans y Johansson ponen todo el cuerpo (y qué cuerpo el de Scarlett, nacida para heroína) y forman el eje emocional del film. No son solo muñecos que se revolean con gracia, porque obvio que en parte lo son y de paso con mucha gracia, también son individuos que vimos crecer y sufrir, dejar sangre, sudor y lágrimas en cada combate. La acción es todo un logro, seguida por una cámara frenética pero a la vez perfectamente comprensible. La pelea “entre los dos equipos” es, junto al acto final de Los Vengadores, la mejor escena de acción de superhéroes que ha dado el cine. Y, principalmente, lo que mejor funciona es el humor. Los chistes son constantes, incluso en los momentos más oscuros del film. Los personajes se burlan y boludean entre sí, recordando que en el fondo esto es un juego. Las presencias de Rudd y Renner son clave, y la dupla de Mackie y Stan, los amigos del Capitán, es un gran descubrimiento. Como agregado, el fracaso de El sorprendente Hombre Araña 2, que permitió el acuerdo con Sony y la aparición de Peter Parker y la Tia May (y qué Tía May, muchachos) en este film, se vuelve digno de festejo con un Spider-Man amazing en serio. Finalmente, aunque pasa cerca de caer rendida bajo su propio peso, Civil War emerge triunfante, cumpliendo con su misión de reformular el status quo del universo Marvel y, lo que es más importante, disfrutando el proceso.
Desde lejos no se ve Si hay una constante en el cine de los Coen, es la distancia. En sus películas los personajes siempre parecen ser observados por los directores desde lejos. Obviamente, no por una mera cuestión física, de posición de la cámara, sino una distancia retórica y emocional, como el que mira desde la vereda por el ventanal, incapaz de involucrarse completamente con los sucesos. Por esta razón sus películas son mejores conforme los hermanos se alejan del humor. En las comedias, este distanciamiento se convierte en cinismo y crueldad. Se ríen de sus personajes y no con ellos. En sus dramas, sin embargo, esta burla hacia sus propias creaciones no está presente. ¡Salve, César! es el regreso de los Coen a la comedia después de varios de sus mejores films. Su última visita al humor, Quémese después de leerse (y acá sospecho que coincidimos defensores y detractores por igual), fue la peor de todas sus películas. Y esta nueva comedia confirma dos cosas: el cariño de los Coen por el cine y la incapacidad de establecer una conexión con sus personajes. Ambientada en un estudio cinematográfico ficticio durante la década de los cincuenta, ¡Salve, César! les sirve de excusa a los Coen para jugar con el mundo del cine. Los segmentos que disfrutan estas posibilidades son hermosos homenajes a la época dorada de Hollywood, particularmente el que evoca los musicales de Gene Kelly y Vincente Minnelli. Pero el problema es, justamente, que el film sea una excusa. Como si al guión le faltara un golpe de horno, la trama que supuestamente hila estos segmentos a partir de un actor (George Clooney, que nunca actúa tan mal como cuando lo dirigen estos muchachos) secuestrado por comunistas, jamás logra tomar las riendas del film. Desde el habitual desapego de los Coen, los personajes de ¡Salve, César! carecen de vida propia, son apenas un desfile de caricaturas de personajes de la época, sin tiempo para desarrollarlos (la mayoría aparecen en una o dos escenas cada uno) y con caracterizaciones y diálogos muy poco inspirados. Eventualmente, lo único que queda es un aburrido ejercicio que consiste en ver cual es el próximo famoso en aparecer. Como si tuviesen miedo de perder el carnet de cancheros certificados, no se comprometen con el film y prefieren mirarlo desde arriba. El amor de los Coen por el cine que les precede es evidente en ¡Salve, César! Una lástima que no logren demostrar estos mismos sentimientos por sus propias películas.
Volvió Mowgli The Jungle Book, el libro de Rudyard Kipling que reúne, entre otros, los cuentos de Mowgli, tuvo ya numerosas adaptaciones al cine. Dejando de lado telefilms y secuelas, las importantes fueron tres: la de 1942 dirigida por Zoltan Korda en muy hermoso Technicolor, la de Disney de 1967 y la de 1994 dirigida por Stephen Sommers. Sin embargo, esta versión de Favreau es la primera instancia de un film live action (con actores de carne y hueso en locaciones reales) centrado en las aventuras de Mowgli en la jungla con sólo animales de compañía. Tanto la versión de Sommers como la de Korda, por las limitaciones de sus épocas, dejaron los animales en un segundo plano y centraron sus relatos en personajes humanos con el regreso de Mowgli a la civilización como punto de partida para la trama. Favreau aprovecha los avances tecnológicos para acercarse al material original haciendo base en la adaptación de Disney (Kaa como antagonista hipnotizadora, por ejemplo, fue creación del querido Walt), pero con un enfoque más adulto y aumentando al máximo el factor aventura. Y cómo. El centro vuelve a ser Mowgli, y la selva. Otros humanos prácticamente no aparecen, más que como figuras lejanas, extrañas, creadores de la Flor Roja, notables únicamente por su capacidad de destrucción. La muerte, y por ende el peligro, no son ignorados. Los elefantes ocupan el rol de majestuosas fuerzas de la naturaleza, Shere Khan es verdaderamente letal y Kaa está lejos de ser un comic relief. El libro de la selva modelo 2016 atrapa durante todo el metraje. Favreau construye la historia de Mowgli en varios segmentos, cada uno cuidadosamente elaborado tanto desde lo narrativo como lo visual. El film no posee tiempos muertos ni escenas de sobra, cada momento posee valor propio. Si bien todas las versiones pertenecen al género de aventuras, esta lo hace inyección de adrenalina de por medio y el resultado es la más espectacular, épica y deslumbrante de todas. Cada escenario de la jungla es una nueva posibilidad de maravillar y jugar. Como Favreau entiende que la técnica por sí misma no es nada, los diseños atraen pero siempre como complemento a la aventura. La emoción del film proviene de un respeto por las historias que no es tan habitual en el cine contemporáneo. El cariño por sus personajes es claro, y sabe cómo compartirlo, gracias también a un elenco vocal excelente. Bill Murray y Ben Kingsley componen contrapuntos perfectos con sus Baloo y Bagheera, la Kaa de Johanssen hipnotiza más con su voz que con sus ojos, el Shere Khan de Idris Elba es la más amenazadora de sus apariciones y King Louie, bueno, es Christopher Walken, imposible de superar. Con diferencias y similitudes con ambas, El libro de la selva retoma la obra de Disney para acercarse un poco más a Kipling, y funciona y fascina porque las historias son pocas, pero las maneras de contarlas son infinitas.
Dale que se pasa el tren Batman vs. Superman: El origen de la Justicia era una película que desde su origen venía con una dificultad autoimpuesta. En el mundo de los cómics de superhéroes siempre hubo dos gigantes, dos empresas que acaparaban el mercado con sus grupos propios de héroes con calzas: Marvel y DC. Y aunque DC tuvo los primeros éxitos comerciales en el cine, siempre fueron con cada héroe por su lado y Marvel fue la que eventualmente logró imponer la lógica del cómic en el séptimo arte. Esto es: films individuales en un universo compartido que podían mezclar y reconfigurar sus figuras en diversas entregas. El origen de la Justicia es la película con la que DC intenta comenzar a emular el éxito de su competidora en cines. Para lograrlo, hacen todo exactamente al revés. Spoiler: les sale mal. Marvel tardó años en configurar su universo fílmico, ladrillo a ladrillo, desde la introducción de Nick Fury al final de Iron Man (2008), hasta la unión definitiva de sus encapuchados en Los vengadores (2012). DC intenta fundar su mitología en una sola película, únicamente Superman habiendo sido presentado antes en El hombre de acero (2013). Un error enorme que se veía venir desde el anuncio mismo. El origen de la Justicia se siente menos como una película y más como un largo trailer de las próximas franquicias. Cuando no está Batman teniendo sueños en posibles futuros apocalípticos, está Chris Pine promoviendo otra película desde una foto vieja o Flash alertando sobre futuras amenazas mientras todavía ni se terminó de lidiar con la primera. Tal es el poco interés por la película en sí misma que su antagonista final, Doomsday, es una silueta gris apenas explicada a la que los tipos pueden pegarle un rato. Este desenfreno por imponerle a un film la obligación de fundar los cimientos para una decena más era una tarea casi imposible incluso para un gran director. Imaginate para el incompetente de Snyder. El apuro por levantar todo el kiosco en una tarde afecta enormemente al guion, que se habría beneficiado de varias revisiones. La cantidad de agujeros en la trama es abrumadora. Prácticamente no hay una escena sin al menos un diálogo incoherente, como cuando Clark Kent, uno de los periodistas más importantes de Metropolis, pregunta quién es Bruce Wayne, uno de los millonarios más famosos de la ciudad (ni siquiera del país). Uno se pasa la película haciéndose estas preguntas. ¿Por qué los policías del comienzo casi cagan a tiros a Batman y lo consideran un mito cuando luego se explica que la policía lo ayuda y hasta tiene batiseñal? ¿Por qué culpan a Superman de una masacre en el desierto cuando solo mató a un tipo y el resto fue asesinado a balazos por mercenarios? ¿Por qué la lanza convierte en inútil a Superman, pero después puede volar con la misma en sus manos? ¿Y por qué carajo no la tira? Podría seguir todo el día. La cantidad de papelones en la subtrama periodística podría ser un texto aparte. Todo el film tiene este nivel de descuido, de producción a las apuradas sin tiempo de reconsiderar. Al final, Superman y Clark Kent son enterrados. Cómo supieron que ambos estában muertos, cuando solo puede haber un único cadáver, se los dejo para descifrar a ustedes. Pero la impaciencia no es el único error de El origen de la Justicia. Nuevamente en dirección contraria a la ruta de Marvel, y basándose en el éxito del Batman de Nolan (que acá es productor), Snyder apuesta al enfoque gris y serio, supuestamente realista. Esto funcionaba para Nolan (a mi parecer, solo en la segunda) porque hacía de Batman un mundo de psicópatas y no de superhéroes. Los superhéroes son, después de todo, tipos que se visten de colores y salen a solucionar sus problemas a las trompadas. Es imposible no tomarlo como un juego. Pero Snyder no entiende a los superhéroes, y en lugar de permitirse jugar, los tiñe con el aire de importancia que lo caracteriza. La victima final es el verosímil, ya que la inserción de estos personajes en un ambiente realista lo hace pedazos. Cuando se entiende que es parte de un juego, que el tipo más notorio de su época pueda pasar desapercibido con solo ponerse lentes y peinarse distinto es aceptable. Pero cuando se lo toma demasiado en serio pasa a ser simplemente ridículo. Snyder falla en comprender el valor simbólico natural de los superhéroes, y decide poner todo en palabras. El aspecto lúdico es reemplazado por el didáctico, sus superhéroes prefieren el discurso a las aventuras, y dedican la mitad de su tiempo a pronunciarse gravemente sobre la condición humana, la existencia de Dios y otros clichés. Tomen de ejemplo la secuencia de Superman “ayudando”, donde se ve al superhéroe en plena acción sin ritmo ni adrenalina, sino con pura solemnidad y cámara lenta. Superman es un niño triste, oscuro, traumado, siempre con cara de paspado. Luthor es inexplicable, más cerca de un Guasón en versión Mark Zuckerberg cuya motivación cambia de escena en escena y jamás se le entienden dos diálogos al hilo. Y hablando de diálogos, Batman vs. Superman utiliza el más estúpido en décadas cuando la pelea entre los personajes titulares finaliza porque se dan cuenta… que las madres de ambos se llamaban igual. Listo. Esa es la resolución del conflicto que fue creciendo durante una hora y media de metraje. No es que se den cuenta que ambos están siendo manipulados, no. Es porque las dos mamás se llamaban Martha. Más adelante hay secuencias de acción, pero uno ya sospecha que en parte Snyder las evita porque no sabe filmarlas. La persecución del Batimovil, que de paso tampoco tiene sentido porque ya les había puesto un rastreador, es imposible de seguir con claridad. Todo es oscuro, siempre. La batalla final contra Doomsday, en un paisaje con menos atractivo visual que un escenario del primer Mortal Kombat, posee el ingenio de un infante golpeando sus muñecos favoritos hasta que uno se rompe. Pero no importa porque entretener no es lo relevante. Recordemos la prioridad: las películas que vienen.
Es raro el recorrido de La jugada maestra. Lo primero que uno sospecha al verla es que este es otro caso de biopic diseñado para pescar algún Oscar. La intersección de “basado en hechos reales” con personaje conflictuado y cierta relevancia político-social es la Santa Trinidad de la búsqueda de una estatuilla sin riesgo ni esfuerzo alguno. Como mínimo, el actor principal pega nominación y luego eligen al más exacerbado como ganador. En los ejemplos recientes podemos contar a Regreso con gloria (Trumbo), Foxcatcher, El código Enigma y La teoría del todo, por nombrar algunas. Cada tanto se cuela una película en serio como Steve Jobs, que excede el chimento y la anécdota y se convierte en una obra artística real con forma y discurso propios, pero son las excepciones en el mundo del biopic americano. Sin embargo, La jugada maestra, que es del 2014, pasó por festivales sin generar ruido y estrena acá meses más tarde que en USA, en las semanas de vacío post-Oscar. La jugada maestra se encuentra a mitad de camino entre ambas opciones, sin derrapar hacia el bochorno pero tampoco elevándose demasiado por encima de la línea de flotación. La película de Zwick se centra en dos ejes: la decreciente salud mental de Fischer y la utilización política de su duelo con Spassky. Una escena inicial en la que su madre, comunista ella, le explica que los están espiando parece amenazar con la pavada psicologista del trauma infantil para explicar todo, pero por suerte no pasa de esa escena. Maguire compone el personaje sin caer en el exceso, lo que ayuda a evitar los peores vicios de este tipo de films. Fischer es retratado como un individuo en urgente necesidad de ayuda que le es negada en pos de que cumpla su función: ganarle al ruso. Sus allegados notan el problema, pero no lo remedian, a pesar de las obvias señales. En ese punto encuentra parentezco, por la ruta de la ficción, con otra película de este año: Amy, el documental sobre Amy Winehouse. Ambos ponen el foco en una figura cuyo final estaba anunciado y cómo, no por ignorancia sino por conveniencia, nadie hizo nada. Esta idea es central en el film y su mayor fortaleza. Una de las bellezas del cine yace en la posibilidad de hacer comprensible y fascinante a pura narración un universo completamente ajeno al del espectador. Uno puede no conocer ni una regla del béisbol, pero ver una película en ese mundo y entender todo lo que sucede, y puede detestar la violencia del boxeo pero emocionarse hasta las lágrimas viendo Rocky. Seguramente lo mismo pueda hacerse con el ajedrez, pero no es La jugada maestra la que va a demostrarlo. La relevancia del juego es clara, pero no siempre sus detalles. Los movimientos a veces son explicados y a veces no, y el director no logra convertirlos de elemento de la trama a lenguaje cinematográfico. Zwick, que no es ningún gran autor pero supo alcanzar la excelencia al menos una vez gracias al toque mágico de nuestro querido Tom Cruise, demuestra su profesionalismo al narrar la historia de Fischer, pero no mucho más. La existencia de la película termina siendo irónica: al contrario que su protagonista, pasa sin pena ni gloria.
Oportunidades Cuando se habla de la Nueva Comedia Americana (que de nueva ya no tiene nada) siempre se reconoce a Apatow como su figura central. Todo bien con Apatow. Pero si se revisa la filmografía, es claro que el director de las mejores es Adam McKay. Ricky Bobby, Hermanastros, Policías de repuesto y El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, no solo una de las mejores comedias de la NCA sino de todos los tiempos, componen la obra del director de comedias más importante de los últimos años (bueno, con Ben Stiller). La gran apuesta es una comedia pero, a diferencia de las anteriores, posee los elementos necesarios (coral, historia real, problema de actualidad, un toque de drama) para además otorgarle el reconocimiento oficial que McKay merece. Sabemos, desde ya, que a una comedia pura nunca la van a reconocer debidamente los premios y crítica americana, al menos hasta que su director o actor principal estiren la pata. Pero La gran apuesta, además de poseer estas cualidades estratégicas, es una película excelente. Si uno lee el argumento, lo primero que se pregunta es cómo se puede traducir esta historia de forma que sea fácilmente entendible para cualquier público. Películas de Wall Street hay muchas, pero los eventos de este film en particular suceden en base a una serie de negocios y términos que ni siquiera los especialistas lograron entender bien. La difícil comprensión de los problemas que generaron la crisis del 2008 fue justamente una de las causas por las que la crisis sucedió en primer lugar. Lo que hace McKay es una genialidad absoluta, al convertir estas explicaciones necesarias en gags perfectos como esos en los que famosos, desde Selena Gomez a Anthony Bourdain, entran en escena a describir conceptos necesarios para comprender los sucesos. McKay es la persona idónea para dirigir este film porque una de las claves de la comedia yace en saber cómo no subestimar al público. La gran apuesta es una película que respeta la inteligencia de sus espectadores y sabe que puede explicar ideas y entretener al mismo tiempo sin perderlos en el camino. Lamentablemente, quienes seguro no reciban los mismos reconocimientos que su director sean los actores. Los celebrantes de la obviedad, siempre razonando fuera del recipiente, han puesto sus ojos sobre Christian Bale por encima del resto del elenco, justamente el único que desentona con su interpretación exagerada del peculiar Dr. Burry. Mientras tanto, Brad Pitt, el más calmo de los cuatro protagónicos, resalta por contraste con su sabio y conspiracionista Ben. Ryan Gosling, que normalmente hace que una vaca mirando la ruta parezca efusiva en comparación, es el que mejor demuestra las habilidades de McKay como director de actores. Por vez primera (o segunda, estaba bien en Crazy Stupid Love) compone un personaje desde el gesto y la palabra y se apodera del relato con autoridad. Detestable y fascinante al mismo tiempo, funciona como gran contrapunto del Mark Baum de Steve Carrell, que con dosis de culpa, autodeterminación y neurosis se convierte en el único héroe en este lío. Y no abuso de una frase pre-armada porque suene bien. El atractivo de La gran apuesta, además de su humor y ritmo frenético, reside en cómo McKay transforma en épica justiciera las acciones de estos inversionistas que simplemente aprovecharon un sistema fallido. Porque no es boludo, y entiende que no puede ignorar las desastrosas implicaciones económicas, sociales y políticas del evento. Lo demuestra numerosas veces, cuando el personaje de Pitt les dice a los pendejos que no festejen, o cuando vuelve al padre de familia latino que se queda sin casa. Lo que McKay explota es el absurdo de que ante un sistema tan profundamente corrupto, aquellos que encuentran como golpearlo, aunque sea por ganancia personal, se convierten en figuras nobles cuales Robin Hoods con un plan de un solo paso (robarle a los ricos). Cuando Baum se encuentra con el garca oriental en un restaurante de Las Vegas y tras charlar decide invertir aún más dinero, todos sabemos que significa más ganancias a futuro, pero no es eso lo importante, sino destruir a esas nefastas entidades que por codicia arruinaron vidas enteras. McKay triunfa al aprovechar un material pesado y complicado para convertirlo en una sátira rabiosa que no esquiva la seriedad del asunto, pero tampoco permite que lo derribe en su cruzada por entretener.