El pasado los condena Si bien todo hacía suponer que nos encontraríamos con una propuesta de raigambre teatral sustentada en diálogos incesantes, algo que se deducía tanto de la avanzada edad de los dos protagonistas principales, nada menos que Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, como del planteo macro del relato que nos ocupa, vinculado al choque dialéctico entre dos supuestas visiones contrastantes de la fe, a decir verdad Los Dos Papas (The Two Popes, 2019) terminó siendo un film bastante más atractivo, extraño y valiente de lo que se esperaba a priori, especialmente gracias a la decisión en conjunto del director Fernando Meirelles y el guionista Anthony McCarten de tomar al “encuentro excusa” de turno entre Benedicto XVI/ antes Joseph Aloisius Ratzinger y Jorge Mario Bergoglio/ después Francisco como un disparador de flashbacks varios acerca de la juventud del segundo en Argentina, detalle que oxigena el devenir y por suerte jamás nos condena al ámbito cerrado por el ámbito cerrado. La película nos presenta un hipotético viaje al Vaticano en 2012 de Bergoglio, por entonces Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, para presentarle la renuncia a Benedicto XVI porque desea un cargo de menor perfil político que le ahorre las peleas con el kirchnerismo, no obstante se sorprende por el hecho de que el Papa está planificando su renuncia debido a una crisis de fe (afirma no escuchar la voz de Dios desde hace mucho tiempo) y porque se desató un escándalo con motivo de la masiva filtración de documentos estatales y privados a la prensa y la publicación de Su Santidad: Los Papeles Secretos de Benedicto XVI (Sua Santità: Le Carte Segrete di Benedetto XVI, 2012), un libro de investigación del periodista italiano Gianluigi Nuzzi (en esencia se recopilan cartas confidenciales y memorándums entre el pontífice y su secretario personal, el jurista y clérigo alemán Georg Gänswein, que destaparon una olla de corrupción, sobornos e intrigas de poder de múltiple naturaleza). Meirelles, aquel de las maravillosas Ceguera (Blindness, 2008), El Jardinero Fiel (The Constant Gardener, 2005) y Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002), y McCarten, conocido por Bohemian Rhapsody (2018) y Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017), combinan locaciones como el Palacio de Castel Gandolfo y la mismísima Capilla Sixtina para intercambios verbales entre los dos hombres que giran alrededor de la negativa de Ratzinger a aceptar la renuncia de Bergoglio porque podría ser interpretada -en momentos tan delicados- como una crítica solapada del segundo contra el primero, sobre todo porque no se ponían de acuerdo en temas como la “humildad” de los miembros de la Iglesia, el celibato de los curas, hasta dónde debería llegar la condena a los homosexuales, el estatus de los divorciados, qué se debería hacer con los sacerdotes pedófilos, y la pompa narcisista en general de la institución católica como un todo, cada día más y más en crisis porque los otrora fieles la ven como una secta cercana a la inquisición medieval que arrastra una incapacidad patológica de aggiornarse en lo que atañe a dos de sus autoasumidos enemigos de siempre, las mujeres y los gays. El film asimismo lima diferencias entre ambos al indicar que hablamos de dos versiones de una única y férrea ortodoxia que se debate entre el ultra conservadurismo y el conservadurismo a secas, incluso llegando a subrayar que en diversos instantes de la vida de ambos protagonistas defendieron concepciones y posturas idénticas. Desde ya que lo hecho por Hopkins y Pryce es supremo y se agradece que se le dé a los dos veteranos semejante oportunidad de lucirse, algo muy poco habitual en un mainstream como el de nuestros días obsesionado con la juventud más banal, a lo que se suma un buen desempaño de Juan Minujín como el joven Bergoglio y de Germán de Silva y Lisandro Fiks como los dos religiosos -Orlando Virgilio Yorio y Franz Jalics, respectivamente- que fueron secuestrados y torturados durante cinco meses en el aciago contexto del Proceso de Reorganización Nacional por osar brindar ayuda social en los barrios pobres de Buenos Aires. Si bien resulta comprensible que el acento retórico esté sobre el sentimiento de culpa y el pasado oscuro del argentino ya que hoy por hoy encabeza la Iglesia, circunstancia homologada a su complicidad pasiva con la dictadura cívico/ militar al expulsar a los dos clérigos y dejarlos a la merced de las huestes del genocida Emilio Eduardo Massera (Joselo Bella), también hubiese sido interesante que la propuesta analizase un poco más el sustrato nazi y convalidante de abusos sexuales de Ratzinger. En este sentido, Los Dos Papas es más un retrato de los entretelones de la renuncia de 2013 de Benedicto XVI y el ascenso de Francisco que un verdadero examen de un reformismo representado en el argentino que se quedó en las promesas y no mucho más, basta con señalar la continuidad intolerante de uno para con el otro en torno al rechazo al aborto, la eutanasia y el matrimonio homosexual…
El encanto del disfraz El Buen Mentiroso (The Good Liar, 2019) constituye uno de esos pequeños placeres que en otras épocas eran moneda corriente y que casi no existen en el cine contemporáneo, una y otra vez saturado de productos descartables y extremadamente estúpidos que pasan sin pena ni gloria por la memoria del espectador: hablamos de una película muy atrapante de misterio y manipulación de impronta clasicista basada más en las sutilezas, el desarrollo de personajes y -en especial- las actuaciones de los dos actores principales, nada menos que Ian McKellen y Helen Mirren, que en los latiguillos y la parafernalia de cartón pintado a la que nos tiene acostumbrado el Hollywood más perezoso de nuestros días. El realizador Bill Condon le saca todo el jugo posible al sencillo pero cumplidor guión de Jeffrey Hatcher, inspirado asimismo en la novela homónima de 2015 de Nicholas Searle, un trabajo deudor de Patricia Highsmith y John le Carré en lo referido a la complejidad de los protagonistas. La excusa de base es el encuentro entre un estafador veterano, Roy Courtnay (McKellen), y su más reciente víctima potencial, Betty McLeish (Mirren), una mujer solitaria que atesora una generosa fortuna, tiene un nieto bastante metiche llamado Steven (Russell Tovey) y en esencia se abre camino como una presa perfecta para un señor acostumbrado a convencer a terceros de que entreguen su dinero bajo promesas de multiplicarlo vía inversiones un tanto difusas aunque definitivamente tentadoras. Mientras que por un lado avanza en materia romántica con Betty y esquiva el trato poco cordial que recibe de parte del muchacho, Roy embauca a un grupito de burgueses tontos para que realicen una transferencia bancaria y después desaparece simulando una redada policial, lo que deja bien en claro que Courtnay no se echa atrás a la hora de destrozarle la mano a un cómplice que se pasó de ambicioso o de asesinar a una víctima que lo acosa en el metro reclamándole que le devuelva su dinero. Condon, un artesano heterogéneo que filmó su mejor película con McKellen allá lejos a comienzos de su carrera, léase la fenomenal Dioses y Monstruos (Gods and Monsters, 1998), hoy supera por mucho a opus mediocres en la línea de las primigenias Detrás del Espejo (Sister, Sister, 1987) y Candyman 2 (Candyman: Farewell to the Flesh, 1995), las dos partes de La Saga Crepúsculo: Amanecer (The Twilight Saga: Breaking Dawn, 2011 y 2012) y trabajos varios apenas correctos como Dreamgirls (2006), El Quinto Poder (The Fifth Estate, 2013) y La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 2017), ubicándose en términos prácticos en el nivel cualitativo de las también disfrutables Kinsey (2004) y Mr. Holmes (2015). Más allá de un remate a la Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995) con mentiras entrecruzadas de por medio, gran parte del relato se sostiene en el juego de las identidades trastocadas y en el extraordinario desempeño de los dos protagonistas, de la mano de una Mirren que interpreta a la “viuda ingenua” que busca compañerismo y de un McKellen que se calza los zapatos de un depredador porfiado que sin embargo duda a escala moral porque a la mujer supuestamente le queda sólo un año de vida a raíz de una serie de diminutos accidentes cerebrovasculares que la vienen acosando. Apelando en iguales proporciones a la codicia y a una sed de revancha arrastrada desde hace mucho tiempo, El Buen Mentiroso no apresura la acción y permite el despliegue de los acontecimientos no sólo para que haya empatía del otro lado de la pantalla sino con el objetivo manifiesto de explicitar el talento para el embuste de los personajes y el mismo encanto de unos disfraces sociales que bajo la máscara de toda esa vulnerabilidad en lo que atañe a la salud o lo anímico/ psicológico se esconden fieras agazapadas esperando su oportunidad de rapiñar a quien sea. En este sentido, la película va más allá del maravilloso detalle de desacralizar a la “tercera edad” en tanto empardada al estereotipo hilarante e irreal de abuelitos sabios y bondadosos de gran corazón, debido a que logra enfatizar que las tendencias psicopáticas pueden aparecer en cualquier punto de la vida y que la responsabilidad por las propias acciones no se extingue con el paso del tiempo, provocando más bien que la eventual impunidad derive en un afán de justicia que no se detendrá ante nada ni nadie hasta dar con esa ansiada reparación de turno. Sin ser precisamente una joya del séptimo arte, el film de Condon aprovecha la flema y/ o pantomima cultural británica poniendo en primer plano su sustrato fingido, soberbio y condescendiente oportunista...
Iniciemos a la novia Boda Sangrienta (Ready or Not, 2019) es otro exponente de uno de los rubros más antiguos y extendidos del cine, el de la cacería humana, cuya génesis se remonta a la recordada The Most Dangerous Game (1932), obra de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack y en términos prácticos la disparadora de una andanada de películas que en las décadas siguientes incluyó a títulos tan disímiles como La Prueba del León (The Naked Prey, 1965), Wolf Lake (1980), Depredador (Predator, 1987), Carrera contra la Muerte (The Running Man, 1987), Hard Target: Operación Cacería (Hard Target, 1993), Batalla Real (Batoru Rowaiaru, 2000), Wolf Creek (2005) y 31 (2016), entre muchas otras. Disfrazado de comedia de terror y con una arquitectura también empardada a los slashers aunque con una sola presa, el film es un trabajo bastante rutinario que en sus dos primeras terceras partes se ahoga en diálogos y situaciones de manual para recién en el último acto levantar la puntería y la efervescencia. El catalizador es la unión entre Grace (Samara Weaving) y Alex (Mark O’Brien), miembro de una familia de la alta burguesía, Le Domas, que le impone a ambos formar parte de una larga tradición que el hombre conoce y la mujer no: luego de la boda en sí y a medianoche, toda la parentela -padres, hermanos, tíos, hijos- se reúne para que Grace saque una carta de una misteriosa caja de madera y participe del “juego” que el naipe diga, así la chica extrae una baraja que la invita a jugar a las escondidas pero no en su versión más clásica, sino con ella refugiándose en la mansión mientras los miembros del clan le dan cacería con armas antiguas ante los ojos de un Alex que pasa de la abulia melancólica a intentar ayudarla. La explicación para el asunto se remonta a un tatarabuelo que hizo un trato con una figura mefistofélica, el Señor Le Bail, en el que éste le dio riquezas a cambio de que cada nueva adición a la familia se entregue al divertimento sádico que dictamine la cajita en cuestión. A decir verdad ni los directores Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin, aquellos del bodrio Heredero del Diablo (Devil’s Due, 2014), ni los guionistas Ryan Murphy y Guy Busick, a los que tampoco se les caen demasiadas ideas, consiguen ofrecer algo mínimamente nuevo en una película que durante su primera hora se vuelve bastante redundante a nivel de los intercambios entre los ricachones y sinceramente no resulta graciosa para nada, salvo algún que otro chiste -encima repetido- como el de la burguesa cocainómana y torpe que mata accidentalmente a distintos personajes. Como en muchos otros opus de horror de medio pelo, Boda Sangrienta cae en la sonsera de que debe guardar todo el gore y la seudo locura para el remate final, circunstancia que nos condena a escenas pusilánimes que pretenden describir a los miembros de la parentela, de por sí un catálogo de estereotipos con patas cuya única “función” debería ser morir lo más rápido posible a manos de la heroína, Grace. Es más que evidente que lo mejor de la película es Samara Weaving, una hermosa actriz que ya pudimos ver en Mayhem (2017) y The Babysitter (2017), amén del pequeño rol que tuvo en Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), una australiana que logra cargarse el relato sobre sus hombros con cada una de sus apariciones en pantalla y hacer creíble al típico cliché de la ingenua destinada a abrirse paso con la furia que reclama el arte de sobrevivir, incluso rodeada de otros varios latiguillos del género en los campos femenino y masculino (tenemos personajes reventados, bobos, soberbios, dominantes, sensibles, infantiles, etc.). Sin llegar a ser mala o aburrida del todo, la propuesta desaprovecha la premisa de base para lo que podría haber sido un giro hacia la parodia social, enfatizando por ejemplo el componente parasitario de los ricos pretendiendo matar a cualquiera que ose ingresar a su clase social, y tampoco exprime demasiado el sustrato satanista/ fantástico/ esotérico de la obligación de celebrar la cacería en sí en plan de “iniciar” a la novia en el clan Le Domas, una movida que de profundizarse también podría haber insertado algo de variedad a un film que se queda en lo seguro y recién en el desenlace nos empapa de la querida sangre, esa que debería haber llegado mucho antes…
Del mismo barro En Golem: La Leyenda (The Golem, 2018) los hermanos israelíes Doron y Yoav Paz dan cátedra acerca de cómo crear un producto en inglés que puede venderse tanto al público de los festivales arty como al espectador común de vertiente heterogénea, ese que no sólo consume películas del aparato hollywoodense: retomando algunos elementos de la célebre leyenda hebrea y de los clásicos del expresionismo alemán El Golem (Der Golem, 1915), un film semi perdido, y El Golem: Cómo Vino al Mundo (Der Golem: Wie er in Die Welt Kam, 1920), una precuela de la anterior, los realizadores construyen un relato preciosista y solemne que se sirve del mito folklórico del ser de barro o arcilla para trabajarlo desde una arquitectura dramática que combina en iguales proporciones el núcleo de Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818) de Mary Shelley y el esquema paradigmático de Cementerio de Animales (Pet Sematary, 1983) de Stephen King. Hoy por hoy la historia se centra en Hanna (Hani Furstenberg), una mujer que vive en un pueblito judío en la Lituania de 1673 y que perdió a su único hijo, Joseph, hace ya siete años por razones sin especificar, tragedia que la llevó a estudiar en secreto la Cábala para tratar de comprender los designios de Dios y a evitar volver a quedar embarazada -por miedo a una nueva debacle familiar- mediante una pócima que le entrega la curandera de la aldea, Perla (Brynie Furstenberg). Casada con nada menos que Benjamín (Ishai Golan), el hijo de la máxima autoridad del lugar, el Rabino Horrovits (Lenny Ravitz), la fémina es la única que no se sumerge en la pasividad cuando un grupo de ortodoxos rusos supersticiosos -liderados por Vladimir (Aleksey Tritenko)- invaden el pueblo y amenazan con quemarlo y matar a todos a menos que por un lado retiren un supuesto “hechizo” que los condenó a sufrir la plaga y por el otro curen a la primogénita convaleciente del jerarca, una jovencita. Mientras que Perla se hace cargo de la niña y Horrovits ningunea a una Hanna que propone crear a un golem para que los defienda ante sus enemigos, la protagonista se decide a desobedecer a los hombres cuando su hermana recién casada, Rebecca (Veronika Shostak), padece un aborto por un golpe en el abdomen de uno de los secuaces de Vladimir. Así las cosas, Hanna amasa una figura humana con tierra, le introduce en la boca un pequeño pergamino con el “nombre de Dios” -las 72 letras sagradas que están ocultas en la Torá- y le prende fuego alrededor respetando la forma de la Estrella de David. La criatura resultante, en apariencia un niño tradicional (Kirill Cernyakov), se transforma no sólo en un arma mortífera contra los ortodoxos rusos sino en una suerte de encarnación para la mujer de su vástago fallecido, ya que además de tener la capacidad de hacer explotar los cuerpos de las personas el flamante muchachito posee una conexión anímica/ somática indisociable con Hanna, pudiendo ambos percibir lo que siente el otro. Cuando el purrete mate a Sarah (Mariya Khomutova), una madre soltera interesada en Benjamín, y a la propia Perla, quien pretendía eliminar al golem, quedará de manifiesto el carácter incontrolable del autómata. El guión de Ariel Cohen, incluso en su evidente sencillez y siendo por demás derivativo, le saca el jugo a tópicos como la creación de vida, la persistencia del luto, el sustrato discriminador de las religiones organizadas, la rebelión purificadora, la ceguera detrás de los fundamentalismos, el marco de nula tolerancia en el campo frente al otro/ diferente, la represión sexual, la desintegración de la parentela, las comunidades cerradas y esa violencia siempre latente en todos los seres humanos. Sin llegar a redondear ninguna maravilla del séptimo arte, los hermanos Paz apuntalan con eficacia una especie de exploitation folklórico que busca dejar a todos contentos ofreciéndole a cada público uno o varios ítems de su agrado y logrando que la mixtura no se sienta forzada porque el verosímil está encarado desde la paciencia y el detallismo. El desempeño de todo el elenco es muy bueno aunque sin duda la gran responsable de que el film no se caiga es Furstenberg, una actriz genial capaz de hacernos atravesar dimensiones superpuestas como la vulnerabilidad, la osadía, la independencia y esa sorpresa que a su vez se vuelca hacia la comprensión y la aceptación cuando se topa con el costado más oscuro de la criatura que ella supo concebir…
La energía como arma Durante la última década se hizo más que evidente que al Hollywood actual se le acabaron los productos de otros tiempos a los que echar mano, principalmente porque ya recurrió a todos los hitos históricos del séptimo arte y la televisión, y por ello el mainstream decidió encarar refritos de refritos, una retahíla sinfín de reboots que vuelven a empaquetar lo que ya había sido envuelto en papel para regalo y vendido con un moño fluorescente y una tarjetita que versaba “primera adaptación cinematográfica” o “primer producto del rubro a gran escala” u “obra aggiornada a los tiempos que corren pero sin renunciar a la nostalgia/ los homenajes más o menos explícitos”. En esta época en la que vivimos, caracterizada por traslaciones que en términos prácticos eliminan el aura de los originales, no es de extrañar que nos topemos con un film fallido como Los Ángeles de Charlie (Charlie's Angels, 2019). A favor de la responsable excluyente de esta secuela/ reinicio de la franquicia, Elizabeth Banks, la realizadora, guionista, productora y hasta coprotagonista de la faena, se puede decir que el opus que nos ocupa es visiblemente mejor que aquellos dos mamarrachos que supo dirigir McG/ Joseph McGinty Nichol en 2000 y 2003, sin duda los peores trabajos de un cineasta con algunos títulos interesantes en su haber: mientras que McG operaba a un nivel caricaturesco que se condecía con la interpretación hollywoodense de la generación del videoclip y la publicidad inflada, lo de Banks es bastante más recatado tanto en materia de las escenas de acción como en los chistecitos huecos reglamentarios, algo que asimismo apunta a bajar las revoluciones en cuanto al sexismo de la serie televisiva de Ivan Goff y Ben Roberts, esa que duró cinco largas temporadas emitidas por la ABC entre 1976 y 1981. El film tiene algo del “empoderamiento femenino” marca registrada de los medios y las redes sociales más simplistas aunque su enfoque no es para nada fundamentalista porque no se basa en simples exageraciones o clichés acerca de una supuesta masculinidad promedio perversa, en todo caso los varones aparecen en el relato como distintas facetas de un género tan diverso como el de las mujeres. Como siempre sucede en estos casos, la historia es mínima y sirve para reunir un puñado de secuencias de acción y jugarse el todo por el todo a la eventual química del elenco elegido: por suerte se hace evidente que las tres chicas nuevas se llevan bien, Kristen Stewart, Ella Balinska y Naomi Scott, a su vez reemplazos de Drew Barrymore, Lucy Liu y Cameron Díaz y de las originales Kate Jackson, Farrah Fawcett y Jaclyn Smith; un trío de señoritas que en esta ocasión deben evitar que Calisto, un dispositivo de conservación de energía que puede provocar ataques fatales si se lo quiere utilizar como arma, caiga en manos de mercenarios. El paraguas conceptual que enmarca el accionar de las mujeres continúa siendo una agencia de investigación comandada por el misterioso Charlie (hoy Robert Clotworthy, antes John Forsythe) y su mano derecha John Bosley (Patrick Stewart), quien se retira al comienzo de la trama y así pronto el mando pasa primero a Edgar Bosley (Djimon Hounsou) y después a Rebekah Bosley (la propia Banks). Como afirmábamos anteriormente, la película supera por mucho al sustrato burdo y pueril de las dos propuestas previas para la pantalla grande aunque no consigue redondear un producto valioso en serio, de esos que a pesar de estar destinados al consumo pasatista por lo menos ofrecen una experiencia enriquecida y con un mínimo desarrollo de personajes. En sí el film de Banks no pretende ser la montaña rusa descerebrada de McG ni una comedia grasienta símil alguna de esas en las que participó como actriz, contentándose con ubicarse en un enclave intermedio entre un proyecto con los pies sobre la tierra (las citas e hipérboles están casi desaparecidas en los combates y persecuciones) y la típica pose cool del mainstream con hambre masiva (desde el vamos que se haya elegido a tres actrices con un look más “común y corriente” constituye una decisión que apunta a bajar el perfil ostentoso, una movida que se compensa -esto sigue siendo Hollywood, de todas formas- con el viejo ardid de la serie original vinculado a la constante necesidad de recurrir a la máscara estética y/ o el artificio hermoso para resolver los problemas o cumplimentar la misión en cuestión). El humor tontuelo deja bastante que desear pero las tres secuencias principales de brío/ suspenso -la del intento de asesinato, la infiltración y todo el episodio en Estambul- no pasan vergüenza dentro de un convite tan sencillo como intrascendente...
Aquellas refriegas en el Pacífico Roland Emmerich en Midway: Ataque en Altamar (Midway, 2019), su último trabajo, hace exactamente lo que se espera de él cuando se pone “serio” porque la temática de fondo lo requiere: aquí tenemos una catarata de escenas de acción rimbombantes poco imaginativas y personajes de cadencia unidimensional, aunque por lo menos vale aclarar que aquellos patéticos detalles de humor bobo -correspondientes a la faceta light de su factoría- hoy desaparecen casi por completo en el desarrollo narrativo de turno. Si bien muchos lo suelen considerar una versión “superadora” de otros directores ridículos y/ o hiper mediocres como los inefables Michael Bay y Uwe Boll, lo cierto es que el señor tuvo un comienzo de carrera bastante decente con una digna trilogía de films clase B, Moon 44 (1990), Soldado Universal (Universal Soldier, 1992) y Stargate: La Puerta del Tiempo (Stargate, 1994). Pero como una cosa no quita la otra, también debemos recordar que prácticamente todo lo que hizo luego del bodriazo de Día de la Independencia (Independence Day, 1996) puede catalogarse como propuestas muy fallidas que ni siquiera despiertan el disfrute pasatista culposo de antaño porque al alemán le tocó desempeñarse en la era digital y por ello lo que en otras épocas pudiesen haber sido engendros estúpidos pero simpáticos hoy se convierten en mamarrachos repletos de CGI, situaciones trilladas y diálogos tan estereotipados que provocan más incomodidad que risa. De todas formas, el caso que nos ocupa es de lo más extraño porque hablamos de un proyecto personal de Emmerich que venía siendo pospuesto por falta de financiamiento desde los 90, algo que lo obligó a recolectar el presupuesto -100 millones de dólares- de manera independiente y entre una serie de inversores particulares. Justo como su título lo indica, la propuesta es un retrato muy ambicioso de la Batalla de Midway de junio de 1942 entre Estados Unidos y el Imperio del Japón, incluyendo además toda la andanada de escaramuzas previas que llevaron a la Guerra del Pacífico -dentro del contexto macro de la Segunda Guerra Mundial- a un punto de inflexión con la victoria casi definitiva de los yanquis sobre los nipones: así las cosas, tenemos escenas más o menos extensas que cubren el Ataque a Pearl Harbor, la Batalla de la Isla de Wake, la Batalla del Mar del Coral y la Batalla de Dutch Harbor, todos peldaños fundamentales de la escalera. El conflicto en cuestión giró en torno al control de la base militar norteamericana en las Islas Midway y se explicaba por la aspiración japonesa de neutralizar a la flota yanqui para que los nipones tuviesen “vía libre” en lo que respecta a sus cruentas operaciones en Asia. El bastante aparatoso guión del testaferro de Emmerich, Wes Tooke, ofrece un relato coral con muchos personajes históricos entre los que se destacan los dos líderes antagónicos, los Comandantes en Jefe Chester W. Nimitz (Woody Harrelson) e Isoroku Yamamoto (Etsushi Toyokawa), y el infaltable “héroe común y corriente”, ahora el Teniente Richard Best (Ed Skrein). En favor del film se puede decir que las secuencias de acción aéreas/ navales son entretenidas (lo redundante de fondo está compensado por la pompa marca registrada del germano) y no hay una historia romántica omnipresente destinada a contentar al público femenino (la inexistencia de detalles del corazón forzados no nos libra de intercambios tontuelos entre los personajes, otro de los grandes fetiches del tremendo Roland). Se nota a la distancia que lo que Emmerich tenía en mente era una versión aggiornada de gestas soporíferas chauvinistas en sintonía con El Día más Largo del Siglo (The Longest Day, 1962), ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! (1970) y la relativamente similar Midway (1976), sin embargo la precisión histórica general y el retrato respetuoso de las tropas japonesas no pueden ocultar el hecho de que la película jamás sale de una medianía cualitativa tambaleante que para colmo no remarca con suficiente énfasis que la figura bélica más importante de la Guerra en el Pacífico no fue ningún yanqui sino el mismo Yamamoto, un militar legendario que revolucionó la aviación naval y el uso estándar de los portaaviones en las refriegas…
Los deseos y sus consecuencias Sinceramente si nos manejamos con lo poco que se estrena en nuestro sur las conclusiones no serían muy positivas que digamos en materia del cine ruso de terror, juzgando el pobre nivel de films como La Novia (Nevesta, 2017), La Sirena (Rusalka: Ozero Myortvykh, 2018) y la presente Reflejos Siniestros aka Queen of Spades: Through the Looking Glass (Pikovaya Dama: Zazerkalye, 2019), aparente secuela conceptual de Queen of Spades: The Dark Rite (Pikovaya Dama: Chyornyy Obryad, 2015), no obstante todo debe ser juzgado en su justa medida y en realidad estamos ante representantes del mainstream autóctono de la inmensa nación de Europa y Asia, uno que está estrechamente vinculado a Hollywood en lo que atañe a producción y distribución de películas y de allí se deduce el insoportable fetiche con los estereotipos más rancios y lelos del rubro de los fantasmas vengadores y aledaños. Ahora la historia se centra en un par de niños, el pequeño varón Artyom (Daniil Izotov) y la adolescente Olya (Angelina Strechina), que quedan huérfanos luego de un accidente automovilístico, en el que muere su bella madre (Violetta Davydovskaya), provocado por una pelea entre los purretes que a su vez se debe tanto a la diferencia de edad como al hecho de que ambos son producto de diferentes parejas de la mujer. La tragedia deriva en la reclusión de los chicos en un internado, donde entran en contacto con un grupo de alumnos con los cuales una noche descubren un antiguo espejo en el que supuestamente reside la infame Reina de Espadas o Condesa Obolenskaya (Claudia Boczar), una mujer que ofreció en sacrificio a numerosos mocosos ante Mefistófeles con el objetivo de que le devuelva a su hijo fallecido, Nikolai, lo que desde ya desencadenó una violentísima respuesta popular. Los pupilos invocan a la Reina de Espadas diciendo tres veces su nombre frente al cristal y luego cada uno pide un deseo, planteo que los condena a tener que pagar con su alma en otra de esas ironías del destino que a veces tienen mucho de justicia poética. Dejando de lado los jump scares y la catarata de clichés en función de la esperable muerte sistemática de los adolescentes, la obra propone una mezcolanza de referencias que abarca opus como La Residencia (1969), Suspiria (1977), Candyman (1992), Wishmaster (1997), Destino Final (Final Destination, 2000), Into the Mirror (Geoul Sokeuro, 2003) y su remake yanqui Espejos Siniestros (Mirrors, 2008); siempre paseándonos por el slasher sobrenatural, el J-Horror más perezoso, los pactos de índole fáustica y hasta cierto aire muy desaprovechado cercano a La Pata de Mono (The Monkey’s Paw, 1902), el célebre cuento de W.W. Jacobs. El director y la guionista de turno, los debutantes Aleksandr Domogarov y Maria Ogneva, jamás se salen del molde formal/ temático establecido por las películas de Svyatoslav Podgaevskiy, léase La Novia, La Sirena y Queen of Spades: The Dark Rite, lo que implica que tenemos algunos detalles del ideario y/ o el folklore ruso y una andanada de lugares comunes del género, para colmo ejecutados con muy poca imaginación. Como sucedía con las propuestas previas, el film no llega al nivel de desastre total porque las actuaciones del elenco en general son buenas y hay que reconocer que las últimas epopeyas similares de Hollywood han sido sustancialmente peores, indicando que los engranajes elegidos para contar la historia son de lo más remanidos aunque el contexto cultural aporta -a veces de manera involuntaria- un marco exótico que consigue mantener el interés del espectador…
La gentrificación soporífera A pesar de que Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, 2019) a simple vista se diferencia de otros exponentes recientes del enclave hollywoodense del neo film noir como por ejemplo las también fallidas Under the Silver Lake (2018) de David Robert Mitchell y Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) de Paul Thomas Anderson, dos trabajos centrados en pretensiones cómicas que se licuaban o directamente quedaban en la nada, lo cierto es que la película que nos ocupa -protagonizada, producida, escrita y dirigida por Edward Norton, pasados 19 años desde su ópera prima, la apenas amable Divinas Tentaciones (Keeping the Faith, 2000)- arrastra dos de los problemas que caracterizaron a aquellas obras, por un lado una duración excesiva que destruye el mínimo interés que la historia despierta de por sí y por otro lado cierta devoción ingenua por los grandes estereotipos del género, una jugada que cae en el facilismo de igualar ortodoxia con calidad de una forma similar a cómo el metraje inflado pretende homologar tamaño con gran espectáculo/ semblanza/ lo que sea. Sin siquiera llegar al nivel de opus delirantes aunque más o menos dignos y disfrutables como Abuso de Poder (Mulholland Falls, 1996) de Lee Tamahori, La Dalia Negra (The Black Dahlia, 2006) de Brian De Palma y Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013) de Ruben Fleischer, el film comienza muy bien y luego derrapa hacia repeticiones, escenas soporíferas, latiguillos retóricos hiper quemados y una idea de fondo de construir una remake conceptual maquillada -y no asumida- de Barrio Chino (Chinatown, 1974), obra maestra de Roman Polanski y el molde de casi todos los erráticos intentos posteriores de infundir nueva vida a los policiales negros de metrópolis decadentes y/ o corruptas. El detonante es el asesinato en la Nueva York de la década del 50 del siglo pasado de Frank Minna (Bruce Willis), la cabeza de una agencia de detectives donde trabaja Lionel Essrog (el propio Norton), un hombre con memoria fotográfica que además padece el Síndrome de Tourette, siempre con un considerable surtido de tics físicos y verbales que no puede evitar. Así como el trabajo de Polanski examinaba de manera brillante la putrefacción detrás de la versión moderna de Los Ángeles vía los negociados inmobiliarios que facilitaba la distribución del suministro de agua, en esta oportunidad el meollo del asunto pasa por la gentrificación en la Nueva York del período, léase la compra, destrucción y remodelación extensiva de vecindarios pobres y de minorías para elevar el precio de las viviendas y especular a gran escala con la diagramación de la ciudad en su conjunto, lo que asimismo implica la expulsión de los colectivos menesterosos que allí habitan en pos de dejar espacio para la mudanza de unas clases media y alta que pasan a copar barrios enteros en muy poco tiempo. Por supuesto que la denuncia de base está perfecta y es muy vigente pero lo que molesta son las decisiones de un Norton que da mil vueltas para presentar una situación relativamente simple que no ameritaba tantos clichés ni mucho menos semejante tendal de “coincidencias” a las que echa mano en pasajes cruciales del periplo, ahora con la excusa de que está adaptando la novela homónima de 1999 de Jonathan Lethem aunque en realidad hace lo que quiere en todo sentido (por ejemplo, mientras que el libro transcurre en aquel presente de 1999 la película en cambio se muda a la época por antonomasia del film noir… y mejor ni hablar del hecho de que ninguno de los múltiples secundarios -ni femeninos ni masculinos- verdaderamente se asustan o se burlan del estrambótico Síndrome de Tourette del protagonista, un planteo muy difícil de tragar tratándose del supuesto entorno urbano intolerante y bien feroz de mediados del Siglo XX y no de nuestros días, donde reacciones respetuosas serían mucho más comprensibles entre los bípedos de aquí, allá y todas partes). La investigación de Essrog con vistas a identificar a los homicidas de su jefe y mentor incluye un interés romántico, Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw), una reglamentaria figura de autoridad que desparrama “pistas” en torno al misterio, Paul (Willem Dafoe), un amigo insólito que ayuda en momentos decisivos, ese trompetista sin nombre (Michael Kenneth Williams), y hasta un villano maquiavélico al que sólo le importa el dinero y el poder, Moses Randolph (Alec Baldwin), némesis inspirado en Robert Moses, un funcionario público mafioso de los 50 que reconfiguró muchos de los vecindarios neoyorquinos de su tiempo al privilegiar la construcción de autopistas por sobre la red de transporte popular metropolitano. Más allá de la obsesión del Norton guionista y director con dejar en claro su amor por Barrio Chino, no sólo introduciendo en la trama al personaje de Randolph -el cual no estaba en la novela- sino haciéndolo un violador en sintonía con el recordado Noah Cross de John Huston del convite de Polanski, llama la atención el poco criterio para agilizar el relato y atizar el interés del espectador, en especial teniendo presente que ya nadie puede sorprenderse exclusivamente por el despliegue de una banda sonora de jazz y un enigma de resolución cantada desde mediados de la historia en adelante. El desempeño del elenco es excelente y se agradece el meticuloso diseño de producción, no obstante las diferentes inconsistencias señaladas, el poco vuelo dramático general y la ausencia casi total de situaciones de verdadero peligro conspiran contra un film que se ahoga en buenas intenciones sin llegar al desastre insalvable, arruinando lo que podría haber sido el gran regreso actoral de un Norton que cumplía una década de no salir de papeles secundarios…
La condena del triple agente La realización británica Tres Segundos (The Informer, 2019), segunda película del actor italiano reconvertido en director y guionista Andrea Di Stefano luego de Escobar: Paraíso Perdido (Escobar: Paradise Lost, 2014), es una epopeya policial bastante noble y disfrutable -de tono hardcore suburbano- que combina dos de los rubros más importantes del séptimo arte en términos históricos, léase los films de agentes infiltrados que dividen sus simpatías entre dos o más bandos en pugna, un enclave que en otras épocas era automáticamente sinónimo de thriller de espionaje y que desde la caída del Muro de Berlín se ha transformado en un recurso más del suspenso a nivel macro, y las películas centradas en presidios o instituciones de índole bien brutal, siempre invitando a la planificación más o menos sesuda y desesperada de una fuga/ evasión que permita recuperar la ansiada libertad. Aquí el eje del relato es el accidentado devenir de Pete Koslow (Joel Kinnaman), un ex convicto que trabaja para Klimek (Eugene Lipinski), el jefe de un sindicato criminal polaco de Nueva York que se especializa en narcotráfico, y a la vez un informante del FBI bajo la tutela de la agente Wilcox (Rosamund Pike), una mujer que asimismo responde a su desalmado superior Montgomery (Clive Owen). Los sueños de abandonar la mafia entrando a un programa de protección a testigos, el cual incluiría a su esposa Sofia (Ana de Armas) y su hija Anna (Karma Meyer), se desvanecen cuando un policía encubierto es asesinado ante los ojos incrédulos de Koslow, suceso que dispara una investigación por parte del detective Grens (Lonnie Corant Lynn alias Common) y la orden de Klimek de que Pete viole su libertad condicional y reingrese a prisión para supervisar la venta de drogas desde adentro. Stefano hoy supera lo hecho en Escobar: Paraíso Perdido, aquel opus desparejo basado en una excelente actuación de Benicio Del Toro como el legendario capo narco, mantiene la tensión alta a lo largo del desarrollo y aprovecha todo lo que tiene para ofrecer Kinnaman en cuanto a su presencia escénica, ahora acoplándose de maravillas al guión redundante aunque entretenido del realizador, Rowan Joffe y Matt Cook, el cual funciona como una adaptación de la novela sueca Three Seconds (Tre Sekunder, 2009), de Anders Roslund y Borge Hellström. El núcleo de la trama se condice con el juego a dos puntas del antihéroe entre el sindicato criminal polaco y el FBI, dos facciones dispuestas a presionarlo hasta las últimas consecuencias para apuntalar sus respectivas agendas, a lo que se suma la confianza que Sofia le tiene a la pesquisa de Grens y la constitución en la praxis de este último en tanto el tercer vértice del triángulo de la influencia, el peligro y la manipulación en el que está atrapado el adusto Koslow, un señor que es tironeado cual perro con diversos amos. Desde ya que la propuesta no posee ni un gramo de originalidad y que pasa de manera muy literal del esquema de los infiltrados de la primera mitad al drama carcelario de la segunda parte, no obstante maneja con eficacia el sustrato familiar melodramático y hasta consigue un remate ultra delirante que no tiene nada que envidiar a los productos pochocleros más ridículos del cine de acción de las décadas del 80 y 90, algo que por cierto se agradece porque el film sigue elevando el nerviosismo incluso en el desenlace y bajo el paraguas del verosímil tácito fracturado vía un plan/ escape un tanto mucho “improbable”. Más allá de estas inconsistencias y la previsibilidad de fondo durante las transiciones entre los diferentes actos, no cabe duda alguna de que Tres Segundos es uno de los pocos thrillers contemporáneos que subrayan la dimensión humana de los personajes y la dinámica retórica de por sí más que esa torpeza insípida y esas fórmulas sin vida que enmarcan a tantas obras semejantes actuales, como si la ejecución artesanal fuera cosa del pasado…
Sobre el acoso y el poder A uno le gustaría decir que determinado modelo de sociedad es el gran responsable en lo que respecta al avasallamiento de la dignidad de los sujetos en el caso de las estructuras jerárquicas, no obstante luego de siglos y siglos parece más que evidente que donde sea que haya una pequeña concentración de poder de un momento a otro se suscitará algún tipo de abuso que de seguro irá acompañado del patético corporativismo mafioso, de silencios cómplices y de intentos más o menos violentos -de violencia implícita o explícita- en pos de garantizar la impunidad. Al ser humano de por sí le encanta autojustificar sus caprichos y aprovechar el contexto para maximizarlos cuando se pueda, lo que en términos de estratos gerenciales significa bordear la psicopatía y torturar al que se tiene “por debajo” apelando al paraguas que brinda la organización de turno a la que pertenecen la víctima y su verdugo. Sin ser una maravilla del séptimo arte, El Valor de una Mujer (Nome di Donna, 2018), el último largometraje de Marco Tullio Giordana, ilustra muy bien cómo funciona la dinámica del poder más antojadizo y sádico en las sociedades modernas, ahora tomando la forma de un clásico episodio de acoso sexual en el trabajo por parte de una figura de autoridad masculina sobre una empleada: Nina Martini (Cristiana Capotondi) es una madre soltera con una hija que abandona Milán y se muda a un pueblito de Lombardía para comenzar a trabajar como asistente en Baratta, una afamada clínica/ asilo para ancianos que controlan dos hombres, el jefe de personal Roberto Ferrari (Bebo Storti), nada menos que un clérigo de la Iglesia Católica, y el director Marco Maria Torri (Valerio Binasco), un médico que se le tira encima a Martini a pura soberbia y abusando de su vulnerabilidad como subalterna. La película no llega a ser una obra feminista militante pero en cierta medida se sube a la moda mediática con respecto a denuncias semejantes, esa que muchas veces banaliza el asunto vía la estrategia comunicacional/ marketinera de enfatizar los clichés y vaciar de riqueza a cada historia en particular, transformando a las víctimas en números sin alma ni rasgos propios: de hecho, el film sistematiza cada uno de los estadios esperables en estos casos pero retratándolos desde cierto reduccionismo estandarizado que le debe mucho a la unidimensionalidad hollywoodense. Aclarado lo anterior, vale decir que la propuesta es más que digna dadas las circunstancias y que el manejo de los latiguillos está relativamente bien (cero solidaridad femenina por parte del grueso de las compañeras, denuncia policial algo tardía, aislación del denunciante y defensa del denunciado a nivel institucional, etc.). Más allá de que el guión del realizador y Cristiana Mainardi apela en el último acto a un proceso judicial muy cinematográfico que no se condice con la realidad más prosaica, con cámaras ocultas incluidas y algún que otro delirio similar, El Valor de una Mujer constituye uno de esos trabajos que son más meritorios a nivel ideológico contextual que artísticos, en especial necesarios para señalar un catálogo de injusticias laborales que sobrepasan por mucho la dimensión sexual más burda e incluyen la misma dignidad de hombres y mujeres a nivel de la convivencia diaria y las barrabasadas que los payasos gerenciales se sienten libres de cometer desde sus torres de cartón pintado. Giordana aquí está lejos de lo mejor de su carrera, léase las recordadas Los Cien Pasos (I Cento Passi, 2000), La Mejor Juventud (La Meglio Gioventù, 2003) y Piazza Fontana: The Italian Conspiracy (Romanzo di una Strage, 2012), sin embargo entrega un opus diminuto y digno que compensa con efusividad y grandes actuaciones lo que le falta en verdadera complejidad y vuelo formal furibundo…