Hora de cortar cabezas Bacurau (2019) es una de las películas más sorprendentes y ambiciosas que haya dado el cine latinoamericano en mucho tiempo, una especie de weird western que retoma la violencia alegórica de Alejandro Jodorowsky y Nicolas Winding Refn y sobre todo la estructura de Los Siete Samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), de Akira Kurosawa, con el objetivo manifiesto de repensar el accionar de la basura política neoliberal actual -tan devastadora como gatopardista, siempre tendiente a modificar dos o tres pavadas para que todo siga igual o empeore paulatinamente- en sus dos vertientes principales, la mafiosa clásica adepta a los negociados símil Jair Bolsonaro o el macrismo argentino y su homóloga caudillista cleptocrática en sintonía con algunos payasos del Partido de los Trabajadores o las mil caras del peronismo y/ o kirchnerismo. Esta fábula acerca de la desigualdad siempre creciente en las sociedades del cono sur, aquí empardada literalmente a un exterminio, se centra en el pueblito del título, una comarca inhóspita y agreste del sertón brasileño que luego de la muerte de la nonagenaria matriarca del lugar, Carmelita (Lia de Itamaracá), ve cómo desaparece el mismo poblado de los mapas, se dan cita unos misteriosos drones sobrevolando el cielo y comienza a recorrer la zona un par de motociclistas asesinos en atuendos ultra coloridos, João (Antonio Saboia) y Maria (Karine Teles), quienes masacran a toda una familia y hasta a los testigos de ocasión que encontraron el tendal de cadáveres. A partir de este catalizador narrativo, asimismo vinculado a la visita del execrable alcalde del Municipio de Serra Verde, Tony Junior (Thardelly Lima), un engendro maquiavélico en plena campaña de reelección que deja en el suelo de Bacurau en calidad de “donaciones” un montón de libros usados, ataúdes y comida y medicamentos vencidos desde hace meses, incluso siendo el máximo responsable de que la comarca no cuente con agua potable por autorizar el bloqueo de las compuertas de una represa que obliga a los locales a recorrer seis kilómetros todos los días hasta un río cercano con un camión cisterna, el film edifica un relato coral que en primera instancia gira alrededor de determinadas figuras del poblado, como por ejemplo Teresa (Bárbara Colen), la encargada de traer suministros desde lejos como vacunas, Pacote (Thomas Aquino), un gánster reformado y novio de la anterior que aparece fusilando a diversos palurdos en un video viral, Domingas (Sônia Braga), la única médica del lugar y una alcohólica de carácter agitado, y Plinio (Wilson Rabelo), el maestro del colegio que descubre la invisibilización del caserío. El foco de la trama a posteriori pasa a expandirse mediante la presencia en primer plano del grupo de mercenarios al que responden João y Maria, un colectivo soberbio, racista y psicopático que está encabezado por Michael (Udo Kier), quien controla a este grupito de norteamericanos adeptos al gatillo fácil y con la evidente misión de eventualmente eliminar a todos los habitantes de Bacurau. Siempre recibiendo enigmáticas órdenes a través de audífonos blancos, los sicarios castigan con la muerte a sus dos colegas brasileros aparentemente por haber revelado el accionar del pelotón con los asesinatos y se lanzan a una cruzada que tendrá su respuesta por parte de los locales, los cuales a su vez recurrirán para protegerse al tremendo Lunga (Silvero Pereira), el jefe de una banda de marginados que se encuentra escondido por haber atacado a los guardias que controlan la represa de los amigos del capitalismo confiscatorio de Tony Junior. Con detalles adicionales como la aparición de agujeros de bala en el camión cisterna y el bloqueo masivo de celulares para redondear el aislamiento en relación al exterior social, la historia nos presenta el enfrentamiento entre las fuerzas imperialistas y sus socios vernáculos por un lado y unos nativos que tratan de sobrevivir como pueden por el otro, planteo que remite tanto a la mancomunión solidaria/ defensiva del film de Kurosawa como a la proverbial cacería humana de El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), amén de cierta presencia conceptual de las matanzas de indígenas del western crepuscular cortesía de aquellos “representantes institucionales” -tan blanquitos y uniformados como brutales y etnocentristas- de Cuando es Preciso ser Hombre (Soldier Blue, 1970), Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970) y Un Hombre Llamado Caballo (A Man Called Horse, 1970), sin duda la trilogía por antonomasia de las arremetidas colonialistas estatales. La película fue dirigida y escrita por Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, el primero responsable además de las interesantes Sonidos Vecinos (O Som ao Redor, 2012) y Aquarius (2016), dos opus que también exploraban la cultura de la alienación, el miedo y la corrupción generalizada de Brasil y América Latina en su conjunto, un esquema que aquí se vuelca todavía más hacia un realismo psicodélico enmarcado en las imprecisiones en cuanto al período en el que transcurre la trama -sólo sabemos que es en un futuro cercano- y las peculiares costumbres de los aldeanos, como por ejemplo sus ritos funerarios y el hecho de drogarse una y otra vez con diminutas delicias del reino vegetal. Sin llegar a ser perfecta, especialmente debido a una duración excesiva que podría haberse reducido un poco, Bacurau examina los mecanismos del sometimiento interno/ externo haciendo hincapié en los fetiches del poder hiper concentrado contemporáneo como la crueldad, la vigilancia, el acecho progresivo, el sicariato, el hambre general, la aislación y el olvido social/ económico/ cultural, las masacres semi al azar y como “prueba” de dominio, la explotación del medio ambiente, el delirio paranoico, la psicopatía militar y paramilitar, las mentiras de los políticos de derecha, el racismo de siempre y la colección de barbaridades que los asalariados de turno son capaces de cometer con tal de satisfacer el capricho voraz de los conglomerados económicos y financieros que controlan a las patéticas democracias de nuestros días, eternamente presas de los medios de comunicación y el marketing más fraudulento y ridículo. Lo mejor del opus que nos ocupa, más allá del glorioso entramado retórico y la inconmensurable participación de luminarias del séptimo arte como Sônia Braga y Udo Kier, es la solución que propone entre esa generosa dosis de gore y cuerpos desnudos, léase el cortar las cabezas de todos los usurpadores y represores cuanto antes…
Los imbéciles del gobierno y la prensa En su nueva película, El Caso de Richard Jewell (Richard Jewell, 2019), Clint Eastwood da un nuevo signo de su apertura ideológica -como si todavía a esta altura de su carrera fuese en verdad necesario- al ofrecernos lo que podríamos calificar como una realización de izquierda encarada desde el punto de vista de la derecha, en esta oportunidad utilizando como excusa la decisión del FBI y los medios masivos de comunicación de Estados Unidos de señalar como responsable del atentado del 27 de julio de 1996 en Atlanta, con motivo de los Juegos Olímpicos de Verano, a nada menos que la persona que encontró la bomba en cuestión, el guardia de seguridad del título (Paul Walter Hauser), un obeso algo freak, policía frustrado y fanático de las armas que encajaba sin demasiado esfuerzo en el perfil reduccionista del “terrorista solitario”; detalle que asimismo le permite al genial director y productor desnudar a los imbéciles que en vez de hacer su trabajo con ética y eficacia optan en cambio por transformarse en fundamentalistas vinculados al parasitismo y la caza de brujas contra el inocente, aquí homologado a una persona que confunde a la autoridad con sus representantes, tendiendo a respetarlos en demasía sin reaccionar ante sus atropellos. De hecho, Jewell se muestra servicial y bastante pasivo frente a una investigación que pasa de considerarlo un héroe por haber hallado azarosamente el dispositivo explosivo, ese que mató a dos asistentes e hirió a una centena durante un recital de Jack Mack and the Heart Attack, a subrayarlo sin más como el principal sospechoso de todo el asunto, una ciclotimia gubernamental que fue reproducida y magnificada al extremo por los mass media -tanto los supuestamente “serios” como los sensacionalistas… como si existiese en realidad una diferencia entre ellos- durante una cobertura salvaje que arruinó las vidas del hombre y de su madre, Bobi (Kathy Bates), una mujer mayor que ve cómo su tranquilidad se desmorona cuando su vástago comienza a sufrir el acoso de dos de las instituciones más poderosas del planeta, la administración norteamericana y su aparato mediático asociado. Ignorando la máxima prueba de su inocencia, léase el hecho de que no daban los tiempos entre un par de llamados al 911 por parte del responsable y el trayecto que debería haber atravesado el sospechoso hasta la torre de luces y cámaras donde fue plantada la bomba, los agentes y los periodistas se enseñaron con Richard basándose en la hipótesis de un “posible cómplice”. Como siempre ocurre en el cine de Eastwood, El Caso de Richard Jewell es un verdadero prodigio a escala de las actuaciones y lo que se podría denominar el componente humano del relato: en lo que atañe al primer apartado, aquí brillan no sólo Hauser, a quien pudimos ver hace poco en roles secundarios en Yo soy Tonya (I, Tonya, 2017) e Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018), sino también la esplendorosa Bates, un Sam Rockwell siempre perfecto que interpreta al abogado de la víctima caprichosa, Watson Bryant, y hasta los dos encargados de componer a los testaferros de la locura del poder, el agente del FBI Tom Shaw (Jon Hamm) y una redactora de The Atlanta Journal-Constitution, Kathy Scruggs (Olivia Wilde, aquí más arpía putona que nunca); y en lo que respecta al glorioso sustrato vincular entre los diferentes personajes, se debe decir que únicamente Eastwood es capaz de alcanzar en el Hollywood marchito y superficial de nuestros días este nivel de humanismo solapado, algo así como una permanente verdad retórica que se condice con las contradicciones del mundo real circundante de la mano de protagonistas que no son para nada perfectos aunque tampoco esas caricaturas cínicas de tantas películas contemporáneas. Una vez más la paciencia narrativa, el apego por los detalles y una puesta en escena muy minimalista se convierten en las herramientas principales de un Eastwood que exprime con una enorme astucia el sencillo guión de Billy Ray, un planteo que vuelve a rendir sus frutos porque el señor de 89 años sabe cómo crear un relato prosaico que deja de lado las salidas facilistas y todas esas poses demacradas a las que nos tiene acostumbrados el mainstream cuando se propone construir una “historia de vida” que asimismo funcione cual caso ejemplar de lo que sea; hoy para colmo denunciando las idioteces, soberbia y ambición ciega de la autoridades centrales y la prensa al momento de seleccionar a un “perejil” que cumpla la función de chivo expiatorio, permitiéndoles despacharse largo y tendido con sus estrategias de odio dirigido con vistas a volcar a la infantilizada opinión pública contra el bobo de turno. Jewell, un símbolo casi olvidado del militante de derecha implícito que se ve crucificado por aquellos a los que admira, pone en cuestión la falta de preparación de las fuerzas represivas -las materiales y las culturales- y su vil propensión a regodearse en el acecho, la vigilancia, los engaños y un maquiavelismo orientado a solidificar su estatus…
Cabellos colgantes al acecho El J-Horror de comienzos del Siglo XXI, ese que echaba mano de un trasfondo sobrenatural alrededor de casas concretas o dispositivos tecnológicos, resultó muy redituable en taquilla en todo el mundo porque permitió dejar atrás el slasher más salvajón -gore, ironía y desnudos- de las décadas previas y reajustar el tono narrativo hacia la comarca más aséptica y ATP de los fantasmas vengadores sustentados en jump scares cada día más previsibles e inofensivos. Lo que comenzó con trabajos japoneses de muy buen nivel cualitativo, en esencia correspondientes a la segunda mitad de la década del 90 y casi toda la siguiente, de a poco fue licuándose de la mano de una fórmula con estereotipos fijos que primero fue adoptada por Hollywood -vía remakes y productos “originales”- y luego por todo el bendito planeta, en consonancia con esa estupidez que domina en gran parte del mainstream actual. Cuesta creerlo pero ya estamos ante el noveno eslabón de la más que excesiva franquicia de The Ring (Ringu), un camino que en términos prácticos abarcó las dos películas originales, el directo a video Ringu (1995) y la estrenada en salas y muchísimo más famosa El Círculo (Ringu, 1998), las dos primeras secuelas, la original Rasen (1998) y la alternativa y bastante más conocida The Ring 2 (Ringu 2, 1999), la precuela Ring 0: Birthday (Ringu 0: Bâsudei, 2000), aquella continuación aggiornada/ spin-off intitulada Sadako 3D (2012), su corolario directo Sadako 3D 2 (2013), y finalmente el crossover freak Sadako vs. Kayako (2016), un intento por unificar las sagas de The Ring y The Grudge (Ju-On). El Aro (Sadako, 2019) constituye el regreso de Hideo Nakata al universo de Ringu, aquel señor responsable de haberlo popularizado en primer lugar con El Círculo, aún la cúspide de toda esta factoría. La historia de turno nos devuelve a la Sadako que todos conocemos, el espectro torturado que desparrama su condena -antes a través de un VHS e Internet, ahora mediante una nenita y un hogar cual The Grudge- en el hospital donde trabaja la protagonista, Mayu Akikawa (Elaiza Ikeda), una doctora que tiene a su cargo a una misteriosa jovencita con amnesia y que comienza a investigar la desaparición de su hermano, Kazuma (Hiroya Shimizu), un youtuber que un buen día ingresa a un edificio en el cual murieron cinco personas a causa de un incendio. Ayudada por Yusuke Ishida (Takashi Tsukamoto), el “padrino” en redes sociales de Kazuma, Mayu descubrirá que la niña está muy vinculada a Sadako. El film recupera el acecho del espíritu femenino de cabellos colgantes para desparramar más y más momentos redundantes que no agregan nada a lo ya visto en el pasado hasta el hartazgo. Aquí Nakata se ubica bien lejos de su mejor faceta como director, la que pudimos disfrutar en El Círculo, Chaos (Kaosu, 2000) y Dark Water (Honogurai Mizu No Soko Kara, 2002), y en esencia está más cerca de la mediocridad estándar de sus secuelas de antaño, como por ejemplo la citada The Ring 2, La Llamada 2 (The Ring Two, 2005), la primera continuación de la muy digna remake hollywoodense del 2002 de Gore Verbinski, y Death Note: L Change the World (2008), su aporte a la franquicia cinematográfica inspirada en el célebre manga de Tsugumi Ôba y Takeshi Obata. Se podría decir a favor de El Aro, supuesta tercera parte de las inferiores Sadako 3D y Sadako 3D 2, que incluso una versión nipona algo mucho anodina y poco imaginativa de la saga original resulta más interesante que los refritos yanquis contemporáneos símil J-Horror tontuelo, ya que la película que nos ocupa por lo menos cuenta con un desarrollo de personajes atendible, alguna que otra escena tenebrosa en serio y un sustrato artesanal basado más en la presencia permanente de actores que en la fanfarria exasperante de los CGI de nuestros días, ese comodín de lo más trivial…
La mugre policial Nueva York Sin Salida (21 Bridges, 2019) es una de esas películas que roba de otros films y de series como 24 (2001-2010) pero lo hace bien, compensando la falta de originalidad y la catarata de clichés con una mano firme en materia de la ejecución de la premisa de base, el ritmo narrativo, las actuaciones, las excelentes escenas de acción y el -casi siempre descuidado- apartado ideológico, hoy volcado a denunciar la corrupción enquistada en las fuerzas policiales metropolitanas. El mismo título de la obra, el original y el que recibió en castellano, ya aclara desde el vamos que todo se resume en un bloqueo estatal de los 21 puentes de la Isla de Manhattan con vistas a que el Detective Andre Davis (gran trabajo de Chadwick Boseman) encuentre a los asesinos de siete policías que llegaron a una vinería que estaba siendo asaltada, en realidad una tapadera para un enorme depósito de cocaína. Los guionistas de turno, Adam Mervis y Matthew Michael Carnahan, y el director Brian Kirk, de amplia experiencia televisiva, no se andan con vueltas y después de unos minutos de desarrollo del personaje de Boseman (fama de dar caza a quien ose matar a oficiales y trauma arrastrado de padre policía fallecido), se lanzan a la investigación de Davis -tiene sólo hasta la cinco de la mañana para encontrar a los culpables- junto a una compañera, la Detective Frankie Burns (Sienna Miller), que le impone su superior, el Capitán McKenna (J.K. Simmons). En paralelo tenemos la historia de los dos fugitivos, Michael Trujillo (Stephan James) y Ray Jackson (Taylor Kitsch), quienes tomaron el trabajito pensando que habría mucha menos cocaína, a lo que se suma el dato de que la policía llegó con prisa a la vinería y por el volumen de agentes parecía más que interesada en que no se llevasen nada. Cualquiera que tenga dos dedos de frente y haya visto un puñado de exponentes del film noir de cualquier período sabrá rápido que los uniformados están metidos en el asunto y por ello sólo resta chequear cuándo el protagonista descubrirá la narcoconspiración y bajo qué términos, ahora vía un par de pendrives que eventualmente caen en manos de Trujillo, un afroamericano como el propio Andre. Llama mucho la atención que en el contexto del Hollywood lavado y conservador actual se muestre semejante nivel de violencia contra la gente de azul, se retome el viejo motivo de la mugre policial, se pase a humanizar a los dos fugitivos como en este caso y hasta se enfatice la idea de que la reputación de cazador y verdugo de “cop killers” de Davis no se condice con el hombre real, siendo mucho menos loquito de derecha que lo que se podría esperar a priori (el susodicho no es un calco de Harry Callahan ni tampoco un ejemplo del ala progresista del departamento, sino apenas otro de esos limpiadores compulsivos de manchas varias sobre la “gloriosa” institución). Más allá de todo lo anterior, donde Kirk en verdad brilla es en el realismo sucio y ajustado de las secuencias de tiroteos y en el manejo del suspenso durante los momentos previos y posteriores, ya que sinceramente los diálogos dejan mucho que desear, las “sorpresas” no son tales y los estereotipos del género en alguna que otra ocasión pueden llegar a ser un tanto molestos. Como decíamos al principio, por suerte la velocidad retórica y el muy buen desempeño del elenco constituyen otros factores que rescatan a la propuesta de la medianía y la transforman en un producto disfrutable y aguerrido como pocos de nuestros días, capaz de sostenerse de manera adicional en personajes sencillos aunque interesantes y en un despliegue muy bienvenido de esa economía de recursos al momento de la tensión que el realizador aprendió del ámbito televisivo. Si bien estamos lejos del nihilismo exacerbado de los policiales de la década del 70, se agradece la cruzada del protagonista en pos de decir la verdad en voz alta y sin aceptar la censura de los cómplices internos y la mafia de fondo…
La magia salvaje domada Como era de esperarse, en Frozen II (2019) la gigantesca Walt Disney Animation Studios hace exactamente lo que se espera de ella y respeta esa suerte de retahíla retro autoimpuesta que comenzó con La Princesa y el Sapo (The Princess and the Frog, 2009), continuó con Enredados (Tangled, 2010) y llegó a su punto máximo en lo que atañe al éxito económico internacional con Frozen: Una Aventura Congelada (Frozen, 2013), una trilogía de películas recientes que movieron millones y millones de dólares en marketing -más de lo que costaron en sí las realizaciones- y que se inspiraron -respectivamente- en relatos folklóricos recolectados por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, El Príncipe Rana (Der Froschkönig oder der Eiserne Heinrich, 1812) y Rapunzel (1812), y en una bella creación literaria del gran Hans Christian Andersen, La Reina de las Nieves (Snedronningen, 1844). El film que nos ocupa retoma la antiquísima estrategia de la productora de inspirarse en archiconocidos cuentos de hadas, eliminar todo el sustrato considerado “polémico” -la violencia, el sadismo, lo perverso, el planteo moral exacerbado, lo sexual, las venganzas, el frenesí, lo contradictorio puritano, etc.- y construir fábulas que obedecen a los recursos más elementales y anodinos de la comedia, las aventuras, el melodrama monárquico y sobre todo los musicales de alcance masivo, ese nuevo viejo fetiche que reaparece bajo la máscara del Hollywood Clásico y nunca dentro del esquema del musical posmoderno reflexivo o algo que mínimamente se le parezca (por supuesto que luego de pasar por la aplanadora conservadora y pueril de la Disney poco y nada queda de los relatos originales del Siglo XIX, más allá de algunas ideas muy aisladas entre sí y reconectadas a la fuerza). La historia vuelve a girar alrededor de las hermanas Elsa (Idina Menzel) y Anna (Kristen Bell), ambas miembros de la familia que controla la comarca de Arendelle: así como la película del 2013 estaba sutilmente volcada hacia el personaje de la segunda, la encargada de encontrar a su hermana para finiquitar aquel invierno perenne cual maldición, hoy por hoy la que sin duda domina en términos narrativos es Elsa, transformada en una reina que escucha una misteriosa voz que la llama a lo lejos, eje de un nuevo periplo que pronto la lleva al Bosque Encantado y despierta los espíritus de la tierra, el fuego, el aire y el agua. Desde ya que la cada vez más paranoica Anna acompaña a Elsa y de inmediato se suman Olaf (Josh Gad), un muñeco de nieve con vida y “comic relief” oficial de la propuesta, Kristoff (Jonathan Groff), el novio tontuelo de Anna, y Sven, el servicial reno del anterior. Si bien se agradece la denuncia ecologista e indirecta del capitalismo energético vía la influencia nociva de una represa en el Bosque Encantado y hasta ese concepto que recorre la trama relacionado con la necesidad social de dilucidar la verdad detrás de los arcanos y mitos del pasado, a decir verdad Frozen II queda atrapada en una medianía basada por un lado en una animación que vuelve a ser muy hermosa, especialmente en materia de las secuencias semi surrealistas, y por otro lado en canciones mediocres cortesía de Robert López y Kristen Anderson-López, amén de ese trasfondo meloso típico de la Disney y su fetiche con los viajes de descubrimiento y los chistecitos pretendidamente “adorables”. En suma, el empoderamiento femenino no logra ocultar la falta de novedades ni el sustrato castrador de una magia salvaje que vuelve a ser domada por la eterna necedad humana…
Capitalismo alterno o continuo El caso de Una Guerra Brillante (The Current War, 2017) es muy raro porque hablamos de una de las pocas ocasiones en las que un director pudo revertir antes de la fecha de estreno el supuesto “toqueteo” por parte del productor -nada menos que Harvey Weinstein- y ofrecerle al público su visión del film, circunstancia que lamentablemente no es garantía de nada porque incluso así la película deja mucho que desear: con una llegada a las salas pautada para 2017, este opus de Alfonso Gómez-Rejón quedó en un limbo luego de su triste paso por el Festival de Toronto, donde recibió críticas negativas, y las acusaciones de abuso sexual contra Weinstein, un señor que fue expulsado de su compañía y de forma colateral provocó que la obra sea vendida a distintos distribuidores. El realizador pronto presionó a Martin Scorsese, uno de los tantos productores ejecutivos, para que le permita volver a rodar varias escenas y reeditar el metraje en su conjunto, cosa que efectivamente ocurrió. No obstante a la propuesta se la puede seguir acusando de lo mismo que se la acusaba antes de la catarata de transformaciones de estos dos años de cajoneo, en esencia de no saber cómo aprovechar del todo una de las historias más fascinantes del capitalismo moderno, la llamada “guerra de las corrientes” entre Thomas Alva Edison (Benedict Cumberbatch) y su energía continua por un lado y George Westinghouse (Michael Shannon) y su corriente alterna por el otro. El guión de Michael Mitnick incorpora todos los latiguillos posibles del enfrentamiento por dominar el multimillonario -y por entonces naciente- negocio del tendido eléctrico urbano, como la colección de mentiras de Edison con respecto al carácter mortífero de por sí de la corriente alterna y la contraofensiva de Westinghouse de colocar bajo su ala al gran Nikola Tesla (Nicholas Hoult), un inventor e ingeniero serbocroata que ya había trabajado para Edison y probado sin nada de suerte la independencia empresaria. Una Guerra Brillante cuenta con una primera mitad muy interesante pero de a poco entra en crisis de la mano de personajes algo caricaturescos, situaciones trilladas, un enfoque demasiado previsible, sorprendentes baches narrativos esporádicos y nulas ideas novedosas dentro del formato de “drama de época”, más aun en uno de esta estirpe que gusta de presentarse como ágil y sutilmente aguerrido vía una dialéctica semejante a un partido de tenis en el que la pelota pasa de un lado al otro de la cancha de manera permanente. Aquí Edison y Westinghouse, además de figuras centrales del protocapitalismo eléctrico de finales del Siglo XIX, aparecen un tanto reducidos a rasgos superficiales: el primero es un ególatra que llora la muerte de su esposa y el segundo resulta bastante más tranquilo y vive bajo la sombra de los recuerdos de su participación en la Guerra de Secesión. La película, como todo opus profundamente desparejo que busca abarcar mucho más de lo conveniente, trabaja bien el intento de Edison de desprestigiar el sistema de la competencia promoviendo el desarrollo de la silla eléctrica de Harold P. Brown, basada de hecho en la energía alterna. Quizás el doble pecado más grande del film de Gómez-Rejón, cuya obra previa fue la apenas prolija Yo, él y Raquel (Me and Earl and the Dying Girl, 2015), pase primero por su recurrente incapacidad a la hora de construir protagonistas de carne y hueso alejados de la parafernalia naif hollywoodense, y segundo por su decisión de no concederle una mayor preponderancia a Tesla, figura hoy mítica y enigmática que sobrepasó por mucho el legado de los otros dos señores, en suma empresarios vanguardistas aunque también charlatanes y ladrones del trabajo ajeno, siempre adeptos al canibalismo del mundo de los negocios a gran escala. Dicho de otro modo, Una Guerra Brillante no pasa vergüenza porque las actuaciones son admirables y la fotografía de Chung Chung-hoon -colaborador habitual de Park Chan-wook- es en verdad excelente, pero tampoco logra destacarse en un trayecto desabrido con una resolución obvia por esa corriente alterna hoy omnipresente gracias al aporte teórico y el motor del amigo Nikola, detalle que la película traduce en un desenlace anticlimático con la Exposición Mundial de Chicago de 1893 como coyuntura principal…
Pastiche retrogaláctico El nuevo eslabón de la interminable Star Wars, una franquicia propiedad de Disney que ya tiene confirmadas dos nuevas trilogías, no sólo es la peor película a la fecha de J.J. Abrams, un director y guionista que había trabajado con eficacia la nostalgia popular más inofensiva especialmente en Star Trek (2009), Súper 8 (2011) y Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), sino uno de los films más aburridos y redundantes que haya dado el Hollywood reciente, una colección de lugares comunes de la saga que no tienen la pretensión de quiebre de la igualmente fallida Star Wars: Los Últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017) ni aquella sorpresa melancólica de El Despertar de la Fuerza, la que nos permitió recuperar el ímpetu símil western de la obra original de 1977 de George Lucas y dejar atrás la catarata de problemas de las precuelas, esas que -por cierto- vistas desde el presente por lo menos respondían a una visión autoral que perdió la brújula, algo que no podemos decir de Star Wars: El Ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, 2019) porque se nota a leguas que el precario producto final responde a una negociación entre la Disney y su pomposidad y un Abrams que recurre más a la referencia barata y la torpeza narrativa que al amor para con un pasado que sin duda jamás regresará. La historia nos ofrece una seguidilla de puntos muertos retóricos que se debaten entre las situaciones ridículas, las vueltas de tuerca hiper forzadas, las contradicciones más burdas, los delirios extrarelato y esos infaltables estereotipos propios de un universo como el de Star Wars que obedece al melodrama bélico, las aventuras en tierras inhóspitas y las intrigas gubernamentales o palaciegas, amén de esa iconografía del “Lejano Oeste en el espacio” que marcó los mejores pasajes de la saga. Abrams, en vez de desarrollar una típica trama de conjunción de personajes como la de El Despertar de la Fuerza, aquí retoma lo peor de las precuelas y de El Regreso del Jedi (Return of the Jedi, 1983), léase un ardid/ catalizador facilista cual película de espionaje con pocas ideas -ahora la misión de los paladines de hallar el planeta donde se esconden las huestes de un reaparecido Emperador (Ian McDiarmid), Exegol- y desde allí bombardearnos con supuestos peligros que nunca se sienten como tales porque una y otra vez “algo o alguien” se cruza en el camino de los personajes para salvarlos de la manera más caprichosa, pueril e improbable posible, no sólo dinamitando el verosímil sino acercándonos tristemente a la comarca bien estúpida de los superhéroes ya que hoy por hoy los Jedi vuelan, sanan a terceros y abusan de la telepatía. El reemplazo de Luke Skywalker (Mark Hamill) dentro de esta trilogía, la anodina Rey (Daisy Ridley), nunca consiguió despertar algo de verdadera simpatía por el hecho de que sabemos poco y nada de ella y no pasa de ser una nenita/ modelito insertada en el devenir para aggiornarlo, que encima de un momento a otro se transforma en la guerrera más grande del mundo mundial, como diría Torrente (desde ya que la falta de carisma y la cara de piedra de Ridley tampoco ayudaron demasiado…). Oscar Isaac tiene presencia escénica pero no le dejaron suficientes escenas o diálogos que lo aparten del rol nada disimulado de su Poe Dameron, el de ser un reemplazo literal del mítico Han Solo de Harrison Ford; algo que también ocurre con el Finn de John Boyega, quien aquí más que nunca queda fuera de lugar debido a que estaba destinado a iniciar una relación romántica con Rey, asimismo más interesada en coquetear con el único personaje potable, ese Kylo Ren (el genial Adam Driver) sumergido en una ciclotimia pendular entre la culpa por haber matado a papi Solo y su ambición de convertirse en un megatirano mediante un “lado oscuro” que cada día queda más desdibujado porque siempre aparece ultra poderoso para después terminar derrotado en combates inflados que se resuelven a través de nimiedades o latiguillos de último momento. Para colmo en Star Wars: El Ascenso de Skywalker están muy en primer plano recursos desesperados como la autoasumida obligación de intentar contestar todos los interrogantes, el vomitar despedidas lacrimógenas para los muertos históricos y el incluir en el metraje los descartes que la ya fallecida Carrie Fisher llegó a filmar para las dos propuestas anteriores, circunstancia que también se condice con el choque conceptual de fondo entre la intentona reformista algo mucho baladí de Rian Johnson en ocasión de Los Últimos Jedi por un lado y el fundamentalismo macro y el apego para con los clichés de Abrams por el otro, aquí sin ninguna idea realmente novedosa que justifique tanta nostalgia atada con alambre y con mucha menos convicción que en El Despertar de la Fuerza. El diseño de producción está bien y se agradece la participación de Billy Dee Williams para el pequeño regreso de Lando Calrissian, no obstante la odisea incluye tantas soluciones convenientes, giros tontos y vínculos forzados entre los personajes protagónicos y esos secundarios que aparecen de la nada que el hastío no tarda en darse cita y el desinterés nos ubica frente a lo que en verdad estamos, un pastiche retro sin pies ni cabeza donde todo ocurre “porque sí” sin que haya una construcción humanista previa o alguna cohesión en sintonía con esta absurda faena…
Una familia en llamas La crisis del modelo tradicional de familia ha generado diversos cambios en el mainstream cultural durante las últimas décadas, lo que en términos prácticos implicó una metamorfosis en las obras desde aquellas gestas de reafirmación interna de mediados del Siglo XX, en las que los problemas casi siempre venían por dificultades intrínsecas en el campo de la convivencia a raíz de choques de las personalidades a veces opuestas de los integrantes del clan de turno, hacia planteos decididamente externos en los que se parte de la negación de la familia como unidad para ir venciendo de a poco -y desde una perspectiva igual de conservadora que la anterior, por supuesto- las “barreras” y la desconfianza que de por sí la mayoría de las personas sienten hoy en día frente a las parentelas clásicas de antaño, esas en las que se resigna individualidad para tomar responsabilidades de generosa envergadura. En la tradición de Un Detective en el Kinder (Kindergarten Cop, 1990), protagonizada por Arnold Schwarzenegger, Niñera a Prueba de Balas (The Pacifier, 2005), con Vin Diesel, y Mi Vecino es un Espía (The Spy Next Door, 2010), estelarizada por Jackie Chan, Jugando con Fuego (Playing with Fire, 2019) es un nuevo exponente de ese subgénero de la comedia familiera que se resume en la premisa “actor supuestamente rudo y/ o conocido por roles en propuestas de acción que se transforma en babysitter de unos purretes más o menos revoltosos”, un enclave cinematográfico que aquí explota el look y fama de John Cena, un luchador profesional de la gigantesca World Wrestling Entertainment -muy famoso en Estados Unidos y ganador de diversos campeonatos- que se paseó por la música, la televisión y el séptimo arte en las diferentes etapas de su variopinta carrera a la fecha. La historia es de lo más elemental y está vinculada a una colección de sketchs que le deben mucho a los dibujos animados infantiles, el humor light y el melodrama más rutinario: el Capitán Jake Carson (Cena) encabeza una unidad de bomberos en Redding conformada por Mark (Keegan-Michael Key), Rodrigo (John Leguizamo), Axe (Tyler Mane) y una serie de secundarios que al comienzo del relato abandonan el equipo para unirse a la división de Santa Barbara porque desean estar en las “grandes ligas” en un momento en que el Comandante Richards (Dennis Haysbert) está a punto de retirarse, dejando libre el trabajo soñado del más que capacitado para reemplazarlo Carson. En un incendio los muchachos rescatan a tres hermanos, la adolescente Brynn (Brianna Hildebrand), el pequeño Will (Christian Convery) y la bebé crecidita Zoey (Finley Rose Slater), y deben cuidarlos en la estación de bomberos hasta que aparezcan sus misteriosos padres a recogerlos, lo que nunca ocurre porque hablamos de huérfanos que vienen huyendo de las fauces del Estado yanqui. El desempeño de Cena, Key, Leguizamo y Mane es bastante potable considerando que la mayoría de los chistes se sirven de su apariencia o actitudes, casi siempre enfatizando su carácter adusto, orgulloso o bufonesco, no obstante este convite del realizador Andy Fickman -todo un experto en comedias familiares, románticas y/ o de aventuras- se queda muy en esa zona de confort caracterizada por una catarata de lugares comunes, latiguillos repetidos y recetas cómicas más antiguas que la mentira. La negativa del workaholic Carson a hacerse cargo de los chicos, homóloga a la de los personajes de Schwarzenegger, Diesel y Chan, va de la mano de su torpeza para encarar a Amy Hicks (Judy Greer), la futura contraparte de esta familia nuclear incipiente que nos presenta el relato. Valores como el compañerismo, la solidaridad, la amistad y el afecto sincero chocan con la típica defensa burda de las instituciones públicas de Hollywood, en esta ocasión vía una familia en llamas que necesita del cuidado del “impoluto” cuartel de bomberos de California…
Fragmentos de la verdad El director y guionista Rian Johnson en Entre Navajas y Secretos (Knives Out, 2019) regresa al mejor nivel artístico de su carrera, aquel de Brick (2005) y Looper (2012), dos exponentes del neo film noir que se disfrazaban de drama púber y ciencia ficción respectivamente, lo que también implica que el señor se aleja de las bastante fallidas Los Estafadores (The Brothers Bloom, 2008) y Star Wars: Los Últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017), la primera un proyecto personal y la segunda un mega encargo de la Walt Disney Pictures: aquí retoma en general uno de los engranajes narrativos más antiguos de las novelas, las películas y las puestas teatrales de misterio, el llamado Whodunit (“¿Quién lo ha hecho?”), y en particular las comedias detectivescas en la tradición de Crimen por Muerte (Murder by Death, 1976), Trampa Mortal (Deathtrap, 1982) y sobre todo Clue (1985), odiseas que se ubicaban a mitad de camino entre el homenaje cariñoso a Agatha Christie y la estructura macro de ¿Quién Mató a Harry? (The Trouble with Harry, 1955). El catalizador narrativo es el hallazgo de Harlan Thrombey (Christopher Plummer), un rico novelista especializado en relatos policiales, con la garganta cortada en lo que parece ser un suicidio en su mansión, circunstancia que deriva en una serie de entrevistas a su familia por parte de dos oficiales, Elliott (LaKeith Stanfield) y Wagner (Noah Segan), y un detective privado llamado Benoit Blanc (Daniel Craig), un personaje tan sagaz como bizarro. En un inicio los principales sospechosos de haber matado al señor son Richard Drysdale (Don Johnson), yerno de Harlan y esposo de su hija mayor Linda (Jamie Lee Curtis), quien engañaba a su mujer y había sido descubierto por el anciano, Joni (Toni Collette), la nuera de Thrombey y esposa de su hijo fallecido, Neil, la cual le robó 400 mil dólares destinados a la educación de su retoño, Megan (Katherine Langford), y finalmente Walter (Michael Shannon), el hijo menor de Harlan, quien fue despedido de la editorial de su padre durante los momentos previos a su fallecimiento, en la fiesta de la parentela por su cumpleaños 85. El punto fuerte de la película funciona también como su mayor debilidad, léase la decisión de Johnson de revelar muy pronto -luego de la primera media hora de un metraje total de 130 minutos- lo que ocurrió y la responsable del asunto, nada menos que su enfermera personal uruguaya Marta Cabrera (Ana de Armas), quien le inyectó accidentalmente 100 miligramos de morfina y así desencadenó que Thrombey por protegerla a ella y a su madre indocumentada (Marlene Forte) pergeñe un complejo plan para exculparla y maquillar el “problemilla” como un suicidio, a sabiendas de que la dosis administrada es mortal. La vuelta de tuerca de turno, que por cierto de original no tiene nada y ya ha sido utilizada en incontables ocasiones, deja muy expuesto a Johnson en lo que atañe a su destreza como narrador para levantar una trama en donde gran parte de las circunstancias del crimen están sobre la mesa, entregándonos luego un desarrollo vinculado a los esfuerzos de Cabrera para no ser atrapada por Blanc y al enigma de quién es el verdadero culpable en las sombras. Por suerte Johnson no pasa vergüenza en función de su sutil autosabotaje, en esencia una resolución que le quita mística a la incógnita de fondo pero posibilita que el film salga del clásico ambiente cerrado de los Whodunit -en este caso la mansión del finado- con el objetivo manifiesto de incluir una subtrama de chantaje sobre Marta que por supuesto está homologada a su condición de ingenua/ inocente sobrepasada por la situación y obligada a nadar en una pileta repleta de tiburones con la insignia Thrombey, entre los que también encontramos a Hugh “Ransom” Drysdale (Chris Evans), el nieto de Harlan e hijo de Linda y Richard, un playboy de lo más egoísta y pedante. Luego del primer acto el realizador y guionista vuelca todo el andamiaje retórico hacia el personaje de Ana de Armas y juega largo y tendido con su imposibilidad de mentir (si lo hace vomita, lo que desde ya agrega una dimensión psicosomática a su supuesta pureza intrínseca) y con su carácter de heredera universal del anciano (provocando que la familia en su conjunto la señale como homicida). La mayoría de los diálogos son astutos y certeros y el ritmo jamás se estanca en escenas superfluas o instantes tontos que no suman al retrato de los personajes y sus motivaciones, siendo de especial interés el hecho de que el sustrato cómico está bastante contenido ya que tiende a evitar las caricaturas y opta en cambio por una ironía relacionada con la mezquindad, el maquiavelismo y la generosa hipocresía del clan. En este sentido, Johnson se sirve de su perspicacia y de una puesta en escena minimalista para enfatizar una y otra vez que muchas veces la familia consanguínea puede ser una pesadilla -o unas sanguijuelas, como en este caso- y que lo que verdaderamente se debe rescatar son los amigos, los afectos y las personas de confianza, sobre todo unos marginados sociales hoy vinculados a los inmigrantes. Sin llegar a ser la maravilla que prometía su genial elenco, Entre Navajas y Secretos es un muy buen representante de ese suspenso sardónico de impronta retro que sabe acumular los distintos fragmentos de la verdad hasta que la gran torre está completa…
Una aventura de amor Si bien en términos prácticos Luz de mi Vida (Light of my Life, 2019) es la segunda película de Casey Affleck como director y guionista, luego de la delirante I’m Still Here (2010), aquel ejercicio narcisista, detallado y semi documental centrado en el convulsionado estado psicológico de su amigote Joaquin Phoenix, la verdad es que el film que nos ocupa se siente como su verdadero debut en el marco de los largometrajes ficcionales porque sin duda acumula todas las características por antonomasia que suelen tener las óperas primas como realizadores de actores que apuestan a pasarse al detrás de cámaras: el trabajo utiliza una excusa de ocasión, aquí un contexto post apocalíptico en el que una pandemia redujo casi a la extinción a la población femenina, para ofrecernos una historia minimalista basada más en el desarrollo de personajes y la dinámica afectiva que en una progresión retórica clásica. El mismo Affleck compone al protagonista sin nombre, el padre de una nena a la que llama Rag (Anna Pniowsky), abreviación de Raggedy Ann, jovencita a la que viste como varón y adiestra en tácticas improvisadas de supervivencia para que no sea secuestrada o violada en un mundo en donde la soledad, frustración y tristeza de la mayoría de los hombres no juega precisamente a favor de una convivencia pacífica o siquiera previsible (el Estado yanqui está casi ausente). Progenitor y vástago, ya con la madre (Elisabeth Moss) fallecida unos años atrás durante el estallido de esa misteriosa enfermedad que ahora parece contenida, recorren el interior estadounidense acampando en medio de bosques varios o metiéndose en las muchas casas vacías que dejó la peste, siempre temerosos de la presencia de extraños porque saben que en tiempos desesperados y crueles las estratagemas también suelen serlo. Ubicándose en una comarca intermedia entre Niños del Hombre (Children of Men, 2006), La Carretera (The Road, 2009) y Viene de Noche (It Comes at Night, 2017), el film ofrece una experiencia sincera y disfrutable que sin embargo no se aparta demasiado de los latiguillos del thriller indie de ocaso de la humanidad y tampoco llega al nivel de virulencia de -por ejemplo- The Survivalist (2015), optando en cambio por privilegiar un enfoque humanista que hace énfasis en la relación entre padre e hija, tanto en lo que atañe al enclave extraordinario del relato (las múltiples amenazas que deben atravesar cortesía de terceros que se aparecen de la nada) como en lo referido al sustrato más mundano y/ o trivial (los inconvenientes del hombre para criar a una chica en soledad y para colmo teniendo que desplazarse de manera permanente, hasta viendo cómo la otrora residencia de sus abuelos hoy es ocupada por fanáticos cristianos). Affleck combina el drama de tomas fijas y diálogos profusos con el suspenso de cadencia tradicional vinculado al aislamiento de las regiones bucólicas, logrando muy buenos momentos en ambos rubros como la maravillosa charla sobre sexo y pubertad con Rag y el agitado -y abrumador- desenlace en su conjunto. Más allá del hecho de que el director a veces abusa del ritmo narrativo aletargado y bien podría haber cortado alguna que otra escena autoindulgente en la línea de los diez minutos introductorios, Luz de mi Vida constituye una obra honesta que trata con respeto a las criaturas en pantalla, planteo que se agradece en un ámbito cinematográfico internacional contemporáneo -y hollywoodense sobre todo- que tiende a la homogeneización aniñada y empobrecedora. Affleck consigue capturar la dificultad intrínseca a la paternidad y los problemas que surgen al momento de transmitirles a los hijos nuestras preocupaciones de adultos, un esquema comunicacional lleno de obstáculos interpretativos y existenciales que deben salvarse con gran rapidez para garantizar la supervivencia de la joven en un periplo que no habilita la paciencia ni la comprensión escalonada de la información. El núcleo de la trama está en una conversación del dúo en la que el hombre le comenta a la niña que su mamá apreciaba mucho los instantes compartidos de la pareja -las vacaciones, por ejemplo- y los llamaba “aventuras de amor”, abrazando en simultáneo las minucias placenteras y tortuosas del compartir el viaje de la vida, justo como Rag y su progenitor hacen a diario…